ESTE SOY YO
Mi madre me parió el 15 de noviembre de 1967. Si retrocedes nueve meses, me hicieron en carnavales. Y, aunque tuve dos hermanos, los maricones siempre somos hijos únicos. La etapa escolar te la regalo. Tres travestis invadieron el Congreso, una peluquera pobre murió aferrada al zapato de Madeleine Hartog Bell y la famosa transexual Coccinelle exigió actuar al lado de Lucha Reyes. Me enamoré a escondidas de mis compañeritos y trafiqué con revistas porno, mientras el país era sacudido por los chicos de Menudo, los bailarines de la Carrà y la fabulosa melena de Chocco. Como el clóset jamás fue una opción, me expulsaron de mi casa a los veinte años y Javier Temple, vestido de mujer con barba, me adoptó como su hija. Conchita Wurst ni había nacido. La Vinko resultó mi abuela, y Juan Carlos Ferrando, esa tía a la que le arrebataron la marcha con el perverso eslogan «Nos están matando a todas».
Mis tres mariliendres, Irma, Mónica y Laura, son testigos de que compartí carpeta con Jaime Bayly antes de que coqueteara con Marusix. Una loquita hablaba con la Virgen y otra abortaba sobre la falda de colegio de su hermana, mientras yo robaba un collar de mi abuela para disfrazarme de Evita Perón. Así éramos. El país se caía a pedazos y mi familia era asesinada por terroristas, pero las cabras se peleaban por ser la próxima Miss Perú. Me enamoré de tantos imbéciles que sentí que no merecía ser amado. Fui acosado por locos obsesivos, pero no te confundas, luego de haber sido violado, extorsionado, golpeado y despreciado, tengo el maquillaje intacto y soy cualquier cosa, menos una víctima.
He pagado por sexo. Prefiero pagar que rogar. Está bien que no sirva de nada haber dirigido los documentales de Lucha Reyes y Sarita Colonia. He levantado chicos en Surquillo y en la puerta de los cuarteles, mientras César Isla organizaba fiestas de maricones en la casa del dictador Velasco. He hablado mal de los demás, me he drogado y he traicionado. Arriesgué la vida porque no valía nada. Recuerda que ni siquiera nos permitían donar sangre. He dejado que me roben y me he revolcado con quien me daba asco. Por llevar el pelo largo fui perseguido, pero también envidiado porque no necesitaba peluca para travestirme, como la vez que terminé preso por apuntarle a la gente con una pistola.
Cometí delitos y me junté con tipos con los que jamás me hubiera relacionado si no hubiera sido maricón. Transité por los bajos fondos con gente abyecta, pero también espléndida como Jean Paul Gaultier, el diseñador de Madonna, que me dio cien dólares por bailar en calzoncillos en un bar. He sido amenazado con una botella rota por una travesti en La Lima que se va, me ha llevado la batida y he limpiado el cuerpo de un amigo minutos antes de que muriera de sida. Durante las noches de toque de queda, los jeeps del Ejército me llevaban a las discotecas donde me escondía para ser feliz. El Company, el Querelle, el Studio One, el Escrúpulos, el Zeus y el Perseo donde Ernesto Pimentel actuaba al lado de Naamin Timoycco y Jossie Tassi.
He visto morir asesinados a Marco Antonio, Gim, Joel Molero, Federico Vignati, Pepe Yactayo, Paco Echeandía y Coco Cielo. No siempre se aprende algo. He visto a Diego Bertie negarlo. Y mientras un cura se enamoraba de Christian Meier, locas pobres, ricas, brillantes y mediocres terminaban arrodilladas con la boca abierta porque en el lodo somos todas iguales.
Porque no pude soportar que Sendero matara travestis y homosexuales como si valiéramos menos que un pollo, me largué a España para siempre y regresé a la semana. Fui taxista, agente de viajes, modelo, utilero, lavandero, maquillador de muertos y fotógrafo de mujeres desnudas. Luego de trajinar por tres universidades, me convertí en psicólogo clínico y fui catedrático durante quince años. Hubo alumnas que apostaron a ver quién me levantaba primero. Todas perdieron. También enseñé guitarra, estafé leyendo cartas, fui costurero, artesano y vendí de todo en el parque Kennedy, menos mi cuerpo. No por moralista, sino por falta de fe en mi atractivo. Pero no todo fue coser, también hubo cantar. Compartí escenario con María Teta, Susana Baca y Juan Diego Flórez. Le hice masajes a Mercedes Sosa y me presenté en los programas de Gisela Valcárcel, Camucha Negrete y Carlos Álvarez promocionando un disco que jamás tuvo disquera.
Cuando Alejandro Cavero dirigía Lucidez, Helmut Kessel, que había redactado con Carlos Bruce el proyecto de unión civil, me pidió escribir sobre el mundo gay y, por más de un año, publiqué una columna donde hice el primer homenaje a los bares que vi morir. Tiempo después, Beto Ortiz me ofreció colaborar con El Pollo Farsante. Ahí nacieron las crónicas maricas que terminaron curando algunas heridas. Mi madre dice ahora que todas las maldades que conocemos provienen de padres heterosexuales y que es posible que los gays lo hagamos mejor. Y de todos los libros que he publicado este es el único que mi padre ha leído. Quizás ahora le doy menos vergüenza.