—Más dicha que dolor hay en el mundo. Más flores en la tierra que rocas en el mar. Hay mucho más azul que nubes negras. Y es mucha más la luz que la oscuridaaaaaad. ¡Digan lo que digan! ¡Digan lo que digan! ¡Digan lo que digan… los demás! —El espíritu de Raphael me posee mientras canto a pleno pulmón y me paseo entre las aromáticas del huerto con unas gafas de sol setenteras, el batín de seda abierto y nada más.
Mi ciruelo danza con libertad por encima de los tomillos y las salvias. Él está contento, anoche se lo pasó bien con Eloy. Yo, no tanto. No paraba de pensar en la bruja mala, en la niña de fuego, en mi adorada archienemiga: Alma Trinidad.
—Son muchos, muchos más, los que perdonan, que aquellos que pretenden a todo condenar. La gente quiere paz y se enamora. Y adora lo que es bello, nada más. —Alzo los brazos—. ¡Nada más, Alma! Si es bello, es bueno. Y ayer te di de lo bueno, lo mejor. ¡¿Qué más quieres de este pobre parfumeur?!
—Yo me conformo con que te ates la bata y cantes algo más moderno, pesao —me dice Luisito, que está podando el romero.
Deslizo las gafas por el caballete de la nariz y lo señalo con el dedo.
—Raphael inventó lo moderno. ¡Muestra respeto!
Luisito se carcajea.
—Estás muy gracioso con el cacahuete al viento.
—¿Cacahuete? ¡¿Cacahuete?! —Me lo miro—. Bueno, es que está cansadito, el pobre. Si lo hubieras visto anoche…
—No, gracias.
—¡Oh, ya salió el cishetero que tiene que reivindicar su retroconcepto de masculinidad rechazando cualquier cosa que se salga de su molde machirulo!
Luisito pestañea, tijeras de podar en mano.
—No te entiendo.
—Normal. —Al frotarme un ojo, me mancho el dedo con restos de delineador negro—. ¿Qué sabrás tú de la vida con dieciocho añitos?
—Pues sé que, con esas pintas, no hay manera de tomarte en serio.
—¡Uy lo que me ha dicho! —Me llevo la mano al pecho—. ¡Atrévete a repetirlo!
Intento quitarle las tijeras de podar para amenazarle con ellas en vez de con el dedo sucio, pero Luisito las sostiene en alto. El desgraciado me saca seis cabezas y tres cuerpos. Bueno, vale, igual exagero; pero no llego. Trato de placarle, porque soy un optimista, y lo que consigo es incrustar la cara en su camiseta sudada mientras mis pies descalzos resbalan sobre el sustrato. Tanteo la idea de morderle la barriga, mi única baza para vencerlo, cuando un par de pitidos de claxon suenan a lo lejos.
—Creo que es tu jefe.
—¡Fo no fengo fefe! —farfullo contra su almohada abdominal.
—Bueno, pues el señor ese del sitio donde trabajas. ¿No tenía un Jaguar? —Me levanta por las axilas y me gira la cara hacia la verja de la entrada.
—Pues sí que es Mariano.
—Mariano, Mariano, me la agarra con la mano. —Se ríe Luisito.
Y yo también, porque en el fondo soy igual de crío. En casi veintisiete años todavía no he caído en la trampa de madurar. Y espero no hacerlo nunca.
Camino hacia la verja, bamboleando todas mis extremidades. En el surco que va arando mi exagerado miembro crecerán los calabacines más gordos jamás vistos.
Bueno, eso también es un poco exagerado. Pero, eh, ¿y lo bien que lo uso?
Saludo con la mano a Mariano y lo dejo pasar a mi torre. Viene con cara de arrepentido. ¡Bravo! Me voy a ahorrar la mudanza laboral a ninguna parte.
—¡Qué bueno verte, amigo! —Trato de abrazarlo a la que sale del Jaguar, pero se me escapa como una anguila untada en lubricante.
—¿No vas un poco fresco, hijo? —Me mira de soslayo el pitorro y aprieta con fuerza los párpados—. Así se agarran los resfriados.
—El aire de esta sierra es mejor que la penicilina. —Inspiro hondo con los brazos abiertos y, después me palmeo el pecho—. Sano como una manzana. —También me sacudo el abdomen—. Acero para barcos.
—Vale, pero tápate un poco.
—Lo haré cuando me digas que los Jade de Lladó saldrán en septiembre.
—A ver… —Mariano mueve la cabeza y fija la vista en la fachada de la casona—. Te ofrecí un proyecto más antes de despedirte.
—Y yo acepté.
—Y tú aceptaste.
—¿Pero? —Alzo una ceja.
Mariano me mira con remordimientos.
—Todavía no puedo asegurarte que vaya a poder cumplir con mi palabra.
Pongo los brazos en jarras y meneo el cacahuete para señalarle el camino de salida. Yo me quedaré sin trabajo, pero él se va a ir de aquí con una imagen de mí imborrable.
—Tápate ya, collons. —Se cubre los ojos—. Te he conseguido otro ensayo olfativo. Sin repetir las fórmulas ni la presentación del brief. Mañana. Solos tú, tu maletín y Alma. —Me cierro la bata con una sonrisa de oreja a oreja—. Y yo, claro.
—Me sobras.
—¿Perdona? —Me busca con los ojos cerrados.
Estoy por darle unas vueltas y pedirle que me encuentre por la voz. Pero no.
—Hay mucho, mucho más, amor que odio —le canto antes de estamparle los morros en la frente—. Más besos y caricias que mala voluntad. Los hombres tienen fe en la otra vida. ¡Y luchan por el bien, no por el maaaaaal!
Mariano abre un ojo con miedo, se asegura de que mis partes nobles están fuera de su campo visual y suspira con alivio.
—Estás como un cencerro.
—Tolón, tolón. —Sonrío.
Y lo acompaño al salón de la izquierda, antiguas cuadras, para relajarlo un poco con el vermú del pueblo, que a él le pirra y a mí me ayuda con la resaca. Luego, le saco información sobre mi propuesta. Todo el equipo ha alucinado con ella. Todos menos Alma, obvio.
—No es que no le guste en sí el concepto. —Mariano se recuesta en el sofá de cuero con el segundo vermú en la mano—. Es que piensa que no es viable. Sobre todo, en cuestión de plazos.
—He demostrado que soy muy capaz de hacerlo. —Dejo la botella sobre la mesita, antaño banco de carnicero, y me siento en una silla de diseño noruego frente a él.
—Son cinco fragancias, Alexander. Te pedimos una y nos endilgas cinco. ¿Por qué tienes que ser siempre tan ambicioso?
—Porque puedo. —Cruzo las piernas; un muslo moteado de masculinidad peluda emerge entre las sedas.
—Y eso es lo que me ha traído hasta aquí: que yo sé que puedes. Ahora toca convencer a Alma.
—Creo que tiene un problema personal conmigo. —Aunque no logro recordar qué le hice…
Lo que sí recuerdo es que dejamos de hablar. Poco a poco. Como una llama que se apaga en la distancia y el silencio. Lo nuestro tuvo una muerte dulce. ¿De dónde sale el odio que guarda ella?
—Alma asegura que no te conoce. Solo sabe de ti lo que le han contado tus perfumes. Y tus cifras de ventas…
—¡Basta ya de numerajos, Mariano! Eso no tiene nada que ver conmigo. Cuentas, a los financieros. A mí, flores, frutas, maderas y aceites. Los números no huelen. No me interesan nada. —Apoyo el codo en la rodilla y la cara, en el puño—. A Alma la conocí en 2008. No voy a darte detalles porque soy un caballero, pero nos relacionamos durante bastante tiempo. Después, perdimos el contacto. Sin discusiones ni nada. Hace unos años, encontré su nombre en una publicación y me enteré de que trabajaba en la industria como química. Y me alegré. ¡Joder, me alegré muchísimo! Y la llamé. Y una voz mecánica me dijo que ya no había ningún abonado con esa numeración. Esa es la única verdad. Por qué finge Alma que todo eso no ha sucedido es lo que no logro entender. —Estiro la mano, agarro la botella y relleno la copa de Mariano, que ya tiene a medias.
Necesito que se le suelte la lengua. Cualquier teoría puede servirme.
—No sé qué decirte… —Bebe y bizquea al tragar. Sus mejillas se arrebolan y sus ojos se achispan. Un hipo muy simpático le sacude el pecho antes de decir—: Quizás está acomplejada.
—¿Por qué?
—Ella… —Otro hipo lo interrumpe—. Ella no entró en la perfumería por la puerta grande, como tú, Alexander. Ella empezó en una droguería de barrio. Circunstancia muy meritoria. Y práctica, pues conoce el negocio de cabo a rabo. Pero, tal vez, a ella…
—Ya, ya. —Lo he entendido y lo estoy procesando—. Alma se gradúa y se pone a currar como dependienta…
—Ama los perfumes tanto como tú.
—Alma es una amante de la química y sus aplicaciones, no solo de los perfumes —le corrijo—. Le interesaba la industria, eso sí.
—Y le encanta el dinero.
—¿Y a quién no? —Resoplo y desenfoco la mirada al concentrarme.
Alma se gradúa en Química y se mete en el primer hueco que pilla dentro de la industria del perfume por dinero. Y se lo gana bien. Joder que si se lo gana bien… Lleva tres años, los mismos que yo en mi torre, cosechando un éxito tras otro con L’Oréal. Y el próximo lo quiere sembrar en Lladó, en mi maison… Y será conmigo o no será.
¡O no será!
Me vengo arriba, literalmente. De un brinco planto los pies descalzos sobre las losetas hidráulicas. Mariano se pega al respaldo del sofá.
—Vamos —le digo.
—¿Adónde? —Pestañea.
—A la ducha, cara de trucha. —Lo engancho de un brazo—. Se te tiene que bajar el vermú y el olor a madera de enebro.
—Es de tu primer perfume para la maison.
—Y te agradezco que lo sigas usando, pero no puede acompañarnos a la prueba olfativa más impresionante que vas a disfrutar en tu vida.
Y la que va a evitar que estorbe en la que tengo programada con Alma.
—Mejor mañana. —Mariano se mueve con pereza.
—¿Qué mañana ni mañana? Vamos a la ducha, remolón. El champú es del que no pica en los ojos.