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Comunicación como clave de poder

2.1. Sobre el control social

La comunicación tiene mala prensa. De siempre. En el ideario filosófico grecolatino prevalecen las citas que exaltan el silencio y la reserva frente a las que enarbolan el verbo fácil. Saber escuchar y decir lo justo es lo bueno. Intentar dar forma a las ideas con palabras de manera profusa es malo o atolondrado.

Esta disquisición se proyecta sobre el individuo. ¿Pero qué sucede cuando se aplica sobre la sociedad? ¿Acaso una sociedad dominada por el silencio es buena por sistema? Y del mismo modo: una sociedad dicharachera ¿es mala?

Un poco más atrás, esta reflexión en términos históricos ofrece matices que merecen ser tenidos en cuenta. Lo cierto es que, desde el inicio de la civilización, al poder le ha interesado limitar el acceso a la información como fuente y a la comunicación como habilidad social. Suele ser el poder político, pero aplica al económico, al militar... sirve para cualquier vocación hegemónica.

Desde esta perspectiva, el silencio ya no se mueve en la esfera de lo enigmático, lo misterioso o lo inteligente. Calla el que no sabe qué decir. Por el contrario, una sociedad informada, una sociedad que habla es una fuga del control que ansía todo poder.

En las élites primigenias de nuestra cronología histórica (Mesopotamia, Egipto) la función de escriba obedecía a una sucesión genética casi tan escrupulosa como la del monarca de turno. Los sacerdotes y los militares podían surgir y promocionarse según capacidades. La función de escriba estaba sujeta a un principio de conocimiento hermético. Es un hecho a tener en consideración; las primeras culturas trataban el lenguaje, su articulación y su difusión con el secreto y la opacidad con la que hoy se gestionan los arsenales nucleares.

Este sentido hermético de la palabra (especialmente de la escrita) se prolonga durante siglos, aunque se abra paulatinamente a la minoría culta que ostenta el poder. Donde no alcanza el control físico para limitar el acceso al conocimiento a través de la palabra, aparece la doctrina de no hablar de lo que no sabes que, llevada al extremo, es una invitación a no hablar de nada, pues de nada se sabe en realidad.

Tras la caída del Imperio romano, el conocimiento asociado a la palabra se repliega a los monasterios. La Iglesia católica atesora en solitario el tránsito entre el mundo antiguo y el que está por venir, incluso a costa de cortes monárquicas iletradas. El poder mundano es el de la espada. El poder del conocimiento queda circunscrito a los hombres de Dios.

Este relato, esta cronología es importante para entender el origen de la actual sociedad tonta. Un delirio tan rico en variedades cromáticas e idiomáticas no se construye de ayer para hoy. Ni siquiera se limita a nuestro ámbito de pensamiento occidental. La secuencia del control de la palabra y por ende del pensamiento se reproduce en las otras culturas avanzadas del planeta evidenciando que no sólo replicábamos formas arquitectónicas sino también sistemas de control social.

Claro que no se trata de un camino en una sola dirección o sin baches. El poder tiende al control, el conocimiento hacia la apertura que le da acceso a la innata curiosidad humana. En esta breve secuencia, en nuestra minúscula historia, la primera fuga relevante es la de la imprenta.

Aquí es preciso tomar en consideración que Gutenberg desarrolla su máquina a partir de modelos originarios de China. Y que, históricamente, en China el impacto de la letra impresa no alcanza la intensidad telúrica que se registra en Europa. Queda dicho que soy un tonto que se da saltos a la linde de la tontuna, nada que ver con un pensador 360° que sabe de todo o finge saber de todo.

Dejo las incógnitas chinas a un lado y me centro en mi pequeña parcela occidental. La imprenta, en nuestro ámbito de historia, abre la palabra de Dios al pueblo llano en su lengua común y deja de ser patrimonio litúrgico de la Iglesia católica y de la lengua nostálgica de un imperio perdido, el romano. Esta evolución, casi de carácter operativo, da lugar a una revolución cognitiva: el creyente no depende de intermediario alguno para hablar con Dios, se cuestiona en singular al sacerdote y, en términos corporativos, a la propia Iglesia romana, a toda su estructura: del Papa para abajo.

Hacemos una pausa. Es importante respirar para no ahogar el pensamiento en germen. La imprenta divide Europa en dos partes que siguen vigentes. La laboriosa, estoica y responsable Europa del norte. La festiva, epicúrea y superficial Europa del sur. Y cuando Europa planta sus reales en las Américas, reproduce esa división: con los puritanos anglosajones bien al norte, y las decadentes sociedades latinas y católicas al sur.

Y todo arranca con la imprenta. Retomamos hilo. El poder tal y como lo conocemos en el mundo occidental recibe una primera muesca importante con la imprenta. En apariencia, más allá del cambio estructural que representa en el ámbito religioso, el poder mal que bien aguanta el envite. En realidad, sólo gana algo de tiempo. La letra impresa va debilitando el Antiguo Régimen a golpe de tipo grabado. Esta suerte de tortura malaya se desmadra totalmente en 1789 con la Revolución francesa. Después de resolver los asuntos con Dios, al ciudadano de a pie le toca poner en orden los asuntos mundanos. Y cortan por lo sano.

El papel de los periódicos asociados a los clubes de la revolución está muy documentado. Más que su papel como mechas incendiarias me interesa el origen de esta pólvora. Y ése lo encontramos unas décadas atrás, con los leales enciclopédicos que, si bien no tenían pinta de exacerbados revolucionarios armados, cargaban con la munición más peligrosa: el conocimiento basado en la razón, la razón aplicada al hombre y a la sociedad. No hay nada más revolucionario que este aserto.

El poder es una manifestación de energía humana y como tal no se crea ni se destruye, vive en un permanente estado de transformación. El Antiguo Régimen da paso a las democracias burguesas que, a su vez, son el motor político de la Revolución Industrial. A estas alturas la división de poderes acuñada por Montesquieu ha sumado un nuevo activo. Al ejecutivo, legislativo y judicial, se suma un cuarto poder, los medios de comunicación, en aquel momento representados en exclusiva por periódicos en formación, poco más que libelos y aun así aupados al protagonismo hegemónico de cuarto poder.

La estructura tradicional de poderes resultantes de la revolución social muta con la Revolución Industrial y la nueva clase sobre la que asienta su potencia productiva: el proletariado. La burguesía controla los tres poderes tradicionales y buena parte del cuarto, pero en los medios se produce una nueva fuga en el control total. No es casual que todos los pensadores socialistas de la época, desde Proudhon a Engels, pasando por Marx como epicentro de todo el movimiento obrero, trabajen en periódicos. Este periodismo de clase es el catalizador de un pensamiento complejo que se traduce a ideas e imágenes básicas que son la base sobre la que se prepara la revolución bolchevique.

Recapitulación rápida. Después de milenios de control comunicativo, el poder empieza a hacer aguas con la imprenta. Primero cae la imagen de una religión monocorde, después la monarquía absoluta y, finalmente, el poder burgués resultante es amenazado por ingentes huestes de obreros que someten a revisión otro atributo social clave en nuestra definición como especie: el trabajo.

Tenemos que hacer un alto en la evolución del control comunicativo y hablar del trabajo porque históricamente están a punto de cruzarse como no había sucedido con anterioridad. En el sustrato cristiano occidental existen dos visiones: la católica y la protestante, ¿suena familiar?

En la tradición católica el trabajo es el resultado de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso. Génesis 3:19: «Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado. Porque polvo eres y al polvo volverás». Traducción profana: antes tenías todo lo que deseabas sin trabajar, ahora todo te costará mucho, mucho, muchísimo esfuerzo. Si nos ponemos un poco más doctos, la propia etimología de trabajo hace referencia al trabajo como esfuerzo supremo, cuando no como tortura. De hecho, el término original latino trepaliare hace referencia a la acción de torturar con un tripalium. Ahí lo dejo.

En la revisión protestante, con Calvino en vanguardia, el trabajo es epítome de perfección humana. La ética protestante del trabajo se convierte en concepto teológico, sociológico, económico e histórico. El protestantismo defiende que el trabajo duro, la disciplina y la frugalidad son el resultado de la adscripción de una persona a los valores del cristianismo real.

La teoría de ética protestante del trabajo se atribuye a Max Weber, que afirma que los valores protestantes junto con la doctrina calvinista del ascetismo y la predestinación son el origen del capitalismo.

Expuestas estas dos formas de entender el trabajo como base de nuestro sistema productivo conviene recordar que, en términos prácticos, la estructura laboral de nuestra historia como especie se ha basado en una explotación intensiva de mano de obra barata (siervos) o gratuita (esclavos). Estamos hablando de un período de tiempo que se extiende desde los primeros asentamientos agrícolas y ganaderos del neolítico hasta los siervos de la gleba de la Edad Media y más allá (Mauritania no abolió la esclavitud hasta 1981).

Los artesanos que dan lugar a los gremios representan una especialización laboral y también una mejora cultural. Hacia arriba se convierten en comerciantes y burgueses. Hacia abajo en trabajadores por cuenta ajena. Los gremios dan lugar a los talleres y a las fábricas. Próxima estación: Revolución Industrial.

El cambio de modelo de trabajo que obliga la industrialización cambia el modelo comunicativo, pero —y esto es lo verdaderamente más importante— transforma la visión geopolítica del mundo durante los siglos XIX y XX. Desde una perspectiva económica, los países occidentales (hay excepciones como España) se convierten en potencias manufactureras que transforman la materia prima procedente de Asia, África y América Latina.

Esta especialización pasa de lo económico a lo político. Y aquí, la evolución del proceso comunicativo es importante. La alfabetización de los obreros se convierte en un activo revolucionario. Por primera vez, una transformación del poder apuesta por la apertura del conocimiento. Las letras no se enclaustran, se graban como el metal de los hornos metalúrgicos.

Combinando el caldo de cultivo económico y político se fragua la contienda que definirá el mundo durante el siglo XX con una guerra mundial en dos actos. La lucha entre el comunismo y el fascismo es la antesala de la lucha real entre capitalismo y comunismo.

Versión corta: la estructura soviética colapsa. La Unión Soviética se disuelve el 26 de diciembre de 1991. El capitalismo se declara ganador. Francis Fukuyama escribe el manifiesto de la victoria que titula El fin de la historia. Y automáticamente, los países occidentales manufactureros ceden sus producciones a terceros, especialmente China, y abrazan una economía posindustrial. Ya en el siglo XXI, la estructura comunista política de China se abre a modelos económicos capitalistas y eleva al país asiático al rango de superpotencia, sustituyendo a la extinta URSS y actuando cada vez con mayor determinación como antagonista de los Estados Unidos de América. Europa se desdibuja como espacio político y económico determinante. Pero es vanguardia en lo social. Ojo. Es importante releer este párrafo porque condensa las claves de lo que ha sucedido en los últimos 123 años de historia y nos desplaza hasta la tontuna actual.

Enlazamos este rápido repaso sobre las estructuras de trabajo y modelos económicos con la sociedad cansada. La actividad posindustrial genera un desasosiego que se consolida en drama con la crisis económica de 2008. Que a su vez es fruto de una falta de regulación básica sobre el más primitivo de nuestros pecados: la avaricia. Y encima aparecen las redes sociales.

El síncope de los últimos párrafos es un reflejo del frenesí que nos acompaña desde hace dos décadas. Es cierto que la historia de esta gran transformación comunicativa apareció antes con internet, e incluso antes con la radio y la televisión. De hecho, ni comunismo, ni fascismo ni el capitalismo victorioso se entienden sin los medios de comunicación de masas. El poder del siglo XX tiene un punto de partida sensacionalista. El cuarto poder toma conciencia de todos los resortes que puede manejar y los maneja para adquirir más poder (económico y político). Se ilustra con el famoso telegrama de Hearst: «Usted suministre las ilustraciones y yo suministraré la guerra».

En el período comprendido entre las dos guerras el sensacionalismo evoluciona a propaganda. Ya no hay subterfugios, la toma de posición ideológica es clara e inequívoca y favorece la división social en bandos muy polarizados.

Tanto con el sensacionalismo como con la propaganda el poder intenta modelar y modular la opinión de la sociedad desde la emoción. En este caso, el control comunicativo no se ejerce con la limitación de acceso al conocimiento, sino con la profusión de mensajes emocionales que confrontan como siempre en la historia el nosotros contra ellos.

No es hasta la Guerra Fría que el poder en el mundo occidental evoluciona hacia posiciones de control comunicativo más sofisticado. Se crea la agenda setting. La comunicación pasa a interpretarse como un menú del día. Se arroja luz sobre determinados puntos. Otros se sombrean. El hambre en Etiopía está de moda durante quince días. Durante una semana se habla sobre la situación de los pingüinos en el Antártico. Y el público sigue el puntero que determina esa combinación de intereses gestionado por el poder. Durante un tiempo parece que todo vuelve a estar en orden, bajo control. Falso. Se está cociendo la revolución tecnológica.

2.2. Tecnología de barro

La revolución tecnológica, tal como la entendemos, es en realidad una revolución comunicativa desarrollada en torno a la gestión de datos. Nos saltamos los primeros armarios computadores de IBM y su ominosa relación con el régimen nazi, para situarnos en plena Guerra Fría. Eisenhower, primero general y después presidente, plantea la creación de una red para unir superordenadores de varios centros de investigación. Nace ARPA, agencia federal estadounidense que tiene por objetivo buscar soluciones tecnológicas avanzadas. Es el año 1958, todo es muy militar y secreto. Poco tiempo. Apenas cuatro años más tarde el proyecto ARPANET se plantea como una red para conectar a universidades de Estados Unidos.

A partir de aquí, el relato de la revolución tecnológica hasta llegar a la, de momento, última generación de Inteligencia Artificial se estructura en cuatro movimientos: la creación de internet, la evolución del supercomputador al ordenador personal, la dualidad hardware y software y la aparición de las redes sociales.

En 1969 las universidades de California y Stanford intercambian un primer mensaje remoto. El promotor de esta iniciativa es el psicólogo e informático Robert Licklider, que introduce su visión sobre la comunicación del futuro en un artículo titulado «On-line Man-Computer Communication».

En todo caso, el nacimiento de internet se debe datar veinte años más tarde. En 1990, Tim Berners-Lee consigue establecer el primer contacto entre un cliente y un servidor usando el protocolo HTTP. En 1994 funda el consorcio World Wide Web (W3C).

Ahora bien, internet como red que permite compartir datos no habría representado la base de la revolución tecnológica. Para alcanzar ese culmen es preciso explicar la red desde la óptica del buscador. La primera versión de Google aparece en agosto de 1996, en una página web propiedad de Stanford (<google.stanford.edu>). Sus autores eran dos estudiantes de posgrado, Larry Page y Sergey Brin, y su proyecto empezó siendo un motor de búsqueda que utilizaba los vínculos para determinar la importancia de las páginas individuales en la World Wide Web.

Desde el concepto inicial de un índice de la red, Google ha evolucionado a la ventana a través de la que oteamos el mundo digital. Es curioso porque frente a la notoriedad de los que han querido apropiarse de la red a través del protagonismo de sus redes sociales (por ejemplo Zuckerberg o Musk), los nombres propios de los creadores de Google siguen estando un par de escalones por debajo en materia de notoriedad. Ahora, mientras que el modelo de las redes da muestras de cansancio y avanza hacia el modelo de cobro por servicio, Google mantiene toda la donosura con la que fue creado, asimila el hecho de acceder a internet a través de su singular círculo de colores y no tiene problemas de monetización. Google es, a pesar de la existencia de otros buscadores, internet. Y, como toda equivalencia de lo concreto a lo genérico, genera un poco de vértigo.

La creación de internet se solapa con el desarrollo del ordenador personal. Me explico, Bill Gates funda Microsoft, diecinueve años antes de que se constituya W3C, en 1975. Steve Jobs hace lo propio con Apple en 1976. En ese momento, el reto era pasar de las computadoras mastodónticas a un producto accesible al ciudadano de a pie. Un producto que se movía casi en el terreno que transitaba entre una calculadora avanzada y un electrodoméstico más que meter en los hogares de Estados Unidos.

De hecho, antes de tener esa función doméstica, el ordenador personal no era ni americano ni personal. O al menos, no tan personal como lo harían Jobs y Gates. La empresa Olivetti lanza en 1962 el Programa 101, inventado por el ingeniero Pier Giorgo Perotto. La NASA utiliza el Programa 101 en la misión Apolo 11 que envía al hombre a la Luna.

Lo de una compañía italiana beneficiándose de las necesidades tecnológicas de Estados Unidos era extraño. Así que Hewlett Packard crea en 1968 su Hewlett Packard 9100A. El problema es que, en realidad, no crea nada, sino que copia el Programa 101 de los italianos y después de ser acusada de plagio se ve obligada a pagar una indemnización de 900.000 dólares a Olivetti.

La democratización del ordenador personal no llega hasta 1984 con el lanzamiento por parte de Apple del Macintosh 128K. El Mac es el primer ordenador personal que se comercializa con éxito y el que introduce una interfaz gráfica de usuario y un ratón que sustituye a la tediosa línea de comandos.

Con todo, la revolución Mac sigue más pendiente de la caja que del contenido. Ésa es la carrera de Microsoft. Gates, a diferencia de Jobs, no es un creyente del diseño. A él le interesa más la programación y con esta apuesta se acerca a IBM, que a esta altura de la película ve en Apple un competidor en toda regla.

La paradoja de este contacto es que la Big Blue —como se autodenominaba IBM en la intimidad— se centra en la caja (hardware) y cede todos los derechos del software desarrollado a Microsoft. Un error de cálculo que hace ganar millones a Gates.

Con este éxito bajo el brazo, Gates se acerca a Apple, puesto que con IBM ya no tiene más donde rascar. Como ofrenda negociadora presenta una novedosa e intuitiva hoja de cálculo además de algún que otro programa de relleno. Jobs no las tiene todas consigo. A ver: hoja de cálculo, novedosa, intuitiva... no conforman un campo semántico muy estimulante y menos para una persona tan disruptiva como Jobs. Pero aquí Gates se marca otra genialidad primitiva: amenaza con vendérsela a IBM. La competencia salvaje pesa más que las primeras suspicacias y Apple acepta el acuerdo con Microsoft.

De esta manera, Microsoft obtiene legalmente la tecnología del entorno gráfico y del ratón y saca al mercado Microsoft Windows como competidor directo del Mac. En efecto, toda la rivalidad que llevamos décadas arrastrando entre si eres de Mac o de Windows viene de ahí. Para los molones, el Mac. Para el resto del mundo, ese resto que es inmensa mayoría, el sistema operativo de Microsoft.

Internet. Ordenadores personales. Hardware vs. software. Falta el último ingrediente que da sentido social a esta revolución tecnológica: las redes sociales. En 2003, Reid Hoffman junto a su grupo de antiguos compañeros de PayPal lanzaron la primera red social de la historia. Su objetivo principal fue la creación de una plataforma diferente, una red de trabajo. En 2005 se lanzó LinkedIn Jobs, una plataforma destinada a poner en contacto a reclutadores y candidatos, y a su vez, LinkedIn Premium, modalidad de pago que da la posibilidad de ampliar sus funcionalidades. Con el paso del tiempo se añadieron nuevas utilidades como recomendaciones de perfiles, Servicio de Atención al Cliente, LinkedIn Answers o el widget Apply with LinkedIn.

En 2011 salió a bolsa. Y en 2016 fue comprada por Microsoft. En 2018 estaba presente en doscientos países y veinticuatro idiomas. En 2021 más de treinta millones de empresas ya tenían presencia en LinkedIn.

 

 

Año 2004. Mark Zuckerberg —y otros que borró del mapa— crean Facebook. La idea originaria de esta red social era ser una red privada de intercambio de información entre estudiantes universitarios. Debido a su éxito, en 2006 se permitió el acceso a cualquier persona y actualmente, es la red social con mayor número de usuarios activos a nivel mundial, casi tres mil millones.

La aplicación original de Instagram se creó el 6 de octubre de 2010, en San Francisco. La aplicación de la red social, que inventaron Kevin Systrom y Mike Krieger, se publicó, inicialmente, para el sistema operativo IOS y la bautizaron con el nombre de Burb. El éxito de esta red social se tradujo en que en sus primeros tres meses de vida consiguió el registro de más de un millón de usuarios. Mark Zuckerberg la compra en 2012 por 1.000 millones de dólares y la incorpora al grupo de empresas de Facebook.

Ocho años después de su fundación, Facebook compró Instagram, y en 2014 adquirió también la aplicación de mensajería instantánea WhatsApp.

Esta red social ha sido vehículo de noticias falsas y se ha visto envuelta en polémicas como la obtención de datos personales de más de ochenta millones de usuarios por parte de Cambridge Analytica. Los últimos datos de usuarios activos apuntan a que la red social se está estancando. Desde finales del 2021, la compañía se denomina Meta, una denominación que hace referencia a su apuesta por el metaverso. Un giro con el que Zuckerberg intenta recuperar las tendencias de crecimiento del pasado.

 

 

Twitter nació a principios de 2006, cuando el estudiante universitario Jack Dorsey compartió la idea de una plataforma para compartir mensajes cortos con algunos de sus compañeros de Odeo, una empresa de podcasting. La empresa empezó a tener 20.000 tuits al día en los primeros meses, pasando a 60.000 en 2007. Actualmente esta cifra es de 500 millones.

En 2022, Twitter fue comprado por Elon Musk. El arranque de la nueva gestión se movió en tres direcciones: depurar de usuarios falsos la plataforma, limitar la vigilancia de contenidos en aras de la libertad de expresión y suprimir el 80 por ciento de los puestos de trabajo. Inicialmente el número de caracteres por tuit era de 140, en 2017 pasaron a 280. Musk anunció en 2023 que se ampliará a 4.000.

 

 

Las redes sociales empezaron siendo un coto cerrado de emprendedores americanos, por eso conviene destacar la procedencia de dos de las redes sociales que actualmente están triunfando más entre los jóvenes: son la china TikTok y la francesa BeReal.

TikTok, creada en 2016, es considerada una red social altamente adictiva por su formato de vídeos de menos de tres minutos y su acertado algoritmo, gracias al cual la aplicación ofrece vídeos cada vez más adaptados a los gustos del usuario a medida que la usan. En 2023, Estados Unidos planteó vetarla en su territorio por considerarla una herramienta al servicio del espionaje chino.

BeReal surge en Francia en 2020 como una red social centrada en la autenticidad. Su popularidad arranca en 2022. Al contrario de lo que se llevaba viendo en las anteriores redes sociales, las fotos no llevan filtros ni se editan.

El de las redes sociales es un ciclo corto, en apenas veinte años dan muestras evidentes de cansancio y su evolución transita hacia la intrascendencia del instante al hiperrealismo francés. Es toda una provocación semiótica. Con perspectiva, la revolución tecnológica nos ha dado mucho alcance, pero muy poca profundidad. Más conectados. Más aislados. Una combinación que sólo es desconcertante en apariencia. Los primeros cinco años de las redes, pongamos diez, dan alas al deseo de una transversalidad que nos acerca a la democracia directa. Bajo el código 2.0 todo parecía posible, desde el periodismo ciudadano hasta la Primavera Árabe pasando por el movimiento de los indignados españoles: el 15-M. El sueño de una noche donde la ira daba paso a la esperanza de que otro mundo era posible. Las redes ardían de propuestas e ilusión.

Las empresas que gestionaban las redes tenían su particular hoja de ruta. Espoleadas por la monetización crearon el aserto de que el dato era el nuevo petróleo. Se fijaba un intercambio de dato por uso que, en apariencia, satisfacía a las dos partes, al usuario y a la red de turno. Tiempos de publicidad inteligente que, en realidad, en muy poco tiempo resultó ser repetitiva e invasiva. Daba igual. El modelo parecía no tener fin. Se interpretaba como una suerte de movimiento permanente hacia un horizonte de crecimiento sin límite.

Los medios de comunicación hicieron lo mismo que los bancos décadas atrás. Del mismo modo que el negocio de la banca era minúsculo en comparación con el perímetro de los fondos de inversión, los medios consideraron que la gestión informativa tradicional debía avanzar hacia las praderas verdes del clic. La información cede paso a la excitación de la noticia más leída, del titular más dinamizado, del voto popular como criterio editorial.

Se trata de un momento que se ha quedado atrapado en el tiempo. Todo converge hacia la ruptura del modelo jerárquico que define al poder desde el origen de los tiempos. La gente quiere expresar su opinión libremente, sin ataduras. A las redes les encanta esa movilización. Los medios corren en la misma dirección que las redes. Pero.

En comunicación no hay finales felices. Hay interludios. Algunos son buenos. Unos pocos, incluso muy buenos. Pero. La burbuja, siempre la burbuja. La burbuja estalló. Lo hizo por múltiples causas: exceso de oferta, demasiado tiempo invertido en el desarrollo de perfiles, el indecoroso apetito de un negocio acostumbrado a crecer año a año de manera exponencial, la aparición de nuevos formatos (las plataformas de TV son las nuevas redes sociales). En fin, de todo un poco, aunque posiblemente lo más evidente es de lo que menos se habla.

Las redes existen en la medida en la que hay personas que dedican tiempo e ingenio en la generación de contenidos. En contra de lo que dicta la base de nuestro capitalismo social, cualquier producto tiene un valor. Al principio, la no retribución económica se compensaba con la novedad de esa comunicación directa y universal. La ficción de una vida superlativa. Un efímero momento de gloria en cotización de likes. La satisfacción de encontrar e identificarte con otros especímenes de tu misma manada. El problema de estas retribuciones es doble: por una parte, con el tiempo te percatas del desequilibrio existente entre el esfuerzo realizado y el retorno real. Por otra, nos hacemos viejos. Quiero decir que nuevas generaciones entran en juego. Demandan sus propios espacios. Y no son las redes de papá.

De repente, Zuckerberg se encuentra con que su recargado Facebook ya no es cool para los jóvenes. Ojo, jóvenes de menos de cuarenta años, lo que viene siendo un segmento juvenil bien amplio. Le quedan los abuelos. Zuckerberg se vuelve loco y lo cifra todo a la realidad virtual.

Pero es que el otro modelo en cuestión, Musk-Twitter, va más allá de la ruptura generacional. En realidad, casi va más allá de todo lo visto en el universo conocido. El «hombre más rico del mundo» —como se le ha referenciado en tantos y tantos titulares— ha consumado con la adquisición de Twitter una fantasía de proyección planetaria. El sueño, en apariencia infantil, del usuario que quiere ser propietario de la red que le gusta. Como modelo de negocio no lo veo, pero es cierto que en la sociedad de la tontuna tienes que estar preparado para cualquier cosa.

Y es que somos una sociedad en conflicto con el instante y con vocación escapista. En términos de comunicación esta desubicación constituye un reto mayúsculo; el aquí y ahora representa un blanco difícil de acertar, la tendencia es tan inestable como efímera, la conciencia, versátil como el agua que se filtra sin mostrar su procedencia y el compromiso, un eco de cuando la palabra dada tenía un sentido más allá de lo estrictamente estético. Y aun así la comunicación sigue representando la vanguardia de nuestra humanidad, especialmente en tiempos como los actuales, donde prevalecen las mentiras veraces —las llamamos posverdad— sobre las dudas razonables.

De todas formas, del relato de la revolución tecnológica, lo que pasa más desapercibido es lo más inquietante. Todo nuestro esquema existencial se basa en la relación existente entre el yo y el nosotros con el entorno. Esa relación define cómo interpretamos el mundo, cómo discernimos lo real de lo falso, o lo relevante de lo accesorio. Me refiero a un aprendizaje que combina lo reglado con lo vivido, la experiencia personal con el conocimiento adquirido a través de terceros. Toda esa multitud de fuentes se ordena, se convierte en índice, se jerarquiza, en el ámbito digital.

Los buscadores son los grandes agentes del cambio de la revolución digital. Ni el dispositivo por el que accedes a la información ni la programación que la hace más o menos atractiva en términos de uso. Quien define la realidad es quien la tamiza para que su acceso sea lo más rápido y eficaz posible. En esta paulatina transición hacia el mundo virtual, el papel más relevante y al mismo tiempo más invasivo es el de aquel que decide qué te muestra y el orden con el que te lo muestra. Y lo mejor, para ese sugerente concepto de buscador, es que es invisible. A la vista de todos, como puerta de acceso hacia el infinito, y es invisible.