Sebastien

Las montañas nevadas recortan el cielo púrpura de última hora de la mañana como un cuchillo de sierra, y el perezoso sol apenas empieza a asomar por el horizonte, como si estuviese decidiendo si hoy nos concederá unas horas de luz o no. El frío del aire salobre me muerde las mejillas, la única parte expuesta de mi piel, y termino de comprobar las trampas para cangrejos en busca de puntos débiles o rasgaduras en las redes.

No está previsto que el Alacrity zarpe hasta mañana, y la tripulación ya ha limpiado el barco de proa a popa. Pero mientras que la mayoría de los hombres tienen sus familias con las que pasar el tiempo, este barco es mi único amante. Aquí, en el puerto, con mi rutina, estoy a salvo, y las preocupaciones de The Frosty Otter parecen menos pesadas.

Puedo pensar en qué voy a hacer con Helene más tarde, porque pronto volveré a estar en el mar, llevando encima el frío como el manto helado de una armadura. Para algunos, los inviernos en Alaska son amargos e implacables, para mí han sido un consuelo. La pesca de cangrejo rojo real es un trabajo agotador, pero en el océano no hay tiempo para lamentarse por viejas maldiciones.

Cuando Adam y yo compramos el Alacrity hace cinco años, el barco ya era un veterano en los gélidos mares de Alaska. Tenía rasguños hechos por icebergs y estaba lleno de óxido, la mitad de su peso se componía de percebes e historias de batallas llenas de legendarias pescas de cangrejos y tormentas únicas.

El capitán que se retiraba había hecho una fortuna; esta profesión se paga excesivamente bien por el peligro que supone traer cangrejos rojos reales que valen su peso en oro.

«Si sois listos», dijo mientras Adam y yo firmábamos el contrato de venta del barco, «ganaréis una fortuna y después dejaréis este negocio. Un pescador de cangrejos no puede vivir muchos años antes de que el océano lo reclame. La avaricia nunca sirve para nada».

«No me da miedo la muerte», respondí.

El capitán me estudió durante un minuto antes de volver a hablar.

«Sí, la temes, aunque no del mismo modo en que la temen el resto».

Pero intento no pensar en aquella conversación y en la verdad que esconde en estos momentos. Colin Merculief, el sobrino de dieciocho años de Adam, acaba de llegar para llenar el barco con alimentos frescos. Como es el novato, el miembro más nuevo de mi tripulación, se ha encargado de ir a hacer la compra al Cosco hoy. Su camioneta está cargada hasta arriba con suficiente comida como para alimentar a una tripulación de seis hombres durante diez días. La duración de nuestro viaje de pesca dependerá tanto del clima como de lo bien que funcionen nuestras trampas.

—¿Estás seguro de que has comprado lo suficiente? —le pregunto entre risas.

Colin tiene cuatro neveritas llenas de pizzas, empanadas y burritos congelados, y quién sabe cuántos kilos de beicon, pollo, carne y queso. Puedo contar dos docenas de cajas de cereales, diez hogazas de pan y una caja enorme llena de mantequilla de cacahuete y mermelada, botes de proteína en polvo para batidos y varios sacos de patatas de diez kilos cada uno. Y eso es solo lo que puedo ver en la parte trasera de la camioneta, hay mucha más comida en el interior de la cabina.

Colin se sonroja, lo que es increíble porque ya se encarga el frío de sonrojarnos las mejillas lo suficiente. Trastea con su abrigo y saca una pequeña libreta de espiral con cientos de esquinas dobladas, y me la enseña.

—El tío Adam me ha dicho que quemaremos unas diez mil calorías cada día cuando estemos en alta mar, así que me dijo que siempre es mejor comprar de más. Y me ha dado una lista con todos los alimentos que suponen una buena fuente de carbohidratos complejos y proteína. Eso es lo que he intentado comprar.

Yo me vuelvo a reír con ganas. Había olvidado lo que suponía ser tan joven y tener tantas ganas de aprender.

—Solo me estaba quedando contigo. Lo has hecho bien, novato.

Eso hace que Colin se sonroje todavía más.

Tenemos que hacer cinco viajes desde el coche hasta el barco para meterlo todo y yo canto una vieja canción marinera en voz baja mientras tanto; el trabajo me pone de buen humor.

—¿Qué hay del cebo? —pregunta Colin cuando por fin hemos terminado.

—Lo compraremos mañana por la mañana justo antes de zarpar. Es el único modo de asegurarnos de que sea lo más fresco posible.

—Ah, cierto —dice, sacando la libreta del bolsillo de su abrigo y escribe esta nueva información.

Justo al final del muelle aparece Adam, saludándonos con la mano.

—¿Qué tal le ha ido a nuestro novato? —grita.

—¡Sigo vivo, tío! —responde Colin también gritando.

Adam se ríe ante la broma, aunque su risa tiene un toque sombrío en el fondo. Puede que esta sea la primera temporada de Colin pescando cangrejo rojo real, pero la familia Merculief lleva generaciones en esta industria y siempre han sido plenamente conscientes de los peligros que acechan tras un cielo completamente oscuro y las aguas gélidas de enero. De media, se muere un pescador de cangrejo en Alaska cada semana.

Por suerte, la novia de Adam, Dana Wong, aparece en el aparcamiento con una cesta de picnic y cambia de tema.

—¿Os apetece comer algo? —pregunta.

—Depende —digo, aunque ya estoy sonriendo mientras bajo por la escalerilla que da al muelle—. ¿Qué tienes? —Dana es la propietaria del único asador de la ciudad, y a mí me ruge el estómago solo de pensar en lo que puede contener esa cesta.

—Oh, nada especial —dice, con falsa seriedad—. Falda ahumada, pollo a la barbacoa, frijoles estofados, pan de maíz.

—Y cerveza —añade Adam.

—Bueno, si tienes cerveza, me apunto —digo—. Si no, diría que no me interesa lo más mínimo.

Dana me da un empujón, un poco más fuerte que si lo hiciese de broma, pero esa es su forma de ser.

—Vamos, chicos. Alejémonos de este frío y os daré de comer.

Los cuatro nos dirigimos al pequeño remolque que tenemos en el aparcamiento y que nos sirve como base de operaciones. El escritorio está ordenado pero lleno de pilas de facturas de las fábricas de marisco que compran nuestros cangrejos rojos reales. Estoy enormemente agradecido de que sea Adam quien se ocupe de la contabilidad y el papeleo. Él tiene «don de gentes» y los clientes lo adoran. Yo, en cambio, suelo ser taciturno y ese no es exactamente el carácter que se necesita para conseguir un gran contrato.

Colin abre una mesita plegable y Adam y yo nos ocupamos de organizar las únicas sillas que hay por la oficina. Estamos bastante apretados cuando nos sentamos todos; yo tengo la espalda contra la ventana, Colin está encajonado contra la puerta y Dana y Adam están pegados al escritorio, pero una vez que Dana saca el contenido de la cesta de picnic, todo lo demás pierde importancia. La oficina huele a carne asada y madera quemada.

—Cariño, te has vuelto a superar —dice Adam, inclinándose para darle un beso. Sin que Dana lo sepa, ha estado ahorrando cada céntimo que ha conseguido de lo que hemos ganado con las capturas de esta temporada para poder proponerle matrimonio el mes que viene con «un anillo tan grande que le dará artritis».

Les observo desde el otro lado de la mesita, quizá con demasiada nostalgia, porque Dana se vuelve hacia mí antes de volver a hablar.

—Sabes, Seb, que podrías tener lo mismo que tenemos nosotros si te lo permitieras —dice.

Me estremezco. Sé muy bien lo que sucederá si me permito ser feliz. La imagen de Helene se me pasa por la cabeza y me obligo a alejarla como si fuera una mosca.

Una nube de tormenta se cierne sobre mi cabeza, cambiando mi estado de ánimo. Pero no quiero fastidiar la comida, así que me encojo de hombros como respuesta con ese aire despreocupado que suelen tener los solteros, como si no mereciese la pena explicar que no tengo remedio.

—No soy de los que sientan la cabeza.

—Cierto —dice Adam—. Está casado con el barco. Mejor si Seabass se dedica solo a ligar con las turistas que se quedan un par de días en Ryba Harbor y nunca regresan.

Colin me observa con la admiración propia de un adolescente.

—Uff —dice Dana—. Puedes tener algo mejor, Seb. Te mereces algo mejor.

¿Me lo merezco? He intentado tener relaciones estables con otras mujeres que no fuesen Julieta. Pero siempre han fracasado todas, porque soy «demasiado distante» y mis novias «no consiguen entenderme». He hecho un esfuerzo, de verdad. Pero una vez que ya has estado enamorado del modo en el que yo he estado enamorado de Julieta, una vez que has conocido lo que es entregarte por completo a otra persona, el tener a tu alma gemela entre tus brazos, el sentir esa calidez que va ligada a sentirse seguro, a la comodidad y a ese sentido de pertenencia; ya no te sirve nada más. Por eso no salgo con nadie. No es justo ir por ahí rompiendo corazones porque soy incapaz de entregarle el mío a nadie que no sea Julieta, y hace tiempo que le pertenece solo a ella.

Mientras tanto, Dana le dedica una mirada de reproche a Adam.

—No me puedo creer que ese sea el tipo de consejos sobre relaciones que le das a tu mejor amigo.

Adam cruza los dedos en forma de X delante de su cara, riéndose.

—¡Atrás, mujer! —dice—. No me hechices con tu mirada.

Ella se vuelve hacia mí y suspira.

—¿Ves lo que tengo que aguantar?

Adam se abalanza sobre ella y le roba otro beso.

—Sabes que te encanta. No puedes resistirte a intentar cambiarnos.

Me rio y Dana le da un mordisco a su filete para intentar esconder una sonrisa.

Cuando todos hemos comido hasta saciarnos, Adam me entrega una botella de chardonnay barato. La tradición de Alaska dice que echar vino sobre la cubierta traerá suerte a los pescadores.

—Para mañana —dice.

Dana chasquea la lengua.

—Se supone que tienes que usar buen vino, no un vino barato asqueroso.

—Nos hemos bebido todo el vino bueno de Napa, nena.

—No importa —digo sonriendo—. Estoy seguro de que con este tendremos suerte también. Lo abriremos mañana a primera hora.

Helene

Todo está mucho más caro en Alaska de lo que creía. Y estoy agotada de estar en tensión por conducir con nieve. Derrapé en el aparcamiento y casi atropello a una familia con niños pequeños. Después, cuando volví a la cabaña, el camino de la entrada se había helado y estuve a punto de estrellar el coche contra la pared del garaje.

Tras descargar la compra (Reginald la nevera agradece tener la barriga llena), decido que lo que necesito es tarta. Por suerte, puedo ir dándome un paseo hasta la cafetería que se encuentra en el pintoresco centro del pueblo. He tenido que conducir hasta Walmart por necesidad, porque estaba en la ciudad de al lado, que es mucho más grande, pero no volveré a subirme a ese coche a menos que sea totalmente necesario.

Después de haber visto el interior de The Frosty Otter, el de Moose Crossing, la cafetería, es un tanto decepcionante. Es como una copia barata de Starbucks, con la misma distribución y mobiliario parecido. Incluso el letrero es del mismo tono que el de Starbucks, aunque en vez de aparecer una sirena en el logotipo, aparece un alce.

Aun así, la cafetería huele a café recién hecho y el expositor de pasteles está lleno, así que para mí es más que suficiente.

Pido un café con leche y un buen trozo de tarta de arándanos rojos y nueces que tiene un cartelito donde pone que es un postre artesano junto a una nota que dice: «Pruébalo. Te prometo que no tiene nada que ver con las tartas de frutas que todo el mundo odia».

Solo hay otro cliente en toda la tienda, tecleando en su portátil, así que me dirijo a una de las múltiples mesas vacías. Pero en cuanto me acerco a él y vislumbro su perfil, me detengo en seco y casi se me cae la tarta a las botas.

Mierda, mierda, mierda. ¿Ese es Merrick?

Apenas puedo verlo bajo las ondas de pelo rubio, pero la mandíbula afilada y la postura perfecta son idénticas a las de mi exmarido. Mi futuro exmarido, el mismo que se niega a firmar los papeles del divorcio, que me llama y me manda mensajes varias veces al día pidiéndome que lo reconsidere. Exigiéndome que lo reconsidere.

¿Es que ha conseguido encontrarme y me ha seguido hasta aquí?

Se me revuelve el estómago. Y el desconocido debe de sentir mi presencia a su lado, porque alza la mirada.

Pero… sus ojos son marrones, no verdes. ¡No es Merrick!

—Eh, hola —dice el hombre, sin saber muy bien qué hacer conmigo, ya que le estoy mirando fijamente. Primero Sebastien y ahora él. Si no llevo cuidado voy a empezar a ganarme una reputación: turista de California que se queda mirando fijamente de manera extraña a los hombres del pueblo.

—Disculpa, te he confundido con otra persona. —Me rio para intentar quitarle hierro al asunto y me voy corriendo hacia la mesa más alejada de la cafetería.

Muy bien, Helene, me regaño metiéndome un trozo de la tarta de fruta en la boca.

Aunque no era Merrick, ahora no puedo sacármelo de la cabeza.

Cuando conocí a Merrick Sauer ambos estábamos estudiando en la Universidad de Pomona y, años más tarde, fuimos juntos a la facultad de periodismo en la Universidad de Northwestern. Lo que le faltaba de músculo, lo compensaba con su increíble inteligencia, su carisma y un toque de arrogancia, con veinte años solo era un empollón despreocupado. Todo el mundo lo quería: sus profesores, nuestros compañeros y, sobre todo, yo. Tenía ambición y talento a raudales y estaba claro que iba a ser una superestrella en el futuro.

Me encantaba poder bañarme en la luz del foco que lo seguía allá donde fuese. Yo también era una escritora increíble y había ganado varios premios, como el Premio del Decano por un periodismo excepcional. Merrick y yo formábamos una joven pareja poderosa por aquel entonces, los dos estudiantes de Northwestern más prometedores que saldrían juntos a conquistar el mundo.

Pero incluso entonces él ya empezaba a cambiar poco a poco, pequeños detalles de los que yo no me daba cuenta. Puede que no fuese capaz de ver todas las señales de alerta porque soy optimista por naturaleza, algo que he heredado tanto de mi madre, por su modo de ver el mundo, como de mi padre, cuyo reloj roto me sirve como recordatorio constante de que no hay que perder el tiempo que tenemos lamentándonos. Así que cuando echaron a Merrick y a su asqueroso amigo Aaron Gonchar del periódico de la universidad por infracciones éticas, Merrick se inventó una patraña creíble sobre que el consejo editorial era incompetente y celoso. Y yo ni siquiera me planteé que pudiese ser mentira. Era sumamente encantador y persuasivo, y yo estaba ciegamente enamorada de lo que podíamos ser juntos, así que no era capaz de poder ver la alternativa: que quizás Merrick y Aaron hubiesen estado equivocados.

No me di cuenta de que, con el tiempo, demasiado éxito y demasiados elogios acabarían desvirtuando irremediablemente a Merrick. Lo seguí ascenso tras ascenso, siempre dejando mi propia carrera atrás. Rechacé ofertas de trabajo en el extranjero, en Europa, donde siempre había querido vivir, porque Merrick y yo habíamos acordado darnos prioridad por turnos, y su turno siempre iba primero.

Mientras tanto, su carismática confianza en sí mismo se convirtió en desprecio condescendiente no solo hacia aquellos que trabajaban para él, sino también hacia mí, su esposa. Incluso siendo tan brillante como era, era increíblemente inseguro, le daba un miedo horrible que alguien pudiese descubrir que no era tan maravilloso como parecía, y levantó un muro a su alrededor construido a base de insultos y desprecios.

Por eso, a medida que creció su reputación como profesional, se dedicó a ponerme los cuernos con las becarias. Todas lo observaban con la mirada brillante a pesar de su arrogancia, maravilladas con el hecho de que fuese el editor jefe más joven de toda la historia de The Wall Street Journal. Su admiración alimentaba su ego y, por lo visto, también a otras partes de su cuerpo mucho más físicas, e inevitablemente se quedaba hasta tarde en el trabajo o se marchaba en largos viajes de empresa con la becaria que se estuviese tirando en ese momento, olvidándose de llamarme o incluso de enviarme un mensaje durante toda la semana que estaba fuera.

Corto un trozo de la tarta de fruta con fuerza y me doy cuenta de la suerte que he tenido al haberme librado de él.

Durante mucho tiempo no me di cuenta de los engaños de Merrick, incluso cuando, aparentemente, todo el mundo en el Journal cuchicheaba acerca de él y su última conquista a mis espaldas. Cuando estás tan centrada en una relación, no ves las grietas, los defectos fatídicos. A veces, no quieres verlos, así que te pones voluntariamente una venda frente a los ojos y te sigues convenciendo de que todo va de maravilla.

Puede que aceptase ese defecto cuando creí al pie de la letra la interpretación de mi padre de Romeo y Julieta, creyendo que los baches que nos pone la vida no importan siempre y cuando el amor perdure. Pasé por alto todos los defectos evidentes de Merrick porque estaba demasiado centrada en nuestra historia de amor y lo que quería que fuese.

Pero cuando no me ascendieron a columnista, ya estaba harta. Sobre todo porque me merecía ese ascenso y mi marido era el jefe del departamento, por Dios, él podría haber intercedido para que lo consiguiese.

O puede que la gota que colmó el vaso fuese cuando pillé a Merrick con las manos en la masa y no pude apartar la mirada de la becaria, de rodillas frente a él, y de él, con los pantalones por los tobillos.

O puede que fuesen mis dos golden retrievers, Rex y Cookie, que murieron con solo unos días de diferencia, Rex por una insuficiencia renal y Cookie por tener el corazón roto.

Ese cúmulo de desastres vitales fue el golpe de realidad que necesitaba. Cuando vi la oferta de vuelos, me puse a comprar como loca, y, finalmente, conseguí los billetes para volar a Alaska y otros para ir a Europa en primavera. (¡Por fin iba a ir a Europa! Y mi hermana, Katy, quería venirse también, lo que me pareció el incentivo perfecto para ponerme a escribir mi novela de una vez por todas: Terminar el manuscrito = comer éclairs con Katy paseando por los jardines de Versalles).

Puede que mi madre tenga razón y todo pase por algo.

Aun así, mi psicóloga me dijo que tardaría un tiempo en superar los traumas del pasado. Meses, puede que incluso años.

Pero soy una persona impaciente. Estoy ansiosa, desesperada, por empezar una nueva vida, por hacer que la anterior desaparezca por completo.

Quémala. Haz que arda. Conviértela en cenizas.

Con el tiempo, no quedarán más que las cenizas de todo: la ira, el dolor y la tristeza. Y entonces nacerán nuevos árboles de entre las ruinas del incendio. Mi nueva vida.

Echo dos cucharadas bastante llenas de azúcar en mi café, porque Merrick ya no está aquí para juzgarme. Corto otro buen trozo de la tarta de fruta y me lo como con las manos, relamiendo todas las migajas que se me quedan pegadas en los dedos. Los expertos en salud dicen que la comida no debe ser una fuente de consuelo. Pero lo cierto es que la comida sí que es una fuente de consuelo. Es cuidarse a uno mismo, meditar, curarse. Cuando me como un pastel, una galleta o cualquier otro tipo de dulce, estoy segura de que ya no soy la tímida y abatida Helene. Soy una mujer que se come un cacho de tarta cuando quiere y como quiere.

Cuando ya no me queda tarta en el plato evalúo si comprarme otro trozo. Ya estoy empezando a sentirme mejor, aunque aún no al cien por ciento, puede que otro trozo me ayude.

Pero entonces veo el cartel de la librería Shipyard Books a través de la ventana y me doy cuenta de que puedo matar dos pájaros de un tiro: me compraré una nueva novela para leer, eso siempre me levanta el ánimo, y también algún libro sobre cómo escribir ficción, ya que justamente estoy aquí, en Alaska, para trabajar en mi propia novela.

Al salir de la cafetería paso junto al hombre-que-no-es-Merrick y le sonrío mientras me despido.

—¡Que tengas un buen día!

Él se sorprende de nuevo, sin saber muy bien qué hacer conmigo, pero no me importa.

A la nueva Helene no le importa.

Sebastien

Vivo a una hora en coche de Ryba Harbor, me gusta la soledad del bosque cuando no estoy en el Alacrity, pero antes de ponerme a conducir de vuelta a casa decido hacer una parada rápida en la librería de la calle mayor. Siempre llevo un libro de tapa blanda encima, metido en el bolsillo del abrigo, así si tengo que esperar durante mucho tiempo en la fila para pagar en el Cosco o en cualquier otro sitio, siempre tengo algo con lo que entretenerme. Soy demasiado anticuado como para entender el atractivo de pasar el rato mirando una pantalla; ni siquiera tengo teléfono móvil. Además, leer me recuerda a mi época como autor, aunque de aquello ha pasado mucho, mucho tiempo.

Hago sonar la campanilla sobre la puerta al entrar a Shipyard Books. Es una tienda acogedora, con una chimenea encendida cerca de la entrada para poder descongelarte los dedos de los pies y de las manos. La puerta principal está decorada con un ojo de buey y las paredes están pintadas a rayas náuticas. En el centro de la sala principal cuelga del techo un Moby Dick de papel maché de unos nueve metros.

Angela Manning, la propietaria con el cabello surcado de canas, alza la mirada de entre las páginas de la novela que está leyendo tras el mostrador.

—Hola, Sebastien. Me alegro de volver a verte. ¿Te puedo ayudar en algo?

—Sí. Estaba buscando un par de libros…

Pero no termino la frase porque una pareja de ancianos, Margaret y Andrew Ullulaq, sale de entre las estanterías, caminando aferrados al brazo del otro mientras se dirigen hacia el mostrador. Ella lleva puesto un jersey de lana morado y él lleva unos tirantes del mismo color. Siempre van a juego. Incluso ahora, con sus brazos entrelazados, Margaret y Andrew llevan cada uno una novela en su mano libre, como si fuesen el reflejo literario del otro.

A mi lado, Angela suelta un largo suspiro admirándolos.

—¿Te lo puedes creer? Hoy es su sesenta y cinco aniversario. Se conocieron en una librería, ya lo sabes. Y ahora, en cada aniversario, vienen aquí y se regalan un libro mutuamente. ¿No te parece la tradición más bonita del mundo? Me encanta que la hayan mantenido durante todo este tiempo.

Tengo que cerrar los ojos con fuerza cuando un dolor agudo me recorre el pecho, como una cuchilla afilada cortando una vela de lona. Los aniversarios de boda de otras personas me recuerdan que Julieta y yo nunca llegamos a superar ni una semana casados después de pronunciar nuestros votos. Y por culpa de la maldición nunca llegaremos a tener la oportunidad de cumplir ni siquiera cinco años de matrimonio, y mucho menos sesenta y cinco.

Lo que daría por poder envejecer junto a Julieta, por poder tener nuestras propias tradiciones de aniversario y por que, al final, podamos morir en paz en los brazos del otro.

Lo que daría por simplemente poder morir, por terminar por fin con la maldición.

Pensaba que había conseguido romper el círculo al alejarme de Avery Drake en 1962. Nuestros caminos se cruzaron en Kenia, ella era fotógrafa de vida salvaje y estaba a punto de irse de safari y yo era cartógrafo y me habían asignado actualizar los mapas fluviales de África, pero en cuanto nos presentaron unos amigos que teníamos en común en esa cafetería de Nairobi a la sombra de las palmeras, hui y dejé mi trabajo.

Avery tuvo mucho éxito. Yo evité a conciencia todas las noticias que tenían que ver con ella para evitar de ese modo la tentación de buscarla de nuevo, pero de vez en cuando, me topaba con una de sus fotografías, en la portada de una copia del National Geographic que alguien se había dejado en la mesita de café, en un poster en el escaparate de una tienda de muebles y, finalmente, en una serie de sellos conmemorativos que había expedido el Servicio Postal de los Estados Unidos tras su muerte.

Me alivió saber que Avery Drake había vivido hasta bien entrados los cincuenta, el doble que la mayoría de las Julietas. Y, lo más importante, más de treinta años después de conocerme.

Creía que eso significaba que por fin había roto la maldición. Creía que eso significaba que yo también podría morir por fin.

Pero no fue así.

Y ahora, frente a mí están Margaret y Andrew, esta pareja que lleva años siendo felices juntos, y yo lo único que puedo hacer es anhelar vivir tan solo una pizca de lo que ellos han vivido y cómo terminarán abandonando este mundo mortal tarde o temprano mientras que yo seguiré aquí, atrapado en sus interminables idas y venidas.

Sin embargo, Angela no se percata de mi dolor porque sigue observando a la feliz pareja. Yo me obligo a sonreír cuando ellos se acercan y me hago a un lado para dejarlos pasar antes que yo por caja.

—Feliz aniversario —digo.

—Gracias. —Margaret mira a Andrew con el fervor del primer amor y él le devuelve la mirada con la misma intensidad—. No me puedo creer que hayamos llegado tan lejos.

—Oh, yo sabía que llegaríamos, querida —dice Andrew—. Siempre supe que nos haríamos viejos y nos arrugaríamos juntos.

Ella se ríe. Se ríe de verdad.

—No estamos arrugados.

—No —dice Angela—. Los dos estáis maravillosos. Estáis justo como el resto queremos estar en un futuro.

Margaret se sonroja.

Pero yo tengo que apartar la mirada porque me está empezando a costar respirar. Me vuelvo hacia la chimenea, abrazándome como si estuviese intentando entrar en calor, pero realmente estoy intentando no venirme abajo.

Me alegro por Margaret y Andrew, de verdad que sí. Es solo que también soy plenamente consciente de lo muchísimo que deseo lo que ellos tienen y que yo nunca podré tener.

Hasta que no suena la campanilla que cuelga sobre la puerta principal indicando que ya se han marchado, no me doy la vuelta.

Angela vuelve a prestarme total atención.

—Bueno, ¿qué libros querías, Sebastien?

Tardo un momento en volverme a centrar en por qué estoy aquí.

—Libros. Sí.

—¿Has dicho que querías un par?

—Mm… sí. Las primeras quince vidas de Harry August, no recuerdo el nombre del autor, y Las intermitencias de la muerte de José Saramago.

—¿Así que Saramago, eh? —Angela empieza a buscar los libros en su ordenador—. ¿No ganó un premio Nobel de Literatura?

—Sí, así es.

Su boca se curva en una sonrisa.

—Un pescador filosófico y leído. Sebastien, eres el pescador de cangrejos más extraño que he conocido.

Yo me encojo levemente de hombros. Soy lo que soy.

Angela baja leyendo una lista de títulos en su pantalla.

—Vale, parece que te tendré que pedir el libro ese de Harry August. Pero tengo dos libros de Saramago por aquí. El que quieres y Ensayo sobre la ceguera.

Ensayo sobre la ceguera es muy bueno. Lo leí hace años en el idioma original, el portugués.

Ella entorna los ojos, observándome.

—¿Hablas portugués?

Me rio como si fuese una broma.

—Estoy bromeando. Leí la traducción en la universidad.

Pero la verdad es que sí, hablo portugués, entre otros idiomas, porque terminas aprendiéndolos si vives en tantos lugares como yo. Lo que pasa es que nadie lo sabe.

—No importa —digo, intentando quitarle importancia—. ¿Has dicho que tienes el de Saramago entre las estanterías?

—En la sección de literatura, tercera balda.

—Gracias.

Angela asiente, volviendo a tomar la novela que estaba leyendo.

Yo me interno entre las estanterías para buscar el libro. Pero a medida que me acerco a las que me interesan, me recorre un escalofrío, como una advertencia, poniéndome el vello de los brazos de punta uno a uno, como si fueran fichas de dominó que caen con la exhalación de un fantasma.

Y saboreo el vino meloso en los labios.

Me quedo completamente helado.

Helene sale de entre las estanterías con el rostro escondido entre las páginas de un libro. Tiene otros dos ejemplares bajo el brazo.

Se choca contra mí y deja caer los libros al suelo.

—Oh, Dios, lo siento mucho, yo… —Helene se calla en cuanto ve que soy yo quien está frente a ella.

Nos miramos fijamente en silencio, sin movernos.

No sé qué está pensando, pero sé que debería alejarme tanto como pudiese. Si estoy en lo cierto, enamorarnos es lo que desencadena la maldición, así que aún tengo una oportunidad para salvarla.

Sin embargo, me quedo donde estoy, porque me veo atraído hacia ella como la marea se ve atraída hacia la luna. Y como estamos aquí, de pie, puedo permitirme mirarla de verdad, mejor que cuando me pilló con la guardia baja en The Frosty Otter ayer. Su cabello de color caramelo cae en ondas desordenadas alrededor de sus hombros. Sus ojos tienen motas de cobre. El arco de su cuello es como la curva de un arpa que anhela ser tocada, y a mí se me tensan los dedos por querer acariciarla.

Y le gusta leer… no a todas las Julietas les gusta leer, puede que su alma sea la misma, pero no siempre son la misma persona, aunque a esta versión, a Helene, le gusta. Guardo ese detalle en mi memoria, un detalle que no debería querer recordar porque lo que debería estar haciendo es poner más distancia entre nosotros, no anhelarla aún más. Pero no puedo evitarlo, porque quiero saberlo todo sobre Helene. Quiero guardar en mi memoria cada migaja que pueda aprender de Julieta. Es un defecto que más tarde terminará haciéndome daño, pero que no puedo evitar.

Tengo que dejar de mirarla.

Me agacho para recoger los libros que ha dejado caer.

The Craft of Novel Writing, de A. Shinoda y S. Lee, sobre cómo escribir una novela.

En la corte del lobo, de Hilary Mantel.

Y el libro de Saramago que venía a buscar.

Respiro con fuerza. ¿Qué probabilidad había?

Pero, de nuevo, ¿qué probabilidad hay de que los amantes desventurados se sigan encontrando una y otra vez a lo largo de los siglos?

Desafiamos las probabilidades, para bien o para mal.

—Gracias —dice Helene, estirando las manos hacia los libros que he recogido mientras yo me levanto del suelo.

Pero no se los devuelvo. En cambio, me llevo los libros contra mi pecho, porque ella los acaba de tocar hace un momento. Es un pobre sustituto de tener a la propia Helene entre mis brazos, pero es lo único que me puedo permitir.

Ella ladea la cabeza y me observa extrañada. Sin embargo, un segundo después, sonríe.

—Esperaba poder volver a cruzarme contigo, yo mmm… quería disculparme por lo de ayer. Y te prometo que esto —dice, haciendo un gesto para señalar el espacio entre nosotros y la librería—, es una mera coincidencia. Te prometo que no te estoy acosando.

Trago con fuerza intentando humedecerme la garganta que se me ha quedado completamente seca. Su voz tiene la misma cadencia que la de todas mis antiguas Julietas. Y Helene tiene un brillo en su mirada como si el sol mismo estuviese atrapado en sus ojos. Es el mismo brillo que me ha atrapado tantas veces antes.

Su alma tira con fuerza de la mía.

Helene se me acerca con cuidado, como si yo fuese un animal salvaje y ella estuviese intentando no asustarme.

—¿Podemos olvidarnos de las locas declaraciones que hice en The Frosty Otter y empezar de cero? —pregunta.

Yo respiro profundamente. Aferro sus libros con más fuerza contra mi pecho.

—Ojalá pudiésemos. —Mi voz suena como un graznido.

—¡Estupendo! —Me tiende la mano para estrechar la mía—. Hola, soy Helene, y yo…

—No —digo, demasiado cortante. Cada palabra, cada frase que se pronuncie entre nosotros es una conexión, y necesito detener lo que sea esto antes de que cobre forma.

La confusión surca su mirada y me arrepiento de inmediato de haber dicho nada, pero tengo que seguir.

—Quiero decir, ojalá pudiésemos empezar de cero, pero no podemos. No quiero conocerte.

—¿Qué? ¿Por qué no? —Todo su cuerpo se hunde.

Odio estar haciéndole daño. Casi cambio de parecer.

Pero no puedo ceder ante mis deseos. Es mejor que Helene viva y no que se involucre conmigo y muera. Ya ha pasado una década desde que la vi en la Universidad de Pomona. Si la puedo mantener alejada de nuevo espero que pueda vivir unas cuantas décadas más.

Así que me giro y me alejo.

—¡Ey! ¿A dónde vas? ¡Esos libros son míos!

Me olvidaba de que me estaba aferrando a ellos como si fuesen un salvavidas, pero ahora no me puedo echar atrás. Tengo que alejarme de Helene. Deseo tanto poder tener lo que tienen Adam y Dana, pero no puedo controlar ese aspecto de mi vida. La maldición ya nos ha encontrado demasiadas veces. No permitiré que vuelva a hacerle daño a Julieta.

No puedo.

En cambio, hago lo primero que se me ocurre, impulsado únicamente por lo que siento. Benvolio siempre me dijo que era demasiado imprudente.

Pero si tengo que ser un imbécil para asegurarme de que Helene se marcha, lo seré.

—En realidad estos libros pertenecen a aquel que los pague primero. Y he venido precisamente para comprar la novela de Saramago. —Meto la mano en mi cartera, saco cuatro billetes de veinte y los dejo en el mostrador al pasar junto a la caja—. Quédate el cambio —le digo a Angela.

Salgo como alma que lleva el diablo de Shipyard Books, sin echar la mano hacia la barandilla incluso aunque los escalones de acceso a la tienda estén completamente helados. A mitad de camino, la voz de Helene me alcanza.

—¿Qué demonios te pasa?

Me vuelvo lentamente.

Incluso enfadada es preciosa. Los copos de nieve surcan el cielo y se enganchan en su cabello como una guirnalda brillante, y sus mejillas y la punta de su nariz se sonrosan por el frío.

Tiembla y quiero tenderle mi abrigo. Quiero devolverle sus libros. Quiero…

Para. Tengo que terminar con esta locura. Me he jurado que la dejaría marchar.

Me obligo a dedicarle el mejor ceño fruncido de mi arsenal. Ella se tambalea hacia atrás de la sorpresa. El dolor por estar haciéndole daño se me clava como una daga en el pecho.

—Adiós, Helene.

Es lo mejor. Porque ya he sido estúpido demasiadas veces como para pensar que podemos llegar a ser algo más que una tragedia.