2

MAR GRIS

Rocas grises, y mar aún más gris,
y olas que a la orilla van a morir;
y en mi corazón, un nombre
que mis labios no volverán a decir.

CHARLES G. D. ROBERTS,
Rocas grises y mar aún más gris

Cuando Lucie despertó por fin, fue con el sonido de las olas y una brillante luz de sol invernal tan hiriente como el borde un cristal. Se incorporó tan rápido que le dio vueltas la cabeza. Estaba decidida a no volver a dormirse, a no quedarse inconsciente, a no regresar a ese oscuro lugar vacío lleno de voces y ruido.

Apartó la tela afgana de rayas bajo la cual había dormido y sacó las piernas fuera de la cama. Su primer intento de mantenerse en pie no tuvo éxito; las piernas se le doblaron y cayó sentada en la cama. La segunda vez usó uno de los postes de la cama para agarrarse. Esto funcionó algo mejor, y durante unos instantes se tambaleó como un viejo capitán de mar desacostumbrado a la tierra.

Aparte de la cama, una simple estructura de hierro forjado pintada de color cáscara de huevo, a juego con las paredes, había pocos muebles en la pequeña habitación. Una chimenea, en cuyo interior las cenizas chisporroteaban y ardían con un ligero resplandor púrpura, y un tocador de madera sin lacar, con relieves de sirenas y serpientes de mar. Su baúl de viaje a los pies de la cama le dio seguridad.

Finalmente, con las piernas medio dormidas, consiguió llegar hasta la ventana, colocada en un saliente, y miró hacia fuera. La vista era una sinfonía de blanco y verde profundo, negro y el azul más pálido. La casa de Malcolm parecía colgada a mitad de un acantilado rocoso, sobre un pequeño y bonito pueblo de pescadores. Bajo la casa había una estrecha rada por donde el océano se adentraba hasta el puerto, y pequeñas barcas pesqueras se mecían en la marea. El cielo era de un claro azul porcelana, aunque resultaba evidente que había nevado hacía poco, a juzgar por la capa blanca que cubría los techos inclinados del pueblo. El humo de carbón de las chimeneas se elevaba hacia el cielo en hilos negros, y las olas batían contra el acantilado, blanco espumoso y verde pino.

Era precioso, inhóspito y precioso, y la infinitud del mar le provocó a Lucie un extraño sentimiento de vacío. Londres parecía estar a un millón de kilómetros, y lo mismo la gente de allí: Cordelia y James, su madre y su padre. ¿Qué creerían? ¿En qué parte de Cornualles se imaginarían que estaba? Seguro que no la hacían allí, mirando al mar que se extendía hasta la costa de Francia.

Para distraerse, probó a mover los dedos de los pies. Al menos ya no sentía los pinchazos del despertar. Las ásperas tablas de madera del suelo se habían ido desgastando con el paso de los años y le resultaban tan suaves en los pies como si acabaran de pulirlas. Se deslizó por ellas hasta el tocador, donde una jofaina y una toalla la esperaban. Casi gritó cuando se vio en el espejo. Tenía el pelo suelto y todo despeinado, su atuendo de viaje completamente arrugado y uno de los botones de la almohada le había dejado una marca en la mejilla del tamaño de un penique.

«Tendría que rogarle a Malcolm que, más tarde, le permitiera bañarse», pensó. Era un brujo; seguro que podía conseguir agua caliente. De momento, hizo lo que pudo con la jofaina y una pastilla de jabón antes de quitarse el arrugado vestido, tirarlo en una esquina y abrir el baúl. Se sentó y miró un momento su contenido: ¿de verdad se había llevado un traje de baño? El pensamiento de nadar en las aguas verdes y heladas del puerto de Polperro era aterrador. Después de apartar el hacha y el traje de combate, eligió un vestido de lana azul oscuro con bordados en los puños, y se recogió el pelo con pinzas, para estar presentable. Tuvo un momento de pánico cuando se dio cuenta de que no llevaba el medallón dorado, pero tras una apresurada búsqueda de un minuto, lo encontró en la mesilla de noche.

«Jesse lo puso ahí», pensó. No podía decir por qué lo sabía, pero estaba segura. 

De pronto se sintió desesperada al verlo. Se calzó con unas botas bajas y salió al pasillo.

La casa de Malcolm era bastante más grande de lo que había pensado; su dormitorio era uno de los seis que había en ese piso, y la escalera del fondo, tallada igual que el tocador, conducía a un salón abierto de techo alto digno de una casa señorial. Resultaba evidente que no había espacio para ese techo tan alto y los dormitorios de arriba, lo que resultaba desorientador; Malcolm debía de haber encantado la casa para que su interior fuera tan grande como él quisiera.

No había señal de que hubiera nadie más en la casa, pero se oía un golpeteo lento y rítmico que provenía de algún lugar del exterior. Tras buscar un momento, Lucie localizó la puerta delantera y salió afuera.

La brillante luz de sol la había engañado. Hacía frío. El viento cortaba los acantilados como un cuchillo y le atravesaba la lana del vestido. Se abrazó a sí misma temblando y se encorvó para protegerse del frío. Tenía razón respecto a la casa, desde fuera parecía muy pequeña, una casita de pueblo con capacidad para tres habitaciones más o menos. Las ventanas parecían clausuradas, aunque ella sabía que no lo estaban, y el encalado se desprendía a causa del aire salado.

La hierba congelada le crujía bajo los zapatos mientras seguía el sonido del golpeteo por un lateral de la casa. Y se detuvo de golpe.

Era Jesse. Tenía un hacha en las manos y se encontraba junto al montón de leña que había estado cortando. A Lucie le temblaron las manos, y no solo por el frío. Jesse estaba vivo. Nunca lo había sentido con tanta intensidad. Nunca lo había visto así: nunca había visto el viento revolverle el oscuro cabello, ni las mejillas enrojecidas por el esfuerzo. No había visto su aliento formar nubes blancas al salir. Nunca lo había visto respirar; siempre había estado en el mundo, pero sin formar parte de él, insensible al calor o al frío o a la atmósfera, y ahí estaba en ese momento, respirando y vivo, con su sombra extendiéndose tras él sobre el suelo rocoso.

No pudo aguantar ni un momento más. Corrió hacia él. Jesse solo tuvo tiempo para levantar la cabeza, sorprendido, y dejar caer el hacha antes de que ella le lanzara los brazos al cuello.

Él la apretó con fuerza contra sí, hundiendo los dedos en el suave tejido de su vestido. Le enterró la cara en el pelo, musitando su nombre, «Lucie, Lucie», y sintiendo la calidez de su cuerpo aferrado al de ella. Por vez primera, ella sintió su olor: lana, sudor, piel, humo de leña, el aire justo antes de la tormenta. Por primera vez, notó el corazón de él latir junto al suyo.

Finalmente se separaron. Él mantuvo los brazos alrededor de ella, sonriéndole. Había una pequeña duda en su expresión, como si no estuviera seguro de lo que pensaba ella de este nuevo Jesse, real y vivo. «Tontorrón», pensó Lucie; tendría que ser capaz de leer todo en su cara. ¿Aunque quizá fuera mejor que no pudiese?

—Por fin te has despertado —dijo él. Su voz era..., bueno, era su voz; ella la conocía. Pero era mucho más física, más presente de lo que había sido nunca. Y podía sentir la vibración de su pecho cuando hablaba. Se preguntó si se acostumbraría alguna vez a todos estos detalles nuevos.

—¿Cuánto tiempo he estado dormida? 

—Unos días. No ha pasado mucho más; básicamente esperábamos a que te despertases. —Frunció el ceño—. Malcolm dijo que acabarías por ponerte bien, y pensé que... —Hizo una mueca de dolor y levantó la mano derecha. Lucie se estremeció al ver la piel roja y dañada. Pero Jesse parecía encantado—. Ampollas —dijo, feliz—. Tengo ampollas.

—Mala suerte —se compadeció Lucie.

—En absoluto. ¿Sabes cuánto tiempo hace que no tenía ampollas? ¿Que no me hacía un rasguño en la rodilla? ¿Que no perdía un diente?

—Espero que no te quedes sin todos los dientes con la emoción de estar vivo —expuso Lucie—. No creo que pudiera am... que pudieras gustarme igual si estuvieras desdentado.

Ay, no. Casi había dicho «amar». Al menos, Jesse estaba tan encantado con sus nuevas heridas que parecía no haberse dado cuenta de ello.

—Qué superficial —se quejó él, mientras enrollaba un dedo en un mechón de pelo de ella—. A mí me gustarías igual aunque fueras calva y estuvieras arrugada como una uva pasa.

Lucie sintió un fuerte deseo de echarse a reír. Pero se forzó a ponerse seria.

—En serio, ¿por qué has estado aquí fuera cortando leña? ¿Malcolm no puede conseguir leña con magia, si la necesitáis? Por cierto, ¿dónde está Malcolm? 

—Ha ido al pueblo —contestó Jesse—. Dijo que a comprar provisiones, pero creo que es que le gusta caminar; si no, ya habría conseguido comida con magia, como tú dices. La mayoría de los días se pasa fuera toda la tarde.

—¿La mayoría de los días? —repitió Lucie—. Me has dicho que habían sido solo unos días, ¿cuánto tiempo ha sido?

—Llevamos aquí cinco días. Malcolm usó su magia para determinar que tú estabas a salvo y solo necesitabas un descanso natural. Mucho descanso.

—Oh —exclamó Lucie y dio un paso atrás, alarmada—. Mi familia estará buscándonos, seguro, siempre quieren saberlo todo, estarán furiosos conmigo... y con Malcolm; tenemos que pensar algo...

Jesse frunció el ceño.

—No les va a resultar fácil encontrarnos. La casa tiene fuertes salvaguardas contra rastreos, y supongo que contra todo lo demás.

Lucie estaba a punto de explicar que conocía a sus padres, y que no iban a dejar que algo como unas salvaguardas impenetrables les impidiera averiguar dónde se hallaba, pero antes de que pudiera hacerlo, apareció Malcolm por la esquina, con un bastón en la mano y las botas crujiendo sobre la hierba congelada. Llevaba el mismo abrigo blanco de viaje que la última vez que lo había visto, en el Santuario del Instituto. «En aquella ocasión estado furioso, asustado, probablemente por lo que ella había hecho», pensó Lucie. En ese momento, solo parecía cansado y más desaliñado de lo que ella se esperaba.

—Te dije que se pondría bien —le recordó a Jesse. Miró la leña—. Un trabajo excelente —añadió—. Si sigues así, te sentirás más fuerte cada día.

Así que la tarea de cortar leña era más por la salud de Jesse que por otra cosa. Tenía sentido. Conservado o no, sin duda su cuerpo se habría debilitado tras siete años de estar muerto. Claro que Belial había poseído a Jesse y usado su cuerpo como una marioneta, obligándolo a andar kilómetros por todo Londres, para...

Pero no quería pensar en eso. Eso formaba parte del pasado, de cuando Jesse realmente no habitaba su cuerpo. Pero todo había cambiado.

Jesse examinó la pila de leños sin partir que tenía ante él.

—En media hora, termino.

Malcolm asintió y se volvió hacia Lucie. Esta pensó que la miraba con una extraña falta de emoción, y se sintió algo incómoda.

—Señorita Herondale —le dijo—, ¿podría hablar contigo dentro?

 

*  *  *

—Fíjate, he preparado esta hoja con una solución de bicarbonato de amonio —estaba diciendo Christopher—, y cuando aplique la llama con una runa de combustión estándar... Thomas, ¿me estás escuchando?

—Soy todo oídos —respondió Thomas—. Incontables oídos.

Estaban en el sótano de la casa de los Fairchild, en el laboratorio de Henry. Christopher le había pedido a Thomas que lo ayudara con un nuevo proyecto, y este aprovechó la oportunidad para distraerlo.

Christopher se subió las gafas por la nariz.

—Veo que no tienes muy claro que la aplicación de fuego sea necesaria —dijo—. Pero sigo de cerca los avances mundanos en el área de ciencias, ya sabes. Últimamente han desarrollado formas de mandar mensajes de una persona a otra, a gran distancia, primero a través de cables de metal, y más recientemente a través del aire.

—¿Y eso qué tiene que ver con que le pegues fuego a cosas? —preguntó Thomas, a su modo de ver, con mucha educación.

—Bueno, por simplificarlo, los mundanos han usado el calor para crear la mayor parte de su tecnología, como la electricidad y el telégrafo, y nosotros, los cazadores de sombras, no podemos quedarnos atrás respecto a ellos, Thomas. Mala cosa será si sus artefactos les dan poderes que no podemos igualar. En este caso, ellos pueden mandar mensajes a distancia y, bueno... nosotros no. Pero sí puedo usar runas; mira, quemo el borde de este pergamino con una llama, y lo doblo, y lo marco con una runa de comunicación aquí, y una runa de exactitud aquí y aquí...

Arriba sonó la campanilla de la puerta. Christopher lo ignoró, y por un momento Thomas se preguntó si debía ir él a abrir. Pero con un segundo y tercer repique, Christopher suspiró, dejó la estela, y se dirigió a la escalera.

Thomas oyó abrirse la puerta principal. No era su intención escuchar, pero cuando la voz de Christopher le llegó, diciendo: «Ah, hola, Alastair, supongo que vienes a ver a Charles. Creo que está arriba, en su estudio», Thomas sintió que el estómago le daba un vuelco, como un pájaro zambulléndose a por un pez. (Luego pensó que ojalá se le hubiera ocurrido una analogía mental mejor, pero el toque poético se tenía, como James, o no se tenía).

La respuesta de Alastair fue demasiado baja para oírla. Christopher carraspeó.

—Oh, nada—dijo después—, abajo en el laboratorio, ya sabes. Estoy con un proyecto bastante interesante...

Alastair lo interrumpió para decirle algo. Thomas se preguntó si Christopher mencionaría que él estaba allí. Pero no lo hizo.

—Matthew sigue en París, por lo que sé. Sí, estoy seguro de que a Charles no le molestará tener visita...

El pájaro en el estómago de Thomas cayó muerto. Apoyó los codos en la mesa de trabajo de Christopher, e intentó respirar hondo para calmarse. Sabía que no debería sorprenderle. Alastair había dejado claro, la última vez que se habían visto, que no podía haber nada entre ellos. Y la razón principal para ello era la hostilidad entre Alastair y los amigos de Thomas, los Alegres Compañeros, que no le tenían ningún aprecio por una buena razón.

Thomas se había levantado a la mañana siguiente con un pensamiento claro en la cabeza: «Ya es hora de que les hable a mis amigos de mis sentimientos por Alastair. Quizá él tiene razón y es imposible, pero seguro que seguirá siendo imposible si no lo intento».

Había tenido toda la intención de hacerlo. Se había levantado de la cama completamente decidido a hacerlo.

Pero entonces se enteró de que Matthew y James habían dejado Londres durante la noche, y tuvo que retrasar su plan. Y de hecho, no eran solo Matthew y James los que se habían ido. Al parecer, Cordelia se había marchado con Matthew a París, mientras que James había partido con Will en busca de Lucie, a la cual, parecía ser que se le había metido en la cabeza visitar a Malcolm Fade en su casita de Cornualles. Christopher parecía aceptar ese cuento sin cuestionárselo; Thomas no, y sabía que Anna tampoco, pero esta había dejado claro que no pensaba discutirlo. «Uno cotillea sobre sus conocidos, no sobre sus amigos», había dicho. La propia Anna parecía pálida y cansada, quizá porque volvía a tener en su habitación a una chica diferente cada noche. Thomas echaba de menos a Ariadne y sospechaba que Anna también, pero la única vez que la había nombrado, Anna había estado a punto de lanzarle una taza de té a la cabeza.

Esos últimos días, Thomas se había planteado hablarle a Christopher de sus sentimientos, pero aunque Christopher sería amable con él, se sentiría raro por saber algo que James y Matthew aún no sabían, y además eran James y Matthew los que realmente despreciaban, incluso odiaban, a Alastair.

Y luego estaba el tema de Charles. Charles había sido el primer gran amor de Alastair, a pesar de que habían acabado mal. Pero Charles había resultado herido en un encuentro con Belial, y aunque ya se estaba recuperando, Alastair parecía sentir que le debía apoyo y cuidados. Por más que Thomas podía entenderlo desde un punto de vista moral, le atormentaba la imagen de Alastair enjugando el sudor de la febril frente de Charles y dándole uvas. Era demasiado fácil imaginar a Charles poniendo una mano en la mejilla de Alastair y dándole las gracias mientras lo miraba profundamente a los ojos, esos maravillosos ojos oscuros de pestañas espesas...

La vuelta de Christopher del piso de arriba casi hizo que Thomas saltara de la silla. Christopher, por suerte, parecía completamente ajeno al revuelo interior de Thomas, y volvió inmediatamente a la mesa de trabajo.

—Bien —dijo, mientras se volvía hacia Thomas con una estela en la mano—, intentémoslo otra vez, ¿vale?

—¿Mandar un mensaje? —preguntó Thomas. Christopher y él habían «enviado» docenas de mensajes, y aunque algunos de ellos habían desaparecido en el aire o subido por la chimenea, ninguno había llegado a su destino.

—Eso es —contestó Kit, tendiéndole una hoja y un lápiz—. Solo tienes que escribir un mensaje, mientras yo compruebo este reactivo. Puede ser cualquier tontería que quieras.

Thomas se sentó en el banco de trabajo y miró la hoja en blanco. Tras un largo momento, escribió:

Querido Alastair, ¿por qué eres tan estúpido y frustrante y por qué pienso en ti todo el rato? ¿Por qué tengo que pensar en ti cuando me levanto y cuando me acuesto y cuando me lavo los dientes y ahora mismo? ¿Por qué me besaste en el Santuario si no querías estar conmigo? ¿Es porque no quieres contárselo a nadie? Me da mucha rabia.

Thomas.

—¿Está? —preguntó Christopher. Thomas reaccionó y dobló rápidamente la hoja en cuatro, de forma que el contenido quedara oculto. Se la dio a Christopher con una leve punzada. Ojalá le pudiera enseñar esas palabras a alguien, pero sabía que era imposible. «De todas formas, había sido agradable escribirlas», pensó mientras Christopher encendía una cerilla y tocaba con ella el borde de la página. Aunque el mensaje, al igual que la relación de Thomas con Alastair, no fuera a llegar a ningún sitio.

 

 

Teniendo en cuenta las horribles historias que su madre le había contado, Grace Blackthorn había esperado que la Ciudad Silenciosa fuera una especie de mazmorra donde la encadenarían a una pared y quizá la torturarían. Incluso antes de llegar a la entrada de la ciudad en Highgate, había empezado a imaginar cómo sería que la juzgaran con la Espada Mortal. Estar ante las Estrellas Parlantes y sentir el veredicto de los Hermanos Silenciosos. ¿Cómo sería que la obligaran a decir la verdad, después de tantos años mintiendo? ¿Sería un alivio? ¿O una agonía terrible?

Supuso que daba igual. Se merecía la agonía.

Pero no la habían apresado con hierros ni nada por el estilo. Dos Hermanos Silenciosos la habían escoltado desde la casa de James en Curzon Street hasta la Ciudad Silenciosa. Apenas llegó (y sí resultó ser un lugar oscuro, imponente y sombrío), el hermano Zachariah, del que sabía que era primo de Cordelia, pues antes había sido James Carstairs, había dado un paso al frente como para hacerse cargo de ella.

—«Debes de estar exhausta. —Su voz sonó calmada e incluso amable en la mente de la chica—. Deja que te muestre tu aposento. Ya mañana tendremos tiempo para hablar de lo sucedido.»

Se había quedado asombrada. El hermano Zachariah era alguien a quien su madre se había referido, más de una vez, como ejemplo de la corrosiva influencia de los Herondale sobre los nefilim. 

—Ni siquiera le han cosido los ojos —había mascullado su madre, sin mirar a Grace—. Solo los favorecidos por los Light­wood y los Herondale reciben un trato especial. Es vergonzoso.

Pero el hermano Zachariah le hablaba de forma amable. La había guiado a través de la fría ciudad de paredes de piedra hasta una pequeña celda, que ella había imaginado como una cámara de tortura, donde dormiría sobre la piedra fría, y quizá atada con cadenas. Pero, a pesar de no ser lujosa en absoluto, solo una habitación de piedra, sin ventanas y con poca privacidad, ya que la gran puerta estaba hecha de barrotes de adamas bastante juntos, comparada con la mansión Blackthorn, era bastante confortable; contenía una cama de hierro forjado bastante cómoda, una vieja mesa de roble y una estantería de madera repleta de libros (ninguno de su interés, pero ya era algo). Habían colocado piedras de luz mágica de cualquier manera, como puestas a última hora, y ella recordó que los Hermanos Silenciosos no necesitaban luz para ver.

Lo más desconcertante del lugar era la imposibilidad de saber si era de día o de noche. Zachariah le había llevado un reloj de mesa, que algo ayudaba, aunque no estaba muy segura de saber si las doce eran del mediodía o de la noche. Aunque suponía que tampoco importaba. El tiempo se alargaba y se comprimía como un muelle, mientras esperaba entre los ratos en los que los Hermanos Silenciosos quisieran hablar con ella.

Aunque cuando querían hablar, no resultaba agradable. No podía fingir lo contrario. No porque le hicieran daño, o la torturaran, o usaran la Espada Mortal; solo la interrogaban, con calma pero implacables. Y aun así, no era el interrogatorio lo desagradable. Era el contar la verdad.

Grace había empezado a darse cuenta de que realmente solo conocía dos formas de comunicarse con los demás. Una era llevar una máscara, y mentir y fingir detrás de ella, como había fingido obediencia a su madre y amor a James. La otra era ser honesta, algo que solo había hecho con Jesse. E incluso a él le había escondido las cosas de las que se avergonzaba. No esconder cosas, empezaba a darse cuenta, era doloroso.

Dolía estar ante los Hermanos y admitir todo lo que había hecho. «Sí, obligué a James Herondale a creer que estaba enamorado de mí. Sí, usé mis poderes de procedencia diabólica para atrapar a Charles Fairchild. Sí, tramé con mi madre la destrucción de los Herondale y los Carstairs, los Lightwood y los Fairchild. La creí cuando me dijo que eran nuestros enemigos.»

Las sesiones la dejaban exhausta. Por la noche, sola en su celda, veía la cara de James la última vez que él la había mirado y oía el desprecio en su voz: «Te echaría a la calle, pero tu poder es como una pistola cargada en las manos de un niño egoísta. No puedo permitir que sigas usándolo».

Si los Hermanos Silenciosos pretendían arrebatarle ese poder, que si por ella fuera se lo podían quedar, aún no habían mostrado ninguna señal de ello. Tenía la sensación de que la estaban estudiando, analizando su habilidad en formas que ella misma no entendía.

Lo único que tenía para reconfortarse era pensar en Jesse. Jesse, al que Lucie probablemente habría resucitado con la ayuda de Malcolm. Suponía que estarían todos en Cornualles. ¿Estaría bien Jesse? ¿Habría sido un viaje terrible ese regreso de las tierras sombrías que había habitado tanto tiempo? Le habría gustado estar con él, cogerle la mano durante el proceso, igual que él la había ayudado en tantas cosas.

Sabía, por supuesto, que era posible que no hubieran conseguido resucitar a Jesse. La nigromancia era poco menos que imposible. Pero su muerte había sido muy injusta, un crimen terrible basado en una mentira envenenada. Si alguien merecía una segunda oportunidad, ese era Jesse. 

Y Grace sabía que la quería, la quería y se preocupaba por ella de una manera que nadie más hacía, y en la que quizá nadie más haría nunca. Quizá los nefilim la condenasen a muerte por sus poderes. Quizá se pudriera para siempre en la Ciudad Silenciosa. Pero si no era así, un Jesse vivo era lo único que ella podía imaginar en su futuro.

Estaba Christopher Lightwood, por supuesto. No era que él la amara; apenas la conocía. Pero había parecido realmente interesado en ella, en sus pensamientos, sus opiniones, sus sentimientos. Si las cosas hubieran sido diferentes, él podría haber sido su amigo. Nunca había tenido uno. Solo James, que seguro que la odiaba, ahora que sabía lo que le había hecho, y Lucie, que pronto la odiaría también, por la misma razón. Y la verdad era que se estaba engañando al pensar que Christopher podía sentir algo diferente. Era amigo de James y lo quería. Sería leal y la despreciaría... No podía culparlo.

Hubo un sonido, el chirrido delator de la puerta de barrotes abriéndose. Se incorporó rápidamente en su estrecho colchón y se alisó el pelo con las manos. A los Hermanos Silenciosos no les importaba su apariencia, pero era la fuerza de la costumbre.

Una figura envuelta en sombras la observaba desde la puerta. 

—«Grace —dijo el hermano Zachariah—, me temo que la última sesión del interrogatorio fue demasiado dura.»

Había sido dura, sí; Grace casi se había desmayado al describir la noche en que su madre la había llevado al bosque oscuro; el sonido de la voz de Belial en las sombras. Pero a Grace no le gustaba la idea de que alguien pudiera notar cómo se sentía.

—¿Aún falta mucho para que se decida mi sentencia?

—«¿Tanto deseas tu castigo?»

—No —contestó Grace—. Lo que quiero es que el interrogatorio se acabe ya. Pero estoy lista para aceptar mi castigo. Lo merezco.

—«Sí, has actuado mal. Pero ¿qué edad tenías cuando tu madre te llevó al bosque de Brocelind para recibir tu poder? ¿Once? ¿Doce?»

—No importa.

—«Sí, sí que importa —afirmó Zachariah—. Considero que la Clave te falló. Eres una cazadora de sombras, Grace, nacida en una familia de cazadores de sombras, y abandonada a unas terribles circunstancias. Es injusto que la Clave te dejara allí tanto tiempo, sin intervenir o investigar siquiera.»

Grace no podía soportar su compasión; la sentía como pequeños pinchazos en la piel.

—No deberías ser amable o comprensivo conmigo —replicó—. He usado un poder demoniaco para encantar a James y hacerle creer que me amaba. Le he causado un daño terrible.

Zachariah la miró sin hablar, con una expresión inquietantemente impasible.

Grace sintió deseos de golpearlo.

—¿No crees que merezco un castigo? ¿No debe haber un ajuste de cuentas? ¿Un poner las cosas en su sitio? ¿Un ojo por ojo?

—«Así es como piensa tu madre, no yo.»

—Pero los otros Hermanos Silenciosos, el Enclave, todo el mundo en Londres... Todos quieren verme castigada.

—«Ellos no saben nada —explicó el hermano Zachariah. Por primera vez, Grace vio un atisbo de duda en él—. Lo que has hecho a instancias de tu madre solo lo sabemos nosotros y James.»

—Pero ¿por qué? —No tenía sentido; seguro que James se lo contaría a sus amigos, y pronto lo sabría todo el mundo—. ¿Por qué ibais a querer protegerme?

—«Queremos interrogar a tu madre; eso será más fácil si cree que tú sigues de su lado y que nosotros no conocemos tus poderes.»

Grace se sentó en la cama.

—Quieres respuestas de mi madre porque crees que yo soy un títere y ella la titiritera, la que mueve los hilos. Pero el verdadero titiritero es Belial. Ella le presta obediencia. Cuando actúa es por orden de él. Es a él a quien hay que temer.

Hubo un silencio largo. Luego, una voz amable dentro de su cabeza.

—«¿Tienes miedo, Grace?»

—Por mí, no —contestó—. Yo ya lo he perdido todo. Tengo miedo por otros. Mucho miedo, de hecho.

 

 

Lucie siguió a Malcolm dentro de la casa y esperó mientras el brujo se despojaba en la entrada del abrigo de viaje y el bastón. La condujo hasta el salón que había atravesado antes, el del techo alto, y con un chasquido de dedos encendió el fuego de la chimenea. Lucie pensó que Malcolm no solo podría conseguir leña sin necesidad de que Jesse se la cortara, sino que probablemente podría mantener el fuego encendido sin madera alguna.

Aunque tampoco era que le molestase ver a Jesse cortando leña. Y él parecía disfrutarlo, así que era bueno para ambos.

Malcolm le señaló un sofá tan mullido que Lucie pensó que se hundiría tanto que sería incapaz de volver a levantarse. Se sentó sobre el brazo del sofá. En realidad, la sala era bastante acogedora: en absoluto lo que se habría esperado de Malcolm Fade. Muebles de madera satinada, usados hasta adquirir una suave pátina, tapizados con tela gruesa y terciopelo. Nada combinaba con nada, pero todo parecía cómodo. Una alfombra bordada con piñas cubría el suelo, y varios retratos de gente a la que Lucie no conocía colgaban de las paredes.

Malcolm permanecía de pie, y Lucie supuso que iba a sermonearla por lo de Jesse, o a interrogarla sobre lo que le había hecho. Pero no era nada de eso. 

—Puede que hayas notado que, aunque no he sido yo el que ha estado inconsciente varios días tras un acto de brujería desacostumbrado, tengo una pinta desastrosa.

—No me había dado cuenta —dijo Lucie, que sí que lo había hecho—. Pareces bastante elegante y arreglado.

Malcolm desdeñó su comentario.

—No estoy buscando halagos. Solo quería explicarte que estos últimos días, mientras tú dormías para recuperarte de los efectos de la magia que hiciste, yo he estado aprovechando el estar de vuelta en Cornualles para continuar mi investigación sobre Annabel Blackthorn

Lucie sintió un retortijón de nervios en el estómago. Annabel Blackthorn. La mujer que Malcolm había amado, cien años atrás, y de la que siempre había pensado que lo había dejado para unirse a las Hermanas de Hierro. En realidad, su familia había preferido matarla antes que permitirle casarse con un brujo. Lucie hizo una mueca de dolor al recordar la expresión de Malcolm cuando Grace le había contado la verdad sobre lo ocurrido con Annabel.

Los brujos no envejecían y, sin embargo, Malcolm parecía mayor de lo que lo había parecido hasta hacía poco. Las arrugas de tensión alrededor de la boca y los ojos eran pronunciadas.

—Sé que quedamos en que convocarías su espíritu —continuó él—. Que me permitirías hablar con ella otra vez.

A Lucie le parecía extraño que los brujos no pudieran invocar, por sus propios medios, a los muertos que ya no rondaban por el mundo y habían pasado a un lugar mejor. Que el poder terrible de su sangre le permitiera hacer algo que ni siquiera Magnus Bane o Malcolm Fade podían. Pero así era, y ella le había dado su palabra a Malcolm, aunque la mirada ansiosa de los ojos de este le provocaba un ligero temblor.

—No sabía qué pasaría cuando resucitaras a Jesse —prosiguió Malcolm—. Pero que haya vuelto como lo ha hecho, con aliento y vida, completamente sano, y perfectamente consciente, es más un milagro que magia. —Respiró con dificultad—. La muerte de Annabel no fue menos injusta ni menos monstruosa que la de Jesse. Ella merece volver a vivir tanto como él. Estoy seguro de eso.

Lucie no mencionó el detalle de que el cuerpo de Jesse lo había conservado Belial en un extraño estado semivivo, mientras que no creía que hubiera pasado lo mismo con el de Annabel. 

—Malcolm, te di mi palabra de que invocaría su espíritu —repuso con cierta ansiedad—. Que te permitiría comunicarte con su fantasma. Pero solo eso. A ella no se la puede... traer de vuelta. Ya lo sabes.

Malcolm no pareció prestar mucha atención a sus palabras. Se dejó caer en una silla cercana.

—Si es que los milagros son posibles —dijo—, aunque nunca he creído en ellos. Conozco a los demonios y los ángeles, pero mi fe está puesta solo en la ciencia y la magia...

Se interrumpió, aunque Lucie ya estaba intranquila. La ansiedad vibraba en su interior como una cuerda tensa punteada.

—No todos los espíritus quieren regresar —susurró—. Algunos muertos están en paz.

—No creo que Annabel esté en paz —replicó Malcolm. Sus ojos púrpuras parecían moratones en su pálido rostro—. No sin mí.

—Señor Fade... —A Lucy le tembló la voz.

Por primera vez, Malcolm pareció darse cuenta de su inquietud. Se incorporó en la silla y forzó una sonrisa.

—Lucie. Entiendo que has sobrevivido por poco a la resurrección de Jesse, y que estás tremendamente debilitada. Ninguno de los dos conseguirá nada si por convocar a Annabel caes inconsciente de nuevo. Tenemos que esperar a que estés más fuerte. —Miró fijamente el fuego como si pudiera leer algo en el baile de las llamas—. He esperado cien años. Para mí el tiempo no es igual que para un mortal, sobre todo uno tan joven como tú. Si es necesario, esperaré otros cien años.

—Bueno —dijo Lucie, intentando sonar despreocupada—, no creo que necesite tanto tiempo.

—Esperaré —insistió Malcolm, más como si hablara para sí mismo—. Esperaré lo que haga falta.