Mi París es un lugar donde la penumbra del día se transforma en violentas noches negras y doradas.
Donde, quizá, la noche del amanecer es fría: ¡Ah, pero las noches doradas, y los caminos perfumados!
ARTHUR SYMONS, Paris
Los azulejos dorados del suelo brillaban bajo las luces de la magnífica araña de cristal, que lanzaba gotas de luz semejantes a copos de nieve caídos al agitar la rama de un árbol. La música era suave y dulce, y se elevó cuando James salió de entre la multitud de bailarines y le tendió la mano a Cordelia.
—Bailemos —le dijo. Estaba muy guapo con su levita negra, pues el color de la tela le acentuaba el dorado de los ojos y las angulosas mejillas. El pelo negro le caía sobre la frente—. Estás preciosa, Daisy.
Cordelia lo tomó de la mano. Mientras él la llevaba hasta la pista, volvió la cabeza para ver el reflejo de ambos en el espejo del otro extremo del salón de baile: James de negro y ella a su lado, con un atrevido vestido de terciopelo rojo rubí. James la estaba mirando... No... Estaba mirando al otro lado de la sala, donde una chica pálida, con un vestido de color marfil y el pelo del color blanco cremoso de los pétalos de rosa, le devolvía la mirada.
Grace.
—¡Cordelia! —La voz de Matthew la devolvió bruscamente a la realidad. Cordelia, agitada, apoyó una mano en la pared del probador y se tomó un momento para calmarse. La ensoñación (o más bien pesadilla, pues no había resultado nada agradable) había sido muy vívida—. Madame Beausoleil quiere saber si necesitas ayuda. Por supuesto —añadió, con tono travieso—, te ofrecería esa ayuda yo mismo, pero eso sería un escándalo.
Cordelia sonrió. Los hombres no solían acompañar a la modista ni siquiera a sus esposas o hermanas. Cuando habían ido allí por primera vez, hacía dos días, Matthew había desplegado su legendaria sonrisa y embrujado a Madame Beausoleil para que le permitiera quedarse en la tienda con Cordelia.
—No habla francés —le había mentido a la mujer—, y necesitará mi ayuda.
Dejarlo entrar en la tienda era una cosa. Pero dejarlo entrar en el probador, donde Cordelia acababa de ponerse un vestido de terciopelo rojo intimidantemente elegante, habría sido un «affront et un scandale», sobre todo en un establecimiento tan exclusivo como el de Madame Beausoleil.
Cordelia contestó que no era necesario, pero un momento después, alguien llamó a la puerta y apareció una de las costureras portando un gancho para botones. Abrochó los cierres de la espalda del vestido de Cordelia sin requerir instrucción alguna, ya que estaba claro que había hecho aquello muchas más veces, y manejó a la chica como si fuera un maniquí. Un momento después, con el vestido fijado, el pecho levantado y las faldas ajustadas, Cordelia fue expuesta en la sala principal de la modista.
Era un lugar de fantasía, todo de colores azul pálido y dorado, como un huevo de Pascua mundano. En su primera visita, a Cordelia le había desconcertado, y también encantado, el modo en que exhibían sus mercancías: las modelos, altas, delgadas y teñidas de rubio, se paseaban por la sala con un lazo negro al cuello que mostraba el número del diseño que lucían. Tras una puerta cubierta por una cortina de encaje, había todo un muestrario de tejidos para elegir: sedas y terciopelos, satenes y organdíes. Cordelia, tras contemplar tal tesoro, había agradecido silenciosamente a Anna el haberla aleccionado sobre moda: tras desechar los encajes y los colores pastel, había escogido directamente lo que sabía que le sentaba bien. En solo un par de días, la modista había confeccionado lo que le había pedido, y ese día había vuelto para probarse el resultado final.
Y a juzgar por la cara de Matthew, había elegido bien. El chico se había acomodado en una butaca dorada con rayas blancas y negras, y tenía un libro, el escandaloso Claudine à Paris, sobre una rodilla. Cuando Cordelia salió del probador y fue a mirarse en el espejo triple, él levantó la vista y sus ojos verdes se ensombrecieron.
—Estás preciosa.
Por un momento, Cordelia casi cerró los ojos. «Estás preciosa, Daisy». Pero no iba a pensar en James. No en ese momento. No cuando Matthew estaba siendo tan agradable y prestándole el dinero para aquellas prendas (había huido de Londres con un solo vestido y estaba desesperada por ponerse algo limpio). Además, ambos se habían hecho promesas: Matthew, que no bebería demasiado mientras estuvieran en París; Cordelia, que no se torturaría dándole vueltas a sus fracasos: no pensaría en Lucie, ni en su padre, ni en su matrimonio. Y desde que habían llegado, Matthew no había tocado ni una copa de vino.
Dejó su melancolía a un lado, le dedicó una sonrisa a Matthew y volvió a centrar su atención en el espejo. Casi no se reconocía. Le habían confeccionado el vestido a medida, y la línea del escote era atrevidamente escotada, mientras que la falda se le ceñía a las caderas antes de abrirse en vuelo, como el tallo y los pétalos de una azucena. Las mangas, cortas y fruncidas dejaban los brazos al descubierto. Sus Marcas, nítidas y negras, destacaban sobre su piel morena, aunque sus glamoures hacían que ningún mundano pudiera verlas.
Madame Beausoleil, que tenía su local en la rue de la Paix, donde estaban situadas las modistas más famosas del mundo, la Casa de Worth, Jeanne Paquin... conocía de sobra, según Matthew, el mundo de las sombras.
—Hypatia Vex no compra en ningún otro lugar —le había dicho a Cordelia en el desayuno. El pasado de Madame estaba rodeado de misterio, lo cual a Cordelia le pareció muy francés.
No había mucho debajo del vestido; por lo visto, la moda francesa consistía en llevar el vestido ceñido al cuerpo. Aquí, se colocaban finas ballenas dentro del tejido del corpiño, que se recogía en el busto con un rosetón de flores de seda; la falda terminaba en volantes de encaje dorado. La espalda era escotada y mostraba la curva de la columna. El vestido era una obra de arte, algo que le dijo a Madame (traducida por Matthew), cuando esta apareció, alfiletero en mano, para ver el resultado de su trabajo.
—Mi tarea es muy fácil —rio Madame—. Solo he realzado la gran belleza de su esposa.
—Oh, no es mi esposa —corrigió Matthew, con los verdes ojos chispeando. Nada le gustaba más que escandalizar. Cordelia le echó una mirada amonestadora.
Pero Madame ni parpadeó; quizá fuera lo usual en Francia.
—Alors —dijo—. No es muy frecuente vestir a semejante belleza natural. Aquí, la moda es toda para las rubias, pero las rubias no pueden llevar este color. Es sangre y fuego, demasiado intenso para la piel y el cabello pálido. A ellas les va mejor el encaje y el pastel, pero la señorita...
—Señorita Carstairs —completó Cordelia.
—Señorita Carstairs, ha elegido perfectamente sus propios colores. Cuando entre en una estancia, mademoiselle, parecerá la llama de una vela y todas las miradas irán hacia usted como polillas.
Señorita Carstairs. Lo de señora Cordelia Herondale no le había durado mucho. Sabía que no debía sentirse unida a ese nombre. Dolía perderlo, pero eso no era más que autocompasión, se recordó con firmeza. Era una Carstairs, una Jahanshah. La sangre de Rostam corría por sus venas. Se vestiría de fuego si quería hacerlo.
—Semejante vestido merece un adorno —dijo Madame, pensativa—. Un collar de rubí y oro. Esta es una fruslería bonita, pero demasiado modesta. —La mujer señaló el pequeño colgante dorado que llevaba Cordelia. Un pequeño globo terráqueo en una cadenita dorada.
Había sido un regalo de James. Cordelia sabía que debería quitárselo, pero aún no estaba preparada. De alguna forma, parecía más definitivo que quitarse la runa del matrimonio.
—Estaría encantado de comprarle rubíes, si me lo permitiera —confesó Matthew—, pero, ay, no me deja.
Madame pareció sorprendida. Si Cordelia era la amante de Matthew, como parecía ser, ¿por qué no quería joyas? Le dio una palmada a Cordelia en el hombro, compadeciéndose de su mal ojo para los negocios.
—Hay joyerías fantásticas en la rue de la Paix —comentó—. Quizá si echa un vistazo a sus escaparates, cambie de opinión.
—Quizá —convino Cordelia, resistiéndose a la tentación de sacarle la lengua a Matthew—. En este momento, mi prioridad es la ropa. Como mi amigo le ha explicado, mi maleta se perdió durante el viaje. ¿Podrían mandar estas prendas a Le Meurice durante la tarde?
—Por supuesto, claro que sí. —Madame asintió y se retiró al otro lado de la sala, donde empezó a hacer bocetos con un lápiz en un tique de compra.
—Ahora cree que soy tu amante —se quejó Cordelia a Matthew, con los brazos en jarras.
Él se encogió de hombros.
—Estamos en París. Las amantes son más corrientes que los cruasanes o esas absurdas tacitas de café enanas.
Cordelia resopló y volvió al probador. Intentó no pensar en lo caros que eran los vestidos que había elegido: el de terciopelo rojo para los días de frío y los otros cuatro: uno de paseo con rayas blancas y negras a juego con una chaqueta, uno de satén de color esmeralda con ribetes de color agua marina, un traje de noche muy atrevido de satén negro y uno de seda color café adornado con lazos dorados. A Anna le encantarían, pero Cordelia tendría que gastar todos sus ahorros para devolverle el dinero a Matthew. El chico se había ofrecido a correr él con los gastos, pues no le suponía ningún problema: por lo visto, sus abuelos paternos le habían dejado una buena cantidad de dinero a Henry; pero Cordelia no quiso aceptarlo. Matthew ya la había ayudado bastante.
Vestida de nuevo con sus viejas prendas, Cordelia volvió al salón. Matthew ya había pagado, y Madame había confirmado la entrega de los vestidos para esa tarde. Una de las modelos le guiñó el ojo a Matthew mientras este salía de la tienda con Cordelia para dirigirse a las bulliciosas calles de París.
Era un día claro y de cielo azul; en París no había nevado en todo el invierno, aunque lo hubiera hecho en Londres, y las calles estaban frías y luminosas. Cordelia accedió de buena gana a volver a casa dando un paseo en vez de coger un fiacre (el equivalente parisino del cabriolé público). Matthew, que se había metido el libro en el bolsillo del abrigo, seguía hablando de su vestido rojo.
—Vas a deslumbrar en los cabarés. —Matthew se sentía como si hubiera triunfado—. Nadie hará caso a las actuaciones. Bueno, para ser justos, los que actúan irán cubiertos de pintura brillante y llevarán cuernos de demonios, así que igual sí que los miran un poco.
Matthew le sonrió; la sonrisa, que derretía a los mayores cascarrabias y hacía llorar al hombre o mujer más fuerte. La propia Cordelia no era inmune. Le respondió con otra sonrisa.
—¿Ves? —preguntó Matthew, haciendo un gesto con el brazo que mostraba la vista ante ellos: el amplio bulevar parisino, las coloridas marquesinas de las tiendas, los cafés donde mujeres con espléndidos sombreros y hombres con pantalones de infinitas rayas entraban en calor con tazas de chocolate humeante—. Te prometí que lo pasarías bien.
«¿Se lo estaba pasando bien?», se preguntó Cordelia. Quizá sí. De momento, había evitado, casi todo el rato, pensar en cómo les había fallado a todos los que quería. Y eso, después de todo, era el propósito de ese viaje. Una vez que se había perdido todo, razonaba, ya no había motivo para no aprovechar cualquier pequeña felicidad que se presentara. ¿No era esa la filosofía de Matthew? ¿No era ese el motivo por el que había decidió ir con él?
Una mujer sentada en un café cercano, que lucía un sombrero con plumas de avestruz y rosas de seda, miró a Matthew y a Cordelia, y sonrió con aprobación ante el amor juvenil, supuso Cordelia. Meses atrás, Cordelia se hubiera puesto roja; en ese momento, se limitó a sonreír. ¿Qué más daba si la gente pensaba lo peor sobre ella? Cualquier chica se sentiría feliz de tener a Matthew como pretendiente, así que dejaría que los paseantes pensaran lo que quisieran. Después de todo, así era como Matthew funcionaba, sin preocuparse por el qué dirán, limitándose a ser él mismo, y era sorprendente la facilidad que eso le confería para moverse por el mundo.
Sin él, y tal y como estaba, dudaba que hubiera conseguido realizar el viaje a París. Él se había encargado de dirigirlos, sin haber dormido y bostezando, desde la estación de tren hasta el Le Meurice, donde había llegado con una sonrisa y bromeado con el botones. Parecía como si hubiera descansado toda la noche en un colchón de plumas.
Durmieron hasta el día siguiente a mediodía (en los dormitorios separados de la suite de Matthew, que se comunicaban por un salón común), y ella había soñado que se confesaba con el recepcionista del Le Meurice. «Verá, mi madre está a punto de tener un bebé, y quizá yo no esté allí para entonces, porque estoy muy ocupada divirtiéndome con el mejor amigo de mi marido. Solía ser la portadora de la espada Cortana, quizá la conozca de La Chanson de Roland. Sí, bueno, resultó que no me la merecía, así que se la di a mi hermano, lo cual, por cierto, le pone en peligro mortal a causa no de uno, sino de dos demonios muy poderosos. También se supone que me iba a convertir en la parabatai de mi mejor amiga, pero ahora puede que eso no suceda nunca. Y se me ocurrió pensar que el hombre al que amo podría amarme a mí, y no a Grace Blackthorn, aunque él siempre ha sido sincero sobre su amor por ella.»
Una vez que hubo acabado, miró hacia arriba y vio que el recepcionista tenía la cara de Lilith, en cuyos ojos había un montón de serpientes negras que se retorcían.
«Al menos a mí me has tratado bien, querida», dijo Lilith, y Cordelia se había despertado con un grito que resonó en su cabeza durante un buen rato.
Más tarde, cuando se había despertado de nuevo con el sonido de la doncella abriendo las cortinas, había contemplado maravillada el radiante día y los tejados de París, que avanzaban hacia el horizonte como soldados obedientes. A lo lejos, la Torre Eiffel, se recortaba desafiante sobre un cielo azul tormenta. Y en la habitación contigua, Matthew la aguardaba para salir a la aventura.
Durante los dos días siguientes, habían comido juntos (una de las veces en el precioso Le Train Bleu dentro de la Gare de Lyon, que había cautivado a Cordelia, ¡era como estar dentro de un zafiro!), habían recorrido juntos los parques e ido de compras juntos: camisas y trajes para Matthew en Charvet, donde Baudelaire y Verlaine se compraban la ropa, y vestidos, zapatos y un abrigo para Cordelia. Hasta había estado a punto de permitir que Matthew le comprara sombreros, pero, como le dijo finalmente, algún límite tendría que poner. Él sugirió que el límite fueran los paraguas, que eran esenciales para un correcto atuendo y útiles como arma. Ella se había reído, y a continuación se había maravillado de lo agradable que era reírse.
Quizá lo más sorprendente fuera que Matthew no solo había mantenido su promesa, sino que había ido más allá: no había probado ni una sola gota de alcohol. Hasta había aguantado las miradas de desaprobación de los camareros cuando rehusaba el vino en las comidas. Pensando en el alcoholismo de su padre, Cordelia había esperado que Matthew se encontrara fatal por la abstinencia, pero al contrario: se había mostrado lúcido y enérgico, llevándola a todos los sitios de París, museos, monumentos, jardines. Todo sonaba maduro y cosmopolita, que probablemente era de lo que se trataba.
En ese momento miraba a Matthew y pensaba: parece feliz. Simple y sencillamente feliz. Y si ese viaje a París no conseguía salvarla a ella, al menos se aseguraría de que lo salvase a él.
Él la cogió del brazo para ayudarla a sortear una losa rota de la acera. Cordelia pensó en la mujer del café, en cómo les había sonreído pensando que eran una pareja enamorada. Si supiera que Matthew no había intentado besarla ni una sola vez... Había sido el modelo de caballero comedido. Una o dos veces, cuando se daban las buenas noches en la suite del hotel, le había parecido verle una mirada especial, pero quizá eran solo imaginaciones suyas. Cordelia no estaba muy segura de lo que se había esperado, ni de cómo se sentía sobre... bueno, sobre lo que fuera.
—Me lo estoy pasando bien —dijo, y era verdad. Sabía que era más feliz en París de lo que lo habría sido en Londres, donde se habría enclaustrado en la casa familiar de Cornwall Gardens. Alastair habría intentado ser amable, y su madre se habría mostrado sorprendida y apenada, y con el peso de intentar sobrellevar todo eso le hubieran entrado ganas de morir.
Esto era mejor. Había enviado una breve carta a su familia desde el servicio de telégrafos del hotel, para hacerles saber que estaba comprándose el vestuario de primavera en París, acompañada de Matthew. Sospechaba que encontrarían todo esto algo raro, pero, al menos, esperaba que no se preocuparan.
—Tengo curiosidad —añadió cuando se acercaban al hotel, con su impresionante fachada llena de balcones de hierro forjado y luces brillando desde el otro lado de las ventanas y proyectando su resplandor sobre las calles invernales—. Has dicho que iba a brillar en un cabaré. ¿Qué cabaré es ese y cuándo vamos a ir?
—Pues de hecho, esta misma noche —contestó Matthew, mientras le abría la puerta del hotel—. Viajaremos juntos al corazón del Infierno. ¿Te preocupa?
—En absoluto. Contenta de haber elegido un vestido rojo. Iré a juego.
Matthew rio, pero Cordelia no pudo evitar preguntarse: ¿viajar juntos al corazón del Infierno? ¿Qué quería decir?
No encontraron a Lucie al día siguiente.
La nieve no había cuajado, así que, al menos, los caminos estaban despejados. Balios y Xanthos trotaban entre setos desnudos, con su aliento elevándose en nubles blancas. Llegaron a Lostwithiel, un pequeño pueblo del interior, a mediodía, y Magnus se dirigió a un establecimiento llamado The Wolf’s Bane para hacer algunas preguntas. Salió negando con la cabeza, y aunque fueron igualmente hasta la dirección que les habían dado, resultó ser una granja abandonada con el tejado cayéndose.
—Hay otra posibilidad —apuntó Magnus, mientras se subía al carruaje. En sus cejas había copos de nieve, que probablemente habían caído de los restos del tejado—. En algún momento del siglo pasado, un misterioso caballero de Londres se hizo con una vieja capilla en ruinas en Peak Rock, en un pueblo de pescadores llamado Polperro. Reconstruyó el lugar, pero apenas sale. Las habladurías subterráneas dicen que es un brujo; por lo visto, algunas noches brotan llamas púrpuras de la chimenea.
—Pensé que era aquí donde vivía un mago —dijo Will, señalando la granja destruida.
—No todos los rumores son ciertos, Herondale, pero hay que investigarlos todos —contestó Magnus con serenidad—. De todas formas, calculo que en unas pocas horas podríamos estar en Polperro.
James suspiró. Más horas, más espera. Más cosas de las que preocuparse: Lucie, Matthew y Daisy. Su sueño.
«Se despiertan.»
—Os entretendré con una historia, entonces —ofreció Will—. La historia del infernal viaje con Balios, desde Londres a Cadair Idris, en Gales. Tu madre, James, había desaparecido, raptada por Mortmain, el malhechor. Salté sobre Balios: «Si alguna vez me has querido, Balios —exclamé— aligera tus cascos y llévame hasta mi amada Tessa antes de que sufra algún daño». Era una noche de tormenta, aunque la que arreciaba dentro de mi corazón era una tormenta mucho mayor...
—No puedo creerme que no hayas oído ya esta historia, James —comentó Magnus, casual. Ambos compartían un lado del carruaje, pues en el primer día de viaje había quedado claro que Will necesitaría todo el otro lado para sus gestos teatrales.
A James le resultaba raro haber oído tantas historias sobre Magnus durante toda su vida, y por fin estar viajando a su lado. En esos días se había dado cuenta de que, a pesar de sus elaborados atuendos y sus aires teatrales, que habían alarmado a varios posaderos, Magnus era sorprendentemente tranquilo y práctico.
—Pues no —contestó James—, desde el jueves pasado no la había oído.
Lo que no dijo fue que resultaba muy reconfortante oírla otra vez. Era una historia que les había contado mil veces, y que a su hermana le había encantado de pequeña: Will, siguiendo su corazón, se lanzaba al rescate de su madre que, aunque él aún no lo sabía, ya también lo amaba.
James apoyó la cabeza contra la ventanilla del carruaje. El paisaje había cambiado dramáticamente: los acantilados caían a su izquierda, y desde el fondo se alzaba el rugido del batir de las olas; olas de un océano gris plomo rompiendo contra las rocas, que extendían sus nudosos dedos en la lejanía del grisáceo mar azul. Más allá, en lo alto de un promontorio, se distinguía el perfil de una iglesia recortado sobre el cielo, cuyo tejado gris parecía de algún modo terriblemente aislado, terriblemente lejos de todo.
La voz de su padre era como música de fondo y las palabras de la historia le resultaban tan familiares como una nana. James no pudo evitar pensar en Cordelia leyéndole a Ganjavi su poema favorito, el de los condenados amantes Layla y Majnun. Su voz sonaba suave como el terciopelo. «Y cuando la luna la mejilla le iluminó, un millar de corazones ganó: ni orgullo ni escudo podían contra su poder. Layla era su nombre.»
Cordelia le sonreía sentada en la mesa del estudio. Había sacado el ajedrez, y sostenía un caballo de marfil en su elegante mano. La luz del fuego le iluminaba el cabello, un halo de llamas y oro.
—El ajedrez es un juego persa —le había dicho—. Bi aba man bazi kon. Juega conmigo, James.
—Kheili Khoshgeli —contestó él. Las palabras vinieron a su mente sin esfuerzo: era lo primero que había aprendido a decir en persa, aunque nunca se lo había dicho antes a su esposa. «Eres preciosa.»
Ella enrojeció. Le temblaron los labios, rojos y carnosos. Tenía los ojos tan oscuros que resplandecían: eran serpientes negras, zigzagueando y lanzándose hacia él, mostrando amenazadoras sus dientes...
—¡James! ¡Despierta! —La mano de Magnus le sacudía el hombro. James despertó, con una arcada seca y los puños apretados contra el estómago. Seguía en el carruaje, aunque el cielo había empezado a oscurecer. ¿Cuánto tiempo había pasado? Había vuelto a soñar. Esta vez, Cordelia había aparecido en sus pesadillas. Se recostó sobre el asiento almohadillado, sintiéndose mareado.
Miró a su padre. Will lo observaba con un gesto severo inusual en él, y tenía los ojos muy azules.
—James, tienes que contarnos qué está pasando —le dijo.
—Nada. —La boca le sabía a hiel—. Me he quedado dormido, otro sueño. Ya sabes, estoy preocupado por Lucie.
—Estabas llamando a Cordelia —replicó Will—. Nunca había oído a nadie sonar tan angustiado. Jamie, tienes que hablar con nosotros.
Magnus miró a James y a Will. Su mano seguía en el hombro de James, pesada a causa de tanto anillo.
—También gritaste otro nombre. Y una palabra. Una que me pone bastante nervioso.
«No», pensó James. No. Fuera, el sol empezaba a ponerse y las granjas que se divisaban entre las colinas desprendían un brillo rojo oscuro.
—Seguro que no era nada.
—Has gritado el nombre de Lilith —afirmó Magnus y miró a James con tranquilidad—. Hay muchos rumores en el submundo sobre los recientes acontecimientos de Londres. La historia que me han contado no me acaba de cuadrar. También hay rumores sobre la madre de los demonios. James, no hace falta que nos digas lo que sabes. Aunque igualmente lo deduciremos. —Miró a Will—. Bueno, lo deduciré. No puedo hablar por tu padre. Siempre ha sido algo lento.
—Pero nunca he llevado un gorro ruso con orejeras de piel —contestó Will—, como otros aquí presentes.
—Todos cometemos errores —replicó Magnus—. ¿James?
—Yo no tengo ningún gorro con orejeras —informó James.
Los dos hombres lo miraron.
—No puedo hablar de todo eso ahora —dijo finalmente, y sintió que el corazón le daba un vuelco: por primera vez acababa de reconocer que había algo de lo que hablar—. No si vamos a buscar a Lucie y...
Magnus sacudió la cabeza.
—Ya ha oscurecido, y ha empezado a llover, y parece ser que el camino desde Chapel Cliff a Peak Rock es bastante malo. Es más seguro hacer un alto esta noche y seguir mañana por la mañana.
Will asintió; estaba claro que él y Magnus habían hecho planes mientras James dormía.
—Muy bien —dijo Magnus—. Nos detendremos en la próxima posada decente que encontremos. Cogeré una sala donde podamos hablar a solas. Y James... sea lo que sea, podemos arreglarlo.
James lo dudó mucho, pero no tenía sentido decirlo. Se limitó a mirar la puesta de sol a través de la ventanilla, mientras metía la mano en el bolsillo. Los guantes de Cordelia, el par que se había llevado de su casa, seguían allí, la piel de cordero suave como pétalos de flores. Apretó uno de ellos en la mano.
En una pequeña habitación blanca cerca del océano, Lucie Herondale dormitaba, tratando de conciliar el sueño.
La primera vez que se había despertado, en esa cama extraña que olía a paja vieja, había oído una voz, la voz de Jesse, y había intentado llamarlo, hacerle saber que estaba consciente. Pero antes de llegar a hacerlo, un cansancio mortal se había apoderado de ella, arrasándola como una fría ola gris. Un cansancio como nunca había sentido, ni siquiera imaginado, profundo como la herida de un cuchillo. Su débil conexión con la consciencia se había evaporado, dejándola a merced de la oscuridad de su mente, donde el tiempo oscilaba y daba tumbos como un barco en medio de una tormenta, y apenas sabía si estaba dormida o despierta.
En los momentos de lucidez, había conseguido reunir unos pocos detalles. La habitación era pequeña y las paredes eran del color de la cáscara de huevo; solo había una ventana, a través de la cual se veía el océano, con el vaivén de las olas, de un gris plomo oscuro entreverado de blanco. También creía oírlo, pero su rugido distante estaba mezclado casi todo el rato con ruidos mucho menos agradables, y no sabía si su percepción era real o no.
Había dos personas que entraban de vez en cuando a ver cómo estaba. Una era Jesse. La otra era Malcolm, una presencia más reticente; de alguna manera, sabía que se hallaban en su casa, la de Cornualles, con el mar Córnico batiendo contra las rocas allá afuera.
Aún no había sido capaz de hablar con ninguno de ellos; cuando lo intentaba, era como si su mente formara las palabras, pero el cuerpo no le obedeciera. Ni siquiera podía mover una mano para que supieran que estaba despierta, y los esfuerzos que hacía solo servían para sumergirla más en la oscuridad.
La oscuridad no estaba solo en su mente. Al principio había pensado que sí, que era esa oscuridad que acudía antes de que el sueño portara los vívidos colores de los sueños. Pero esta oscuridad era un lugar.
Y no estaba sola en ese lugar. Aunque parecía un vacío en el que vagaba a la deriva, podía sentir otras presencias, no vivas pero tampoco muertas: sin cuerpo, almas que giraban dentro de ese vacío sin encontrarse entre ellas ni con Lucie. Eran almas infelices. No entendía qué les pasaba. Mantenían un gemido constante; lamentos sin palabras de dolor y sufrimiento que se le clavaban en la piel.
Sintió que algo le acariciaba la mejilla. La devolvió a su cuerpo. Estaba de nuevo en el dormitorio blanco. El roce en la mejilla era la mano de Jesse; lo sabía sin haber abierto los ojos o haberse movido.
—Está llorando —dijo él.
La voz de Jesse. Había algo profundo en ella, una textura que no tenía cuando había sido un fantasma.
—Quizá esté teniendo una pesadilla. —La voz de Malcolm—. Jesse, está bien. Empleó mucha energía en traerte de vuelta. Necesita descansar.
—Pero ¿no te das cuenta? Todo esto es porque me trajo de vuelta. —La voz de Jesse se rompió—. Si no se cura... nunca me lo perdonaré.
—Este don que tiene. La habilidad de alzar el velo que separa a los vivos de los muertos, lo ha tenido toda la vida. No es culpa tuya; en todo caso, es de Belial. —Malcolm suspiró—. Sabemos muy poco de los mundos de las sombras que están más allá del final de todo. Y ella se adentró allí, para traerte de vuelta. Le está llevando algún tiempo recuperarse.
—Pero ¿y si está atrapada en algún lugar horrible? —El tacto suave volvió otra vez, la mano de Jesse acariciándole el rostro. Lucie sentía un deseo casi doloroso de mover la cara para rozar esa piel—. ¿Y si necesita que haga algo para sacarla de allí?
Cuando Malcolm volvió a hablar, su voz sonó más amable.
—Solo han pasado dos días. Si mañana no despierta, puedo intentar traerla de vuelta con magia. Lo intentaré, si dejas de revolotear inquieto a su alrededor. Si de verdad quieres hacer algo útil, puedes ir al pueblo y traer algunas cosas que hacen falta...
La voz se fue apagando hasta quedar en silencio. Lucie estaba otra vez en el lugar oscuro. Podía oír a Jesse, un susurro lejano, apenas audible: «Lucie, si puedes oírme... estoy aquí. Cuidando de ti».
«Estoy aquí —intentó decir—. Te oigo». Pero igual que la vez anterior y la anterior a la anterior, la oscuridad se tragó sus palabras y ella cayó al vacío.
—¿Quién es mi pajarito bonito? —preguntó Ariadne Bridgestock.
Winston, el loro, entrecerró los ojos mirándola. No emitió ninguna opinión sobre quién podría ser o no su pajarito bonito. Ariadne sabía que estaba concentrado en el puñado de nueces de Brasil que le mostraba en la mano.
—He pensado que podíamos hablar un poco —le dijo, tentándolo con una nuez—. Se supone que los loros hablan. ¿Por qué no me preguntas cómo me está yendo el día?
Winston frunció el ceño. Se lo habían regalado sus padres hacía mucho tiempo, cuando acababa de llegar a Londres y estaba deseando algo colorido para contrarrestar la deprimente grisura con la que se había encontrado en la ciudad. Winston tenía el cuerpo verde, la cabeza de color ciruela y pinta de sinvergüenza.
Su gesto dejó claro que no habría conversación hasta que no hubiera nuez de Brasil.
«Manipulada por un loro», pensó Ariadne, y le tendió una nuez a través de los barrotes. Matthew Fairchild tenía un hermoso perro dorado de mascota, y ahí estaba ella, negociando con un ave que se portaba como un caprichoso Lord Byron.
Winston tragó la nuez y extendió la pata, enroscando la garra sobre uno de los barrotes de la jaula.
—¡Pájaro bonito! —canturreó— ¡Pájaro bonito!
«Algo es algo», pensó Ari.
—Mi día ha sido pésimo, gracias por preguntar —dijo, dándole a Winston otra nuez a través de los barrotes—. La casa está vacía y solitaria. Madre va de un lado a otro con aspecto angustiado y preocupadísima por padre. Lleva fuera ya cinco días. Y... nunca pensé que echaría de menos a Grace, pero al menos me haría compañía.
No mencionó a Anna. Eso no era cosa de Winston.
—Grace —graznó este. Presionó los barrotes, de forma significativa—. Ciudad Silenciosa.
—Sí —murmuró Ariadne. Su padre y Grace se habían ido la misma noche; resultaba evidente que sus salidas tenían que estar conectadas, aunque Ariadne no sabía cómo. Su padre se había ido a la Ciudadela Irredenta, con la intención de interrogar a Tatiana Blackthorn. A la mañana siguiente, Ariadne y su madre habían descubierto que Grace tampoco estaba. Había recogido lo poco que tenía y se había ido en medio de la noche. No supieron nada hasta mediodía, cuando llegó una nota de Charlotte diciéndoles que Grace estaba bajo la custodia de los Hermanos Silenciosos, contándoles los crímenes de su madre.
La madre de Ariadne no dejaba de referirse a ello, agitadísima.
—¡Haber tenido a una criminal bajo nuestro techo sin saberlo!
Ante esto, Ariadne ponía los ojos en blanco y señalaba que Grace se había ido por voluntad propia, no se la habían llevado a rastras los Hermanos Silenciosos, y que la criminal era Tatiana Blackthorn. Esa mujer ya había causado suficiente dolor y problemas, y si Grace quería darles más información sobre sus actividades ilegales a los Hermanos Silenciosos, pues mejor, era una buena ciudadana cumpliendo su deber.
Sabía que resultaba ridículo echar de menos a Grace. Apenas habían hablado. Pero el sentimiento de soledad era tan intenso que Ariadne pensaba que solo el hecho de tener a alguien allí, seguro que lo aliviaba. Había gente con la que sí que hubiera querido realmente hablar, claro, pero estaba haciendo todo lo posible por no pensar en ellos. No eran sus amigos, no, no lo eran. Eran amigos de Anna, y Anna...
Su meditación se vio interrumpida por el repiqueteo furioso de la campanilla de la puerta.
Vio que Winston se había quedado dormido colgado del revés. Echó rápidamente en su comedero las nueces que le quedaban y, apresurada, cruzó la terraza interior hasta la entrada de la casa, ansiosa por tener noticias.
Pero su madre había llegado antes a la puerta. Ariadne se detuvo en lo alto de la escalera cuando oyó su voz.
—Cónsul Fairchild, hola. Y señor Lightwood. Qué amables por pasarse. —Hizo una pausa—. ¿Quizá traen... noticias de Maurice?
Ariadne pudo oír el miedo en la voz de Flora Bridgestock, así que se quedó allí, oculta tras la barandilla de la escalera. Si Charlotte Fairchild portaba malas noticias, era más fácil que las diese si ella no estaba delante.
Esperó, cogida con fuerza al poste de la barandilla, hasta que oyó la voz amable de Gideon Lightwood.
—No, Flora. No hemos sabido nada desde que se fue a Islandia. Más bien esperábamos... bueno, que tú supieras algo.
—No —respondió su madre. Sonaba ausente, distante; Ariadne sabía que estaba intentando no mostrar su miedo—. Supuse que si se ponía en contacto con alguien, sería con la oficina de la Cónsul.
Hubo un silencio incómodo. Ariadne, aturdida, sospechó que Gideon y Charlotte estaban deseando no haberse presentado.
—¿No habéis sabido nada de la Ciudadela? —preguntó por fin su madre—, ¿de las Hermanas de Hierro?
—No —admitió la Cónsul—. Pero, incluso cuando las cosas van bien, son un grupo reservado. Probablemente, Tatiana sea difícil de interrogar; es posible que consideren que aún no hay noticias que dar.
—Pero les habéis mandado mensajes —dijo Flora—. Y no han respondido. Quizá... ¿el Instituto de Reikiavik? —Ariadna creyó oír una nota de miedo escapársele a su madre entre las murallas de sus buenas maneras—. Sé que no podemos rastrearlo, porque sería a través de agua, pero ellos sí podrían. Podría daros algo de él para enviárselo. Un pañuelo, o...
—Flora. —La Cónsul hablaba con su voz más amable; Ariadne supuso que en ese momento estaría cogiéndole la mano a su madre—. Esta es una misión altamente secreta; Maurice sería el primero en pedir que no alarmáramos a toda la Clave. Mandaremos otro mensaje a la Ciudadela, y si no sabemos nada, pondremos en marcha una investigación por nuestra cuenta. Te lo prometo.
La madre de Ariadna murmuró su asentimiento, pero Ariadne estaba preocupada. La Cónsul y su consejero más cercano no hacían visitas en persona solo para saber si había habido noticias. Algo les preocupaba; algo que no le habían dicho a Flora.
Charlotte y Gideon se despidieron renovando su promesa y tranquilizándola. Cuando Ariadne oyó la puerta cerrarse, bajó la escalera. Su madre, que se había quedado inmóvil en la entrada, reaccionó cuando la vio. Ariadne hizo lo que pudo para fingir que acababa de llegar.
—He oído voces —dijo—, ¿era la Cónsul la que acaba de irse?
Su madre asintió vagamente, perdida en sus pensamientos.
—Y Gideon Lightwood. Querían saber si había tenido noticias de tu padre. Y yo esperando que ellos hubieran venido a traérmelas.
—Tranquila, mamá. —Ariadne le cogió las manos entre las suyas—. Ya sabes cómo es padre. Tendrá cuidado y se tomará su tiempo, y averiguará todo lo que pueda.
—Oh, ya lo sé. Pero... fue idea suya mandar a Tatiana a la Ciudadela Irredenta. Si algo ha ido mal...
—Fue un acto de compasión —repuso Ariadne con firmeza—. Para no encerrarla en la Ciudad Silenciosa, donde, sin duda, se hubiera vuelto más loca de lo que ya lo está.
—Pero entonces no sabíamos lo que sabemos ahora —replicó su madre—. Si Tatiana Blackthorn tuvo algo que ver con el ataque de Leviathan al Instituto... Eso no es el acto de una pobre loca que merezca piedad. Es la guerra contra los nefilim. Es el acto de un peligroso adversario, aliado con las peores maldades.
—Estaba en la Ciudadela Irredenta cuando Leviathan atacó —señaló Ariadne—. ¿Cómo iba a hacerlo sin que las Hermanas de Hierro lo supieran? No te preocupes, mamá —añadió—, todo va a salir bien.
Su madre suspiró.
—Ari —comentó—, te has convertido en una muchacha adorable. Te echaré mucho de menos cuando algún buen hombre te elija y nos dejes para casarte.
Ariadne soltó un sonido que no decía nada.
—Sí, ya lo sé, esa terrible experiencia con ese Charles —dijo su madre—. Pero ya encontrarás un hombre mejor cuando llegue el momento.
Flora respiró hondo y cuadró los hombros, y una vez más Ariadne recordó que su madre era una cazadora de sombras como otra cualquiera, y que enfrentarse a la adversidad era parte de su trabajo.
—Por el Ángel —exclamó Flora en un tono claro y vivo—, la vida sigue, y no podemos quedarnos en el vestíbulo lamentándonos todo el día. Tengo muchas cosas de las que encargarme... La esposa del Inquisidor debe llevar la casa mientras el señor está fuera, y todo eso...
Ariadne murmuró su aprobación y besó a su madre antes de volver a su habitación. A mitad del pasillo, pasó delante de la puerta del estudio de su padre, que estaba entreabierta. La empujó con suavidad y miró dentro.
La habitación había quedado hecha un desastre. Si Ariadne tenía la esperanza de que ver el estudio de Maurice Bridgestock le haría sentir más cerca de su padre, se sintió decepcionada, pues lo único que consiguió fue preocuparse más. Su padre era meticuloso y organizado, y se enorgullecía de ello. No toleraba el desorden. Ari sabía que su padre había tenido que salir a toda prisa, pero el estado de la habitación evidenciaba lo alarmado que debía de estar.
Casi sin proponérselo, se encontró arreglándolo. Empujó la silla bajo el escritorio, colocó bien las cortinas que habían quedado enganchadas en una tulipa, sacó las tazas de té al pasillo donde la asistenta pudiera verlas. Había ceniza fría caída delante de la rejilla, cogió la pequeña escoba de bronce para recogerla...
Y se detuvo.
Había algo blanco brillando entre las cenizas de la chimenea. Reconoció la pulcra letra de su padre en un montón de papel carbonizado. Se acercó a mirarlo. ¿Qué tipo de notas había creído su padre que debía destruir antes de salir de Londres?
Sacó los papeles de la chimenea, les sacudió la ceniza, y empezó a leer. Al hacerlo, sintió una punzante sequedad en la garganta, como si estuviera a punto de asfixiarse.
Garabateadas sobre el inicio de la primera página, se veían las palabras «Herondale/Lightwood».
Seguir leyendo era una transgresión clara, pero el nombre Lightwood la atraía sin remedio; no podía apartar la vista de él. Si había algún tipo de problema que afectara a la familia de Anna, ¿cómo iba a renunciar a saberlo?
Las páginas estaban etiquetadas por años: 1896, 1892, 1900. Ojeó todas las páginas y sintió un escalofrío en la nuca.
Su padre no había registrado de su puño y letra un recuento de dinero gastado o ganado, sino un recuento de hechos. Hechos que involucraban a los Herondale y los Lightwood.
No, hechos no. Fallos. Errores. Pecados. Era un registro de cualquier hecho de los Herondale y los Lightwood que hubiera causado lo que su padre consideraba problemas; cualquier cosa que pudiera entenderse como irresponsable o mal vista estaba allí anotada.
12/3/01: G2. L se ausenta de la reunión del Consejo sin explicación. CF se enfada.
6/9/98: WW en Waterloo dice que WH/TH se niegan a reunirse, haciendo que tengan que interrumpir el mercado.
8/1/95: El director del Instituto de Oslo se niega a reunirse con TH, aludiendo a su herencia.
Ariadne se sintió asqueada. La mayoría de los hechos parecían insignificantes o simples rumores; lo del director del Instituto de Oslo negándose a reunirse con Tessa Herondale, una de las mujeres más agradables que Ariadne había conocido, era repulsivo. Deberían amonestar al director del Instituto de Oslo. Y, sin embargo, el hecho era consignado como si hubiera sido culpa de los Herondale.
¿Qué era esto? ¿En qué estaba pensando su padre?
Al fondo del montón había algo diferente. Una hoja de color blanco crema. No eran notas, era una carta. Ariadne la separó del resto de los papeles, mientras leía el contenido sin dar crédito.
—¿Ariadne?
Rápida, Ariadne se metió la carta en el corpiño del vestido, antes de incorporarse y volverse hacia su madre. Parada en la puerta, Flora fruncía el ceño. Cuando habló, la calidez que había mostrado en la conversación en el piso de abajo había desaparecido.
—Ariadne, ¿qué estás haciendo?