Helene

Alaska en enero parecía sacada de un cuento de hadas, con las ramas de los árboles cubiertas de escarcha reluciendo bajo la pálida luz de la luna, como si fuesen un encaje tejido por una doncella de las nieves. Los carámbanos que colgaban de los tejados centelleaban como si la Navidad se hubiese quedado congelada en el tiempo, y juro que los copos de nieve me saludan mientras surcan el cielo. Sin duda, como un cuento de hadas. O, al menos, una maravillosa primera impresión para mi primera noche aquí.

Con treinta años y después de demasiado tiempo trabajando como periodista en la oficina de Los Ángeles para The Wall Street Journal, por fin estoy persiguiendo mi sueño de escribir una novela. ¡Un libro mío de verdad! Donde no me tengo que limitar a contar las historias de otros. Llevo escribiendo relatos cortos desde que era adolescente, pequeñas escenas con las que crear una novela, y ahora por fin tengo tiempo para pensar cómo encajarlos todos.

La verdad sea dicha, necesito hacer esto. Lo mejor que puedo hacer con mi pasado, cielos, con los diez últimos años, es echarlos a una hoguera y empaparlos de gasolina. La muerte de mis dos golden retrievers, uno justo después del otro. El flautista de Hamelín de mi futuro exmarido, que hipnotizaba a becarias y aventuras amorosas como ratas atraídas a una orgía de queso. Y mi supuesta mejor amiga, que me robó el ascenso que se suponía que iba a ser mío.

Sin embargo, sin darse cuenta, me hizo un favor. Si me hubiesen ascendido a columnista nunca me habría marchado. Si hubiese sido una amiga de verdad, yo seguiría atascada en una vida sin sentido, casada con un marido de mierda.

En cambio, me clavó un puñal por la espalda y, al hacerlo, me entregó la cerilla que necesitaba para quemarlo todo hasta los cimientos, metafóricamente hablando.

Adiós, antigua Helene Janssen.

Hola, nueva y mejorada yo.

Mi madre siempre dice que todo pasa por algo, y yo me aferro con uñas y dientes a esa misma creencia. Así que cuando encontré unos billetes de avión increíblemente baratos a Alaska (los turistas no suelen venir a principios de enero) y una «cabaña para artistas» que se alquilaba en un pintoresco pueblo pesquero, supe que esa era mi señal; era allí donde tenía que ir para empezar a trabajar en mi novela y en mi futuro. Y creo que tenía razón. Estar en medio de este paraíso invernal ya me está ayudando a sentir que de verdad puedo salir adelante.

Tarareo una canción mientras cierro la puerta de la cabaña y me dirijo calle abajo en busca de la cena. Son solo las seis y media, pero ya hace unas cuantas horas que se fue el sol, algo a lo que tardaré bastante en acostumbrarme. Al igual que a abrirme paso entre la nieve con estas botas tan toscas, aunque es mejor que conducir. Tengo un coche aparcado en el garaje, pero el viaje de esta tarde desde el aeropuerto hasta la cabaña ya ha sido lo suficientemente angustioso para un solo día. Estoy acostumbrada a conducir por bulevares soleados con palmeras a cada lado, y no me gustaría agotar lo poco que me queda de suerte del día de hoy conduciendo por las calles heladas de Ryba Harbor.

Por fortuna, mi cabaña está a solo unas manzanas del pintoresco centro de la ciudad. En la esquina, una bonita librería con temática náutica está pegada a una pequeña tienda de recuerdos a la que pocos turistas suelen acudir (en verano) desde Anchorage y Ketchikan. Sale humo de leña de una barbacoa, impregnando el aire con el aroma a carne y costillas asadas. También hay una tienda de discos (no sabía que siguiesen existiendo y el hecho de que aquí siga habiendo una me encanta), varias panaderías y una cafetería.

Sin embargo, cuando veo un bar que se llama The Frosty Otter sé que es allí donde quiero pasar mi primera noche en Ryba Harbor. Me recuerda a una taberna del Viejo Oeste, pero con un toque propio de Alaska, con la pintura azul de la fachada desgastada por la nieve y la sal que se echa a las carreteras. En la puerta hay una estatua de madera de un trampero barbudo, con un rifle colgado de un brazo y una jarra de cerveza en el otro, y en el interior se escucha música de piano ragtime.

Tres leñadores vestidos de franela se me adelantan para entrar, riéndose de cualquier broma interna, propias de aquellos que se conocen desde hace años, y yo me cuelo en el interior tras ellos.

Dentro, The Frosty Otter es justo como esperaba que fuera. Dos tercios de las mesas están ocupadas y los clientes son tan estrafalarios como la decoración. Los leñadores van directos a la esquina más alejada para sentarse bajo un enorme mural de una nutria gruñona. En la pared del fondo del local se reúne un grupo de ancianas con aspecto de abuelitas amables que tejen bajo varios anuncios descoloridos del siglo xx y anuncian: «¡Salmón salvaje de Alaska!», «¡El Klondike!» e incluso hay uno con una caricatura de un cangrejo rojo real gigante con una corona dorada (creo que ese es mi favorito). La mayoría de los clientes son hombres, probablemente trabajen en la planta procesadora de marisco de al lado, pero también hay algunas familias, con los niños comiéndose sus tiras de pollo mientras que mamá y papá se toman una cerveza.

—Bienvenida a The Frosty Otter —me saluda una hermosa camarera con el pelo canoso—. ¿Eres nueva por aquí?

Me río.

—¿Es tan evidente?

—Bueno, es un pueblo pequeño y conozco a todo el mundo. Además, tu pelo tiene un tono dorado precioso que solo se consigue cuando el cabello castaño está en contacto constante con el sol. Algo que aquí no pasa, no es que tengamos acceso a demasiada vitamina D por estos lares —dice guiñándome el ojo—. Soy Betsy, la dueña de este antro. Siéntate donde quieras y te traeré tu primera bebida, la casa invita. ¿Qué quieres tomar?

—¿Una cerveza local? ¿Quizá una clara?

—Marchando.

Encuentro una mesa pequeña pegada a la pared desde donde puedo ver todo el local y me deslizo sobre el asiento de cuero agrietado. Encima de mí cuelga un trofeo gigante de la cabeza de un alce, es tan impresionante como horripilante. Aun así, encaja perfectamente con la decoración de The Frosty Otter, y comprendo por qué este lugar está tan concurrido.

Betsy me trae una cerveza de una marca local de Alaska.

—Tu reloj está muy atrasado, cariño —me dice, señalando mi muñeca—. Tienes que ponerlo en la hora local.

Le sonrío y niego con la cabeza.

—No puedo. Está roto.

No es un reloj demasiado impresionante, solo es un reloj de buceo azul y plateado común y corriente. Era de mi padre, y dejó de funcionar después de una expedición de buceo en alta mar. Pero él nunca se molestó en arreglarlo, simplemente siguió llevándolo roto.

«El tiempo no importa —solía decirnos papá a mi hermana y a mí—, porque si vives con vistas a que habrá un final, ya has perdido».

Es una lección que no siempre he sabido seguir, pero que ahora pienso poner en práctica. Por eso llevo puesto su reloj. Ya estaba roto cuando papá solía llevarlo, y seguía roto cuando lo heredé. Puede que el reloj no dé la hora, pero me sirve como recordatorio de cómo quiero vivir: con la mirada puesta en el presente.

Otro grupo de hombres entra en el restaurante haciendo ruido. La sala estalla en vítores cuando entran los siete, y la gente alza sus copas para brindar por su llegada.

—¿Quiénes son? —pregunto.

—Los pescadores de cangrejo rojo real del Alacrity —dice Betsy—. Cada vez que vuelven a puerto vienen aquí a celebrar su botín.

—Bien por ellos pero ¿por qué están celebrándolo el resto?

Betsy sonríe con satisfacción.

—Por interés. El capitán del Alacrity, Sebastien, es legendariamente generoso. Invita a una ronda de bebidas a todo el restaurante cada vez que está por aquí y, hablando de eso, mejor me vuelvo tras la barra, porque está a punto de llegar una montaña de pedidos.

Le doy las gracias por la cerveza y me dedico a observar a la gente de mi alrededor. Tomo un sorbo, que me deja un maravilloso regusto meloso al final, al mismo tiempo que el pescador de cangrejo más alto se quita el abrigo y se vuelve hacia la gente, con su silueta enmarcada por la luz dorada que surge de las bombillas.

Siento como un déjà vu se instala en la parte de atrás de mi nuca, como si fuese una brisa helada de invierno, erizándome la piel y recorriéndome la columna vertebral. Me quedo completamente congelada.

Lo conozco.

—Una ronda para todos, yo invito —dice Sebastien, y el bar estalla de nuevo en aplausos y gritos de celebración.

Yo soy la única que se queda callada, porque le estoy mirando fijamente, conozco ese rostro desde hace mucho tiempo. Cuando se burlaban de mí en el colegio, me inventé a un mejor amigo imaginario que me ayudase a seguir adelante. Lo conservé a mi lado mientras crecía, y él creció conmigo, aunque debería haber dejado de lado esa idea infantil atrás hace mucho tiempo.

También ha sido el protagonista de todas y cada una de las historias que he escrito.

Y ahora está aquí, frente a mí, en carne y hueso. No sabría decir cuántos años tiene, porque tiene una de esas caras de las que es imposible determinar su edad. Pero si lo inimaginable es cierto, que este hombre es el mismo que me inventé, entonces tiene unos treinta años, como yo.

Y sus rasgos me son tan familiares… Ese cabello oscuro despeinado, esos apacibles ojos azules que parecen guardar un cofre helado lleno de secretos. Esa cicatriz en su mandíbula en forma de «J» que coincide con una escena que escribí sobre él en una pelea en un bar de Portugal. Esos hombros, orgullosos y a la vez pesados, como si el hombre al que pertenecen hubiese visto demasiado mundo y aun así hubiera sobrevivido.

En todas las historias que he escrito a lo largo de los años me ha enseñado a vivir aventuras y a reír, la dulzura del primer amor y la devoción de un compromiso de verdad. Sé qué aspecto tiene cuando el viento le azota el pelo mientras se zambulle en el océano desde un acantilado. Sé que su piel sabe después a sal. Conozco el sonido de su voz cuando le canta suavemente a su alma gemela para que se duerma y el ritmo de su respiración cuando ella se despierta antes que él por la mañana.

Pero nunca le he conocido, nunca he sabido su nombre real, hasta hoy.

Sebastien.

Me sudan las manos contra el asiento de cuero a pesar del frío. ¿Cómo es posible que alguien a quien me he inventado sea real?

Observo cómo Sebastien se acerca a la barra para ayudar a Betsy a llevar todas las cervezas. No tiene por qué hacerlo, al fin y al cabo, él es el que paga. Y, aun así, no me sorprende que lo haga. Encaja con lo que sé sobre él.

Lo que creo que sé.

Lo que me he inventado.

Aun así, no puedo dejar de seguir con la mirada cada uno de sus pasos. Recorre el bar sirviéndole una jarra de cerveza a todo el mudo. No habla demasiado, pero sonríe ampliamente mientras les entrega la bebida que él mismo ha pagado, la gente le da palmaditas en la espalda o le estrechan el antebrazo en señal de agradecimiento, devolviéndole la sonrisa. Está claro que todo el pueblo ama a Sebastien.

Yo también quiero conocerlo.

La antigua versión de mí se deslizaría hasta hacerse chiquitita en el asiento, acobardada por la incertidumbre y la ansiedad sin hacer nada en absoluto. Ni siquiera pensaría en hablar con él por miedo a que la rechazasen. En cambio, me quedaría aquí sentada, donde me siento segura, porque siempre es mejor algo malo conocido que arriesgarse a hacer algo imprevisible.

Pero esa es la antigua Helene, me recuerdo. La nueva yo está decidida a actuar de manera diferente.

Levántate. Puedes hacerlo.

Cuando Sebastien ha terminado de servir las cervezas que llevaba en la bandeja, regresa a su mesa. Los pescadores están animados, brindando con sus jarras, pero Sebastien toma asiento en una mesa poco iluminada, como si se alegrase de dejar que sea su tripulación la que se lleve toda la gloria.

Con el corazón latiendo a toda velocidad, me levanto lentamente de mi asiento, abriéndome paso entre la multitud que se ha reunido para felicitar a la tripulación por otra gran captura de cangrejos.

Al principio, Sebastien no me ve acercarme, así que le pillo haciendo girar distraídamente su jarra de cerveza sobre la mesa, dos veces en el sentido de las agujas del reloj y dos veces en sentido contrario, repitiendo el patrón una y otra vez. Me detengo a mitad de camino porque ese es uno de los detalles que también caracteriza al personaje de todas las historias que he escrito. No importa si la escena transcurre en una cabaña en la montaña o en una tienda de campaña en medio del Sáhara, si hay una mesa con un vaso sobre ella, él siempre le da vueltas de la misma manera.

No logro comprender qué está pasando.

Pero ahora que he decidido que me iba a acercar a él ya no puedo echarme atrás. Soy como un copo de nieve mecido por una corriente de viento, no hay nadie que me detenga en este camino sin rumbo que he escogido. Pero también hay algo más, algo entre él y yo que me atrae a su lado, que no me suelta.

Solo cuando estoy justo al borde de su mesa alza la mirada.

Solo se escucha el latir de nuestros corazones, como el aleteo de una mariposa.

Sebastien parpadea. Y entonces se queda con la boca abierta y me mira como si fuese un marinero que lleva mucho tiempo perdido en el mar pero que, de repente, ve la Estrella Polar frente a él.

Mi reacción no es mucho mejor. En cuanto nuestras miradas se encuentran, me pierdo en sus ojos. No porque sean perfectos, de hecho, tiene una cicatriz blanquecina bastante fea bajo su ceja izquierda que desciende por el párpado y le cruza el ojo, sino porque no puedo creer que esté viendo esos ojos, que los tenga justo delante, que sean reales.

—Hola —susurro.

—Hola. —Noto como reverbera su voz grave en mi bajo vientre, como un gruñido. Por la forma en la que guarda silencio ya sé que este Sebastien, al igual que el que yo imaginaba, es un hombre de pocas palabras. Pero si esas pocas palabras pueden hacerme sentir así, quiero escuchar todas las que él esté dispuesto a entregarme.

—Eres tú —susurro, aunque este momento sea casi imposible—. Te conozco.

La expresión de Sebastien cambia en un segundo y levanta sus muros defensivos detrás de esos ojos azules helados.

—¿Disculpa?

Nuestra conexión se rompe. Lo siento como una ruptura física, como si una ráfaga de viento rasgase la cuerda demasiado tensa de una cometa. He hablado demasiado.

Pero soy incapaz de enfrentarme a esta conversación de manera racional, así que me lanzo al vacío.

—Te conozco —repito, como si de ese modo pudiese hacer que me creyese.

Sebastien frunce la boca y el ceño, aunque no confundido como yo esperaba, sino algo más.

Molesto.

—Me estás confundiendo con otra persona —dice.

Niego con la cabeza. Ahora estoy convencida de que no fue solo una oferta de billetes de avión lo que me llevó hasta Alaska.

—Soy Helene. —Quiero estirar la mano y tocar a Sebastien, sentirlo sólido bajo mis dedos.

En cambio, le tiendo la mano a modo de saludo.

Pero se le tensan los músculos del cuello y no me dice su nombre ni acepta mi mano. Me dedica una sonrisa tensa e impersonal, el tipo de sonrisa que cualquiera que haya estado alguna vez en un bar sabe que significa no me interesa.

—Si me disculpas —dice—, acabo de acordarme de que tengo que ocuparme de algo en casa. Me he olvidado de darle de comer a mi perro.

Uno de sus hombres nos oye y frunce el ceño.

Sebastien se levanta de la mesa y le susurra algo inaudible al tipo con el ceño fruncido. El hombre protesta pero Sebastien le entrega una tarjeta de crédito y se despide de él con un choque de puños. Sin dirigirme siquiera una mirada, pretendiendo como que no sigo aquí de pie, Sebastien sale del bar y…

Se marcha.

Sebastien

Salgo corriendo hacia el aparcamiento y me monto en mi camioneta, donde dejo caer la cabeza contra el volante. Me tiembla todo el cuerpo.

Te conozco, dijo ella.

Me estás confundiendo con otra persona, respondí.

Mentí.

Claro que la conozco.

En el instante en el que vi a Helene sentí en mis labios el tenue dulzor del vino meloso, el fantasma de un beso. Ocurre cada vez que ella regresa a mi vida, un recuerdo persistente de la primera noche que nos conocimos, hace siglos.

No tiene ni idea de quién es, por supuesto. Que su presencia, o su ausencia, en mi vida ha definido toda mi existencia.

Puede que ahora me llame Sebastien, pero mi nombre solía ser Romeo.

Y el suyo era Julieta.

—No deberíamos estar aquí, Romeo —dice Benvolio cuando entramos en el baile de máscaras. El salón de baile dorado está lleno de invitados enmascarados: unicornios bailando con leones, caballeros de brillante armadura brindando con dragones, un sol paseando apartado de la multitud con la luna aferrada a su brazo—. ¿Tengo que recordarte que somos Montesco y que nuestras familias se odian a muerte? Si el señor Capuleto nos descubre en su hacienda, hará que nuestras cabezas aparezcan en picas al amanecer.

—Ah, pero esa es la gracia de un baile de máscaras, querido primo. —Señalo la máscara de bronce que me cubre el rostro, mi elegante toga y las alas que surgen de mi espalda—. Nadie podría distinguir a un Montesco de un Capuleto tras la máscara de un dios romano. Además, Rosalina estará en este baile.

—Olvídate de Rosalina. Ha renunciado al amor para dedicarse por completo a la iglesia, no tienes ningún futuro con ella. Y tu padre está ansioso por concertar un matrimonio mucho mejor para ti, uno en el que tu esposa tenga que escucharte y respetarte.

—¿Y se supone que eso debe ser tentador? ¿Una mujer a la que han obligado a amarme?

Benvolio se ríe.

—Eres demasiado romántico, Romeo. De hecho, dime, ¿de qué dios vas disfrazado? ¿Puede que sea… Cupido?

—Vuelve a burlarte de mí y te atravesaré el pecho con una de mis flechas —le digo.

Él se limita a carcajearse con más ganas.

—Eres un tonto de sangre caliente, pero eso solo te convierte en un verdadero Montesco. Voy a buscar algo para beber. ¿Puedo confiar en que no te enamorarás de otra chica mientras no estoy?

Lo empujo suavemente.

—Vete. No me vendría mal un momento de paz sin ti.

Cuando Benvolio ya está lejos, busco a Rosalina por el salón de baile con la mirada, pero no consigo encontrarla. Suspiro. Benvolio tiene razón. Rosalina probablemente esté en su casa, rezando castamente sus oraciones. De repente, estoy dispuesto a marcharme. Ya no hay razón para quedarme.

Pero entonces Julieta aparece en lo alto de la escalera.

Se hace el silencio en la sala. Los violines y los clarinetes dejan de sonar. Los unicornios y los leones se detienen en medio de su baile. Todas las miradas se vuelven hacia ella, como narcisos girándose hacia el sol naciente.

Me olvido de cómo respirar.

Lleva puesta una toga blanca, con una tiara recogida entre sus trenzas castañas y una delicada máscara de mariposa cubriéndole el rostro.

—Psique —murmuro.

La princesa mortal que se enamora de Cupido.

Julieta se desliza por la escalera, regalando sonrisas como si no le costasen nada. No solo sonríe a la nobleza que asiste al baile de su padre, sino también al lacayo que la ayuda a bajar los últimos escalones. Sonríe a todos y cada uno de los músicos de la banda y a los sirvientes que llevan la comida y la bebida por toda la sala. Le sonríe a su arrogante primo Teobaldo y a la anciana tía de la que todos se han olvidado en un rincón. Y nadie puede apartar la mirada de Julieta porque sus sonrisas son un rayo de luz dorada en nuestro mundo, normalmente sombrío por el derramamiento de sangre y el rencor.

Sí, es hermosa. Pero es su radiante amabilidad lo que me atrae. Hasta ahora solo me había interesado lo superficial, pero en este instante sé lo que es disfrutar del resplandor del sol.

Benvolio vuelve con un par de copas de vino caliente y meloso. Solo tomo un sorbo antes de dejar la copa en una mesa a nuestro lado. Él sigue mi mirada hacia Julieta y después la devuelve a mi copa, a la que doy vueltas y vueltas sobre la mesa.

—Nooo —se lamenta—. Solo te he pedido que no te enamorases mientras yo no estaba. ¡Solo han sido unos minutos!

En mi defensa, todos los presentes en este salón de baile están enamorados de Julieta esta noche.

Quizá debería hacer caso a la mitología acerca de Cupido y Psique, recordar todas las pruebas y tribulaciones que atravesaron por su amor. Pero Julieta me ha hechizado como si me hubiese disparado mi propia flecha y yo abandono a Benvolio, dejándole atrás con sus protestas y nuestro vino.

Una multitud ha rodeado a Julieta, halagando su máscara de mariposa y deseándole un feliz cumpleaños, que es dentro de poco más de dos semanas, en la víspera de la Fiesta del Pan. Me abro paso entre la multitud hasta estar cara a cara con ella.

La mirada de Julieta se ilumina al reconocer mi disfraz.

—Eres tú —dice—. Te conozco.

—Aún no —contesto—. Esto solo es el principio de nuestra historia.

Ella se ríe.

—Me parece bien, Cupido. Entonces, ¿cómo deberíamos conocernos?

—Baila conmigo.

—Atrevido.

—Muy atrevido. —Si tan solo supiera que soy un Montesco.

Pero cuando sus dedos rozan los míos, y un relámpago cruza mi piel, quedan olvidadas las enemistades de nuestras familias. Nunca me había sentido así, como si el mundo solo fuese un escenario construido para nosotros.

Los músicos tocan los primeros acordes de un ballonchio y mientras Julieta y yo bailamos, nuestros latidos nos retumban en los oídos con tanta fuerza que no podemos oír el ritmo de los tambores. Nunca he visto su rostro sin la máscara, pero no necesito verlo, porque solo por su disfraz ya siento la mano del destino sobre nosotros.

Somos jóvenes, sí, pero no tanto como dirán los bardos en el futuro. Julieta tiene casi diecisiete años y yo soy solo unos años mayor. Somos lo bastante adultos como para robarnos el aliento mutuamente, para saber que lo que tenemos entre manos esta noche es algo único. La chispa que dará comienzo a una vida extraordinaria.

La historia no es exactamente tal y como Shakespeare la escribió. Era brillante y prolífico, pero como muchos otros artistas, tomó prestadas historias de la vida real y las transformó con su imaginación para hacerlas suyas. Julio César, Hamlet, Macbeth… y, sobre todo, Romeo y Julieta.

De lo que Shakespeare no se dio cuenta fue de que la trágica historia de los desventurados amantes iba más allá de la historia de un chico y una chica. Solo contempló una pequeña parte, no la totalidad de todos los tiempos.

Por desgracia, yo conozco la historia de verdad demasiado bien. Envejezco al ritmo de un glaciar, apenas un año por cada cincuenta que pasan, pero sigo siendo Romeo. Una versión mucho más curtida y desmejorada del héroe de la obra de Shakespeare.

Julieta, sin embargo, cambia, reencarnándose una y otra vez. A veces es rubia y «rubenesca», otras tiene el cabello negro como la tinta y es delgada como una pluma. Esta noche tiene curvas suaves y el pelo dorado como el caramelo. Pero siempre tiene la misma alma, llena de curiosidad e ingenio. Sin importar lo mucho que cambie su aspecto, sigue siendo la misma mujer que besé por primera vez hace tantas vidas. La he amado una y otra vez a lo largo de los siglos.

Y la he perdido todas y cada una de las veces, de una manera u otra.

Pero Helene no sabe que es la Julieta que he amado durante toda mi maldita vida. Julieta, a quien echo de menos cuando no está aquí, a quien añoro durante los años intermedios tras su muerte y antes de que su reencarnación encuentre el camino de vuelta a mí.

—Pero se suponía que no tenías que encontrarme esta vez —murmuro mientras golpeo con el puño el volante de mi camioneta. Durante más de diez años me he estado escondiendo. Porque sí que vi a Helene antes, cuando ella solo era una estudiante más en la Universidad de Pomona. Yo había estado pensando en volver a la escuela de posgrado y estaba dando una vuelta por el campus cuando escuché el sonido de su risa al otro lado de una explanada cubierta de hierba y saboreé en mi lengua el delator vino meloso.

La observé desde la distancia. Estaba preciosa con un vestido de verano color ámbar, tumbada en una manta de picnic con un grupo de amigos. Un joven la rodeaba con el brazo mientras contaba una historia, su atractivo era evidente por la forma en la que mantenía a todo el mundo absorto, sobre todo a Helene. Ella le observaba con la mirada brillante, como si fuese un príncipe que acababa de matar a un dragón y hubiese regresado para relatarle la hazaña a su reino.

En ese instante, alzó la mirada y nuestros ojos se encontraron brevemente a través del césped. Pero aparté mi mirada rápidamente y hui. Helene, mi Julieta, era feliz, y yo no quería robarle aquello. Si la dejaba sola puede que la maldición también la dejase en paz.

Me había alejado de la última versión de Julieta para permitirle vivir, y lo había hecho. Gracias a eso supe que la maldición no se desencadena simplemente porque se crucen nuestros caminos. Se necesita algo más. Puede que Julieta y yo nos tengamos que enamorar de verdad.

Por eso fui capaz de obligarme a dejar atrás esa explanada en la Universidad de Pomona y alejarme de Helene, aunque hubiesen pasado para aquel entonces más de siete décadas desde que había rodeado la mano de Julieta con la mía, desde la última vez que había sentido su cabello contra mis mejillas, desde que me había quedado dormido con mi amada a mi lado. La echaba de menos tanto como las estrellas añorarían el cielo si alguna vez cayesen a la tierra. Pero, aun así, me marché.

Porque sabía con certeza qué sucedería si me quedaba, si pasaba a formar parte de la vida de Helene. Siempre era la misma historia:

Romeo y Julieta se enamoran.

Creen que por fin han hallado la felicidad.

Y durante un pequeño espacio de tiempo pueden vivir sin preocupaciones, felices, puros.

Pero entonces Julieta muere, y Romeo sufre, carcomido por el dolor y la culpa.

Ahora lo siento, como si fuese ácido, corroyendo mi alma. No comprendo cómo el ciclo se repite, una y otra vez. Cada Montesco que soy, sin importar cómo me haga llamar. Cada versión de Julieta, que nunca me recuerda, nunca nos recuerda.

Lo único que sé es que yo no morí aquella primera vez, al contrario de lo que afirmaba Shakespeare.

Yo nunca muero, pero Julieta siempre muere.

Y siempre es culpa mía.

Sin embargo, esperaba poder evitar la maldición esta vez. Se suponía que Alaska era un lugar seguro donde poder esconderme. El escarpado paisaje favorece a ermitaños y marginados, y hay muchos más hombres que mujeres que en cualquier otro sitio. Me enfoqué por completo en el trabajo, construí una casa en medio de un bosque helado lejos del ya remoto pueblo, me aislé por completo del resto del mundo.

Entonces, ¿qué está haciendo Helene aquí, en Alaska, de todos los lugares del mundo? He intentado mantenerme lejos de ella. ¿Y cómo es posible que me conozca?

¿Es que… me recuerda?

Nunca antes me ha recordado.

Ahora vuelvo a quedarme sin aliento, aunque no en el buen sentido, al pensar en ella de pie junto a mi mesa esta noche. Necesito toda mi fuerza de voluntad para no salir de esta prisión autoimpuesta dentro de mi camioneta, para no volver corriendo a The Frosty Otter y tomar a Helene entre mis brazos y decirle: «Tienes razón. Me conoces, y nuestras almas están entrelazadas, nuestra historia se ha contado una y otra vez a lo largo de los siglos. Romeo y Julieta. Cupido y Psique. Tú y yo».

Pero me quedo dentro de mi camioneta, reclinado contra el volante, porque todo esto está mal. Julieta y yo solo nos encontramos el diez de julio, y es enero. Se supone que no debería conocerme, no debería ni siquiera reconocerme; cada Julieta es una nueva página en blanco.

A menos que la maldición haya cambiado. Quizás jugué con fuego con el destino cuando me alejé de Avery Drake, la versión de Julieta anterior a Helene, y ahora la maldición ha vuelto para vengarse en forma de una Julieta que cree recordarme. Un castigo por mi intento de cambiar el destino.

Pero no puedo sucumbir. Recuerdo demasiado bien cada una de las veces que dejé que Julieta me amara, y cómo sufrió por ello. Una lanza atravesando su cuerpo. Un golpe de calor y la deshidratación en el desierto. Una pira de llamas hambrientas dejando nada más que cenizas y huesos a su paso. Y más.

No volveré a dejar que muera.

Lo que significa que tengo que mantener a Helene alejada. Puedo obligarla a marcharse del pueblo antes de que se instale. O, si es necesario, seré yo quien se marche de Alaska. Sin importar lo mucho que me cueste, intentaré salvarla de nuevo. Porque Helene se merece poder vivir una vida plena, no una truncada porque nuestros destinos se crucen.

Y lo único que merezco, después de todo por lo que le he hecho pasar a Julieta, es asegurarme de permitirle vivir, incluso aunque eso signifique pasar toda la eternidad sin ella.

Alguien llama a la ventana de mi camioneta. Me levanto de un salto, golpeándome con el techo en la cabeza.

Es Adam Merculief, el copropietario del Alacrity y mi mejor amigo. Claro que no me dejaría marcharme de The Frosty Otter tan rápido.

Abre la puerta y se mete sin haber sido invitado. Adam pesa unos cien kilos de puro músculo, pero un accidente hace unos años con una trampa para cangrejos de casi cuatrocientos kilos le dejó sin una pierna; estoy seguro de que habría llegado hasta mi camioneta mucho antes si hubiese podido.

—¿Quieres contarme por qué has salido corriendo del bar de ese modo? —pregunta—. Porque no termino de comprender por qué de repente tenías que volver corriendo a casa para dar de comer a un perro que ni siquiera tienes.

Me froto los ojos con fuerza con las palmas de las manos.

—Es complicado.

—Inténtalo.

Si existiese alguien a quien pudiese contárselo, ese sería Adam. Su familia es aleuta, y su pueblo cree en unas cuantas supersticiones y mitos. Pero crecer escuchando antiguas leyendas no es lo mismo que creer de verdad en una maldición centenaria.

Además, ¿cómo le dice un hombre adulto a otro que la historia de Romeo y Julieta es su historia? ¿Que lo de «la elegida» es real y que si se enamora de mí morirá?

Todos mis amores, y pérdidas, del pasado surcan mis recuerdos como historias de miedo. Si me involucro en la vida de Helene le quedarán dos años de vida, como mucho. En el peor de los casos solo dos días. Y cada final es una tortura. Todavía puedo ver y sentir cada una de las muertes de Julieta como si fueran mías.

Creo que voy a vomitar.

—¿Estás bien, colega? —pregunta Adam—. Estás demasiado pálido.

Suelto el aire con dificultado, intentando quitarme de encima el peso de la historia.

—No me encuentro muy bien, eso es todo. Perdón por abandonar a la tripulación esta noche.

—No me lo creo, Seabass. —Adam nunca me ha llamado Sebastien. Es el tipo de hombre que tiene un apodo para todo el mundo, y como siempre está sonriendo, a nadie le molesta.

—No sé qué otra cosa decirte —respondo encogiéndome de hombros.

Adam suspira, pero está acostumbrado a que sea un hombre de pocas palabras. Es un amigo de verdad, por eso ha salido al aparcamiento para ver cómo estaba, pero también respetará mis límites.

Me da un puñetazo en el hombro.

—Vale, hombre. Pero no te enfades cuando carguemos una fortuna a tu tarjeta de crédito.

Consigo reírme a regañadientes.

—Trato hecho.

—Descansa. Te veré mañana en el puerto.

Adam se marcha de nuevo hacia The Frosty Otter. Me doy un minuto más para serenarme, para pensar en lo que significa que Helene esté aquí.

Después arranco el motor para emprender el largo viaje de vuelta a casa y empiezo a pensar en lo que voy a tener que hacer para librarme de ella.