A la mañana siguiente, las palabras retumbaban en su interior mientras caminaba por la calle Ancha. Estaba en el corazón de la ciudad, los edificios se alzaban a su alrededor y atrapaban el aire frío, las últimas sombras del alba y los distantes tañidos de los tranvías. Casi había llegado al trabajo; había seguido su rutina habitual como si la noche anterior no hubiera ocurrido nada extraño.
«No soy Forest».
—Entonces, ¿quién eres? —suspiró con las manos bien metidas en los bolsillos. Empezó a caminar más lento hasta que se detuvo en medio de la calle.
La verdad era que había estado demasiado asustada como para volver a escribir. En vez de eso, se había pasado las horas nocturnas en un torbellino de preocupación, mientras recordaba todo lo que había dicho en las cartas anteriores. Le había dicho a Forest que había dejado la escuela. Sería una sorpresa desagradable para él, una promesa rota, así que había seguido rápidamente con la noticia de su ansiado trabajo en la Gaceta, donde muy probablemente iba a ganarse el puesto de columnista. Aparte de esa información personal, no había revelado su nombre verdadero; todas las cartas para Forest acababan con su apodo: Florecilla. Y estaba completamente aliviada por…
—¿Winnow? ¡Winnow!
Una mano la agarró del brazo como una tenaza. De golpe se vio propulsada hacia atrás con tal fuerza que se mordió los labios. Iris trastabilló, pero recuperó el equilibrio justo cuando el zumbido engrasado de un tranvía pasaba por delante de ella, tan cerca que podía notar el sabor a metal en la boca.
Casi la habían arrollado.
Cuando se dio cuenta de ello, las rodillas empezaron a temblarle.
Y alguien todavía la agarraba del brazo.
Levantó la mirada para encontrarse con Roman Kitt y su chaqueta beis de última moda, los zapatos de cuero pulido y el pelo engominado hacia atrás. La estaba mirando como si le hubiera brotado una segunda cabeza.
—¡Deberías fijarte por dónde vas! —exclamó soltándola como si el contacto lo hubiera quemado—. Por un segundo pensaba que vería cómo te hacían papilla sobre los adoquines.
—He visto el tranvía —replicó mientras se alisaba la gabardina. Casi la había rasgado, y de ser así se habría llevado un gran disgusto.
—No opino igual —contestó Roman.
Iris fingió que no lo había oído. Con cuidado pasó por encima de las vías del tranvía y se apresuró a subir las escaleras que daban al vestíbulo, con ampollas que se abrían en sus talones. Llevaba puestas las botas delicadas de su madre, que le llegaban hasta el tobillo y que le iban un número pequeñas, pero tenían que servirle hasta que Iris pudiera comprar un nuevo par de tacones. Y como los pies le palpitaban, decidió que debía usar el ascensor.
Desafortunadamente, Roman le seguía los pasos, y se dio cuenta con un gruñido interno de que tendrían que compartir el viaje.
Se quedaron de pie esperándolo, hombro con hombro.
—Llegas pronto —dijo Roman al final.
Iris se tocó el labio magullado.
—Tú también.
—¿Acaso Autry te ha dado un encargo?
Las puertas del ascensor se abrieron. Iris sonrió como respuesta y entró, situándose tan lejos de Roman como le fue posible antes de que él se le acercara. Aun así, su colonia llenaba el pequeño espacio, e intentó no respirar demasiado profundo.
—¿Te importaría si fuera así? —contraatacó mientras el ascensor empezaba a subir entre ruidos.
—Ayer te quedaste hasta tarde, trabajabas en algo. —Roman medía sus palabras, pero ella juraría que había notado un indicio de preocupación en su voz. Se reclinó sobre el revestimiento de madera, observándola. Iris mantuvo la mirada apartada, pero de repente los arañazos que tenían los zapatos de su madre, las arrugas en su falda a cuadros, los mechones sueltos que se le escapaban del moño firme enrollado y las manchas de la vieja gabardina de Forest que llevaba puesta cada día como si fuera una armadura parecían ser más evidentes—. No estuviste trabajando en la oficina toda la noche, ¿verdad, Winnow?
La pregunta la sacudió. Iris buscó su mirada con ojos penetrantes.
—¿Qué? ¡Claro que no! Viste cómo me fui, justo después de ofrecerte un sándwich.
—Estaba ocupado —respondió.
Ella suspiró y desvió la mirada.
Estaban llegando al tercer piso. El ascensor ascendía lentamente, y se detuvo como si notara la incomodidad de Iris. Emitió un sonido metálico y las puertas se abrieron. Un hombre vestido con traje que llevaba un maletín en la mano pasó la mirada de Iris a Roman y al vasto espacio que los separaba antes de entrar con cautela.
Iris se relajó un ápice. Que se les uniera un extraño haría que Roman mantuviera el pico cerrado. O eso creía. El ascensor prosiguió con su ascenso laborioso, y Roman se saltó las normas del ascensor cuando preguntó:
—¿Qué encargo te dio, Winnow?
—No es de tu incumbencia, Kitt.
—De hecho, sí que me incumbe. Tú y yo perseguimos lo mismo, por si te has olvidado.
—No me he olvidado —respondió Iris secamente.
—No creo que sea justo que Autry te dé encargos sin que yo lo sepa —siguió Roman—. Se supone que tiene que ser una competición justa entre tú y yo. Jugamos siguiendo las reglas. No debería haber ningún trato preferencial.
¿Trato preferencial?
Ya casi habían llegado al quinto piso. Iris tamborileó con los dedos sobre el muslo.
—Si tienes algún problema, ve a hablarlo con Autry tú mismo —le dijo justo cuando se abrían las puertas—. Aunque no sé por qué estás tan preocupado. Por si necesitas que te lo recuerden… «No podrá competir contra mí. Para nada. Dejó el Instituto Windy Grove en el último año».
—¿Perdona? —se quejó Roman, pero Iris ya se había alejado tres pasos del ascensor.
Se apresuró por el pasillo hacia la oficina, aliviada al ver que Sarah ya estaba allí, preparando el té y vaciando todas las bolas de papel arrugado de los cubos de basura. Iris dejó que la pesada puerta de cristal se cerrara tras de sí, justo delante de la cara de Roman, y oyó el rechino de sus zapatos y su resoplido de enfado.
No le volvió a dirigir la mirada mientras se acomodaba en su escritorio.
Ese día le había traído problemas mucho más acuciantes que Roman Kitt.
—¿Estás contenta aquí?
La sencilla pregunta de Iris parecía haber sorprendido a Sarah Prindle. Era mediodía, y las dos chicas habían coincidido en la pequeña cocina durante la pausa de la comida. Sarah estaba sentada a la mesa y comía un sándwich de queso y pepinillos, e Iris estaba reclinada contra la encimera y sorbía la quinta taza de té.
—Por supuesto que estoy contenta —respondió Sarah—. ¿Acaso no lo están todos los que trabajan aquí? La Gaceta de Juramento es la publicación de mayor prestigio de la ciudad. Pagan bien y nos dan todas las vacaciones. Winnow, ¿quieres la mitad de mi sándwich?
Iris negó con la cabeza. Sarah limpiaba, hacía recados y llevaba mensajes para Zeb. Organizaba los obituarios y los anuncios que entraban y los colocaba en el escritorio de Iris o Roman para que los editaran y teclearan.
—Supongo que lo que quiero decir es… ¿Es lo que imaginabas para ti, Prindle? Cuando eras pequeña y todo parecía posible, digo.
Sarah trago saliva, pensativa.
—No lo sé. Supongo que no.
—¿Cuál era tu sueño, entonces?
—Bueno, siempre quise trabajar en el museo. Mi padre solía llevarme los fines de semana. Me acuerdo de que me encantaban todos los artefactos antiguos y las tablillas de piedra que rebosaban sabiduría. Los dioses fueron bastante despiadados en el pasado. Estaban los protectores celestiales, la familia de Enva, y después los infraterrenales, la familia de Dacre. Siempre se han odiado, ¿lo sabías?
—Por desgracia, no sé gran cosa sobre los dioses —contestó Iris, y alargó el cuerpo en busca del bote del té—. En la escuela solo nos enseñaron algunas leyendas. La mayoría versaba sobre los dioses a los que matamos hace siglos. Cuando todavía se podía hacer eso, ya sabes.
—¿Matar dioses? —dijo Sarah con voz rota.
—No —respondió Iris con una sonrisa—. Aunque eso podría ser un final emocionante para esta sanguinaria guerra. Me refería a que podrías ir a trabajar a un museo. Hacer lo que te encanta.
Sarah suspiró, y un poco de mermelada se cayó de su sándwich.
—Tienes que nacer para la profesión o ser muy muy mayor. ¿Y tú qué, Winnow? ¿Cuál es tu sueño?
Iris vaciló. Hacía mucho tiempo que nadie le preguntaba algo así.
—Creo que ya lo estoy viviendo —contestó mientras reseguía el borde descascarillado de su taza de té—. Siempre quise escribir sobre cosas que fueran importantes. Escribir cosas que inspiraran o informaran a la gente. —De repente, sintió vergüenza y soltó una risita—. Pero en realidad no lo sé.
—Qué maravilla —repuso Sarah—. Y estás en el lugar adecuado.
Un silencio cómodo se asentó entre las dos chicas. Sarah siguió comiéndose el sándwich e Iris sostenía su taza mientras lanzaba miradas al reloj colgado en la pared. Ya casi era la hora de volver a su escritorio cuando se atrevió a inclinarse hacia Sarah.
—¿Alguna vez cotilleas lo que publica la Tribuna de Tinta? —le susurró.
Sarah arqueó las cejas de golpe.
—¿La Tribuna de Tinta? ¿Por qué diantres…?
Iris se llevó un dedo a los labios con el corazón desbocado. Sería un desastre si por casualidad Zeb pasaba cerca y las oía.
Sarah bajó la voz, avergonzada.
—Pues no. Porque no quiero que me despidan.
—Leí el periódico ayer —continuó Iris—. En la calle. Informaban sobre monstruos en el frente.
—¿Monstruos?
Iris empezó a describir la imagen del diario: alas, garras, dientes. No pudo reprimir un escalofrío mientras lo hacía ni tampoco pudo evitar relacionar la imagen con Forest.
—¿Alguna vez habías oído hablar de ellos? —le preguntó Iris.
—Los llaman ezrals —dijo Sarah—. Los tratamos por encima en clase de mitología, hace años. Hay historias sobre ellos en algunos de los tomos más antiguos de la biblioteca… —Se detuvo, y una expresión de sorpresa le barrió el rostro—. No se te habrá ocurrido escribir tu propio artículo sobre ellos, ¿verdad, Winnow?
—Me lo estoy pensando. Pero ¿por qué me miras así, Prindle?
—Porque dudo de que a Autry le haga gracia.
¡No me importa lo que piense!, quería gritar Iris, pero no era del todo cierto. Sí le importaba, pero solo porque perder contra Roman no era una opción. Tenía que pagar la factura de la luz. Tenía que comprar un par de zapatos bonitos de su número. Tenía que comer cada día. Tenía que encontrar ayuda para su madre.
Y, aun así, quería escribir sobre lo que ocurría en el este. Quería escribir la verdad.
Quería saber a qué se enfrentaba Forest en el frente.
—¿No crees que Juramento merece saber lo que está pasando en realidad ahí fuera? —susurró.
—Claro —replicó Sarah y se ajustó las gafas en la nariz—. Pero quién sabe si los ezrals están en el frente en realidad o no. Quiero decir, ¿y si…? —Dejó la frase a medias de repente, y parpadeó mirando hacia un lugar detrás de Iris.
Esta se irguió y se dio la vuelta. Hizo una mueca cuando vio que Roman estaba de pie en la puerta de la cocina. Estaba apoyado en el marco, mirándola con los párpados caídos.
—¿Conspirando, por lo que veo? —dijo arrastrando las palabras.
—Por supuesto —respondió Iris con alegría, y levantó la taza de té como si brindara—. Gracias por el consejo, Prindle. Tengo que volver al trabajo.
—Pero ¡si no has comido nada, Winnow! —protestó Sarah.
—No tengo hambre —contestó mientras se dirigía a la puerta—. Con permiso, Kitt.
Roman no se movió. Tenía la mirada clavada en ella como si quisiera leerle la mente, e Iris reprimió la tentación de alisarse los mechones sueltos del pelo y apretar los labios.
Abrió la boca para decir algo, pero se lo pensó mejor. Sus dientes sonaron al cerrar la boca, y se hizo a un lado.
Iris pasó por la puerta. Rozó con el brazo el pecho de él y oyó cómo le provocaba una exhalación, un silbido como si lo hubiera quemado, y le entraron ganas de reír. Quería provocarlo, pero se había quedado sin palabras.
Iris volvió a su escritorio y colocó encima la taza templada de té. Se puso la gabardina y agarró la libreta y el bolígrafo bajo la mirada suspicaz de Roman, que le llegaba desde la otra punta de la habitación.
Déjalo que se pregunte a dónde voy, pensó con una risita.
Y se esfumó de la oficina.
Iris se adentró en lo más profundo de la biblioteca, donde los libros más antiguos esperaban en estantes bien vigilados. No se podía sacar ninguno de esos volúmenes, pero se podían leer en uno de los escritorios de la biblioteca, así que Iris escogió un tomo que parecía prometedor y lo llevó a una mesa pequeña.
Encendió la lámpara de escritorio y pasó con cuidado las páginas, que eran tan antiguas que tenían manchas de moho y las notaba en los dedos como si fueran de seda. Páginas que olían a polvo, tumbas y lugares a los que solo se podía acceder en la oscuridad. Páginas llenas de historias de dioses y diosas de hacía mucho tiempo. Antes de que los humanos los hubieran asesinado o encerrado en las profundidades de la Tierra. Antes de que la magia brotara del suelo, elevándose de los huesos divinos y encantando puertas y edificios y aposentándose en objetos exclusivos.
Pero Enva y Dacre habían despertado de sus prisiones. Se habían visto ezrals cerca del frente.
Iris quería saber más de ellos.
Empezó a tomar apuntes sobre esa sabiduría legada que en la escuela nunca le habían enseñado. Los protectores celestiales, que gobernaban Cambria desde las alturas, y los infraterrenales, que gobernaban bajo tierra. Tiempo atrás, llegaron a ser un centenar de dioses entre las dos familias, y el poder de cada uno de ellos se podía apreciar a través del firmamento, la tierra y el agua. Pero con el paso del tiempo se mataron los unos a los otros, uno a uno, hasta que solo quedaron cinco. Y esos cinco sucumbieron a la humanidad y fueron entregados como botín de guerra a las pedanías de Cambria. A Dacre lo enterraron en el oeste, a Enva en el este, a Mir en el norte, a Alva en el sur y a Luz en la Pedanía Central. No debían despertar jamás de su sueño encantado; sus tumbas eran símbolo de la fuerza y resiliencia de los mortales, pero por encima de todo se rumoreaba que eran lugares hechizados que servían de reclamo para enfermos, creyentes y curiosos.
Iris no había visitado nunca la tumba de Enva del este. Estaba a kilómetros de Juramento, situada en un valle remoto. «Un día iremos, Florecilla», le había dicho Forest hacía apenas un año, aunque no habían sido una familia devota. «Tal vez podamos sentir la magia de Enva en el aire».
Iris se encorvó encima del libro y siguió buscando esas respuestas que tanto anhelaba. ¿Cómo atrae un dios a otro?
Dacre había empezado la guerra quemando el pueblo de Sparrow hasta los cimientos, matando a los granjeros y a sus familias. Sin embargo, esa devastación no había hecho que Enva fuera a su encuentro, como él anticipaba. Incluso después de siete meses de conflicto, se mantenía oculta en Juramento, excepto cuando rasgaba su arpa para inspirar a los jóvenes a enlistarse y luchar contra su némesis.
¿Por qué os odiáis?, se preguntó Iris. ¿Qué historia había detrás de Dacre y Enva?
Revisó las páginas de los libros, pero las habían arrancado del volumen una tras otra. Había algunos mitos sobre Enva y Alva, pero nada escrito con detalle sobre Dacre. Su nombre se mencionaba de pasada de una leyenda a otra, pero nunca conectado con Enva. Tampoco había nada sobre los ezrals, de dónde venían ni quién los controlaba. Ni tampoco qué amenaza suponían para los humanos.
Iris se echó atrás en la silla y se frotó el hombro.
Era como si alguien quisiera robar el conocimiento del pasado: todos los mitos sobre Dacre, su magia y su poder y por qué estaba furioso con Enva. Por qué estaba instigando una guerra contra ella, arrastrando a los mortales a un baño de sangre.
Y eso llenó a Iris de un desaliento frío.