Helene

Cuando tenía trece años me seleccionaron para hacer de Julieta en la obra de teatro del instituto. Estaba entusiasmadísima porque mi cumpleaños coincide con el de Julieta, el treinta y uno de julio, así que siempre había sentido una conexión especial con ella. Además, Chad Akins, el chico más popular del instituto, era Romeo, y yo estaba ansiosa por compartir escenario con él.

Pero tras el primer ensayo lo oí sin querer hablando con sus amigos en el teatro cuando pensaban que todos los demás ya se habían ido a casa.

—No me puedo creer que Helene Janssen vaya a ser Julieta —dijo Chad—. Es feísima.

—En serio —dijo uno de sus amigos—. Parece una ballena. ¡Y esos pelos! Y esas gafas de culo de botella le hacen los ojos enanos, como un topo.

—Y la permanente —soltó una chica.

—¿Verdad? —dijo Chad—. Julieta debería ser alguien súper sexy si se supone que Romeo se enamora a primera vista de ella, ¿entendéis lo que quiero decir?

Pero yo no lo entendía. (Para aquel entonces aún era lo bastante ingenua como para creer que el mundo era una meritocracia). Escondida entre bambalinas les quería gritar: «¡No tiene nada que ver con la apariencia! Romeo se enamora de Julieta porque ve algo especial en ella, puede que sea por la inteligencia que desprende su mirada o por cómo se mueve con confianza».

Ese algo especial que yo quería que alguien viese alguna vez en mí.

Pero, sobre todo, solo quería echarme a llorar. Y lo hice, durante todo el camino a casa en bicicleta, incluso casi chocándome con algunos árboles y señales de tráfico porque apenas podía ver a través de las lágrimas.

Cuando por fin llegué a casa me encerré en mi cuarto y me hice un ovillo sobre la colcha, escondiendo el rostro en mi almohada. Lloré durante horas, ignorando los intentos que hicieron mi madre y mi hermana por consolarme desde el pasillo.

Fue mi padre el que consiguió que me calmase. Tan solo unos meses antes le habían diagnosticado un cáncer cerebral maligno e incurable, así que cuando llamó a la puerta no pude decirle que me dejase sola. Quería espacio pero, sobre todo, quería pasar todo el tiempo posible a su lado.

—Ey, pequeña —dijo, sentándose a mi lado en la cama. Papá estaba tan frágil para aquel entonces que tenía que caminar lentamente con la ayuda de un bastón, pero no importaba lo delgado y débil que se sintiese, su sonrisa seguía siendo la misma sonrisa radiante que siempre nos tenía reservada a mi hermana, Katy, y a mí—. ¿Qué le pasa a mi estrellita de Broadway?

Le conté todo lo que había pasado con Chad y sus horribles amigos y, para cuando terminé, estaba hecha un mar de lágrimas y moqueando de nuevo.

—No me digas lo que se supone que tienes que decir como mi padre, que Chad se equivoca y que en realidad soy preciosa. No servirá de nada.

Papá me acarició la espalda.

—Vale, no lo diré, aunque eso es justo lo que pienso.

Enterré aún más la cara en la almohada.

—¿Sabes por qué me gusta tanto Romeo y Julieta? —preguntó papá—. No es por lo imprudentes que son porque, seamos sinceros, esos dos podrían haber ido un poco más despacio y haber tomado mejores decisiones. Pero eso no es de lo que trata la obra. Todo gira entorno a que los Capuleto y los Montesco no saben dejar de lado su enemistad y, al no ser capaces de hacerlo, terminan empañando lo más importante de la vida: el amor.

Murmuré contra la almohada para mostrar que estaba de acuerdo.

—Bueno, estaba pensando —dijo papá—. ¿Y si enfocas todo lo que ha pasado con Chad de otro modo?

Levanté un poco la cabeza de la almohada para poder mirarlo.

—¿Qué quieres decir?

—No dejes que sus insultos estúpidos te hundan. Céntrate en la historia de amor.

—Uff. ¿Con Chad?

—No. Si él puede querer una Julieta a su gusto, entonces, ¿por qué tú no puedes querer un Romeo más inteligente y dulce? Cuando estés sobre el escenario, imagínate a otra persona frente a ti. Piensa en ello como una forma silenciosa de vengarte, borrando a Chad y poniendo a tu propio Romeo en su lugar.

Al principio, la idea me parecía inmadura, como si estuviese creando un amigo imaginario. Pero papá tenía razón, imaginarme a otra persona en el lugar de Chad sobre el escenario fue lo que me ayudó en los ensayos e incluso hizo que actuase mejor. Cuanto más desarrollaba a Sebastien en mi cabeza, más me enamoraba de él, y eso se notó cuando, después de cada actuación, bajaba el telón y yo recibía ovaciones una y otra vez, porque estaba representando el papel de Julieta enamorándose de la apuesta versión del Romeo de Sebastien, y no la del idiota de Chad Akins.

Papá vino a todas las representaciones. Para aquel entonces ya iba en silla de ruedas. Pero, cada noche, se las apañaba para levantarse y aplaudir de pie con el resto del público, y siempre era el último en volver a sentarse. Sabía que le suponía un esfuerzo titánico y eso solo hacía que cada aplauso suyo fuese aún más valioso.

—Es como si de verdad fueras Julieta —me dijo después de una de las actuaciones.

Yo me sonrojé.

—Si de verdad fuese Julieta recitaría mis diálogos en italiano.

—Entonces deberías estudiar italiano —bromeó papá—. Más auténtico aún.

Dos semanas después de terminar las representaciones, papá murió.

Le siguieron meses de mucho dolor. Mamá, Katy y yo apenas podíamos dormir, comer o incluso hablar. Papá era el ruidoso centro de nuestro universo y, sin él, flotábamos a la deriva. La casa estaba demasiado vacía, demasiado silenciosa, incluso con nosotras tres.

Sin embargo, con el tiempo, conseguimos salir adelante. Y algo que me ayudó a dejar atrás mi dolor fue aprender italiano. Probablemente papá no lo había sugerido en serio, sino que tan solo sería un comentario más, pero fue una de las últimas cosas que me sugirió, y a mí se me quedó grabado.

Quizá también fuese por eso por lo que nunca abandoné la idea de Sebastien. Al principio, lo inventé porque papá lo había sugerido. Y después, cuando papá ya no estaba, Sebastien se quedó a mi lado.

Escribir historias sobre Sebastien se convirtió en mi vía de escape. Nunca me había gustado demasiado escribir, pero después de la muerte de papá, mi cabeza se llenó de ideas para historias que casi se podrían escribir solas. Eran tan solo pequeñas escenas románticas pero, en mi cabeza, el protagonista siempre era Sebastien. Probablemente se tratase de un mecanismo de supervivencia que me permitía centrarme en algo alegre para enfrentarme a la tristeza.

Cada vez que la vida real se ponía difícil: una ruptura en el instituto, perder todo el dinero que tenía en mi primer trabajo después de graduarme de la universidad porque resultó ser una estafa piramidal, o cada caso de infidelidad de mi marido, Merrick; escribir historias sobre Sebastien me alejaba de mi triste realidad. Podía vivir a través de esas historias y entender lo que era que te amasen incondicionalmente, que alguien te escuchase, que se preocupase, que mantuviese a salvo a su alma gemela.

En cada una de las escenas tenía un nombre distinto, claro, pero en mi cabeza siempre tenía el mismo rostro. Escribí aventuras románticas en las que la heroína cabalga a lomos de un camello por el desierto mientras él camina a su lado a pie, sujetando las riendas y guiándola. Mis personajes vivían grandes aventuras, como navegar en carabelas portuguesas o ayudar a Gutenberg con su imprenta, o incluso situaciones más sencillas como asistir a una carrera de caballos de la época victoriana. (Me encanta la historia casi tanto como los libros de romántica, lo que significa que tengo predilección por escribir escenas históricas. ¡Y los trajes de época! La heroína de la carrera de caballos llevaba un sombrero muy elegante decorado con un montón de plumas azules y rosas de color lavanda).

Y ayer, en The Frosty Otter, ¡allí estaba él! ¡En carne y hueso! Después de todo este tiempo viviendo solo en mi cabeza.

¿Le había dado vida?

Pero era imposible, así que, ¿cómo?

Y el pobre Sebastien. Me abalancé sobre él como una oleada de langostas hambrientas que querían devorarlo, mientras que él no tenía ni idea de quién era.

Ahora, me estiro en la cama y miro el reloj de mi mesita. Son las ocho y media de la mañana, aunque fuera aún no ha salido el sol. Una parte de mí quiere volver a meterse bajo las sábanas, pero la nueva y mejorada Helene obliga a mi cuerpo a salir de la cama.

En la cabaña se filtran las corrientes de aire y enseguida me arrepiento de haberme destapado. El suelo de madera está helado y doy un gritito al tocarlo, está tan frío que casi quema. Sigo teniendo toda mi ropa metida en las maletas, lo que significa que tengo que pegar saltitos de lado a lado mientras rebusco unos calcetines (me pongo dos pares, uno encima del otro) y una sudadera grande. Por suerte vivo sola y no hay nadie que tenga que presenciar este nuevo ritual de despertar en Alaska que me acabo de inventar.

Cuando ya estoy bien abrigada, me dirijo a la cocina. Es un rincón acogedor con flores pintadas en los azulejos, una vieja cocina de los años setenta y una nevera que resuena como si quisiese asegurarse de que soy consciente del trabajo que hace. Me recuerda a uno de esos trenes de animación que adora mi sobrino, Thomas y sus amigos, cada uno con su personalidad. Le dedico una sonrisa irónica a la nevera.

—Te nombro Reginald la nevera —digo.

Suena a nombre de viejo mayordomo cascarrabias y le va como anillo al dedo a la vieja nevera.

Sobre la encimera hay una cesta de bienvenida con unas cuantas cápsulas de café y un paquete de panecillos ingleses. Agradezco que ya me hayan dejado preparado el desayuno, ya que no tengo ninguna otra comida en la cabaña. Hoy tengo que hacer algunos recados, como ir a hacer la compra para llenar a Reginald la nevera y la despensa.

Me preparo una taza de café de avellana e inhalo profundamente su aroma mientras me siento en uno de los dos taburetes que hay junto a la encimera. Hay algo lujoso en el café con aroma. Puede que sea porque mi vida antes estaba centrada en hacer felices a los demás, en concreto a mi futuro exmarido, y los pequeños detalles como ponerle azúcar y leche al café estaban terminantemente prohibidos, no fuera a ser que las calorías de más se me fuesen a las caderas y él encontrase otra becaria más delgada y mona que yo dispuesta a hacerle una mamada.

Deja de pensar en él.

Cierro los ojos con fuerza, como si eso fuese a alejar la infidelidad, el sentimiento de impotencia y la desesperanza de no ser nunca suficiente sin importar el empeño que le pusiese.

Cuando abro los ojos de nuevo alcanzo uno de los cuadernos amarillos que tengo apilados sobre la encimera. Sumergirme en una historia con un «felices para siempre» me anima y me recuerda que existe algo mejor. Vuelvo a una de mis escenas favoritas, ambientada en Versalles, cuando aún reinaba María Antonieta; y los vestidos preciosos y elegantes, y los pastelillos estaban a la orden del día. Los protagonistas de esta historia son Amélie Laurent y Matteo Bassegio pero, por supuesto, en mi imaginación, Matteo es igual que Sebastien. Y prefiero pensar en él que en Merrick.

En los jardines del palacio de Versalles, Matteo contempla a Amélie desde el otro lado de su pequeño bote de remos, la luz del Gran Canal dibuja la silueta de su pequeña nariz respingona, su delicado mentón y sus tirabuzones rubios recogidos con elegancia a la altura de la nuca. Tras ellos, el palacio dorado domina el horizonte como si fuese un rey vigilando su reino botánico. En esos salones relucientes y espejados hay intrigas políticas, puñaladas por la espalda y apuestas arriesgadas.

Pero aquí fuera, en los jardines, reina una calma engañosa. El recinto real es inmenso, lleno de arboledas y pabellones ocultos, de parterres y caminos, un invernadero lleno de naranjos, estatuas esculpidas por los mejores artistas europeos y fuentes que ofrecen espectáculos increíbles. En medio de todo ello se encuentra el Gran Canal, un estanque enorme lleno de cisnes y botes de remos. Una ligera brisa recorre la superficie del estanque y Amélie se ríe mientras se sujeta el sombrero con cintas que lleva puesto.

Matteo y ella se llevan viendo prácticamente cada tarde desde hace dos meses, desde que él llegó a Francia como embajador de la República de Venecia. La familia de Amélie pertenece a la baja nobleza francesa, lo suficientemente alta en la jerarquía como para mantener sus residencias en el perímetro exterior de Versalles, pero no tan alto como para que Amélie se tenga que preocupar por pasar un rato con Matteo. Los cortesanos del rey Luis xvi tienen intrigas políticas más importantes que atender que un flirteo inofensivo.

—¿Es demasiado trabajo tener que remar constantemente, Monsieur Bassegio? —pregunta Amélie—. Odio tener que pensar que yo estoy aquí divirtiéndome mientras que usted está trabajando sin cesar bajo el sol.

—Nada es demasiado trabajo cuando se trata de usted, Mademoiselle Laurent. Aunque, si no le importa, me gustaría quitarme este chaleco. Sé que no es apropiado, pero…

—Oh, pobrecito, seguro que se está achicharrando con eso puesto. Por supuesto que debería quitárselo. —La corte de María Antonieta es indulgente con esos pequeños desaires a las normas de etiqueta.

Sin embargo, Matteo percibe cómo las mejillas de Amélie se ruborizan mientras se despoja de su chaleco. ¡Lo que daría por cruzar este bote y besarla en ese mismo instante! Pero eso solo desequilibraría el bote y haría que ambos cayesen al Gran Canal, y teniendo en cuenta que estaban rodeados por cortesanos paseando por los jardines, Matteo se contiene y en su lugar sigue remando.

—Hábleme de Venecia —le pide Amélie—. Nunca he estado pero suena a que es un lugar increíblemente romántico.

Matteo sonríe pero se para a considerar por un instante qué responder. Venecia es una gran república que va desde el Mar Adriático hasta el Ducado de Milán. Él vive en la capital de Venecia, donde es el nuevo dogo, algo parecido a un noble electo por el pueblo.

Sigue remando por el Gran Canal de Versalles, lejos del bullicio, junto a la caseta para botes, y el rumor de las olas le recuerda a su hogar.

—Venecia es un poema sobre el agua —dice Matteo—. Las góndolas se deslizan en silencio por los canales como carruajes de ángeles. El mar corteja a diario a la orilla, las mareas besan los escalones de los edificios de ladrillo para darles los buenos días y las buenas noches. El noble campanile de la plaza de San Marcos vigila la ciudad como un orgulloso centinela. Y los puentes conceden deseos a los amantes que se atreven a encontrarse sobre ellos bajo la tímida luz de la luna.

Amélie suspira.

—Suena divino. Espero poder verlo algún día.

—Yo te llevaría allí, si quisieses —se atreve Matteo.

Sus mejillas vuelven a sonrojarse.

—¿De verdad?

—Vayámonos hoy mismo.

Ella se ríe.

—¡Ojalá!

Matteo saca los remos del agua y apoya los mangos en su regazo. El bote se ralentiza hasta quedar a la deriva.

—¿Por qué no?

—Por un millón de motivos —dice Amélie, todavía sonriendo—. En primer lugar, si pudiese ir, tendría que hacer las maletas y solo eso me llevaría varios días. En segundo lugar, una mujer soltera no puede permitirse simplemente marcharse al extranjero con un hombre. Una cosa es estar aquí, en la corte, contigo y otra muy distinta es marcharme sin supervisión a un país extranjero.

—Entonces cásate conmigo.

A ella casi se le cae el parasol en el estanque.

—¿Qué acabas de decir?

Matteo sujeta los remos en los aparejos y se acerca a Amélie, manteniendo con cuidado el equilibrio sobre el bote. Toma sus suaves manos entre las suyas.

—Cásate conmigo y nos mudaremos a Venecia, y vivirás como una princesa a la orilla del mar.

Él puede sentir su pulso acelerado bajo sus dedos. Lo que le está pidiendo va más allá de un cortejo sin importancia. El corazón de él late tan nervioso como el de ella.

Sea cual sea su respuesta, Matteo la soportará. Porque desde aquella primera tarde cuando se unió a su grupo para una improvisada partida de palamallo en los jardines, no consigue relajarse a menos que ella esté cerca. Por las mañanas, cuando los asuntos del Estado veneciano requieren toda su atención, el inquieto deambular de Matteo por su despacho ha hecho que la alfombra termine deshilachándose. Por la noche, sus incesantes vueltas en la cama y sus frecuentes peticiones de una almohada nueva o una manta más caliente han hecho que los sirvientes que tienen que ocuparse de él se den a la bebida para permanecer despiertos. Es como si la tela que compone el alma de Matteo se hubiera deshilachado y solo las palabras y las sonrisas dulces de Amélie fueran capaces de volver a unir los hilos.

Consigue liberar una de sus manos y se abanica con ella. Pero su otra mano sigue entrelazada entre las suyas. Aún no ha tomado ninguna decisión.

Él contiene la respiración.

—Tu propuesta es una locura —dice Amélie en voz baja. Pero después alza la mirada y el brillo del sol sobre el agua del Gran Canal se refleja en su mirada—. Y no hay nadie más en el mundo con quien elegiría cometer una locura que contigo.

El corazón de Matteo late en su pecho como si fuese una bandada de pájaros a punto de romper su jaula de huesos y salir volando, libres.

—¿Eso es un sí?

—En contra de mi buen juicio, lo es. —Ella sonríe y él piensa que nunca ha habido una mujer más hermosa en toda la historia que ella. Ni Nefertiti, ni Lady Godiva, ni siquiera la Mona Lisa.

Matteo se adelanta para besarla, pero el bote se tambalea, y Amélie le indica que vuelva a sentarse.

—¡Siéntate, siéntate, que nos vas a hacer zozobrar! —Se ríe—. Tenemos todo el tiempo del mundo y un día de más para besarnos. Esperar a volver a estar en tierra firme no nos matará.

Sin embargo, Matteo rema tan rápido como puede de vuelta a la caseta. En cuanto sus pies tocan el muelle, toma a Amélie en sus brazos y presiona sus labios contra los de ella, sin importarle las normas de etiqueta. Su cabello huele a rosas y a tormentas de verano, ella cierra los ojos y le devuelve el beso, y él sabe con certeza que sus labios, sus caricias, su amor es lo que se siente al estar en casa.

Suspiro feliz mientras cierro el cuaderno, ahora mucho más calmada. El sol está empezando a salir en el horizonte, lentamente, tiñendo el cielo de un tono rosáceo que anuncia la llegada de la luz. Mi mente regresa a Alaska.

A este Sebastien.

Nada me garantiza que la versión real de él tenga algo que ver con mi mejor amigo imaginario, con mi alma gemela. Puede que solo sea que sus rostros son iguales, que mi imaginación me esté jugando una mala pasada. Puede que viese a alguien que se parecía a él en el pasado, en uno de esos anuncios en blanco y negro de Calvin Klein o en uno de esos camareros que quieren ser actores y que están esperando su gran momento (hay unos cuantos por Los Ángeles), y uniese ese rostro a lo que yo imaginaba.

Pero esto es lo que sé:

Se llama Sebastien.

Es el capitán del barco cangrejero Alacrity.

Y salir y vivir nuevas experiencias es algo fundamental para avivar la creatividad de un escritor.

—Está decidido, entonces —digo en voz alta, como si me estuviese dando permiso para sonreír. Me acercaré al puerto bajo el pretexto de investigar para una nueva historia ambientada en Ryba Harbor y lo usaré como excusa para cruzarme con Sebastien. Es creíble; solía ser periodista al fin y al cabo. Si está allí, me acercaré a él con mucho más cuidado esta vez, con más normalidad, y veré si puedo mantener una conversación de ese modo. Si no está en el barco siempre puedo quedarme por allí y entrevistar al resto de personas que haya por el puerto porque, cielos, la pesca de cangrejo rojo real es un tema muy interesante y quizá pueda usarlo para mi novela. De cualquier modo, no hay tiempo que perder.

Sin embargo, eso tendrá que esperar a mañana. Hoy es mi primer día completo en Alaska y tengo que hacer recados. Me gustaría dejarlo todo listo en las pocas horas de sol, ya que no sé dónde está cada sitio en este pueblo y, sin duda, no soy lo suficientemente valiente como para confiar en mis habilidades para conducir sobre la nieve a oscuras.

Me termino el café y le envío un mensaje rápido a mi madre y a mi hermana para hacer una videollamada las tres juntas más tarde, ya que quieren saber si me estoy adaptando bien al lugar. Después me doy una ducha y me visto, asegurándome, como siempre, de ponerme el reloj roto de mi padre.

Todo lo que tengo que hacer es sobrevivir a una lista interminable de recados y entonces, mañana, podré empezar a perseguir mis sueños.