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LA LLAMABAN (SEÑORA) TRINIDAD
—¿Esto es lo mejor que sabe hacer, señor Ventura? —me pregunta Alma después de testar la primera propuesta—. No estoy satisfecha. Puede irse. —Chasquea los dedos.
¡Chasquea los dedos en mi cara!
Estoy inclinado sobre su porción de mesa, casi reverenciando su magnánima presencia. Y es que hoy ha venido para romper cuellos. Toda de negro. Falda de tubo y chaqueta con jaretas que abrazan su fino talle. Dominatrice du luxe. Como látigo está usando la lengua afilada con la que acaba de arrancarme el primer verdugón.
Todo el mundo sabe que hay que dejar lo bueno para el final. Primero salen los prototipos teloneros, los que calientan el debate en el grupo creativo, y después salen los estrellas, los que con unos ajustes formarán el perfume inicial.
Yo he traído trece ampollas, con trece fórmulas de trece ingredientes. Tres perfumes por cada color de jade —uno base y dos variaciones—, y la eau de toilette ideal para la campaña de Navidad.
He vertido hasta la última gota de mi sabiduría olfativa en esas ampollas, he batido mis propios récords de velocidad creativa y me he vestido como el Rey Sol para la ocasión, con chorreras en la camisa y todo. Me he marcado una presentación visual del relato —el brief que deberían haber desarrollado los creativos—, que ha enamorado a los técnicos, a los publicistas, a Mariano y hasta a su santa madre: una señora más antigua que la Aspirina, que ha aplaudido cuando me ha escuchado mencionar el aroma de lavanda. A las abuelas les encanta, muestra de que saben mucho de la vida.
En solo cinco días, he formulado cuatro fragancias combinatorias unisex y la puta colonia superventas navideña. Y Alma me ha cancelado el proyecto, arrojándolo a la papelera con el primer papel secante. ¡El primero!
—No te precipites —le digo entre dientes, conteniéndome para no preguntarle dónde se ha dejado el buen gusto esta mañana.
—Eso, Alma —dice Mariano—. No nos precipitemos. Sigamos con el examen. Queda mucho por oler.
La señora Trinidad —esta no es mi Alma, que me la han cambiado— nos dedica a ambos la misma mirada desdeñosa. Y con ese gesto, con un simple y llano entornado de párpados, nos pone a los dos a la altura de sus stilettos. Estaría conforme si no entendiera que eso significa que ella manda, Mariano obedece y yo me mudo a otra casa, porque he vuelto a fracasar.
—Te prometí una fórmula —le sostengo la mirada— y te he traído trece, un concepto desarrollado, una presentación exhaustiva… Y tú… —Dejo que la humillación se me refleje en la cara—. ¿Qué te he hecho para merecer este desprecio? ¿Qué te debo, Alma?
—No es personal. —Su tono suena sincero. Sus ojos mienten.
—A mí me gustaría oler el de lavanda —dice la santa madre Lladó, que está sentada a la derecha de Alma.
—Beneïda sigui, mare. —Le acaricio las manos de porcelana y me inclino sobre ellas.
Le agradezco la caridad que está regalando a este humilde nariz no sacándola en volandas de aquí por haberse puesto crema de manos perfumada. La lanolina tiene un pase, pero la rosa… ¡La rosa me va a reventar la fiesta!
En mis pruebas, y en las de cualquier parfumeur decente que se preste, está prohibido traer ninguna fragancia de casa. La sala de juntas ha estado precintada desde que la limpiaron ayer. ¡Estamos en un jodido ensayo olfativo! ¡¿Es que nadie ha podido decírselo a la abuela?!
Con un ademán rápido alcanzo un papel secante y lo pulverizo con el Jade Lavanda antes de pasearlo bajo la nariz de Alma y ofrecérselo a la mare Lladó.
—¡Qué rico huele!
—A mí me está llegando —dice Paco, el director de publicidad, sentado a continuación.
El nuevo ayudante que tiene a su derecha mueve la mano como si intentara atrapar el aroma de las lentejas con chorizo de un perol carcelario. Vulgar. Muy vulgar. Me cae fatal.
—A mí también me llega —se atreve a decir—. Es muy elegante.
Ya me cae mejor.
—¿Alguien más quiere probarlo? —pregunto.
Los creativos asienten con la cabeza desde el otro lado de la mesa. Los lameculos de los perfumistas júnior ni entablan contacto visual conmigo. Mariano, en el extremo más cercano de la cabecera donde me he marcado la presentación de mi vida, mira con ojos golosos el papel que olisquea su madre, pero no se atreve a pedirme uno. Me dirijo a mi maletín de boticario, dispuesto a llenar de colores la sala.
—Para —murmura la Trinidad cuando paso a su lado.
La ignoro. Me coloco en la cabecera, me atuso las chorreras y muevo con agilidad los dedos anillados para repartir papelitos blancos sobre la mesa. La Trini agarra el teléfono y se lo lleva a la oreja. No llego a escucharla, sigo a lo mío. Gota a gota coloreo los papeles, los distribuyo entre el equipo, los enamoro; a todos menos a la directora artística. La muy bruja conjura a una secretaria, que irrumpe en la sala con un café.
—¡Vade retro, insensata! —Señalo la puerta y me tapo la nariz con la parte interior del codo.
—Pero es que me lo ha pedido… —La secretaria mira a la mujer que acaba de reventarme la presentación.
—Gracias, Noelia. —La bruja recibe el café con una sonrisa, lo pone sobre la mesa y lo revuelve bien por si su trillón de moléculas empireumáticas no hubiera ensuciado ya lo suficiente el ambiente.
—Eres consciente de que acabas de hacer perder mucho tiempo al equipo entero, no solo a mí, ¿verdad? —le pregunto.
—Te lo repito: no es personal. —Aparta el café sin probarlo y se dirige al grupo—. Y precisamente porque lo que no tenemos es tiempo, he tomado la decisión de detener la prueba aquí. No disponemos de una fragancia, pero podemos trabajar en lo demás, ¿no es así?
Paco se apresura a tocarle las palmas a la directora.
—Por supuesto que sí. Tenemos… —duda, desbloquea su tableta, balbucea…—. Tenemos cientos de ideas…
—No necesitamos cientos, necesitamos la idea —le dice Alma.
Paco mira al ayudante. El ayudante se mira las uñas. Alma alza las cejas. Yo me trago una sonrisa burlona. Y es que está feo hacer leña del árbol caído.
Alma acaba de darse cuenta de que se ha equivocado sacándome del equipo. Y a mí me va a encantar ver cómo se las apaña para recular…
—¿Y si programamos otra prueba? —propone Mariano—. O replanteamos el concepto… Alexander puede traer fórmulas nuevas.
Vamos, se la está poniendo en bandeja. Alma no tiene ni que dirigirse a mí para arreglar su error. Porque es un error rechazar a los Jade. Y ella, que de tonta no tiene un pelo, lo sabe.
—No —dice—. Los perfumistas solo necesitan unas directrices concretas. Y, gracias al señor Ventura, ya están al tanto de lo que no hay que hacer. No voy a entrar a valorar la calidad de sus prototipos, porque lo importante no es eso, sino que quede claro que no es el momento de abarcar cientos de ideas o una docena de fragancias que saturen un mercado de por sí colapsado. Es el momento de simplificar en el despacho para poder sintetizar en el laboratorio. Necesitamos una propuesta, una sola, que sea económica y se convierta en un éxito de ventas.
—O sea, que estoy fuera definitivamente —le digo.
Ella toma una profunda inspiración antes de mirarme.
—Sí, Alexander. Definitivamente.
Entorno los párpados. Es que no la veo por ninguna parte. No entiendo cómo esta Alma puede ser la misma que aquella. ¿Qué le he hecho yo para que me trate así?
—¿Y podrías dedicarme un momento para hablar de algo privado? —murmuro.
Ella niega con la cabeza y en sus ojos de plata refulge un destello negro. ¿Miedo? ¿De qué? ¿Por qué?
Me rechaza la mirada cuando esas preguntas me fruncen el ceño. Mariano debe de interpretar mi gesto como hostil, porque se pone de pie de un brinco y me sujeta por los hombros.
—Venga, vamos recogiendo y ya luego, más tranquilos, hablamos y tal y cual…
Confuso, atino a cerrar el maletín y a localizar la puerta.
Estoy fuera.
Alma Trinidad, la niña de fuego de la que me enamoré, me ha puesto de patitas en la calle. Sin explicación ni criterio alguno. Solo movida por… ¿qué? ¿Rencor? ¿Deseo de venganza? ¡Pero si yo no le hecho nada para que tenga que vengarse de mí!
Me chirrían los dientes al pasar por su lado.
—Gracias por todo —gruño.
—Ha sido un placer.
El tono ligeramente impertinente que empapa cada letra de su frase me clava en el sitio, me gira todo el cuerpo hacia ella y me inflama cada una de mis venas.
—Eso ya me lo has dicho muchas veces cuando estábamos en la ca… —Me muerdo la lengua—. Mira, no. No voy a ir por ahí, porque no me apetece quedar como un subnormal. Bastante ridículo he hecho ya. —Estiro la espalda—. Te he ofrecido lo mejor que tengo, todo lo que valgo. ¿No es suficiente para ti? Perfecto. No hay problema. Nunca lo ha habido. Nunca, Alma. Al menos, que yo sepa. Aunque lo cierto es que… ya no sé nada. Pero, eh, sí sé gestionar los fracasos. Reinventarme es mi segundo apellido. Buscaré otra casa y volveré a fracasar. Y a triunfar. Todo es parte del mismo ciclo. Si quieres volver a saber de mí, dame unos meses y busca mis fragancias en las reseñas del New York Times. Serán unas de las primeras de la lista otra vez. Y con estas mismas fórmulas que tú has despreciado. —Señalo los papelitos secantes que han quedado huérfanos en la cabecera de la mesa y me despido del equipo—. Señoras y señores, recuerden que me marché sonriendo. —Hago una reverencia y me voy.
El problema es que no tengo adónde ir.