Prólogo

Una niebla fría se había asentado sobre la estación como una mortaja e Iris Winnow pensaba que el tiempo no podría haber sido mejor. Apenas veía el tren a través de la neblina, pero lo saboreaba en el aire del atardecer: metal, humo y carbón ardiente, aromas entretejidos con trazas de petricor. Sus pies resbalaban sobre la plataforma de madera donde brillaban los charcos que había dejado la lluvia y los montones de hojas caídas.

Cuando Forest se detuvo a su lado, ella se quedó quieta también, como si fuera su reflejo. A los dos los solían confundir por gemelos debido a sus ojos grandes de color avellana, su pelo ondulado castaño y las pecas que les salpicaban la nariz. Pero Forest era alto e Iris, bajita. Él tenía cinco años más que ella, y por primera vez en su vida, Iris deseaba ser mayor que él.

—No estaré fuera mucho tiempo —le dijo—. Solo unos pocos meses, creo.

Su hermano se la quedó mirando en la luz que se desvanecía mientras esperaba a que ella respondiera. Era el anochecer, ese espacio de tiempo entre la oscuridad y la luz, cuando las constelaciones empezaban a decorar el cielo y las luces de la ciudad cobraban vida en respuesta. Iris podía sentir su atracción: el rostro preocupado de Forest y la luz dorada que iluminaba las nubes que sobrevolaban bajo… Y, aun así, sus ojos deambulaban, desesperados por una distracción, por un momento para tragarse las lágrimas antes de que Forest pudiera verlas.

Había una soldado a su derecha. Una mujer joven ataviada con un uniforme perfectamente almidonado. A Iris la sorprendió un pensamiento revelador. Uno que debió de cruzarle el rostro, porque Forest se aclaró la garganta.

—Debería ir contigo —dijo Iris mientras buscaba su mirada—. No es demasiado tarde. Puedo alistarme…

—No, Iris —respondió Forest con brusquedad—. Me hiciste dos promesas, ¿recuerdas?

Dos promesas hacía apenas un día. Iris frunció el ceño.

—Cómo olvidarlas.

—Pues recuérdamelas.

Se cruzó de brazos para protegerse del frío otoñal y de la extraña cadencia en la voz de Forest. Había un punto de desesperación que no le había oído hasta el momento, y se le erizó la piel de los brazos bajo el fino jersey que llevaba puesto.

—«Cuida de mamá» —dijo, imitando su tono grave. Los labios del chico esbozaron una sonrisa—. «No dejes la escuela».

—Creo que fue algo más que un tosco «no dejes la escuela» —añadió Forest, y le golpeó el pie con la bota—. Eres una estudiante brillante que no se ha saltado ni una clase en todos estos años. Dan premios por eso, ¿lo sabías?

—Está bien —cedió Iris, y un rubor le cubrió las mejillas—. Me dijiste: «Prométeme que aprovecharás tu último año de escuela, y volveré a tiempo para tu graduación».

—Así es —confirmó Forest, pero su sonrisa empezó a decaer.

¿Y si hubiera sido yo la que oyera la canción?, pensó Iris. El corazón le pesaba tanto que parecía que le estuviera lastimando las costillas. Si yo hubiera encontrado a la diosa en vez de él…, ¿me dejaría marchar así?

Su mirada descendió hasta el pecho de Forest, el lugar donde su propio corazón latía bajo el uniforme verde oliva. Una bala podría atravesarlo en una milésima de segundo. Una bala podría evitar que volviera a casa.

—Forest, yo…

La interrumpió un estridente silbido que le hizo dar un salto. Era el último aviso para subir, y de repente había mucho movimiento hacia los vagones. Iris se estremeció de nuevo.

—Ten —le dijo Forest mientras se descolgaba su bolsa de cuero—. Quiero que te la quedes.

Iris se quedó observando a su hermano mientras abría el cierre y sacaba una gabardina marrón claro. Se la ofreció y arqueó una ceja cuando ella solo se la quedó mirando.

—Pero la necesitarás —repuso ella.

—Me darán una —contestó—. Algo adecuado para la guerra, supongo. Venga, acéptala, Florecilla.

Iris tragó saliva y aceptó la gabardina. Metió los brazos en las mangas y se ajustó la tela desgastada sobre la cintura. Le venía grande, pero era cómoda. Le pareció una especie de armadura. Suspiró.

—¿Sabes? Huele como a la tienda del horólogo —dijo arrastrando las palabras.

Forest se rio.

—¿Y a qué huele exactamente la tienda de un horólogo?

—A relojes medio heridos y polvorientos, y a aceite caro, y a esos pequeños instrumentos de metal que se usan para arreglar las piezas rotas.

Pero eso era cierto solo en parte. La gabardina también desprendía reminiscencias del restaurante Revel, donde ella y Forest solían cenar al menos dos veces por semana mientras su madre hacía de camarera. Olía al parque ribereño, a musgo y piedras empapadas y largas caminatas, y a loción de sándalo para después del afeitado, porque no importaba cuánto quisiera tener una, era incapaz de hacer que le creciera la barba.

—Entonces, debería hacerte buena compañía —dijo él mientras se colgaba la bolsa al hombro—. Y ahora puedes tener el armario todo para ti.

Iris sabía que estaba intentando rebajar la tensión, pero pensar en el pequeño armario que compartían en su piso solo le provocó una punzada en el estómago. Como si de verdad fuera a guardar su ropa en algún otro lugar mientras estuviera fuera.

—Estoy segura de que necesitaré los colgadores que sobran, porque, como ya sabes, estoy al día con todas las modas actuales —terció Iris con ironía, con la esperanza de que Forest no pudiera percibir la tristeza que desprendía su voz.

Su hermano se limitó a sonreír.

Y llegó la hora. En el andén apenas quedaban soldados, y el tren silbaba a través de la niebla. Iris tenía un nudo en la garganta; se mordió la mejilla por dentro mientras Forest la abrazaba. Cerró los ojos y notó cómo le raspaba el tejido de su uniforme contra la mejilla, y contuvo las palabras que quería soltarle como un torrente: «¿Cómo puedes querer a esa diosa más que a mí? ¿Cómo puedes abandonarme así?».

Su madre ya había expresado esos sentimientos, enfadada y triste con Forest por alistarse. Aster Winnow se había negado a acudir a la estación para despedirlo, e Iris se imaginaba que estaba en casa, sollozando mientras asimilaba la situación.

El tren empezó a moverse, chirriando a lo largo de las vías.

Forest se soltó de los brazos de Iris.

—Escríbeme —le susurró.

—Te lo prometo.

Dio unos cuantos pasos atrás mientras le sostenía la mirada. No había miedo en sus ojos, solo una determinación oscura y febril. Y entonces Forest se dio la vuelta y se apresuró a subir al tren.

Iris lo siguió hasta que desapareció dentro del vagón más cercano. Levantó la mano y le dijo adiós, incluso mientras las lágrimas le nublaban la visión, y se quedó de pie en el andén hasta mucho después de que el tren se hubiera desvanecido en la niebla. El agua de la lluvia le estaba calando los zapatos. Las luces tintinearon por encima de su cabeza, zumbando como avispas. La muchedumbre se había dispersado e Iris se sentía vacía, sola, mientras caminaba de vuelta a casa.

Tenía las manos frías, y las metió en los bolsillos de la gabardina. Fue en ese momento cuando la notó: una bola de papel. Frunciendo el ceño, creyó que era el envoltorio de un caramelo que Forest se había olvidado, hasta que lo sacó para examinarlo bajo la luz apagada.

Era un fragmento de papel pequeño, doblado sin miramientos, con una ristra de palabras mecanografiadas. Iris no pudo reprimir la sonrisa, incluso a pesar de que le dolía el corazón. Leyó:

Solo por si no lo sabes… Eres de lejos la mejor hermana que podría tener. Estoy muy orgulloso de ti.

Estaré en casa antes de que te des cuenta, Florecilla.