Fue positivo que Roman le hubiera rechazado la oferta del sándwich.
Iris se detuvo en una tienda de alimentos y se percató de lo ligero que iba su bolso de mano. No se dio cuenta de que había entrado en uno de los edificios encantados de Juramento hasta que la comida de las estanterías empezó a moverse. Solo los productos que se podía permitir se movieron hacia adelante, compitiendo por su atención.
Iris se quedó quieta en el pasillo con la cara encendida. Apretó los dientes al ver cuántas cosas no podía pagar, y entonces agarró una barra de pan y medio cartón de huevos hervidos con celeridad, con la esperanza de que la tienda la dejara en paz y cesara de contar las monedas que llevaba en el bolso.
Por eso se mostraba recelosa con los edificios encantados de la ciudad. Podían tener ventajas beneficiosas, pero también podían ser indiscretos e impredecibles. Se formó el hábito de evitar las tiendas que no le eran familiares, incluso aunque hubiera pocas y estuvieran alejadas entre sí.
Iris se apresuró hacia la caja para pagar y de pronto se fijó en las filas de estanterías vacías. Solo quedaban unas pocas latas: maíz, judías y cebolla encurtida.
—¿Intuyo que últimamente la venta de verduras enlatadas ha sobrepasado las previsiones? —preguntó con indiferencia mientras pagaba al tendero.
—No creas. Los productos se envían al este en barco, al frente —respondió—. Mi hija está luchando por Enva y me quiero asegurar de que su tropa tenga suficiente comida. Es un trabajo duro, alimentar a un ejército.
Iris pestañeó, sorprendida por la respuesta.
—¿Te ha ordenado el canciller que envíes ayuda?
El tendero resopló.
—No. El canciller Verlice no le declarará la guerra a Dacre hasta que el dios esté llamando a nuestra puerta. Aunque aparente que apoyamos a nuestros hermanos y hermanas que pelean en el este. —El tendero metió la barra de pan y los huevos en una bolsa marrón y la deslizó por el mostrador.
Iris pensó que era valiente por hacer esos comentarios. Primero, por decir que el canciller del este o era un cobarde o un seguidor de Dacre. Segundo, por confesarle a favor de qué dios luchaba su hija. Eso lo había aprendido ella misma de Forest. Había mucha gente en Juramento que estaba a favor de Enva y su reclutamiento, y que creía que los soldados eran valientes, pero había otros que no. Esas personas, sin embargo, tendían a ser las que veían la guerra como algo que no les iba a afectar jamás. O eran personas que veneraban y seguían a Dacre.
—Espero que tu hija esté sana y salva en el frente —le dijo Iris al tendero. Dejó atrás la impertinente tienda con alivio, pero al salir resbaló con un periódico mojado en la calle—. ¿No has tenido suficiente de mí por hoy? —gruñó mientras se agachaba para recogerlo, con la certeza de que era una publicación de la Gaceta.
No lo era.
Iris abrió mucho los ojos cuando reconoció la imagen del tintero y la pluma de la Tribuna de Tinta, el rival de la Gaceta. Había cinco diarios distintos esparcidos por Juramento, pero la Gaceta y la Tribuna eran los más antiguos y los que más se leían. Si Zeb la descubría con la competencia en las manos, seguramente le daría el ascenso a Roman.
Estudió la portada con curiosidad.
Monstruos avistados a 30 kilómetros del frente, predicaba el titular en letras manchadas. Debajo había una ilustración de una criatura con unas alas grandes y membranosas, dos patas larguiruchas dotadas de garras y una colección de dientes afilados que parecían agujas. Iris se estremeció, esforzándose por entender las palabras, pero eran indescifrables, deshechas en regueros de tinta.
Se quedó mirando el papel durante un rato más, completamente quieta en la esquina de la calle. La lluvia le goteaba por la barbilla y caía como si fueran lágrimas encima de la ilustración del monstruo.
Ese tipo de criaturas ya no existían. No desde que los dioses habían sido derrotados siglos atrás. Pero, por supuesto, si Dacre y Enva habían vuelto, también podían hacerlo las criaturas arcanas. Criaturas que hacía mucho que solo vivían en los mitos.
Iris se dirigió hacia un cubo de basura para tirar el papel que se deshacía, pero entonces la asaltó un pensamiento repentino.
¿Es este el motivo por el que están desapareciendo tantos soldados? ¿Porque Dacre pelea con monstruos?
Tenía que saberlo, así que dobló con cuidado la Tribuna de Tinta y se la introdujo en el bolsillo interior de la gabardina.
Estuvo más tiempo bajo la lluvia del que le hubiera gustado, especialmente sin el calzado adecuado, pero Juramento no era un lugar fácil de recorrer a pie. La ciudad era antigua, construida hacía siglos sobre la tumba de un dios caído. Las calles serpenteaban, algunas eran estrechas y estaban llenas de suciedad, otras anchas y pavimentadas, y unas cuantas estaban encantadas con reminiscencias mágicas. Sin embargo, en las últimas décadas las nuevas construcciones se habían disparado, y a veces a Iris le parecía disonante ver edificios de ladrillo y ventanas relucientes al lado de tejados de paja, parapetos resquebrajados y torres de castillo de una era olvidada. O ver cómo los tranvías circulaban por las calles antiguas y sinuosas. Como si el presente intentara pavimentarse por encima del pasado.
Una hora después, Iris llegó por fin a su piso, sin aliento y empapada por la lluvia.
Vivía con su madre en la segunda planta, e Iris se detuvo ante la puerta, sin saber con seguridad con qué se iba a encontrar.
Fue exactamente lo que se esperaba.
Aster estaba reclinada en el sofá envuelta en su abrigo lila favorito y con un cigarrillo prendido en los dedos. Las botellas vacías se esparcían por todo el comedor. No había electricidad, cortada desde hacía ya semanas. Unas cuantas velas estaban encendidas en el armario de la cocina y habían estado prendidas tanto rato que la cera se había desparramado y había formado un charco sobre la madera.
Iris se quedó de pie en el umbral y observó a su madre hasta que pareció que el mundo a su alrededor se convertía en un borrón.
—Florecilla —dijo Aster en tono ebrio, dándose cuenta de su presencia—. Por fin has vuelto a casa para verme.
Iris respiró hondo. Quería soltar un reguero de palabras, palabras amargas, pero entonces se percató del silencio. Un silencio terrible que rugía y en el que se enroscaba el humo, y no pudo contenerse. Miró hacia el armario de la cocina, donde las velas parpadeaban, y se dio cuenta de que faltaba algo.
—¿Dónde está la radio, mamá?
Su madre arqueó una ceja.
—¿La radio? Ah, la he vendido, cariño.
A Iris le dio un vuelco el corazón, que le cayó a los doloridos pies.
—¿Por qué? Era la radio de la abuela.
—Apenas sintonizaba un canal, cariño. Le había llegado la hora.
No, pensó Iris, pestañeando con fuerza para retener las lágrimas. Solo que necesitabas dinero para comprar más alcohol.
Cerró la puerta de entrada de golpe y cruzó el comedor, esquivando las botellas para entrar en la pequeña y lúgubre cocina. Allí no había ninguna vela encendida, pero Iris conocía el espacio de memoria. Colocó la hogaza de pan deformada y el medio cartón de huevos en la encimera antes de buscar una bolsa de papel y volver al comedor. Recogió las botellas, muchas botellas, y eso le hizo pensar en esa mañana y en el motivo por el que había llegado tarde al trabajo. Porque su madre estaba tumbada en el suelo con un charco de vómito al lado, rodeada por un caleidoscopio de cristal, y esa imagen la había aterrorizado.
—Déjalo —dijo Aster con un movimiento de la mano. Le cayeron cenizas del cigarrillo—. Lo limpiaré más tarde.
—No, mamá. Mañana tengo que llegar puntual al trabajo.
—He dicho que lo dejes.
Iris soltó la bolsa. El cristal repicó dentro, pero estaba demasiado agotada como para discutir. Hizo lo que le pedía su madre.
Se recluyó en su oscura habitación, buscó a tientas las cerillas y encendió las velas que tenía en la mesita de noche. Pero estaba hambrienta, y al final tuvo que volver a la cocina para prepararse un sándwich de mermelada, mientras su madre se había tumbado en el sofá y bebía de una botella, fumaba y canturreaba sus canciones favoritas, que ya no podía escuchar, puesto que la radio ya no estaba.
De vuelta a la tranquilidad de su habitación, Iris abrió la ventana y escuchó la lluvia. El aire entraba frío y punzante, cargado de toques de invierno, aunque Iris agradeció cómo le mordía la piel. Le recordaba que estaba viva.
Se comió el sándwich y los huevos, y se cambió la ropa empapada por una bata. Con cuidado, extendió el ejemplar mojado de la Tribuna de Tinta sobre el suelo para que se secara. La ilustración del monstruo estaba todavía más difuminada después de haberla llevado en el bolsillo. Se la quedó mirando hasta que notó un tirón en el pecho, y buscó debajo de la cama, donde escondía la máquina de escribir de su abuela.
Iris la sacó a la luz de las llamas, aliviada de encontrarla después de la desaparición repentina de la radio.
Se sentó en el suelo y abrió su bolso de tapiz, donde la redacción que había empezado estaba ahora arrugada y empapada por la lluvia. «Encuentra algo bueno sobre lo que escribir, y tal vez valore publicarlo en la columna de la semana que viene», le había dicho Zeb. Con un suspiro, Iris colocó una nueva hoja en la máquina de su abuela y posó los dedos sobre las teclas. Pero entonces miró de nuevo al borrón de tinta que ilustraba el monstruo, y empezó a escribir algo completamente distinto a su redacción previa.
Hacía días que no había vuelto a escribir a Forest, y aun así se puso a ello. Las palabras se le derramaban desde dentro. No se molestó en poner la fecha o un «querido Forest», como había hecho con todas las demás cartas que le había mandado. No quería escribir su nombre ni verlo en la página. El corazón le dolía mientras iba directa al grano:
Iris sacó de un tirón el papel de la máquina, lo dobló dos veces y se levantó para acercarse al armario.
Hacía mucho, su abuela escondía notas por su habitación para que Iris las encontrara; a veces las deslizaba por debajo de la puerta de la habitación o debajo de la almohada. Otras las metía en el bolsillo de una falda para que las encontrara más tarde cuando estaba en la escuela. Eran pequeñas palabras de ánimo o un verso de algún poema cuyo descubrimiento siempre la hacía feliz. Era una tradición que tenían, e Iris había crecido y aprendido a leer y escribir gracias a las notas de su abuela.
Le parecía natural, entonces, deslizar las cartas a Forest por debajo de la puerta del armario. Su hermano no tenía su propia habitación en el piso: dormía en el sofá para que Aster e Iris pudieran tener las dos habitaciones para ellas, pero él e Iris habían compartido el mismo armario durante años.
El armario era un pequeño recoveco en la pared de piedra, con una puerta combada que había dejado una marca permanente en el suelo. La ropa de Forest colgada en el lado derecho, la de Iris en el izquierdo. Él no tenía muchas prendas, solo algunas camisas, pantalones, rodilleras de cuero y un par de zapatos arañados. Pero Iris tampoco tenía muchos atuendos. Hacían todo lo que podían con lo que tenían, remendando agujeros y cosiendo bordes deshilachados, y utilizaban la ropa hasta que acababa hecha jirones.
Iris no había tocado su ropa del armario, a pesar de que había bromeado con que podría tener el espacio del armario entero para ella mientras estuviera fuera. Había sido paciente durante los dos primeros meses que él estaba en la guerra, esperando a que le escribiera como le había prometido. Pero entonces su madre había empezado a beber, tan profusamente que la habían despedido del restaurante Revel. Ya no podían pagar las facturas y no quedaba comida en la despensa. A Iris no le quedó otra opción que dejar la escuela y encontrar un trabajo, todo mientras esperaba a que Forest le escribiera.
Pero su hermano no había dado señales de vida.
Iris ya no podía soportar más el silencio. No tenía ninguna dirección, ninguna información de a dónde habían destinado a su hermano. No le quedaba nada más que su querida tradición, e hizo lo que habría hecho su abuela… Iris le había entregado el papel doblado al armario.
Para su asombro, al día siguiente la carta había desaparecido, como si las sombras se la hubieran comido.
Desconcertada, Iris le había escrito otro mensaje a Forest y lo había deslizado por debajo de la puerta del armario. La carta también se desvaneció, y ella había examinado el pequeño armario con atención, sin poder creerlo. Estudió las piedras antiguas de la pared, como si alguien, muchos siglos atrás, hubiera decidido sellar allí un antiguo pasaje. Se preguntaba si la magia de los huesos de los dioses caídos que descansaban en las profundidades debajo de la ciudad se había despertado para dar respuesta a su aflicción. Si la magia había tomado su carta sin saber cómo y la había llevado con el viento del este para entregarla en el lugar donde su hermano estaba combatiendo en la guerra.
Cómo había odiado hasta ese momento los edificios encantados.
Se arrodilló y deslizó la carta debajo de la puerta del armario.
Era un alivio dejar que las palabras se fueran. La opresión que sentía en el pecho disminuyó.
Iris volvió a su máquina de escribir. Mientras la levantaba, sus dedos rozaron una rugosidad metálica fría, atornillada en el interior de la estructura. La placa tenía la longitud de su dedo meñique y era fácil pasarla por alto, pero recordó vívidamente el día que la había descubierto. La primera vez que había leído el grabado en la plata. La tercera Alondra / hecha especialmente para d. e. w.
Daisy Elizabeth Winnow.
El nombre de su abuela.
Iris había estudiado a menudo esas palabras, preguntándose por su significado. ¿Quién le había fabricado la máquina a su abuela? Ojalá hubiera visto el grabado antes de que su abuela muriera. A Iris no le quedaba más remedio que contentarse con el misterio.
Recolocó la máquina en su escondite y subió a la cama. Se tapó con las sábanas hasta la barbilla, pero dejó la vela prendida, aunque sabía que no era una buena idea. Debería apagarla y guardarla para mañana por la noche, pensó, porque nadie sabía cuándo podría pagar la factura de la luz. Pero en ese momento quería descansar bajo la luz, no en la oscuridad.
Se le cerraron los ojos, que le pesaban después de un día largo. Todavía podía oler la lluvia y el humo del tabaco en el pelo. Todavía tenía tinta en los dedos y mermelada entre los dientes.
Estaba casi dormida cuando lo oyó. El sonido del papel que cruje.
Iris frunció el ceño y se incorporó.
Miró hacia el armario. Allí, en el suelo, había un fragmento de papel.
Contuvo la respiración, pensando que debía de ser la carta que acababa de enviar. Alguna corriente de aire debía de haberla empujado de vuelta a la habitación, pero cuando se incorporó en la cama pudo comprobar que no era su carta. El fragmento de papel estaba doblado de manera distinta.
Vaciló antes de levantarse y agacharse para recoger el papel.
Le temblaba en las manos, y, cuando se impregnó de luz, Iris pudo discernir letras escritas en su interior. Eran pocas palabras, pero inconfundibles y de color negro.
Desdobló el papel y leyó la carta. Notó cómo se quedaba sin aliento.