Pero tras el primer ensayo lo oí sin querer hablando con sus amigos en el teatro cuando pensaban que todos los demás ya se habían ido a casa.
—No me puedo creer que Helene Janssen vaya a ser Julieta —dijo Chad—. Es feísima.
—En serio —dijo uno de sus amigos—. Parece una ballena. ¡Y esos pelos! Y esas gafas de culo de botella le hacen los ojos enanos, como un topo.
—Y la permanente —soltó una chica.
—¿Verdad? —dijo Chad—. Julieta debería ser alguien súper sexy si se supone que Romeo se enamora a primera vista de ella, ¿entendéis lo que quiero decir?
Pero yo no lo entendía. (Para aquel entonces aún era lo bastante ingenua como para creer que el mundo era una meritocracia). Escondida entre bambalinas les quería gritar: «¡No tiene nada que ver con la apariencia! Romeo se enamora de Julieta porque ve algo especial en ella, puede que sea por la inteligencia que desprende su mirada o por cómo se mueve con confianza».
Ese algo especial que yo quería que alguien viese alguna vez en mí.
Pero, sobre todo, solo quería echarme a llorar. Y lo hice, durante todo el camino a casa en bicicleta, incluso casi chocándome con algunos árboles y señales de tráfico porque apenas podía ver a través de las lágrimas.
Cuando por fin llegué a casa me encerré en mi cuarto y me hice un ovillo sobre la colcha, escondiendo el rostro en mi almohada. Lloré durante horas, ignorando los intentos que hicieron mi madre y mi hermana por consolarme desde el pasillo.
Fue mi padre el que consiguió que me calmase. Tan solo unos meses antes le habían diagnosticado un cáncer cerebral maligno e incurable, así que cuando llamó a la puerta no pude decirle que me dejase sola. Quería espacio pero, sobre todo, quería pasar todo el tiempo posible a su lado.
—Ey, pequeña —dijo, sentándose a mi lado en la cama. Papá estaba tan frágil para aquel entonces que tenía que caminar lentamente con la ayuda de un bastón, pero no importaba lo delgado y débil que se sintiese, su sonrisa seguía siendo la misma sonrisa radiante que siempre nos tenía reservada a mi hermana, Katy, y a mí—. ¿Qué le pasa a mi estrellita de Broadway?
Le conté todo lo que había pasado con Chad y sus horribles amigos y, para cuando terminé, estaba hecha un mar de lágrimas y moqueando de nuevo.
—No me digas lo que se supone que tienes que decir como mi padre, que Chad se equivoca y que en realidad soy preciosa. No servirá de nada.
Papá me acarició la espalda.
—Vale, no lo diré, aunque eso es justo lo que pienso.
Enterré aún más la cara en la almohada.
—¿Sabes por qué me gusta tanto Romeo y Julieta? —preguntó papá—. No es por lo imprudentes que son porque, seamos sinceros, esos dos podrían haber ido un poco más despacio y haber tomado mejores decisiones. Pero eso no es de lo que trata la obra. Todo gira entorno a que los Capuleto y los Montesco no saben dejar de lado su enemistad y, al no ser capaces de hacerlo, terminan empañando lo más importante de la vida: el amor.
Murmuré contra la almohada para mostrar que estaba de acuerdo.
—Bueno, estaba pensando —dijo papá—. ¿Y si enfocas todo lo que ha pasado con Chad de otro modo?
Levanté un poco la cabeza de la almohada para poder mirarlo.
—¿Qué quieres decir?
—No dejes que sus insultos estúpidos te hundan. Céntrate en la historia de amor.
—Uff. ¿Con Chad?
—No. Si él puede querer una Julieta a su gusto, entonces, ¿por qué tú no puedes querer un Romeo más inteligente y dulce? Cuando estés sobre el escenario, imagínate a otra persona frente a ti. Piensa en ello como una forma silenciosa de vengarte, borrando a Chad y poniendo a tu propio Romeo en su lugar.
Al principio, la idea me parecía inmadura, como si estuviese creando un amigo imaginario. Pero papá tenía razón, imaginarme a otra persona en el lugar de Chad sobre el escenario fue lo que me ayudó en los ensayos e incluso hizo que actuase mejor. Cuanto más desarrollaba a Sebastien en mi cabeza, más me enamoraba de él, y eso se notó cuando, después de cada actuación, bajaba el telón y yo recibía ovaciones una y otra vez, porque estaba representando el papel de Julieta enamorándose de la apuesta versión del Romeo de Sebastien, y no la del idiota de Chad Akins.
Papá vino a todas las representaciones. Para aquel entonces ya iba en silla de ruedas. Pero, cada noche, se las apañaba para levantarse y aplaudir de pie con el resto del público, y siempre era el último en volver a sentarse. Sabía que le suponía un esfuerzo titánico y eso solo hacía que cada aplauso suyo fuese aún más valioso.
—Es como si de verdad fueras Julieta —me dijo después de una de las actuaciones.
Yo me sonrojé.
—Si de verdad fuese Julieta recitaría mis diálogos en italiano.
—Entonces deberías estudiar italiano —bromeó papá—. Más auténtico aún.
Dos semanas después de terminar las representaciones, papá murió.
Le siguieron meses de mucho dolor. Mamá, Katy y yo apenas podíamos dormir, comer o incluso hablar. Papá era el ruidoso centro de nuestro universo y, sin él, flotábamos a la deriva. La casa estaba demasiado vacía, demasiado silenciosa, incluso con nosotras tres.
Sin embargo, con el tiempo, conseguimos salir adelante. Y algo que me ayudó a dejar atrás mi dolor fue aprender italiano. Probablemente papá no lo había sugerido en serio, sino que tan solo sería un comentario más, pero fue una de las últimas cosas que me sugirió, y a mí se me quedó grabado.
Quizá también fuese por eso por lo que nunca abandoné la idea de Sebastien. Al principio, lo inventé porque papá lo había sugerido. Y después, cuando papá ya no estaba, Sebastien se quedó a mi lado.
Escribir historias sobre Sebastien se convirtió en mi vía de escape. Nunca me había gustado demasiado escribir, pero después de la muerte de papá, mi cabeza se llenó de ideas para historias que casi se podrían escribir solas. Eran tan solo pequeñas escenas románticas pero, en mi cabeza, el protagonista siempre era Sebastien. Probablemente se tratase de un mecanismo de supervivencia que me permitía centrarme en algo alegre para enfrentarme a la tristeza.
Cada vez que la vida real se ponía difícil: una ruptura en el instituto, perder todo el dinero que tenía en mi primer trabajo después de graduarme de la universidad porque resultó ser una estafa piramidal, o cada caso de infidelidad de mi marido, Merrick; escribir historias sobre Sebastien me alejaba de mi triste realidad. Podía vivir a través de esas historias y entender lo que era que te amasen incondicionalmente, que alguien te escuchase, que se preocupase, que mantuviese a salvo a su alma gemela.
En cada una de las escenas tenía un nombre distinto, claro, pero en mi cabeza siempre tenía el mismo rostro. Escribí aventuras románticas en las que la heroína cabalga a lomos de un camello por el desierto mientras él camina a su lado a pie, sujetando las riendas y guiándola. Mis personajes vivían grandes aventuras, como navegar en carabelas portuguesas o ayudar a Gutenberg con su imprenta, o incluso situaciones más sencillas como asistir a una carrera de caballos de la época victoriana. (Me encanta la historia casi tanto como los libros de romántica, lo que significa que tengo predilección por escribir escenas históricas. ¡Y los trajes de época! La heroína de la carrera de caballos llevaba un sombrero muy elegante decorado con un montón de plumas azules y rosas de color lavanda).
Y ayer, en The Frosty Otter, ¡allí estaba él! ¡En carne y hueso! Después de todo este tiempo viviendo solo en mi cabeza.
¿Le había dado vida?
Pero era imposible, así que, ¿cómo?
Y el pobre Sebastien. Me abalancé sobre él como una oleada de langostas hambrientas que querían devorarlo, mientras que él no tenía ni idea de quién era.
Ahora, me estiro en la cama y miro el reloj de mi mesita. Son las ocho y media de la mañana, aunque fuera aún no ha salido el sol. Una parte de mí quiere volver a meterse bajo las sábanas, pero la nueva y mejorada Helene obliga a mi cuerpo a salir de la cama.
En la cabaña se filtran las corrientes de aire y enseguida me arrepiento de haberme destapado. El suelo de madera está helado y doy un gritito al tocarlo, está tan frío que casi quema. Sigo teniendo toda mi ropa metida en las maletas, lo que significa que tengo que pegar saltitos de lado a lado mientras rebusco unos calcetines (me pongo dos pares, uno encima del otro) y una sudadera grande. Por suerte vivo sola y no hay nadie que tenga que presenciar este nuevo ritual de despertar en Alaska que me acabo de inventar.
Cuando ya estoy bien abrigada, me dirijo a la cocina. Es un rincón acogedor con flores pintadas en los azulejos, una vieja cocina de los años setenta y una nevera que resuena como si quisiese asegurarse de que soy consciente del trabajo que hace. Me recuerda a uno de esos trenes de animación que adora mi sobrino, Thomas y sus amigos, cada uno con su personalidad. Le dedico una sonrisa irónica a la nevera.
—Te nombro Reginald la nevera —digo.
Suena a nombre de viejo mayordomo cascarrabias y le va como anillo al dedo a la vieja nevera.
Sobre la encimera hay una cesta de bienvenida con unas cuantas cápsulas de café y un paquete de panecillos ingleses. Agradezco que ya me hayan dejado preparado el desayuno, ya que no tengo ninguna otra comida en la cabaña. Hoy tengo que hacer algunos recados, como ir a hacer la compra para llenar a Reginald la nevera y la despensa.
Me preparo una taza de café de avellana e inhalo profundamente su aroma mientras me siento en uno de los dos taburetes que hay junto a la encimera. Hay algo lujoso en el café con aroma. Puede que sea porque mi vida antes estaba centrada en hacer felices a los demás, en concreto a mi futuro exmarido, y los pequeños detalles como ponerle azúcar y leche al café estaban terminantemente prohibidos, no fuera a ser que las calorías de más se me fuesen a las caderas y él encontrase otra becaria más delgada y mona que yo dispuesta a hacerle una mamada.
Deja de pensar en él.
Cierro los ojos con fuerza, como si eso fuese a alejar la infidelidad, el sentimiento de impotencia y la desesperanza de no ser nunca suficiente sin importar el empeño que le pusiese.
Cuando abro los ojos de nuevo alcanzo uno de los cuadernos amarillos que tengo apilados sobre la encimera. Sumergirme en una historia con un «felices para siempre» me anima y me recuerda que existe algo mejor. Vuelvo a una de mis escenas favoritas, ambientada en Versalles, cuando aún reinaba María Antonieta; y los vestidos preciosos y elegantes, y los pastelillos estaban a la orden del día. Los protagonistas de esta historia son Amélie Laurent y Matteo Bassegio pero, por supuesto, en mi imaginación, Matteo es igual que Sebastien. Y prefiero pensar en él que en Merrick.
Suspiro feliz mientras cierro el cuaderno, ahora mucho más calmada. El sol está empezando a salir en el horizonte, lentamente, tiñendo el cielo de un tono rosáceo que anuncia la llegada de la luz. Mi mente regresa a Alaska.
A este Sebastien.
Nada me garantiza que la versión real de él tenga algo que ver con mi mejor amigo imaginario, con mi alma gemela. Puede que solo sea que sus rostros son iguales, que mi imaginación me esté jugando una mala pasada. Puede que viese a alguien que se parecía a él en el pasado, en uno de esos anuncios en blanco y negro de Calvin Klein o en uno de esos camareros que quieren ser actores y que están esperando su gran momento (hay unos cuantos por Los Ángeles), y uniese ese rostro a lo que yo imaginaba.
Pero esto es lo que sé:
Se llama Sebastien.
Es el capitán del barco cangrejero Alacrity.
Y salir y vivir nuevas experiencias es algo fundamental para avivar la creatividad de un escritor.
—Está decidido, entonces —digo en voz alta, como si me estuviese dando permiso para sonreír. Me acercaré al puerto bajo el pretexto de investigar para una nueva historia ambientada en Ryba Harbor y lo usaré como excusa para cruzarme con Sebastien. Es creíble; solía ser periodista al fin y al cabo. Si está allí, me acercaré a él con mucho más cuidado esta vez, con más normalidad, y veré si puedo mantener una conversación de ese modo. Si no está en el barco siempre puedo quedarme por allí y entrevistar al resto de personas que haya por el puerto porque, cielos, la pesca de cangrejo rojo real es un tema muy interesante y quizá pueda usarlo para mi novela. De cualquier modo, no hay tiempo que perder.
Sin embargo, eso tendrá que esperar a mañana. Hoy es mi primer día completo en Alaska y tengo que hacer recados. Me gustaría dejarlo todo listo en las pocas horas de sol, ya que no sé dónde está cada sitio en este pueblo y, sin duda, no soy lo suficientemente valiente como para confiar en mis habilidades para conducir sobre la nieve a oscuras.
Me termino el café y le envío un mensaje rápido a mi madre y a mi hermana para hacer una videollamada las tres juntas más tarde, ya que quieren saber si me estoy adaptando bien al lugar. Después me doy una ducha y me visto, asegurándome, como siempre, de ponerme el reloj roto de mi padre.
Todo lo que tengo que hacer es sobrevivir a una lista interminable de recados y entonces, mañana, podré empezar a perseguir mis sueños.