Capítulo 2

 

Verity

 

Al final, el despido era real.

Me filtraron que habían decidido contratar becarias —dos, concretamente— y así, con lo que me pagaban a mí, tenían el doble de personal.

Es como si todo mi esfuerzo de estos años no valiera para nada.

Yo, que me creía indispensable, la puta ama de las secretarias y… ¡pum! ¡A tomar por saco todo!

Lo peor es que tengo que pagar una hipoteca.

Comida tengo, porque mi madre y mi hermana no paran de mandarme tápers.

Las dos saben que no tengo ni dinero ni ganas de aprender a cocinar.

He mandado mi currículum a un sinfín de empresas y, como ninguna me llama, he empezado a mandarlo a todos lados, sin fijarme en nada.

Ya me da igual dónde me contraten y ni miro qué necesitan o dónde es.

Veo que hace falta trabajo, pues mando mi solicitud.

Lo que sea, lo aceptaré.

Estoy desesperada.

Ando por la calle buscando dónde dejar el currículum. Me da igual lo que sea, porque tengo la angustia metida en el cuerpo, por si no consigo nada y me toca perder la casa. 

Giro por una calle y me encuentro la dichosa decoración de Halloween en un escaparate.

Pego un bote de forma involuntaria, y odio hacerlo. No soporto asustarme por algo que la gente de mi edad no hace. 

Paso sin mirarlo mucho, asqueada con esta festividad.

No me gusta y, sí, mis padres pensaban que con los años se me pasaría esta fobia, pero ahí sigue encallado, dándome asco, miedo y pánico.

Nunca he entendido bien por qué soy un bicho raro que, ante las cosas de miedo, se asusta tanto.

Cuando era pequeña era hasta normal, pero ahora me hace sentir asustadiza.

No me gusta ser así, pero es algo que no puedo controlar.

Veo estas cosas asquerosas y me entran los siete males o me da por gritar.

Ojalá pudiera controlarlo para no parecer tan patética, pero no, no puedo. 

Desde pequeña, cuando me pasaba esto, lo contaba en mi casa, como si me hiciera gracia mi reacción, porque sé que ellos sufren por mis miedos. Por eso, para mi familia reírse de mis reacciones es normal, y a mí me da paz. Es como si dentro de todo haya algo de gracioso, que le quita hierro al asunto.

Estoy deseando que pase Halloween y que la ciudad se decore con cosas de Navidad. 

Llego al lugar de la entrevista de hoy, lista para demostrar que estoy preparada para cualquier puesto.

La cosa va bien, hasta que oigo lo que más se ha repetido en mi vida desde que me despidieron:

—Demasiado cualificada.

 

* * *

 

Entro en el supermercado tras una entrevista horrible en la que ha dado igual que les pidiera que me dieran una oportunidad.

No ha servido de nada.

Da igual lo que les diga, porque sienten que, si me contratan, pronto les pediré más dinero por mis estudios y mis referencias.

No quieren arriesgarse…, o tal vez prefieren a alguien que puedan «manipular» desde el principio.

Al salir, me sentí mal por saber tanto en un mundo donde parece que eso asusta.

Por eso estoy aquí, en el supermercado, para comprarme una gran tarrina de helado de chocolate.

Miro las clases que quedan y solo hay uno de chocolate con trozos de brownie.

Es el más caro, cómo no. 

¡Venga, tiremos la casa por la ventana!

Estoy a punto de cogerlo cuando veo que una mano grande y bronceada se acerca a él y me lo quita delante de mis ojos.

—¡No, joder! ¡Es mi helado!

—¿Perdona?

Lo miro y veo a un hombre de unos treinta y pocos años observándome divertido.

Me giro un segundo, convencida de que acabo de poner mi cara de idiota, porque la belleza de este tío, que parece sacado de una revista de modelos, me deja noqueada y sin saber cómo reaccionar. Es de esas personas tan atractivas que ves por Instagram y hasta llegas a dudar que sean reales, y no creadas por la inteligencia artificial, de tan perfectas que son. De esos que no solo no bajan del diez, sino que pueden sacar una matrícula de honor o cagarla cuando abren su gran bocaza.

Lo miro de nuevo.

Anchos hombros y cintura estrecha, ojos intensos de color azul, pelo castaño y barba de esa tan sexi que parece de varios días. Tiene el pelo revuelto, o bien porque alguien lo ha besado hasta derretirse, o porque se ha pasado la mano por él varias veces sin importarle cómo quede.

Claro que, con esa cara y ese cuerpo, dudo que algo le quede mal.

«Contrólate… Cambia tu cara de idiota por otra normal ya…»

No puedo dejar de mirarlo…

Empiezo a parecer idiota.

Mi lado racional me da señales para que deje de parecer una pava integral, pero la mayor parte del tiempo no le hago caso, y lo parezco de forma literal. 

Sonríe de medio lado y abre su gran bocaza.

La fantasía sexual se evapora al instante. 

—Si has dejado de mirarme con esas caras tan raras…, te informaré que este helado es mío.

«¿Caras raras?» Bueno, sí, seguramente, pero esto demuestra que es un creído de mierda. De esos que piensan que, cuando andan, la gente detiene todo lo que está haciendo para mirarlos. Seguro que hasta cree que, cuando él pasa, el tiempo se ralentiza como en las películas y la gente lo observa embobada, mientras su pelo se mueve al aire…

«¡Para! Estás volviendo a poner caras raras.»

Lo miro enfadada.

—Yo lo vi primero. Es mío, y punto pelota.

Divertido, alza una ceja y, sí, joder, le queda muy bien.

«No, es un don capullo, recuerda.»

—Ah…, pero la vida no depende solo de mirar. Hay que tener las narices para correr hacia lo que se quiere.

Lo miro y veo como baja más puntos.

Todo lo que tiene de buenorro, lo tiene de idiota.

—Quiero ese helado —le digo desafiante— y no me iré de aquí sin él, aunque tenga que pelear contigo.

Su mirada brilla más divertida todavía.

Me da igual. Este don perfecto no me va a joder mi momento de placer con el chocolate.

—A ver…, convénceme.

—¿Acaso eres un crío?

—No, pero si tengo que renunciar a este helado tan delicioso, quiero que sea por una buena causa y no solo porque lo deseabas sin más.

—¿Y esperas que pierda mi tiempo hablando contigo?

—¿Acaso tienes algo mejor que hacer? —Se apoya en el congelador con el helado sujeto por una de sus fuertes manos.

Su boca se curva en una leve sonrisa y sus ojos azules están fijos en mí. Tienen diferentes tonalidades de azul oscuro y claro, que se entremezclan. Son fascinantes… y yo he vuelto a mirarlo con cara de idiota.

Aparto la mirada. 

«Compórtate, Verity. Como si nunca hubieras visto a un tío tan sexi en tu vida…»

Intento pensar en otro tan atractivo y no lo encuentro. De momento.

—Pues sí…, comerme ese helado. —Sonrío y miro la tarrina. Se lo quito sin tocarlo y lo meto en el congelador—. Odio el helado derretido y, mientras discutimos, estoy sufriendo por ello. ¿Te importa si se queda ahí mientras decidimos quién de los dos se lo lleva?

—A mí me encanta el helado derretido. —Lo coge y lo pone en su carro—. Habla pronto o cada vez estará más y más derretido.

«Cabrón», pienso y, por su mirada, no sé si lo he murmurado. ¡Que se joda!

—Tengo la regla —le suelto, porque es verdad.

—Yo me he quemado trabajando. —Me enseña la venda bajo su manga corta negra—. Prueba otra cosa.

—Me han despedido del trabajo.

—Bienvenida al mundo real. —Lo miro enfadada y luego al helado, que ya debe de estar algo derretido.

—No encuentro trabajo y tengo que pagar mi hipoteca o me quitarán la casa que acabo de comprar.

—Eso es una putada, lo admito…, pero el helado está demasiado bueno para ceder solo por eso.

—No me contratan por estar demasiado cualificada. Fui secretaria de una gran empresa y, vamos, acabé por hacer trabajos de contabilidad, y de todo… Todo eso está en mi currículum, porque mi jefe no me quería para trabajar, pero me hizo una carta de referencia muy buena, aunque no está ayudando tanto como esperaba. Yo trabajaría en lo que fuera, porque si no, me quitarán la casa… Joder, no quiero… —Noto que me entra la ansiedad solo de pensarlo.

—¿De lo que sea? —Asiento—. Enfrente de este supermercado buscan una empleada. Por lo que sé, al dueño le da igual el exceso de cualificación. Va a pagar lo mismo, sea lo que sea, y me consta que tiene muchos papeles por arreglar.

—¿En serio? —Asiente—. ¿Crees que ahora estará abierto?

—Cierra en diez minutos y, como no te gusta el helado derretido, me lo quedo yo por hacerte un favor, y eso. —Me guiña un ojo que, si no lo odiara ya tanto, casi me haría arder por combustión espontánea—. Pero míralo por el lado bueno: te he ahorrado el asco de comer helado derretido y te he ayudado a encontrar trabajo.

—¡Capullo! —se lo digo con una sonrisa—. Has bajado del diez al cero, que lo sepas. Eres uno de esos tíos sexis a rabiar que abren su gran bocaza y te demuestran que solo valen para fotos, porque no hablan, y solo puedes devorarlos con la mirada mientras te imaginas que, además de guapo, es buena persona. —«Para. Estás hablando de más», me recuerdo—. Me marcho y que te den, robahelados de mierda. —Le saco un dedo corazón y corro hacia el lugar donde buscan una empleada.

Llego, abro la puerta y pego un grito, que bien podría salir de una película de terror.

Esto debe de ser una broma… ¡Es una tienda de artículos de miedo!

No, ni hablar. Tiene que haber algo mejor.