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Enemigos jurados

CINCO MESES MÁS TARDE

Iris pasó como una exhalación a través de la lluvia vestida con un tacón alto roto y una gabardina raída. La esperanza le latía con fuerza en el pecho y le proporcionaba velocidad y suerte mientras cruzaba las vías del tranvía del centro de la ciudad. Llevaba semanas esperando ese día, y sabía que estaba preparada. Incluso aunque estuviera empapada, cojeando y muerta de hambre.

La primera punzada de inquietud le llegó cuando entró en el vestíbulo. Era un edificio antiguo, construido antes de que los dioses fueran derrotados. Algunos de esos seres divinos muertos estaban pintados en el cielorraso, y, a pesar de las grietas y la luz tenue que proyectaban los candelabros que colgaban bajos del techo, Iris siempre levantaba la vista hacia ellos. Dioses y diosas que danzaban por las nubes y barrían el suelo con la mirada, vestidos con largas togas doradas y estrellas brillantes en la cabeza. A veces tenía la sensación de que esos ojos pintados la observaban, e Iris reprimió un escalofrío. Se quitó el zapato roto y se apresuró hacia el ascensor con un paso poco natural, mientras los pensamientos sobre los dioses se desvanecían con lentitud cuando él le venía a la mente. Tal vez la lluvia hubiese ralentizado a Roman también y todavía podía tener una oportunidad.

Esperó durante un minuto entero. El maldito ascensor debía de estar atascado precisamente ese día, y decidió tomar las escaleras, dándose prisa para llegar al quinto piso. Estaba temblando y sudorosa cuando empujó por fin las pesadas puertas de la Gaceta de Juramento y la recibió la luz dorada de las lámparas, el aroma profundo a té y el ajetreo matutino de la preparación del periódico.

Llegaba cuatro minutos tarde.

Iris se quedó quieta en medio del barullo y con la mirada buscó el escritorio de Roman.

Estaba vacío, y se sintió complacida hasta que desvió los ojos hacia el tablero de asignaciones y lo vio allí de pie, a la espera de su llegada. Tan pronto como sus miradas se encontraron, él le dedicó una sonrisa perezosa, se acercó al tablero y descolgó un fragmento de papel. El último encargo.

Iris no se movió ni cuando Roman Kitt serpenteó alrededor de los cubículos para saludarla. Era alto y ágil, con unos pómulos que podían cortar la piedra, y ondeó el papelito en el aire, justo fuera de su alcance. El papel que ella quería con todas sus fuerzas.

—Otra vez tarde, Winnow —la saludó—. La segunda vez esta semana.

—No sabía que llevabas la cuenta, Kitt.

La sonrisa de superioridad se le desdibujó cuando bajó la vista y vio cómo sujetaba el zapato roto.

—Parece que has tenido algún problema.

—Para nada —le contestó ella con la cabeza bien alta—. Lo tenía todo planeado, por supuesto.

—¿Que se te rompiera el tacón?

—Que te asignasen ese encargo final.

—¿Tú, mostrándome simpatía? —Arqueó una ceja—. Menuda sorpresa. Se supone que tenemos que ser rivales hasta la muerte.

Ella soltó una risita.

—Una expresión hiperbólica, Kitt. Que usas a menudo en tus artículos, dicho sea de paso. Deberías tener cuidado con esa inclinación si consigues el puesto de columnista.

Una mentira. Iris rara vez leía lo que él escribía, pero eso Roman no lo sabía.

Roman entrecerró los ojos.

—¿Qué hay de hiperbólico en que los soldados desaparezcan en el frente?

A Iris se le formó un nudo en el estómago, pero ocultó su reacción con una sonrisa apretada.

—¿Es ese el tema del último encargo? Gracias por decírmelo.

Le dio la espalda y se dirigió hacia su escritorio serpenteando por los cubículos.

—No importa si lo sabes —le insistió mientras la perseguía—. El encargo es para mí.

Llegó a su escritorio y encendió la lámpara.

—Por supuesto, Kitt.

No se iba. Seguía de pie en su cubículo, observando cómo dejaba su bolso de tapiz y el zapato de tacón alto roto, como si fuera un distintivo de honor. Se quitó la gabardina. Rara vez la miraba con tanta atención, e Iris volcó su lapicero.

—¿Necesitas algo? —le preguntó mientras se afanaba en recoger los lápices antes de que rodaran hasta el suelo. Por supuesto, uno se cayó y aterrizó justo enfrente de los zapatos de cuero de Roman. Este no se preocupó por recogerle el lápiz, y ella masculló una maldición mientras se agachaba para recuperarlo y se percataba del pulido perfecto de los zapatos.

—Vas a escribir tu propio artículo sobre los soldados desaparecidos —afirmó—. Aunque no tienes toda la información sobre el encargo.

—¿Y eso te preocupa, Kitt?

—No. Por supuesto que no.

Se lo quedó mirando, estudiando su rostro. Colocó el lapiz al fondo del escritorio, lejos de cualquier opción de volverlo a volcar.

—¿Alguna vez te han dicho que pestañeas mucho cuando mientes?

Su mala cara se agravó.

—No, pero solo porque nadie se ha pasado tanto tiempo mirándome como tú, Winnow.

Alguien en algún escritorio cercano soltó una risita. Iris se puso colorada y se sentó en su silla. Caviló para encontrar una respuesta mordaz, pero no fue capaz, porque desafortunadamente Roman era atractivo y a menudo captaba su atención.

Hizo lo único que podía hacer: se reclinó en la silla y le regaló a Roman una sonrisa brillante. Una que le llegaba hasta los ojos y hacía que le salieran arrugas en las comisuras. La expresión de Roman se tornó tosca al instante, como había anticipado. Detestaba que ella le sonriese de ese modo. Siempre lo obligaba a retirarse.

—Buena suerte con el encargo —añadió ella con alegría.

—Y tú pásatelo bien con los obituarios —repuso él en tono seco, y se fue hacia su cubículo, que desgraciadamente estaba solo a dos escritorios.

La sonrisa de Iris desapareció tan pronto como le dio la espalda. Todavía estaba con la mirada perdida en su dirección cuando Sarah Prindle apareció en su campo de visión.

—¿Té? —le ofreció Sarah mientras levantaba una taza—. Tienes pinta de necesitarlo, Winnow.

Iris suspiró.

—Sí, gracias, Prindle.

Aceptó la taza, pero la dejó en el escritorio con un golpe sonoro, al lado del montón de obituarios escritos a mano que la estaban esperando para que los clasificara, los editara y los introdujera a máquina. Si hubiera llegado lo bastante pronto como para agenciarse el encargo, Roman sería el que estaría envuelto en esa tortura de papel.

Iris se quedó mirando el montón, recordando su primer día de trabajo, hacía tres meses. Cómo Roman Kitt había sido el último en darle la mano y presentarse tras acercarse a ella con los labios apretados y la mirada sagaz. Como si estuviera calculando la amenaza que ella podía suponer para su puesto en la Gaceta.

A Iris no le llevó demasiado tiempo saber lo que pensaba en realidad sobre ella. De hecho, solo había tardado media hora tras conocer a Roman. Le había oído decir a uno de los editores: «No podrá competir contra mí. Para nada. Dejó el Instituto Windy Grove en el último año».

Aquellas palabras todavía le dolían.

Jamás esperaba que pudieran ser amigos. ¿Cómo iban a serlo si los dos competían por el mismo puesto de columnista? Pero sus ademanes pomposos solo habían atizado su deseo de derrotarlo, y además era alarmante que Roman Kitt supiera mucho más de ella que ella de él.

Y eso significaba que Iris tenía que desvelar sus secretos.

En su segundo día de trabajo, se había dirigido hacia la persona más amigable del personal: Sarah.

—¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí Kitt? —le había preguntado Iris.

—Casi un mes, así que no te preocupes por que él sea más veterano que tú. Creo que los dos tenéis muchas posibilidades de conseguir el ascenso —había contestado Sarah.

—¿Y a qué se dedica su familia?

—Su abuelo lideró el ferrocarril.

—Así que su familia tiene dinero.

—Montones —dijo Sarah.

—¿A qué escuela fue?

—Creo que a Devin Hall, pero no me hagas mucho caso.

Una escuela de prestigio a la que la mayoría de los padres de Juramento enviaban a sus niños mimados. Un contraste directo con la escuela humilde de Iris, Windy Grove. Casi se avergonzó al saberlo, pero siguió preguntando:

—¿Se está viendo con alguien?

—No que yo sepa —había respondido Sarah con un encogimiento de hombros—. Pero no nos cuenta demasiado de su vida. De hecho, no sé mucho sobre él, más allá de que no le gusta que toquen sus cosas del escritorio.

Satisfecha en parte por lo que acababa de descubrir, Iris había decidido que el mejor plan de acción era ignorar a su competidor. Durante la mayor parte del tiempo, podía fingir que no existía. Pero pronto descubrió que eso iba a ser cada vez más difícil, ya que tenían que avanzarse para obtener sus tareas semanales del tablero de boletines.

Ella había conseguido el primero, triunfal.

Roman había obtenido el segundo, pero solo porque se lo había permitido. Eso le había dado la oportunidad de leer un artículo escrito por él. Iris se había sentado encorvada a su escritorio mientras leía lo que Roman había publicado sobre un jugador de béisbol retirado, un deporte al que Iris nunca le había hecho mucho caso, pero que de repente despertaba su fascinación debido al tono emotivo e ingenioso de la pluma de Roman. Se sentía transportada con cada palabra y notaba la costura de la pelota en la mano, la noche cálida de verano, la emoción del público en el estadio…

—¿Ves algo que te guste?

La voz altiva de Roman rompió el hechizo. Iris había arrugado el papel que tenía en las manos por el sobresalto. Pero él sabía exactamente lo que había estado leyendo y se mostraba engreído.

—Para nada —le había respondido. Y como estaba desesperada por encontrar algo que la distrajera de la mortificación que sentía, se fijó en el nombre, imprimido en letras negras pequeñas bajo el titular de la columna.

Roman C. Kitt

—¿Qué significa la «C»? —le preguntó, subiendo la mirada hacia él.

Roman levantó la taza de té y tomó un sorbo como respuesta, pero le sostuvo la mirada por encima del borde descascarillado de porcelana.

—¿Roman Cursi Kitt? —propuso Iris—. ¿O tal vez Roman Chabacano Kitt?

Su cara divertida se apagó. No le gustaba que se rieran de él, y la sonrisa de Iris se ensanchó mientras se reclinaba en la silla.

—¿O tal vez sea Roman Cascarrabias Kitt?

Se había dado la vuelta y se había ido sin dirigir otra palabra, pero con la mandíbula tensa.

Cuando se había quedado sola, había acabado de leer el artículo en paz. Se le cayó el alma a los pies; su manera de escribir era extraordinaria, y aquella noche había soñado con él. A la mañana siguiente, había rasgado el papel de inmediato y se había prometido no volver a leer un artículo suyo en la vida. De lo contrario, estaba destinada a perder el puesto a su favor.

Pero ese día, mientras el té se enfriaba, se lo estaba reconsiderando. Si escribía un artículo sobre soldados desaparecidos, tal vez estuviera dispuesta a leerlo.

Iris sacó una hoja nueva de papel del montón de su escritorio y la introdujo en la máquina de escribir, pero los dedos solo sobrevolaban las teclas mientras oía cómo Roman preparaba la mochila. Escuchó cómo salía de la oficina, sin duda alguna en busca de información para su artículo, con los pasos amortiguados por el sonido de las máquinas, el murmullo de las voces y las espirales de humo de los cigarrillos.

Apretó los dientes y empezó a mecanografiar el primero de los obituarios.

Para cuando Iris casi había acabado la faena del día, el peso de los obituarios había hecho mella en ella. Siempre se preguntaba qué había ocasionado las muertes, y, aunque nunca se incluía esa información, imaginaba que la gente estaría más dispuesta a leerlos si la pusieran.

Se mordió una uña y le vino el sabor metálico de las teclas de la máquina. Cuando no trabajaba en un encargo, estaba hasta arriba de anuncios u obituarios. Los últimos tres meses en la Gaceta se los había pasado inmersa entre esos tres trabajos, y cada uno le despertaba palabras y emociones distintas.

—Ven a mi despacho, Winnow —le dijo una voz familiar. Zeb Autry, su jefe, pasaba por su lado y dio un golpecito en el borde de su cubículo con sus dedos con anillos de oro—. Ahora.

Iris dejó atrás los obituarios y lo siguió hasta una estancia con paredes de cristal. Allí dentro el aire siempre estaba cargado y olía a cuero lustrado, tabaco y al pungente aroma de la loción para después del afeitado. Cuando se sentó a su escritorio, ella se acomodó en el sillón con orejas de delante, resistiendo la tentación de crujirse los dedos.

Zeb se la quedó mirando durante un minuto largo y tenso. Era un hombre de mediana edad, con un cabello rubio que empezaba a clarear, ojos azul claro y un hoyuelo en la barbilla. A veces pensaba que sabía leer la mente, y eso la hizo sentir incómoda.

—Esta mañana has llegado tarde —afirmó.

—Sí, señor. Pido disculpas. Me he dormido y he perdido el tranvía.

Por la manera como los surcos de su frente se hacían más profundos, se preguntó si su jefe también sabía detectar las mentiras.

—Kitt ha conseguido el encargo final, pero solo porque has llegado tarde, Winnow. Lo he colgado en el tablón a las ocho en punto, como todos los demás —dijo arrastrando las palabras—. Has llegado tarde al trabajo dos veces esta semana, y Kitt no ha llegado tarde nunca.

—Lo entiendo, señor Autry, pero no volverá a ocurrir.

Su jefe se quedó callado durante un breve instante.

—En los últimos meses, he publicado once artículos de Kitt y diez tuyos, Winnow.

Iris respiró hondo. ¿De verdad se iba a basar solo en los números? ¿En que Roman había escrito un poco más que ella?

—¿Sabías que le iba a dar el puesto a Kitt nada más puso un pie aquí? —continuó Zeb—. Esa era la idea hasta que tu redacción ganó el concurso de invierno de la Gaceta. De entre los centenares de redacciones que revisé, la tuya me llamó la atención, y pensé que eras una chica con un talento bruto y que sería una lástima dejarlo escapar.

Iris sabía lo que venía a continuación. Había estado trabajando en el restaurante, limpiando platos con los sueños rotos y en silencio. Jamás pensó que la redacción que había entregado a la competición anual de la Gaceta sirviese de algo hasta que volvió a casa y se encontró con una carta de Zeb con su nombre escrito. Era una oferta para trabajar en el periódico, con la tentadora promesa de ser columnista si continuaba mostrándose excepcional.

Había cambiado la vida de Iris por completo.

Zeb encendió un cigarrillo.

—Me he dado cuenta de que tu escritura últimamente no está tan afilada. Ha sido bastante desorganizada, de hecho. ¿Está pasando algo en casa, Winnow?

—No, señor —respondió demasiado rauda.

Su jefe se la quedó mirando con un ojo más abierto que el otro.

—¿Cuántos años decías que tenías?

—Dieciocho.

—Dejaste la escuela el invierno pasado, ¿verdad?

Odiaba pensar en la promesa rota que le había hecho a Forest, pero asintió con la cabeza, a sabiendas de que Zeb estaba indagando. Quería saber más sobre su vida personal, y eso la ponía tensa.

—¿Tienes hermanos?

—Un hermano mayor, señor.

—¿Y dónde está ahora? ¿A qué se dedica? —la presionaba Zeb.

Iris desvió la mirada y se dedicó a estudiar el suelo cuadriculado blanco y negro.

—Era un aprendiz de horólogo. Pero ahora está en la guerra. Luchando.

—¿Por Enva, supongo?

Volvió a asentir.

—¿Por eso dejaste Windy Grove? ¿Porque tu hermano se fue? —preguntó Zeb. Iris no respondió—. Es una pena. —Suspiró y soltó una nube de humo; aunque Iris ya sabía la opinión de Zeb sobre la guerra, siempre conseguía irritarla—. ¿Y tus padres?

—Vivo con mi madre —respondió en tono tajante.

Zeb sacó un pequeño frasco de la chaqueta y vertió unas gotas de licor en su té.

—Sopesaré darte otro encargo, pero no es como suelo hacer las cosas aquí. En fin, quiero esos obituarios en mi escritorio antes de las tres de la tarde.

Ella se fue sin mediar palabra.

Iris colocó los obituarios terminados sobre el escritorio de Zeb una hora antes de lo estipulado, pero no se fue de la oficina. Se quedó en su cubículo y empezó a pensar en algo sobre lo que escribir, por si acaso Zeb le diera la oportunidad de contraponerse al encargo de Roman.

Pero las palabras se le helaban en el interior. Decidió ir hasta el aparador para prepararse una taza de té cuando vio que Roman Creído Kitt entraba en la oficina.

Para su alivio, Roman había estado ausente todo el día, pero lo vio con ese molesto vigor en sus andares, como si las palabras lo estuvieran desbordando y tuviera que verterlas en la hoja de papel. Cuando se sentó a su escritorio y hurgó en su bolsa en busca de su libreta, tenía la cara roja por el frío de inicios de primavera y el abrigo salpicado de gotas de lluvia.

Iris lo observó mientras colocaba una hoja en blanco en la máquina de escribir y empezaba a teclear frenéticamente. Estaba alejado del mundo, perdido en sus palabras, así que no tuvo que hacer un rodeo hasta su escritorio, como hacía normalmente para evitar acercarse demasiado a él. Roman no se dio cuenta de que pasaba por su lado, e Iris tomó un sorbo de té demasiado endulzado y se quedó mirando la hoja en blanco.

Pronto todos empezaron a irse, excepto ellos dos. Se empezaban a apagar las lámparas de escritorio, una a una, y aun así Iris se quedó, tecleando lentamente y con dificultad, como si tuviera que sacar cada palabra de su médula, mientras que Roman, a dos cubículos de distancia, golpeaba las teclas.

Sus pensamientos volaron hacia la guerra de los dioses.

Era inevitable; la guerra siempre parecía estar latente en el fondo de su mente, incluso aunque tuviese lugar a seiscientos kilómetros al oeste de Juramento.

¿Cómo acabará?, se preguntaba. ¿Con la destrucción de un dios o de los dos?

Los finales a menudo se encontraban en los inicios, y empezó a teclear lo que sabía, fragmentos de información que habían recorrido el país y llegaban a Juramento semanas después de que hubieran ocurrido.

Todo empezó en un pequeño y tranquilo pueblo rodeado de dorado. Siete meses antes, los campos de trigo estaban listos para la cosecha y casi invadían un lugar llamado Sparrow, donde hay cuatro ovejas por cada persona y llueve solo dos veces al año a causa de un antiguo hechizo perpetrado por un dios enfurecido al que hace siglos asesinaron.

Este pueblo idílico situado en la Pedanía Este es donde Dacre, el dios del inframundo, fue derrotado y donde descansa su tumba. Y allí durmió durante doscientos treinta y cuatro años hasta que un día, durante la cosecha, despertó de repente y se levantó, arrasando la tierra y quemándola con furia.

Se encontró con un granjero en medio del campo, y sus primeras palabras fueron un suspiro frío y desgarrado.

«¿Dónde está Enva?».

Enva, una diosa protectora del cielo y la enemiga jurada de Dacre. Enva, que también había sido derrotada dos siglos antes, cuando los cinco últimos dioses cayeron cautivos bajo el poder de los mortales.

El miedo invadía al granjero y se acobardaba ante la sombra de Dacre. «Está enterrada en la Pedanía Este», respondió el granjero al fin. «En una tumba igual a la vuestra».

«No», dijo Dacre. «Está despierta, y si se niega a encontrarme, si elige ser una cobarde, la atraeré hasta mí».

«¿Cómo, mi señor?», preguntó el granjero.

Dacre bajó la vista hacia el hombre. ¿Cómo hace un dios para atraer a otro? Empezó a

—¿Qué es esto?

Iris pegó un salto al oír la voz de Zeb. Se giró y lo vio de pie a su lado con el ceño fruncido, intentando leer lo que había escrito.

—Solo es una idea —respondió ella, un poco a la defensiva.

—No será sobre cómo empezó la guerra de los dioses, ¿verdad? Eso ya es agua pasada, Winnow, y la gente de Juramento está harta de leer sobre ello. A menos que tengas una nueva versión sobre Enva.

Iris pensó en todos los titulares que Zeb había publicado sobre la guerra. Gritaban cosas como los peligros de la música de enva: la diosa protectora del cielo ha vuelto y les canta a nuestros hijos e hijas para ir a la guerra o resistid el canto de sirena que os lleva a la guerra: enva es nuestra amenaza más peligrosa. en juramento todos los instrumentos de cuerda están prohibidos.

Todos sus artículos culpaban a Enva por la guerra, mientras que pocos mencionaban el papel de Dacre. A veces Iris se preguntaba si era porque Zeb temía a la diosa y la facilidad con la que reclutaba soldados o porque le habían dado órdenes de publicar solo ciertas cosas, como si el canciller de Juramento estuviera controlando lo que podía publicar el periódico para propagar sus ideas de manera discreta.

—Es que… Sí, lo sé, señor, pero he pensado…

—¿Qué has pensado, Winnow?

Vaciló un instante.

—¿Le ha puesto restricciones el canciller?

—¿Restricciones? —Zeb se echó a reír como si hubiera dicho una tontería—. ¿Con qué?

—Con lo que se puede decir o no en las publicaciones.

Una mueca arrugó la cara rojiza de Zeb. Sus ojos brillaban, e Iris no supo decir si de miedo o enfado, pero escogió decir:

—No malgastes mi papel ni mis rollos de tinta en una guerra que aquí, en Juramento, nunca nos alcanzará. Es un problema en el este, y deberíamos seguir nuestras vidas con normalidad. Encuentra algo bueno sobre lo que escribir, y tal vez valore publicarlo en la columna de la semana que viene.

Dicho eso, dio un pequeño golpe con los nudillos en la madera, agarró su abrigo y sombrero, y se fue.

Iris suspiró. Podía oír el tecleo constante de Roman, como si fuera un latido en la vasta habitación. Las puntas de los dedos golpeando las teclas, las teclas golpeando el papel. Una motivación que la impulsaba a hacerlo mejor que él. A asegurarse el puesto la primera.

Tenía la mente dispersa, y sacó de un tirón la redacción de la máquina de escribir. La dobló y la guardó en su bolsito de tapiz, atando los cordones antes de recoger el zapato roto. Apagó la lámpara y se puso en pie mientras se masajeaba el cuello, donde tenía calambres. Fuera de la ventana estaba oscuro; la noche se había asentado en la ciudad, y las luces de fuera relucían como estrellas caídas.

Esa vez, cuando pasó al lado del escritorio de Roman, este se dio cuenta.

Todavía llevaba puesta su gabardina, y un mechón de pelo negro le caía por encima de la frente fruncida. Ralentizó los dedos en las teclas, pero no habló.

Iris se preguntaba si quería hacerlo y, de ser así, qué le diría en un momento en el que tenían la oficina para ellos solos y nadie más los estaba mirando. Le vino a la mente un antiguo proverbio que Forest solía usar: «Convierte a un enemigo en amigo y tendrás un oponente menos».

Un trabajo tedioso, sin duda, pero Iris se quedó quieta y volvió sobre sus pasos para detenerse delante del cubículo de Roman.

—¿Quieres ir a por un sándwich? —le preguntó, apenas consciente de las palabras que salían por su boca. Todo cuanto sabía era que ese día no había comido, y tenía hambre y ganas de mantener una conversación emocionante con alguien. Aunque fuera con él.

—A dos bloques de aquí hay un sitio que abre hasta tarde. Tienen los mejores pepinillos.

Roman ni siquiera ralentizó el movimiento de las teclas.

—No puedo. Lo siento.

Iris asintió con la cabeza y se marchó apresuradamente. Había sido ridículo siquiera pensar en que él compartiría la cena con ella.

Se fue con los ojos empañados y antes de salir lanzó el zapato de tacón roto en el cubo de la basura.