No paro de silbar el Back To Black mientras conduzco en dirección noroeste hacia mi torre: una casita de campo en la sierra de Collserola, a solo quince kilómetros de Barcelona. Lo bastante cerca de La Floresta —barrio hippie-burgués con excelentes vermuterías—; lo suficiente lejos como para aislarme de la civilización y poder vivir al estilo de la tribu de Grasse —la cuna francesa de la perfumería— en el siglo xix.
Hoy en día, los perfumistas no viven en una casa laboratorio donde comparten espacio con las materias primas, porque estas han sido remplazadas por listados de ingredientes, detallados y tasados al céntimo.
Hoy la herramienta de un parfumeur no es una pipeta, sino un ordenador; con él se componen las fórmulas que se envían a los laboratorios, donde los técnicos se limitan a juntar los elementos. Si la fórmula es sencilla, basta un robot para obtener una fragancia. Pero yo no trabajo así.
Yo soy la tierra que piso, el aire que respiro, la melodía que silbo, la persona a la que miro y el sexo que lamo. Mis sentidos son mi talento. Y me sirvo a placer de los cinco. Hasta tengo dominado al sexto, a pesar de ser tradicionalmente femenino.
No reprimir mi Yin ha sido el mejor consejo que me ha dado nunca mi padre. A él le ayudó a convertirse en uno de los modelos más famosos de los noventa, a salir de una Cuba libre solo para los hijos del patriarcado y a ligarse a mi madre: una fotógrafa italiana, ansiosa por escapar de su jaula de oro. De ella he aprendido a ver más allá del objetivo, del marco, de la piel. A captar la esencia, admirar la forma, componer un relato a partir de una imagen… Eso es lo que hice con Alma cuando la conocí: empecé a crearnos una historia solo con observar su figura de espaldas.
Era casi tan alta como yo, una línea recta y larga entre una marabunta de curvas. No temblaba como otros, ni se movía. Cabeza al frente, atención máxima, mano en el pecho —como signo de un juramento de lealtad eterno—, piel erizada cuando llegó el momento más mágico del concierto… Su sensibilidad me la puso dura.
Por entonces, todo me la ponía dura. En todo encontraba algo, el detalle, la excitación. Acababa de cumplir dieciséis años: iba sobrado de testosterona. Las hormonas guiaron mis pasos hacia Alma aquella tarde de verano madrileña… y son también las que me están gobernando hoy en la vuelta a mi torre: tengo una necesidad primaria de seducirla hasta el éxtasis con una propuesta irrechazable.
No me ha dicho ni adiós cuando se ha marchado de la sala de juntas de Lladó. Me ha dejado con la boca abierta y con una necesidad brutal de ponerme a trabajar. No me había sentido tan motivado jamás. Al final, Mariano va a haber acertado al contratarla. Se lo he insinuado mientras observaba las puntas de los tacones de Alma y envidiaba las losetas de mármol del pasillo por donde restallaban sus fuertes pisadas. Después de relamerme, le he sonsacado al presidente de la maison por dónde van los tiros de fogueo de los creativos. China es el concepto que tantean. Así, en plan conciso. Total, como es un país pequeño sin apenas historia…
—China. —Interrumpo el silbido y reduzco la marcha a tercera.
Curva a la izquierda, cambio de rasante, curva a la derecha. Back To Black sigue sonando en mi cabeza en un segundo plano. Levanto el pie del acelerador y tomo el desvío. Mi tartana traquetea sobre la carretera empedrada. Me castañetean los dientes. Los sujeto colocando la punta de la lengua entre los incisivos.
—China… We only say good bye with words… La dichosa Winehouse… —Interfiere en mi corriente creativa—. ¿Qué tendrá que ver Amy con China?
Trato de encontrar una conexión mientras paro el coche, abro la verja de la finca y avanzo de nuevo despacio. Hay barro por todas partes. Hasta en la mesa de Mariano.
—China y la Winehouse… Vamos, niño, encuentra la conexión. ¿Dónde? ¿En los orígenes del soul? ¿Años cincuenta? ¿Años cincuenta en China? Rojo y amarillo. Amarillo dorado. Ámbar. ¡No, joder! Ese amarillo no combina con Amy ni de broma. Si fuera amarillo-naranja… Ácido y dulce como los primeros melocotones de la temporada. ¿Años cincuenta, soul, China y melocotones?
Tócate los cojones…
¡Eso no hay dios que lo mezcle!
Dejo el coche tirado entre dos árboles y me dirijo a la casona, persiguiendo la idea que no me revela su lógica ni su finalidad.
Cuando algo me importa de verdad, no existo para nada más. Pongo todos los sentidos a trabajar en el objeto de mi interés. Y me vuelvo bastante insoportable.
Encerrado en mi nueva prisión mental, apenas me entero de que Luisito, el jardinero, me llama desde la izquierda. Está regando el huerto de aromáticas. Me rio. Se está poniendo perdido de agua. Debería haber soltado la manguera antes de saludarme con los dos brazos.
—Sí, majo, ya te he visto —farfullo mientras sacudo la cabeza—. No me distraigas, joder. ¿Qué dices? ¿El coche? ¿Qué coche?
Me giro al verlo correr hacia mi espalda.
—Uy… —No he tirado del freno de mano y la tartana se desliza como un caracol en busca de charcos—. Hazte con ella y apárcala bien, Luisito. Te dejo aquí las llaves. —Las suelto junto al portón principal.
China… ¡El país asiático es la inspiración para la próxima colección de alta costura de la maison! Por eso tienen tanta prisa. Quieren lanzar el perfume en septiembre y aprovechar el rebufo de la semana de la moda neoyorkina para llegar hasta la campaña de Navidad. Una estrategia más vieja que el hilo negro. Lladó es así de antigua. China antigua… ¿Dinastía Ming? Y Amy…, que si la sacara del proyecto, rodaría él solito, pero no. La Winehouse se me ha metido en los patrones y ya no va a salir si no es en una fórmula de trece ingredientes.
Siempre empiezo con trece. Es mi número fetiche. Me gusta el fetichismo.
—Dinastía Ming, Amy, fetichismo y… Alma.
Ya tengo cuatro elementos. Cuatro es la suma de los dígitos del trece. Voy bien por aquí. No, literalmente.
—¡Céntrate, niño, que vas al estudio!
Me doy media vuelta en el cargadero reconvertido en recibidor y me dirijo a la derecha. Cruzo pasillos de piedra viva y varias puertas de madera maciza y accedo al antiguo invernadero. Bajo el tejado acristalado me recibe una explosión de luz blanca.
—¡Fusión! —grito para no perder la costumbre.
Otra cosa que suelo hacer cuando vengo aquí es ducharme antes con jabón casero: aceite vegetal de baja graduación y sosa cáustica. Los aromas etéreos me ayudan a limpiarme del perfume del día a día. En mi estudio, los olores residen solo en el armarito de los colores y en mi memoria. Hoy me salto el ritual porque mi ropa y mi pelo están impregnados de la fragancia de Alma.
—Alma… Rojo oscuro, casi guinda. Pétalos de la flor del jengibre cuando los abres en vivo con las uñas. —Me lanzo sobre el escritorio, que está apoyado en la pared de la derecha, y garabateo en el primer papel que encuentro—. China y tradición. Dinastía Ming. Verde: bambú o loto. Herbáceo en la salida, base tenaz. Amy Winehouse. Naranja: acordes de wiski de melocotón en el buqué. Fetichismo. Lavanda: sedante, onírico… Rojo, verde, naranja y lavanda. ¡Por la nariz de Roudnitska! —Lanzo el boli a un rincón—. ¡¿Dónde está el relato?!
Levanto la cabeza, me muerdo la punta de la lengua y pierdo la vista por el estudio. Observo a la izquierda el sofá redondo que solo ha conocido a un amante: a mí. Al frente, encuentro los altavoces Marshall y el viejo tocadiscos. Los discos de Amy… Me voy a por ellos de cabeza y registro las portadas y el interior.
—Una mísera pista para este perfumista loco, por caridad —le suplico al cacho de vinilo que mareo con ambas manos.
Y la diosa del soul me responde.
—Amy Jade Winehouse. Jade… ¡¡Jade!!
Lanzo el disco al aire y, brazos en alto, corro hacia el ordenador. Levanto la pantalla antes de sentarme y crujirme los nudillos. Tecleo «jade» en el buscador. Después de leer información aburridísima sobre el mineral, su vinculación con la China imperial y la mitología y sus aplicaciones cosméticas, doy con la verdadera piedra preciosa.
—Aunque su color habitual es el verde, entre sus variedades se encuentran el jade naranja, el rojo y el lavanda —leo—. No lila, violeta o púrpura. ¡Lavanda! ¡Olé yo!
Qué suerte tengo, madre mía. Nací con una flor en el culo. De ella me llevo valiendo casi veintisiete años y ella me va a servir para desarmar a la temible Alma Trinidad.