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DOS PIEZAS SUELTAS

Alexander

Miércoles, 13 de marzo de 2019

Sala de juntas de la sede de Lladó. Passeig de Gràcia. Barcelona

—Buenos días —me dice Alma al entrar en la sala con un total look de la casa.

No sé a quién pretende engañar con tanta formalidad. Los dos sabemos que debajo de ese traje de novicia hay una vena salvaje más grande que mis calabacines.

Tal vez ha elegido el modelito por una opinión similar a la que me dio ayer Luisito en el huerto: quiere que la tomen en serio.

Ahora me alegro más de haber desoído el consejo de mi jardinero.

Esta mañana he estado a puntito de sucumbir y vestirme con solemnidad, pero me he metido en el vestidor y he encontrado, escondida debajo de la americana gris, la cosita más rebonita que han cosido jamás unas manos: una camisa de raso atigrada. Grrrr… Me ha obligado a combinarla con unos jeans acampanados y unos botines, obvio. La biker de Lanvin la he escogido por puro exhibicionismo. Ahora descansa junto a mi maletín de boticario, sobre la cabecera de la mesa de la que no se va a levantar Alma hasta que sucumba al placer que le voy a proporcionar con mis ampollas.

He dicho «ampollas», cuidado. Mi cacahuete tiene instrucciones de quedarse hoy en el banquillo. Aunque adoro la frivolidad —y follar como si se acabara el mundo—, mi locura no llega a extremos de sacrificar por ella mi prestigio profesional.

—Buenos días, señora Trinidad —digo cuando se sienta en el primer puesto de la derecha de la mesa de juntas.

—Nunca repito las pruebas olfativas.

—Te agradezco la excepción. —Abro el maletín.

—Agradézcaselo al señor Lladó.

Ignoro su comentario, porque no quiero darle el gusto de que me desvíe de mi objetivo, y saco un fajo de tiras de papel secante y el primer prototipo. Alma rescata de su bolso un iPad y deja ambos sobre la mesa.

—J.V.L. —Pulverizo la fórmula base del Jade Verde de Lladó sobre un papelito y se lo ofrezco.

Alma sostiene la tira delante de su nariz recta, la huele en silencio, la agita, la vuelve a oler con los ojos cerrados, buscando señales olfativas, los acordes de salida, el corazón, el fondo… Un segundo después, niega con la cabeza y deja el secante a un lado.

—Sigo pensando lo mismo: es demasiado herbal. Predomina el loto. Me recuerda demasiado a Un jardin sur le Nil de Hermès.

Que compare mi fórmula con la de Jean-Claude Ellena sería un halago si no lo hubiera pronunciado con esa mueca de asco. Me salto la J.V.L.-1, la variación con estragón que potencia el loto, y le ofrezco la 2.

—Esta me gusta más —dice a la primera inhalación—. El corazón es tenace. La salida me empalaga.

—Es por el papel. En la piel, el aceite esencial se funde y abraza el fondo amaderado.

—Veamos. —Se quita la chaqueta.

Debajo lleva una blusa sin mangas. Ha venido preparada. Eso me gusta.

No escondo la sonrisa al ofrecerle la ampolla que ella se pulveriza sobre la cara interior de la muñeca derecha. Agita la mano. Espera. Huele. Piensa. Huele desde otro ángulo. Observa cómo se siente. Porque, al final, un aroma no es más que eso: una sensación. Por eso, hay que probárselo como se haría con unos zapatos o un vestido. La decisión va a depender de lo cómodos que nos sintamos con él.

—Mejora —dice con la nariz pegada a la muñeca. Aspira con fuerza y exhala el aire por etapas, como lo haría cualquier profesional bien entrenado—. Pero no lo suficiente. Hay que afinarlo para que sea comercial.

Esa es la cruz de los parfumeurs de este siglo. Los clientes ya no van a un taller, se repantingan en un sillón y beben y comen y charlan con el perfumista mientras se embadurnan de colores hasta terminar saciados. No, chica, no. Hoy, vamos a una tienda, agarramos un bote de muestra, motivados por su irresistible diseño o su nombre aspiracional, y desparramamos la fragancia sobre un cacho de cartoncillo que ni siente ni padece. Si en los primeros segundos no nos enamora, pasamos al siguiente. No tenemos tiempo para más.

—Yo te doy mi arte y que lo afinen en cocinas. —Asiento con la cabeza, rescato la ampolla de J.V.L.-2 y la coloco en vertical junto al maletín.

Alma escribe en el papel secante el nombre, lo guarda en una bolsita con zip y teclea algo en su tableta. Ha aceptado la primera propuesta. Tenemos el prototipo del Jade Verde. ¡Olé yo! Vamos a por el siguiente.

—J.R.L. —Con solo acercarle la tira del Jade Rojo ya percibo que le suena lo que huele.

—Salida cítrica. ¿Grosella?

—Sintetizada. El extracto natural envejece mal. Se enmohece…

—… al contacto con el oxígeno. Lo sé. No me dé lecciones. —Tiende la mano para que le pase el espray. Se lo aplica en la otra muñeca y lo estudia—. Al corazón le sobra pimienta rosa. La flor de jengibre funciona. —Inspira hondo sobre su piel. Frunce el ceño. Esnifa con fuerza—. No percibo el fondo.

—Son fragancias combinatorias. —Me muevo hacia ella—. El Jade Verde es centro del relato, el que se comercializará primero y la llave para abrir el resto de los perfumes. —Me inclino por su espalda y coloco las manos a ambos lados de las suyas—. Con tu permiso… —Le agarro las muñecas.

Ella no logra contener el respingo ni el suspiro entrecortado. Pero no me rechaza. ¡No me rechaza!

Aprieto un poquito los dedos, porque uno no es de piedra, y junto las fragancias. Y las froto. Despacito. Mezclando sobre su piel lo mejor que tengo, lo mejor que soy.

Pensar que estoy derramando mi arte sobre ella me la pone tan dura como la imagen de sus muñecas cruzadas, sujetas por mis manos, acercándose a su cara. Alma inspira hondo, sin miedo. El que está empezando a temblar soy yo.

—Ahora —le digo muy bajito, al oído—, ese fondo herbal que te sobraba le está dando cuerpo al corazón floral y está siendo refrescado por la salida cítrica.

—De todas formas, hay que matizarlo. —Sin hacer ademán de que le moleste que todavía le esté sujetando las manos, vuelve a inhalar pegando la nariz a la piel. Mis dedos rozan sus mejillas. Joder, qué suaves. Qué recuerdos. Qué cosquillas más tontas en la barriga—. Use hoja de tomatera en vez de loto. Es más fresca.

Le suelto las muñecas de golpe.

¡¿Será posible?! Desvergonzada era, pero esto es pasarse de la raya. ¡Tú sí que eres fresca, mona! ¡A mí nadie me dice cómo hacer mi trabajo!

Gruño junto a su oído. La muy bruja ni pestañea. Me muerdo la punta de la lengua unos cuantos segundos antes de mascullar:

—¿Y cómo encaja un tomate en el relato, señora Trinidad?

—Ya se ocuparán los creativos.

—De ninguna manera. —Estiro la espalda. Ella me mira por encima del hombro—. Quiero este proyecto. Quiero permanecer en esta casa y trabajar contigo. Pero no a costa de mi arte. No me pidas que te venda eso.

—Yo nunca te he pedido nada.

Cierro los ojos para abarcar la complejidad de ese tuteo repentino y de su tono, mitad mentira, mitad reproche, todo rencor.

Cuando abro los párpados, Alma Trinidad se ha ido. La que tengo delante de mi narizota es la niña de fuego que conocí. Y es tan bonita, joder. Tan valiente, sensible y única. Una pieza suelta que no encaja. Igual que yo. Dos niños perdidos en un mundo que nos rechaza.

—Alma mía… —Le sonrío.

—¿Se está burlando de mí, señor Ventura? —Me congela con una mirada gélida: Alma Trinidad ha vuelto.

—Ah, es verdad, que jugábamos al escondite. Perdona, se me ha ido. —Me sujeto la frente y me dirijo al maletín—. Pues sigamos… Las variaciones del Jade Rojo no son necesarias, ¿verdad?

Ella asiente con la cabeza mientras se limpia las muñecas con una toallita. Claro que no son necesarias, porque di con su esencia a la primera. Ahora me toca a mí:

—Jade Lavanda.

La variación 2 huele como yo: que da hambre. Despierta a los sentidos, los colma y, luego, los pone a dormir. No es una fórmula, es una experiencia. El bostezo de Alma después de estudiarla me lo tomo como un piropo. El perfume cumple su misión. Otro check para la lista.

—J.N.L.-1 —le ofrezco la última tira. La joya de la corona. La que por mis santas narices le va a desbloquear los recuerdos—. Me salto el Jade Naranja base, porque esta variación es mucho mejor.

Alma se acerca el papel a la nariz y cierra los ojos de inmediato. Es el wiski de melocotón y la naranja sanguínea. Una salida que estimula las papilas gustativas más resecas. La veo tragar saliva. Por si acaso se despista, la ayudo a llegar hasta el concierto silbando Back To Black.

Sus párpados se aprietan con fuerza. Es incapaz de alejar la tira de su cara por la magia del indol, la molécula que viene a ser como el glutamato monosódico al gusto: no puedes dejar de consumirlo. Es el olor del cuerpo, una de las bases más primarias, la que desata el instinto.

La respiración de Alma se acelera cuando le pulverizo la muñeca, la froto con suavidad para calentarla y la acerco a sus labios. Este perfume entra bien por la nariz; por la boca, es otro nivel.

—Es goloso, complejo, amplio —le digo al oído—. Es un wiski con naranja en una noche calurosa de julio en medio de una marabunta de personas que se rozan, se sonríen, se alegran de estar compartiendo algo más grande que ellos. Es no entender por qué te gusta tanto, por qué no puedes dejar de acercarte, por qué quieres más de algo que no comprendes. Es fundirte con el universo bajo la luz de una luna pálida, de ahí el toque empolvado, para seguir emborrachándote de vida.

Si con esa última expresión, con ese peculiar alarde de memoria, no desbloqueo sus recuerdos, que me entierren con los Prada.