El 5 de mayo de 1789, el abate Sieyès atraviesa los bosques de Vincennes en un coche de punto que comparte con otros cinco diputados populares camino de Versalles. Lo invitaron amablemente cuando buscaba combinación para trasladarse al palacio y tuvo que aceptar por no desairarlos.
—Mayo entrado, un jardín en cada prado —murmura el abate Sieyès para sí mismo.
El atestado vehículo hiede a la sobaquina y al tufo a meados rancios que desprenden las casacas de estos representantes del pueblo cuya sensibilidad olfativa está menos afinada que la de nuestro amable abate. Por temor a ofenderlos haciéndoles notar la diferencia de clase, Sieyès no se atreve a llevarse a la nariz la muñequita de lavanda y menta que habitualmente lleva para estos casos en el bolsillo interior de la casaca. Por otra parte, los rústicos han desayunado sopas de ajo y los velados eructos que el traqueteo del vehículo estimula tampoco contribuyen a corregir el ambiente.
El abate Sieyès piensa, resignado, que debe aceptar el pequeño sacrificio como parte de los contratiempos sin duda mayores que en el futuro le acarreará su defensa del pueblo frente a los clérigos de su propio estamento. Con este convencimiento aparta la cortina de hule, asoma la cabeza por la ventanilla e inhala golosamente el aire purísimo y frío de la mañana. Se siente agradecido por las muestras de respeto que recibe de sus compañeros del partido patriota. Muchos han leído su folleto ¿Qué es el tercer estado?, difundido por la Sociedad de los Treinta, un club constitucional que aspira a implantar en Francia, y quizá en el mundo, una Constitución de hombres libres e iguales como la que han adoptado las recientemente emancipadas colonias norteamericanas.
¡Qué hermoso está el campo! La primavera se ha adelantado y luce todo su esplendor, las rosas silvestres florecen, el trigo encaña, las cetonias sobrevuelan las flores.
—Estarán pariendo las lobas en sus cubiles —comenta uno de los viajeros—. Para el otoño los tenemos comiendo ovejas.
Callan los otros, enfrascado cada cual en sus pensamientos. Sieyès comprende que se sienten intimidados por la gran ciudad. Ven en París la potencia del rey y de sus nobles. ¿Cómo podrán defender sus doléances, sus quejas, ante gente tan poderosa? Sus esperanzas están depositadas en el ministro Necker, que parece dispuesto a meter en cintura a la nobleza e imponer un sistema tributario más sensato. Necker es lo que hoy llamaríamos un tecnócrata. Sacar a Francia de la bancarrota requiere reformas fiscales, que paguen algo los privilegiados, y para ello confía en apoyarse en la potente burguesía nacida del pueblo y aspirante a mayores libertades y derechos, y, sobre todo, a un trato fiscal más razonable.
Para eso se han convocado, después de más de cien años, para discutir cómo financiar el déficit y cómo salir de la bancarrota que aqueja al Estado. La solución está clara: las clases privilegiadas deben contribuir. Es fácil decirlo, pero ¿quién le pone el cascabel al gato?
El intendente de palacio ha decidido que las sesiones de los Estados Generales se celebren en el palacete de los Menus-Plaisirs (de los Pequeños Placeres), el depósito de palacio que ha sido convenientemente vaciado de los decorados de teatro y numerosos baúles de disfraces y varios cachivaches que normalmente almacenaba.
Cuando los diputados se asoman, uno de ellos, que es médico e higienista, el doctor Guillotin, expresa sus dudas.
—¿Pretenden atufarnos? L’air pesant et pestilentiel exhalé de trois milles personnes [...] produira un effet funeste sur tous les députés.
El mayordomo real conviene en practicar unas aberturas que aseguren la aireación de la sala.
Concurren en total 1.138 diputados: 291 por el clero, 270 por la nobleza y 577 por el pueblo.1
—Noto que los diputados del pueblo casi equivalen a la suma de los otros dos estados —comenta uno de ellos.
—Es lo justo: de ese modo se equilibran los estamentos privilegiados con el estamento no privilegiado.
—Parece razonable, pero supongo que el quid de la cuestión está en la forma.
El rey, de acuerdo con los privilegiados, propone el voto par ordre (por estamento).
—¿Por estamento, majestad?
—Sí, por estado. Tres votos en total: clero, nobleza y pueblo.
El decano del tercer estado, el prestigioso astrónomo Jean-Sylvain Bailly, se opone frontalmente y defiende el voto por cabeza, es decir, individual, pero los otros dos estamentos se mantienen firmes en su postura.
—Eso es inaceptable, porque el previsible resultado, dos votos contra uno, les aseguraría la mayoría a los privilegiados y las cosas seguirían como están —replica Sieyès.
—¿Qué proponéis entonces, monseñor?
—Ya lo hemos discutido. Queremos el voto por cabeza (non par ordre, mais par tête). Un diputado, un voto. ¿Qué sentido tendría, si no, convocar Estados Generales y traer a París a tantos diputados que han tenido que dejar sus trabajos y a sus familias, e incurrir en grandes gastos para concurrir a la convocatoria real? Hubiera bastado con designar a un representante. El estado llano representa al 97 por ciento de la población de Francia, frente al restante 3 por ciento de la nobleza y la Iglesia.
Las discusiones se prolongan durante semanas, a lo largo de las cuales se van definiendo las diversas posturas de los asamblearios que, en lenguaje actual, podríamos calificar de izquierdas, derechas y centro.2
Los privilegiados se esfuerzan en obstaculizar las propuestas del tercer estado, pero los representantes del pueblo los van sorteando gracias a su superior preparación jurídica. Casi todos ellos son abogados experimentados, jueces o notarios con años de ejercicio.3 Por otra parte, los apoya el influyente ministro Necker, admirado líder centrista.
—¿No había dicho, líneas arriba, que el tercer estado era el campesinado? —Me imagino la duda del lector.
—Sin duda, querido lector. Lo que ocurre es que a lo largo del último siglo ha ido creciendo la clase burguesa (profesionales de carrera y demás gentes de economía saneada) que es la que, en realidad, filósofos mediante, está minando los cimientos de los estamentos privilegiados. Estos representantes de una nueva clase emergente, gente refinada que, aunque lleve espada al cinto, se resiste a protagonizar actos violentos, necesitan carne de cañón que les haga el trabajo sucio y lo encuentran en el pueblo impecune y hambriento, las personas elementales fáciles de inflamar con el discurso adecuado, porque no tienen nada que perder y se dejan convencer por los charlatanes.
—O sea, que la burguesía ha ocupado el espacio tradicional del tercer estado y ha relegado al proletariado a un cuarto estado que en realidad no existe.
—Eso es lo que ha ocurrido, amada lectora. Por eso, después de las revoluciones burguesas del siglo XIX (que la francesa inaugura), vendrán las revoluciones comunistas y anarquistas cuando los proletarios adviertan que de ellos no se acuerda nadie.
—Pero las burguesas consiguieron sus objetivos (igualdad con los privilegiados); en el caso de las comunistas, no lo tengo tan claro.
—Porque en las revoluciones comunistas se da la peculiaridad de que el pelotón de cabeza (los líderes que las hacen) se despegan del pueblo en cuanto pueden y se constituyen en minoría privilegiada, o sea, en burguesía del partido (por no decir aristocracia del partido). Es lo que explica magistralmente la fábula de Orwell Rebelión en la granja (1945).
Regresemos al tema. Entre los más inspirados oradores del pueblo destaca el conde de Mirabeau, partidario de una monarquía constitucional al estilo de la inglesa.
Frente a esta postura está la de los republicanos enemigos de la monarquía, como Antoine Barnabé.4
—Dejarnos imponer una Constitución sería entregar el poder al pueblo —interviene el prior y académico Jean-Sifrein Maury, portavoz de los privilegiados.
—De eso se trata, monseñor —replica Bailly—. El pueblo que soporta los impuestos y el precio abusivo del trigo debe hacerse oír en esta Asamblea. No se puede prolongar la injusticia ni un día más.
Se eleva un clamor de voces airadas. El mayordomo golpea repetidamente la tarima con la contera del bastón imponiendo silencio.
Prosigue el congreso con los ánimos más templados. Con el paso de los días, al discurrir de las sesiones, se diluye el centro de Necker y se establecen claramente dos bandos enfrentados, que en las gacetillas de los periódicos se denominan «aristócratas» y «patriotas» (nosotros podemos pensar en derechas e izquierdas).
El 10 de junio de 1789, cuando cada parte ha expuesto suficientemente su postura y se han debatido los detalles hasta la saciedad, a pesar del empeño de Cazalès y Maury en entorpecer las discusiones, el abate Sieyès interviene:
—Como saben los monseñores aquí reunidos, soy clérigo y sin embargo he sido elegido por el tercer estado para defender la causa de la justicia. En mi calidad de sacerdote que debe velar por el cumplimiento de la caridad cristiana, invito a mis compañeros del primer estado y a los nobles del segundo a otorgar un voto en conciencia. Es hora de compensar al atribulado pueblo por las estrecheces que soporta. El tercer estado representa al 97 por ciento de la nación, sus diputados constituyen la representación legítima de Francia.
Ciento cuarenta y nueve representantes del clero le otorgan su voto, además de dos nobles. Con ello, el tercer estado impone su criterio.
—Los nuestros se pasan al enemigo —observa desolado Cazalès.
Pasan seis días. El 16 de junio de 1789 pregunta Sieyès:
—¿Qué necesidad hay de una Asamblea dividida en tres estados? Formemos una sola y pensemos en Francia antes que en los privilegios de algunos.
—Una Asamblea única altera los fundamentos jurídicos del Estado —protesta el abate Maury, representante de los estamentos privilegiados.
—Es lo que ha votado la mayoría, monseñor —replica Sieyès—. Y propongo formalmente que en adelante los Estados Generales se disuelvan y nazca de ellos una Asamblea Nacional.
—Esto es una rebelión contra las sagradas tradiciones —rezongan los representantes de los dos primeros estados.5
Al día siguiente se vota a pesar de la oposición de los estados privilegiados. El resultado es cuatrocientos noventa votos a favor y noventa en contra.
—¡Queda proclamada la Asamblea Nacional! —anuncia Sieyès.
Una semana después, el 23 de junio, se abre la solemne sesión parlamentaria.
Las suspicacias de los diputados del tercer estado aumentan al ver que se los obliga a entrar en la sala por una puerta lateral cuando ya aguardan sentados los diputados del primer y segundo estados, los privilegiados.
El rey comparece acompañado de su Gobierno y altos funcionarios palatinos. Falta Necker y, aunque sea menudo de cuerpo, deja un vacío tan inmenso que es imposible disimularlo.
—¿Dónde está el ministro Necker? —se preguntan los más avisados.
Circulan bulos. ¿Lo ha detenido el rey? En tal caso la temida contrarrevolución está en marcha.
El discurso del rey, cuidadosamente preparado por sus consejeros, no calma los encrespados ánimos. Comienza llamándose «padre común de todos mis súbditos», pero después les cede la palabra a sus secretarios para que lean los artículos que supuestamente ha dictado. En ellos desmonta todo lo acordado por los Estados Generales bajo la presión, los excusa, del pueblo amotinado. Sobre el papel aprueba algunos designios de la Asamblea, pero señala que se suspenderán en circunstancias excepcionales. El pueblo debe guiarse como un hijo por su padre, viene a decir, y para terminar: «Ningún rey ha hecho tanto por su nación».
Decepción general.
Como consolación, el rey reconoce a la Asamblea competencias sobre los impuestos, pero rechaza de plano la propuesta de que cada francés pueda votar a partir de los veinticinco años o el acceso de los plebeyos a los puestos oficiales.
Luis no aguarda a que los diputados expongan sus objeciones. Toma de nuevo la palabra y dice:
—Os ordeno separaros por estados inmediatamente. Mañana las sesiones se reanudarán por separado.
El rey ha hablado. No hay más que discutir. Abandona el local rodeado de sus fieles y deja a la Asamblea confusa y atribulada.
Luis XVI se retira seguido de sus ministros y tras él salen los diputados de la nobleza y el clero, pero los del tercer estado permanecen en la sala confusos y atribulados.
—Se ha burlado de la Asamblea.
—Nos ha faltado al respeto —comenta otro.
—No seas ingenuo. ¿Cuándo nos ha respetado esta gente?
Para acabar de levantar los ánimos, un tropel de operarios invade la sala e, ignorando la presencia de los parlamentarios, comienzan a desmontarla. Algunos se llevan el trono, otros deshacen la tribuna, otros enrollan las alfombras.
Los diputados del tercer estado permanecen estupefactos en sus asientos.
—Nosotros aquí, con un par —propone Mirabeau—, a ver si de una vez por todas nos hacemos valer.
En vista de que no evacúan el local, aparece el marqués de Dreux-Brézé, maestro de ceremonias, y se dirige al presidente, Jean-Sylvain Bailly.
—Señor —le dice—, ¿no ha entendido la orden del rey? Tienen que desocupar el local.
—Creo que la nación reunida no tiene por qué obedecer esa orden —replica Bailly.
Un murmullo afirmativo. El diputado Mirabeau se encara con el enviado real:
—Dile a tu amo que estamos aquí por voluntad del pueblo y que solo nos retiraremos por la fuerza de las bayonetas.
Quizá no ocurriera exactamente así, pero se ha contado tantas veces en historias y relatos que no me atreveré a ponerlo en duda.
El marqués de Dreux-Brézé se retira y va con el cuento al rey. Luis XVI se lo piensa un momento. Tiene allí a su guardia, que, en efecto, podría desocupar la sala de los Menus-Plaisirs por la fuerza.
Al rey se le presenta una estupenda ocasión de imponer su real autoridad. Que se sepa quién está al mando. Pero es débil, no quiere líos.
—¿Quieren quedarse? —dice al fin—. Pues que se queden.