Me temo que, ante el devenir vertiginoso de los acontecimientos, no podré entrar en muchos detalles. Están ocurriendo demasiadas cosas. Demasiado rápido. La vida sólo es presente y futuro, pero el pasado se entreteje como un peso de seda y de acero en la espalda y en los pasos del que camina. Debo seguir contando cómo ocurrió todo. Hace ya tanto, tantísimo tiempo...
Clara y Jana fueron varios veranos seguidos a las fiestas de Comillas. Algo empezó a construirse entre los caminos de piedra, entre las casonas indianas y las cántabras, sin importar la furia del mar, ni el peso y la mirada señorial de los palacios modernistas, ni las palabras de prudencia de los adultos. Aquellos días, ellas los vivían como si fuesen los últimos en la Tierra. Con recato pero con intensidad.
Sería la luz del atardecer.
Sería la sangría de la tía Amparo.
Sería la temperatura suave del verano y el miedo tangible a que no existiese un mañana.
Sería, quizá, el azul marino de los ojos de Luis. O la mirada de los muchachos cuando las hermanas pasaban dejando tras de sí fragancia a manzanilla e hinojo.
¿Qué sería? A lo mejor, la música de orquesta de la verbena, que se enredaba en el aire y en las palabras ligeras que se susurraban a los oídos.
En agosto de 1944, Jana tiene dieciséis años. Clara, dieciocho. Ya son mujeres hermosas, con largas y brillantes cabelleras castañas. Pero es una belleza de las que se lucen con modestia, con ropas manidas, baratas y reteñidas. Clara destila carisma, fuerza e independencia, aunque su actitud parece de permanente alerta y recelo: cercana, pero siempre distante, como si dentro de ella hubiese un pozo al que nadie puede nunca llegar, un abismo frío que sólo a ella le pertenece.
Jana sigue destacando de forma particular, con una elegancia independiente al hábito y a la condición. Todos piensan que ella y Luis son novios, porque ella le deja que la acompañe, al final de la fiesta, a casa de la tía Amparo y el tío Pepe.
Todos saben que él ha ido a algunas verbenas de La Carava, que se hace los domingos de invierno en un viejo almacén en Hinojedo, y que la ha sacado a bailar, mientras los músicos de aldea daban al manubrio de la música ya prefabricada que escondía un organillo.
Y todos saben que, durante cuatro veranos, ha ido en coche de línea hasta Hinojedo, para cruzar la ría de San Martín en la barca de don Quiterio, y llegar así a Requejada, donde, en un eucaliptal decorado con papeles de colores, se hacía un baile estival cada domingo. Él, aprovechando que se podía quedar a dormir en casa de un primo guardia civil en el pueblo de Ubiarco, cercano a Suances, gastaba tiempo y dinero en el viaje, sólo por pedirle una pieza a la mozuca de ojos verdes, mientras los músicos, amparados bajo un templete, llenaban de música el bosque nocturno y animado.
Hoy es realmente tarde: casi las diez de la noche. Jana echará la culpa del retraso a la barca de don Quiterio, diciendo que ha llegado tarde para recoger a la remesa de jóvenes decentes que regresan de la verbena dominguera a sus casas. Luis la acompaña en su regreso, solos, porque la supuesta carabina, que no es otra que Clara, se ha marchado ya hace dos horas hacia Torrelavega.
Clara lleva dos años sirviendo en la ciudad, en la misma casa donde aprendió el oficio de criada y donde la abuela Julia cocinaba sin descanso. Clara limpia, atiende a las pequeñas criaturas, cocina y abre la puerta a las personas importantes, porque sus señores han elevado el estatus, tras elevar de forma paralela su saldo bancario, gracias a inversiones provechosas en Uruguay. Pero Clara está sola; la abuela Julia murió el año pasado: algo en los pulmones, dijo el médico. Parecía que se habían encharcado, les explicó; como si fuesen pozas huecas esperando la lluvia.
Pero Jana no piensa ahora en Clara. Realmente, sólo piensa en su indecencia y se concentra en qué está haciendo y en qué se deja hacer. Siente el deseo emergiendo, caliente, de su sexo, pero su cabeza le ruge palabras de negativa, de recato, que sus sentidos se niegan a seguir.
Luis está tumbado sobre ella, la besa desesperado, mientras sus cuerpos reposan en movimiento sobre paja templada, sólo a doscientos metros de su casa, escondidos en el establo de don Gumersindo, un vecino ajeno a la existencia de ninguna pareja de enamorados dentro de su ruinosa propiedad.
La camisa de Jana es desabotonada por Luis, despacio pero con urgencia contenida, a medio camino entre el respeto extremo y la más infinita excitación.
—El ajustador no, eso no —suplica Jana, mirando a Luis a los ojos.
—No, tranquila, eso no —concede Luis, sin dejar de besarla, enlazando su lengua con la de ella, como a golpes de calor, caminando hacia lo salvaje, hacia el descontrol total que maneja el verdadero deseo.
—Sólo un poco, un ratito nada más... por favor, sólo un rato —vuelve él a suplicar, tocando sus pechos sobre el ajustador, acariciándolos, cada vez más rápido. La propia Jana, desoyendo instrucciones de decoro, suelta el endeble corchete de su ropa interior, último parapeto ante el enemigo de la lujuria. Luis, incontrolable, asalta los dulces pechos de Jana, suaves, calientes, de pezones rosados y erectos. Los acaricia. Al principio, despacio, extasiado. Por fin, se deleita con ese paso íntimo, después de tanto tiempo. Después, reparte su lengua y su deseo entre la boca y el cuello de Jana para bajar, tras una mirada larga a los ojos verdes de gata de ella, a cubrir con sus labios el regalo de sus pechos, que lame, sorbe, succiona y mordisquea, mientras una durísima erección le pide salir de sus pantalones, para adentrarse en la piel de Jana, en su humedad y en su calor envolvente.
—No, eso no —pide ella, a pesar de estar también aturdida por el deseo, viendo que él empieza a desabrocharse en la entrepierna.
Él no contesta. Cede al decoro y aleja su mano de los botones de los pantalones, pero vuelve a acomodarse sobre Jana, a la que obliga, suavemente, a abrir las piernas, mientras él, desesperado, cabalga sobre ella, al tiempo que le sorbe la vida en besos a sus pechos, que devora sin miramientos, que agarra fuerte con sus manos, ásperas y pulidas por el mar. Jana aún no comprende qué ha pasado cuando él termina su movimiento salvaje, jadeando, porque ha eyaculado sobre su propia ropa interior. Ella ha experimentado, tras el roce continuo de sus sexos, algo similar a un orgasmo: un calor encendido, húmedo y desconocido. Pasan unos minutos deliciosos, abrazados. Luis termina por sacar un pañuelo gris de su bolsillo y se limpia metiendo la mano en su entrepierna. Ella nunca lo ha visto desnudo. Él vuelve a tumbarse sobre su belleza castaña y la abraza, le besa el cuello. Ella lo empuja suavemente, juguetona y gatuna, mientras empieza a incorporarse, al tiempo que recompone su ropa, diciendo que es muy tarde y que tiene que irse a casa. Él la detiene, vuelve a tumbarla en la hierba seca y la apresa entre sus brazos.
—¿Cuándo le vas a decir a tu padre que somos novios? —le pregunta a Jana, enarcando las cejas.
—Todavía no —contesta ella con una sonrisa apagada.
—Pero es que somos novios.
—Bueno —concede ella.
—¿Bueno? ¿Y cómo que todavía no? ¿Pues cuándo? No sé a qué tienes miedo. Le podíamos pedir permiso para casarnos. Que sepa que vamos en serio. Si quiere que esperemos a que tengas los dieciocho, esperamos, pero estoy cansado ya de esto; siempre con secretos, con la carabina escapada, con excusas bobas. Yo quiero casarme contigo. —Luis habla reprimiendo la fuerza en sus palabras, como si ésta fuese una discusión ya vieja y repetida—. ¿Es que no me quieres?
—Sí. Sí te quiero —contesta ella, bajando la mirada y guardando silencio dos segundos—, pero vas muy rápido.
—¿Rápido? ¿Un cortejo de más de cuatro años es rápido? ¡Si todo el mundo ya cree que somos novios! —dice Luis, indignado, elevando el tono, liberándola y levantándose de un salto, al borde del enfado.
Jana le mira con dureza.
—¿Y de qué vamos a vivir? ¿Y en dónde? —le pregunta.
—Cómo que en dónde. En Comillas, ya lo hemos hablado cien veces, me cago en la mar. En mi casa, con mi madre: ya te lo dije, no voy a dejarla sola. Y con lo que saco en la pesca nos da de sobra para vivir a diario. Yo soy un hombre, Jana. Llevaré dinero a casa, llevaré dinero en perras gordas y en especies; esas sardinucas que te gustan tanto. Algún día cenaremos dorada, y algún otro, merluza. —Luis la mira, esperanzado—. ¿No es suficiente con estar juntos? ¿Con tener qué comer y dónde dormir?
—¿Y yo?
—¿Y tú?
—Sí, ¿yo qué haría? ¿Limpiar, atender a tu madre, cocinar, tener los hijos que Dios quiera y coser todas las tardes hasta la madrugada para poder tener algunos ahorros? ¿Eso haría? —pregunta Jana, con rabia desafiante, mientras empieza a caminar hacia la salida del granero y retrocede, mirando a Luis y poniéndose en jarras.
Luis se queda callado unos segundos.
—No sé qué es lo que quieres. Qué pretendes. ¿Vivir como una princesa? Yo no te pediré grandes esfuerzos. Pero sí, tendrás que trabajar en casa.
—Claro. Hasta reventar. Lo que ofreces... aquí ya lo tengo.
Luis la mira, gélido:
—No. Aquí no me tienes a mí.
Jana le mantiene la mirada y se vuelve, de forma brusca y orgullosa: empieza a caminar, rápido, hacia fuera del establo, a amplias zancadas, pasos de enfado visceral. Luis la sigue. Ya fuera del granero, la agarra del brazo, la apoya contra la pared hecha de tablones de madera. La besa como loco y ella le devuelve los besos. El amor es una pelea incomprensible entre instintos básicos y poderosos.
Jana llora al tiempo que arranca unos últimos besos a Luis.
—Te quiero. Pero no soporto esto más, esta miseria —dice, bajando la mirada hacia sus zapatos, que no son otra cosa que restos de las correas negras por donde la pirita es transportada desde la fábrica Asturiana de Zinc hasta las bodegas de los barcos, y que se unen al pie por tiras de lona.
—Pero no seremos unos miserables —le dice Luis, cariñoso, besándola—. Viviremos felices, aunque humildes. Estaremos juntos. No puede haber nada mejor.
—Sí, pero Clara...
—¡Olvida a Clara! Siempre te está metiendo pájaros en la cabeza. ¿Sabes qué ha conseguido? ¿Lo sabes? Limpiarle el culo a los hijos de los ricos y trabajar de sol a sol.
—No digas eso. Es mi hermana. Al menos lleva vestidos nuevos, y zapatos de Las Galerías. Y come siempre caliente. Clara es muy lista.
—Claro. Otra lista que iba a casarse con un príncipe.
—¡Luis!
—Lo siento, pero es la verdad. No discutamos. Te quiero. —Luis sonríe—. ¿Ves como enfadada estás más guapa?
—Tengo que irme —dice Jana como toda respuesta, agachando la cabeza.
—¿Y cuándo vamos a hablar con tu padre?
—Otro día.
Luis agarra a Jana por última vez del brazo esta noche. En su rostro ya no hay rastro de sonrisa alguna.
—¿Quieres casarte o no conmigo? Porque yo también puedo cansarme de estos juegos, Jana, y dejar de venir a verte.
Ella siente la punzada de un escalofrío. Él nunca había ni siquiera insinuado dejar de cortejarla.
—No es que no te quiera. Es que es demasiado pronto —contesta ella, con una mirada más cercana, más cálida. Luis asiente con la cabeza.
—Esperaré, entonces. Pero la paciencia no es infinita, Jana. No me tengas esperando como un tonto. Si no me quieres, o si algún día te das cuenta de que has dejado de hacerlo, dímelo, porque ya no puedo arrastrarme más. Me marcharé y no volverás a verme.
Jana sonríe. Sabe que la discusión ha terminado. En realidad, la han tenido ya en varias ocasiones. Besa a Luis, despidiéndose. Ambos saben que es hora de volver a casa.
—Hay días que no te quiero nada. Cuando eres tan pesado con eso de casarse y ser novios —le dice sonriendo, al tiempo que le besa en la mejilla. Luis suspira y le devuelve la sonrisa, rendido.
—Los días que tú no me quieras, te querré yo por los dos —dice él, clavándole su mirada con gesto tranquilo.
Jana le mira y comprende que, aunque su cabeza y sus tripas la arrastran a volar tras sueños imposibles, su corazón estará, para siempre, tocado por la mirada tranquila y azul del joven marinero que le sigue el paso hasta su casa esta noche. Se acerca el momento decisivo de escoger. Escoger los caminos a tomar en la única vida que un humano tiene disponible. La ruta de los ganadores no brilla especialmente y no es fácil saber por dónde caminar. Pero sólo los cobardes dejan de pelear por lo que creen que les corresponde. ¿Sabes cuáles son los guerreros más peligrosos?
Los que sienten que no tienen nada que perder.
HANNÍBAL: Primeros principios, Clarice. Simplicidad. Lea a Marco Aurelio. De cada cosa, pregúntese qué es en sí misma, cuál es su naturaleza. ¿Qué es lo que hace el hombre al que está buscando?
CLARICE: Mata a mujeres.
HANNÍBAL: No, eso es circunstancial. ¿Cuál es la primera y principal cosa que hace? ¿Qué necesidad cubre matando?
CLARICE: La ira, la aceptación social y... la frustración sexual...
HANNÍBAL: ¡No! La codicia... ésa es su naturaleza. ¿Y cómo comenzamos a codiciar, Clarice? ¿Buscamos cosas para codiciar? Haga un esfuerzo y conteste.
CLARICE: No, solamente...
HANNÍBAL: ¡No! Empezamos a codiciar lo que vemos cada día. ¿No siente su cuerpo recorrido por las miradas, Clarice? ¿Y no busca con su mirada las cosas que desea?
Diálogo de la película El silencio de los corderos (1991), en que el personaje de Hannibal Lecter (psiquiatra confinado por crímenes de canibalismo) ayuda a Clarice Starling (joven agente del FBI) a encontrar a un asesino en serie.
Oliver Gordon observó desde su acogedor porche cómo el mar fraguaba una batalla oculta, cómo se removía poderoso desde su fondo de piedra y arena, ofreciendo un inusual tono verde, previo al vómito inmediato en que prometía revolverse una gran tormenta. Por fin, el mar había dejado de estar en calma. Aquella quietud, aquel calor tan pesado y pegajoso de los días anteriores, le había resultado artificial, inquietante, ajeno a una naturaleza coordinada y correcta: algo rugía ahora en las entrañas de las aguas, preparadas para escupir y retorcerse desde su intimidad más recóndita. Oliver pensó que aquel mar bravo se asimilaba a su estado de conciencia, de sentimiento pegado a su alma, que hasta ahora había estado fingiendo calma y tranquilidad, cuando en realidad sólo estaba esperando que alguna mano liberase una caja de acero repleta de furia.
Quizá por fin fuesen a destaparse todos los secretos de su familia, de Villa Marina y de otros lugares y personas que ni siquiera conocía. El subteniente Sabadelle llegaría en cualquier momento. La teniente Redondo había prometido unirse tan pronto como pudiese: por teléfono le entendió algo como que tenía que ir a un hospital de Santander por un asunto vinculado a su caso. ¿De qué se trataría? Él, que la había llamado hacía sólo unos minutos, pletórico, resolviendo un misterio, se había topado con otro.
Desde que su padre lo había llamado por teléfono la noche anterior, desde la casa familiar escocesa, en Stirling, sus búsquedas por internet y en la escasa biblioteca que había podido recuperar de Villa Marina no habían cesado y apenas había dormido.
Arthur Gordon, su padre, se había mostrado sinceramente sorprendido por todo lo que estaba pasando en Suances. La sensación de haber convivido con un cadáver en el sótano, las escasas semanas de veraneo en Villa Marina, no le había resultado agradable en absoluto. Sin embargo, el detalle del dios tribal verde, que en principio no pareció clarificar nada en la mente del viejo señor Gordon, a los pocos minutos de conversación pareció encender parte de su memoria. ¿Un hombre con dos serpientes entrándole por la boca? Sí, sin duda era algo difícil de olvidar. Claro que el que él conocía no tenía ni cuerpo, ni plumas, ni abalorios similares a los que Oliver le había descrito. Él sólo recordaba una enorme cara pétrea, de ojos saltones y grotescos, con aquellos dos reptiles taponándole la boca. Estaba, como un escudo protector, en aquella casona de Santillana del Mar, casi enfrente de la mismísima colegiata románica de Santa Juliana, a la vista de todos. Había un libro en la biblioteca de Villa Marina que contaba algo sobre aquello; eran sólo unas pocas líneas aclaratorias... ni siquiera recordaba el contenido del texto, que había tomado como algo anecdótico. De aquello hacía ya tantos, tantísimos años...
Pero la conversación entre padre e hijo sobre Tlaloc, en realidad fue escasa. Oliver estaba más interesado en su madre, en su genealogía, en la verdad sobre sí mismo y su familia. Y resultó que sí, que su padre sabía que su madre había sido adoptada; ella misma se lo había contado a su regreso a Londres, tras averiguarlo, diez años atrás. No quiso enredar la mente de sus hijos con historias huecas que no irían a ninguna parte: ella misma deseó continuar, normalmente, con el ritmo de su vida y de su propia historia. Su padre siempre lo supo todo y, aunque era partidario de contárselo a sus hijos, jamás traicionó la confianza de su esposa. Oliver sintió una oleada de respeto hacia el viejo Arthur Gordon, una cercanía de sangre y de honor inusual, casi desconocida. Al parecer, su madre no había contado a su padre nada que el propio Oliver no supiese ya. La versión de la historia que Lucía Gordon había relatado a su marido coincidía con la ofrecida por la madre abadesa de las Clarisas, sor Mercedes.
Quizá en este punto no hubiese más misterio que el de determinar la identidad de unos padres biológicos que, muy posiblemente, no fuesen más que unos pobres diablos sin dinero ni futuro, allá por los años cincuenta, y que probablemente incluso ya estarían muertos.
Cuando Oliver, casi a la una de la madrugada, terminó su larga conversación telefónica con su padre, no sin antes asegurarle al viejo Arthur, media docena de veces, que no precisaba que bajase a España para acompañarle durante el desarrollo de la investigación, decidió seguir indagando sobre Tlaloc todo lo posible hasta que pudiese llamar a la teniente Redondo por la mañana.
Rebuscando en las cajas de cartón donde había mandado guardar todos los volúmenes de libros que se encontrasen en Villa Marina, localizó dos que le sirvieron de mucha ayuda, y que, durante su infancia, jamás se había aventurado a abrir y mucho menos a interesarse por su contenido. Uno se titulaba Heráldica de Santillana del Mar, y el otro, mucho más sugerente, El hálito vivo del tiempo, que se dedicaba a hacer un recorrido sobre toda la historia de Santillana del Mar, desde sus mágicas y paleolíticas cuevas hasta sus desmantelados torreones, pasando con detalle por los claustros románicos y por los palacios blasonados. Fue en este segundo libro donde lo vio por primera vez: aquel rostro ancho, de carrillos generosos, de ojos abiertos, como sorprendidos, y unos labios carnosos y entreabiertos, sobre los que se escurrían sendas culebras hacia el interior de la boca. No cabía duda, era Tlaloc. Sólo una cara mirando al frente, ni rastro de cuerpo, de plumas, de símbolos mesoamericanos, sino sólo aquella cara burlona y misteriosa, anclada a una fachada de piedra que no parecía corresponderle ni por época, ni por lugar, ni por religión. El extraño símbolo, que sobresalía de la fachada tanto o más que el resto de los blasones de la villa, se encontraba justo encima de la puerta principal de entrada a la casa, enorme y señorial. Sobre esta puerta adintelada, flanqueada por pilastras, un largo balcón corrido hacía de tejadillo a Tlaloc y lo protegía contra las inclemencias del tiempo. Quizá el dios mesoamericano pasase desapercibido, precisamente, porque se encontraba incrustado en la fachada, justo encima de la larga balconada: un enorme escudo de piedra, con dos fieros leones enfrentados y en pie, sobre los que cabalgan increíbles dragones, y bajo los que había una especie de trompas impresionantes. Aunque el libro El hálito vivo del tiempo tenía unos cincuenta años, estaba en buen estado y Oliver pudo ver con nitidez los detalles en un dibujo alzado, hecho como a tinta china, muy detallado, de esta casona y de otras tantas, entre palacios, torreones y patios empedrados. A los pies del dibujo donde se retrataba a Tlaloc rezaba «Casona de los Quevedo». Un momento, pensó Oliver: cómo que de los Quevedo. Que-ve-do. ¿Quevedo? ¿En serio? ¿No era ése un escritor español del Siglo de Oro? ¿El mismo poeta que en el siglo XVII había escrito El Parnaso español y que era amigo de Lope de Vega y de Cervantes? Oliver decidió investigar en internet: el autor de la frase «poderoso caballero es don Dinero» tenía ascendencia cántabra, en efecto, y había estado en Santillana del Mar, aunque la casona no era suya, sino de unos primos. Increíble: cuando Oliver, en su carrera universitaria de filología hispánica, había tenido que estudiar el Siglo de Oro español y, con él, a Góngora y a Quevedo entre otros, nunca habría imaginado que él mismo había compartido, con diferencia de cuatro siglos, lugar de veraneo con el escritor. ¿Qué demonios pintaba Tlaloc en la casa de los Quevedo? En el libro Heráldica de Santillana del Mar no se decía nada en absoluto, y en El hálito vivo del tiempo, nada exageradamente revelador, salvo que «bajo el balcón corrido se muestra un relieve indiano».
Un relieve indiano. Oliver se quedó como congelado, pensando, ante la pantalla del ordenador y sobre el libro abierto. Llegó a dos conclusiones: primera, que, dado que, según la Wikipedia, el movimiento y retorno indiano ocupaba la franja temporal situada entre finales del siglo XIX y la primera mitad del XX, el relieve de Tlaloc era muy posterior al Siglo de Oro, es decir, un añadido ornamental en la fachada que nada tendría que ver con la arquitectura original de la casona; y segunda, que si realmente era indiano lo había tenido que mandar poner allí uno de esos cántabros que hicieron las Américas y retornaron con los bolsillos llenos de oro a su tierra de origen. Rebuscó en internet por todas las vías que se le ocurrió utilizar en Google. Descubrió que no sólo retornaron pueblerinos reconvertidos casi en nobles, gracias al oro de las Indias, sino que América también se pobló de escudos cántabros. Y descubrió también que, en el afán de estos pueblerinos de ser «hijos de algo», es decir, «hidalgos», nobles, gentes de reconocido prestigio social, esculpieron, orgullosos y ostentosos, enormes blasones, llenos de simbolismos y de fuerza. A Oliver no le resultó difícil dejar volar su intuición y plantearse, de nuevo, la hipótesis más lógica: tuvo que haber un indiano retornado, estrafalario, excéntrico y provocador que no se limitó a blasonar la genealogía de su familia, sus símbolos de poder, disfrazados de águilas, leones o dragones, sino que se animó a incluir un añadido: el dios mesoamericano que, posiblemente, él creía que le había traído fortuna en Sudamérica, tal y como él mismo sentenciaría vehementemente o como los indígenas le habrían asegurado. Y debió de ordenar tallar en piedra su amuleto de la suerte, para que en tierra propia la fortuna le siguiese sonriendo. ¿Quién sería el personaje? ¿Un descendiente de los Quevedo? Oliver siguió indagando por internet hasta que, agotado, ya a las tres de la madrugada y cuando iba definitivamente a apagar el ordenador portátil, descubrió, en un foro sobre historia local y cultura cántabra, que la casona de Quevedo pertenecía, desde primeros del siglo XX, a otra familia apellidada Chacón. México. Indianos retornados. Bingo: ahí estaba la clave. Su hipótesis era plausible. México, Tlaloc, retorno de un indiano que, supersticioso, talla en su nueva y señorial casa un símbolo de fortuna. En realidad, el motivo de por qué el indiano hubiese decidido plantar a Tlaloc en la fachada era irrelevante: allí estaba y el vínculo con Villa Marina era ya inexcusable. Ahora bien: ¿qué tendría que ver una familia indiana, acomodada y adinerada, de Santillana del Mar, con Villa Marina, en Suances, y con su pequeño ángel escondido en el sótano? ¿Quizá los Chacón tuviesen relación con los Ongayo? Oliver dejó que las preguntas volasen de su mente; sintió la necesidad de descansar. Llamaría a la teniente Redondo por la mañana, tan pronto como pudiese despegarse de las sábanas.
Y así lo había hecho, revolucionando la Comandancia de la Guardia Civil en Peñacastillo, en Santander, y cambiando los planes que la teniente había organizado para todo su equipo de la Sección de Investigación. Ahora, Oliver, que terminaba un gran café en su porche, mientras observaba cómo la tierra y el mar se preparaban para una gran tormenta, deseó que ésta explotase por fin, que en una ciclogénesis pasmosa arrastrase todos los silencios, las verdades a medias y los paréntesis huecos de su propia historia, para, por fin, poder agarrar sin miedo y sin recelos su tiempo y su propia vida.
Valentina Redondo, por su parte, en aquel momento se encontraba llegando al hospital de Santa Clotilde, en Santander. Giró el vehículo hacia la derecha, en el Paseo General Dávila, y accedió, atravesando una amplia entrada abierta en un muro de piedra, a los jardines del recinto, salpicados de árboles plataneros y de palmeras. Nunca había estado allí: pensó que el hospital, soberbio, noble pero desgastado, debía de ser un edificio de los años cuarenta o cincuenta. Dos leones alados de piedra, que se miraban sin descanso y desafiantes a cada extremo del portalón de entrada, habían vigilado su acceso a la que, en su día, y en honor al espectacular paisaje que se divisaba sobre la bahía de Santander, se había llamado finca Bella Vista.
—Buenos días, teniente Redondo —la saludó, a pie de coche, el inspector de policía Miguel Manzanero, que conocía a Valentina por otros casos anteriores, en los que habían coincidido antes de clarificar la competencia efectiva de quién iba a llevar según qué caso. El inspector era sólo unos años mayor que Valentina, y su aspecto saludable y jovial evidenciaba una asistencia relativa al gimnasio y un fondo alegre.
—Hola Manzanero, ¿cómo estás? —contestó Redondo con una sonrisa, aunque no se molestó en ocultar su cansancio—. ¿Qué tal va el pequeño Martín? Ya tiene seis meses, ¿no? —se animó a preguntar al policía, en relación con su reciente paternidad.
—Nueve meses y medio, Redondo, ¡nueve! —sonrió, cordial, Manzanero—. ¡Que el tiempo pasa más rápido de lo que crees! Y tú, ¿sigues dando calabazas a tus docenas de admiradores?
—Claro que no, les he pedido que soliciten cita a mi secretaria para cantarme serenatas, porque justo ahora mismo ando ocupada buscando asesinos en serie —respondió Valentina con otra sonrisa, cambiando enseguida el gesto a una seriedad neutra: hoy no le sobraba el tiempo, precisamente.
—Gracias por venir a recibirme... y por atenderme, con el jaleo que tendrás ahí dentro —dijo, señalando con un gesto de cabeza los coches de policía que había en el aparcamiento, y a los agentes uniformados que entraban y salían del edificio—. Nosotros tenemos un lío de mil demonios con este caso, Manzanero. Están sucediendo asesinatos de ancianos a toda velocidad, cada uno con una modalidad diferente, y todo desde que descubrimos el cadáver del bebé en Suances, ya lo habrás leído en la prensa.
Manzanero asintió, pensativo:
—Sí, lo sé, por eso te he llamado, aunque ya sabes que de momento no puedo dejarte revisar ningún informe de este asunto hasta que se inhiba el juzgado al que le toque.
—Ya, muchísimas gracias de nuevo por avisarme. De camino para aquí he llamado ya al juez Talavera, que hablará con el magistrado al que le toque el asunto en reparto para que dicte la inhibición de los autos lo antes posible y nos pasen el expediente a la Guardia Civil.
—Perfecto, pero, entretanto, sabes que no te puedo dejar hablar con la víctima ni con los testigos. Se supone que tú no estás aquí.
—Se supone. Me iré enseguida, de verdad, no te voy a ocasionar problemas, sólo he venido para hablar contigo personalmente del asunto y darte las gracias, además.
—Anda ya, Redondo, no me jodas. Vienes a ver si puedes ejercer de sabueso en la sombra —replicó Manzanero, afable—. Pero me temo que no va a ser posible —dijo, al tiempo que miraba hacia el edificio, de corte clásico e inglés, con dos amplias plantas y un ático distribuido en distintos y amplios tejadillos angulosos, cubiertos de teja de pizarra negra. A Redondo, que siguió con la mirada hacia donde se posaba la vista del inspector, el hospital empezó a recordarle, levemente, la casa de la señora Ongayo en Comillas. De la puerta principal de entrada salió un hombre alto y de pelo cano que, tras un recorrido visual del jardín, se dirigió directamente hacia ellos.
—Joder —dijo, suspirando, Manzanero—, ahí viene de nuevo el director del hospital, Andrés Ciervo; está preocupado por la imagen de Santa Clotilde, lleva más de una hora dándome el coñazo.
—Pues viene a paso firme, se ha venido arriba —comentó, en voz baja, casi jocosa, Valentina, observando las grandes zancadas a las que se acercaba el hombre.
—Inspector Manzanero —espetó Andrés Ciervo, nada más llegar a la altura del policía y de la teniente Redondo—, aquí cada vez hay más gente, y ya le he dicho que precisamos manejar este asunto con discreción, ¿entiende? Y éste es un hospital geriátrico de media y larga estancia, de reconocida reputación, ¿entiende?, donde tenemos enfermos crónicos que precisan tranquilidad y cuidados constantes, sobre todo tranquilidad, ¿entiende? Quiero decir, que por favor les ruego discreción y que no filtren nada de esto a la prensa, porque los familiares del resto de los pacientes van a pensar lo que no es, que aquí no tenemos seguridad, ni cuidado con quien entra y sale, no sé si me entiende —concluyó, esperando confirmación visual y verbal a sus peticiones, al tiempo que observaba con descaro a la teniente Redondo, cuestionando su presencia: ¿otro policía más, quizá, en su hospital?
—Le entiendo —contestó Manzanero en tono neutro y profesional, pero seco— seremos discretos y cautelosos, pero no tenemos poder sobre la prensa, ni yo me encargo de los comunicados a ese medio. De momento, si no le importa, tenemos que hacer nuestro trabajo.
El hombre respondió con aspavientos llenos de nerviosismo:
—La víctima, es decir, el enfermo, tiene párkinson; es una enfermedad neurodegenerativa, que, en su caso, está muy avanzada, y no deben perturbarle más de lo estrictamente necesario, por su bien y por el de su familia... su hija está muy preocupada, como comprenderá. No sé si me entiende.
—Le entiendo, pero le reitero que si nos deja trabajar y nos da un margen razonable para ello, terminaremos cuanto antes y todo volverá a la normalidad —replicó Manzanero, haciendo un gesto intencionado de volverse y seguir hablando con la teniente Redondo. A Andrés Ciervo no le quedó más remedio que darse por despachado y regresó al interior del hospital, hablando de forma ininteligible consigo mismo.
Valentina resopló.
—Te espera una mañana de cuidado, Manzanero. Hazme sólo un breve resumen de lo que tengas y me marcho, ¿conforme?
—Conforme. Te cuento: del viejo que tenemos dentro no se puede sacar gran cosa. El pobre hombre, ya lo has oído, tiene el párkinson muy avanzado y habla entremezclando hechos actuales con otros de hace sesenta años. Se llama Juan Ramón Ballesta. Ochenta años. Padre, abuelo, antiguo empleado de Solvay... vamos, de lo más corriente y normal que te puedas echar a la cara por aquí. Vecino de Torrelavega, viudo, su hija se encarga de él, y ella no tiene la más mínima idea sobre las barbaridades que cuenta su padre, o al menos eso dice. Yo me la creo, no parece que mienta. A Ballesta lo ingresan periódicamente aquí, en el Santa Clotilde, por distintos tratamientos que tiene que seguir por su enfermedad. Anoche, sobre las nueve, cuando terminaban las visitas y su hija ya se había marchado, el anciano asegura que alguien intentó estrangularle. Esto no puede ser fruto de su imaginación, porque tiene las marcas de presión en el cuello. Que la agresión no tuviese éxito se debe, al parecer, a que una enfermera accedió a la habitación para dar la medicación al enfermo de la cama de al lado, que está medio vegetativo. El agresor empujó a la enfermera, que por su parte asegura que no pudo ver nada, y salió disparado.
—¿Y no hay más testigos?
—Nada. De momento no tenemos a nadie que reconozca haber visto u oído nada extraño, salvo los gritos de la enfermera cuando fue empujada.
—¿Y las cámaras de seguridad? —preguntó Valentina, señalando visualmente una que se encontraba sobre la puerta principal del edificio y otras dos situadas entre el portalón de entrada, junto a los leones alados y sobre la zona de aparcamiento.
—Nada. En total hay siete cámaras en todo el recinto exterior e interior, todas operativas, pero son de mero control de entrada y salida, no registran imagen.
—¿No graban? —se exasperó Valentina.
—No. Pero como elemento disuasorio para gamberros funcionan. Y en recepción tienen controlado el aparcamiento y quién accede y sale del recinto.
—Vale. Estupendo —comentó, irónica—. ¿Y qué ha declarado Ballesta? ¿Cómo sabe de la existencia de Oliver Gordon, además?
—A ver, por partes. De todas las incongruencias y absurdidades que ha dicho Ballesta, sólo nos hemos podido quedar con que quien le agredió podría ser un hombre joven, que él dice que viene de la familia del Zorro o de otra estirpe sobre la que él cree que manda alguien de la familia del Zorro.
—¿El Zorro?
—Ya ves. Dice también que Oliver Gordon está en peligro, y que si la verdad, la luz, sale de las entrañas del Ángel de Villa Marina, irán a por él.
—¿Luz de las entrañas del Ángel? —suspiró, escéptica, Valentina, sopesando la credibilidad de las palabras de un demente, que sabía que la podrían llevar por caminos equivocados.
—Como lo oyes. Y esto, después de desgranar la información que nos ha dado de forma inconexa, mezclándolo todo y llamando a su madre, que creo que lleva muerta veinticinco años.
—Joder.
—Ya. Resulta que la hija le trae la prensa al viejo, todos los días, que al parecer lo entretiene, y desde que leyó lo de la aparición del cadáver en Villa Marina, y, especialmente, lo relativo a la muerte de Pedro Salas, empezó a hablar de un saco, de un secreto, y de que él ayudaba a los del monte y que era hombre de palabra, y que él no diría nunca nada, que el secreto se iría con él a la tumba.
—¿Un saco? ¿Los del monte?
—Sí, creemos que hace referencia a los republicanos que se echaron a los montes en Cantabria al terminar la guerra civil: su hija nos ha confirmado que, por lo que sabe, su padre sí mantuvo relación con movimientos políticos en aquellos tiempos y que, en todo caso, es y ha sido siempre más rojo que la grana.
Valentina no daba crédito: un dios mesoamericano, un bebé emparedado en el sótano de una casona veraniega, un anciano asesinado de un tiro en el estómago en la ría de Suances, otro envenenado, y ahora un intento de homicidio a un demente que sólo hablaba de un zorro, de un saco, de republicanos que se echaron al monte hacía ya más de setenta años y de que Oliver Gordon estaba en peligro.
—Manzanero, si te digo la verdad, como esto siga así van a tener que venir los de la Unidad Central Operativa y hasta el puto Sherlock Holmes; el caso se complica cada vez más.
—¿Los de la UCO? Puede ser, pero no habéis hecho más que empezar. Date tiempo, Redondo, ni siquiera tendréis todavía todos los resultados forenses, ¿me equivoco?
—No, en efecto, aún no tenemos casi nada. Estamos intentando agilizarlo. Dime, el anciano, el señor Ballesta, ¿ha dicho algo más de interés?
—De momento poco más, salvo lo que ya te he dicho, que el agresor era hombre, joven, y que lo identifica como alguien de la familia del Zorro o de una estirpe dirigida por él. Y que Oliver Gordon debe andar alerta: imagino que todo dependerá de lo que descubráis sobre el bebé.
—Ya. Y tú, ¿sabes algo interesante sobre los del monte, algo que te suene que nos pueda ayudar?
Manzanero enarcó las cejas, para adoptar una actitud de fingida concentración, como recordando datos aprendidos hacía mucho tiempo.
—Pues sé lo que todos... ¿no te suenan Juanín y Bedoya?
—No. Te recuerdo que yo no soy de aquí.
—Es verdad, galleguiña —replicó, haciéndole una mueca amistosa—; pues esos dos eran los héroes locales, los últimos que quedaban en el monte. Mi padre incluso me ha contado que de pequeños, en vez de jugar a indios y vaqueros, jugaban a guardias civiles por un lado y a Juanín y Bedoya por el otro... como héroes populares, que escondidos por las montañas se burlaban de los del tricornio y de Franco.
—¿Los del tricornio? —preguntó Valentina, frunciendo el ceño: ¿acaso olvidaba Manzanero que ella misma, a pesar de ir vestida siempre de paisano, era guardia civil? El inspector rio de buena gana.
—No te enfades, mujer, si es que eran otros tiempos. Todo cambia. A esos dos que te cuento se los cargaron a finales de los cincuenta... en el cincuenta y siete, me parece, y se acabaron para siempre los del monte.
—¿En el cincuenta y siete? —exclamó, asombrada, Valentina, que mentalmente hacía números—. ¿Dieciocho años en el monte desde que acabó la guerra civil? ¿Estás de coña?
—Claro que no. El que no estaba para coñas era Franco; o qué te pensabas, teniente —contestó, sonriendo, el inspector Manzanero.
Valentina sonrió a su vez, rendida y cansada.
—Vale; si tienes algo más, por favor llámame. Me marcho ahora para Santillana del Mar.
—De acuerdo. Ya hablaremos. Cuídate, tienes mala cara.
—Gracias, hombre —replicó Valentina, guiñándole un ojo y simulando disgusto por el comentario, al tiempo que ya iba caminando hacia su coche de trabajo, un Alfa Romeo 159, mientras el inspector se dirigía al interior del hospital de Santa Clotilde.
Valentina arrancó el vehículo y automáticamente se accionó la radio, que siempre llevaba conectada cuando viajaba sola. Sonaba el desalentador Back to Black de Amy Winehouse, muy adecuado para el cariz gris y lluvioso que estaba tomando el día.
La música, como una sombra, comenzó a acompañar sus pensamientos.
Un rompecabezas. Eso era lo que ella llevaba entre manos. Lo que su Sección de Investigación tenía que recomponer en un cuadro legible, sustentado por la lógica. Pisó más el acelerador. Cuanto antes llegase, antes comenzarían a trabajar. ¿Cómo le iría a los demás? A todos les había dejado las tareas inicialmente encomendadas, salvo a Sabadelle, al que había mandado a Villa Marina para revisar la documentación y los libros localizados por Oliver Gordon, para que después se desplazase hasta Santillana, y a Riveiro, al que le había encomendado la gestión añadida de lidiar con el Instituto de Medicina Legal. Ella no había conseguido contactar por teléfono con Clara Múgica. El día anterior sabía que la forense se había tenido que ir muy tarde de su despacho, y debía de estar agotada. Pero era extraño que aún no le hubiese devuelto la llamada. A quien ahora le debía un gran favor era al inspector Manzanero; aun así, antes de que le adjudicasen a la Guardia Civil el caso del anciano de Santa Clotilde, podían pasar, tranquilamente, un par de semanas, y eso aún a pesar de la intermediación del juez Talavera. La burocracia era lenta, pegajosa y absurda.
A pesar de los inconvenientes, un rayo de luz había iluminado parcialmente el caso, al haber localizado el señor Gordon a Tlaloc en Cantabria. Quién lo iba a decir, un puñetero símbolo mesoamericano en plena calle principal de Santillana, a la vista de todo el mundo. Era increíble: en unas horas Oliver Gordon había descubierto el nexo que ni ellos, ni las Clarisas, ni el museo, ni la universidad, habían conseguido desenmarañar en el mismo período de tiempo. Antes de salir para el hospital de Santa Clotilde, Valentina había verificado con Sabadelle que, en efecto, había hasta tres Chacón en el listín telefónico de Santillana del Mar, pero uno de ellos ya no estaba operativo, y en los otros dos no habían podido establecer contacto. En todo caso, iban a ir personalmente a ver al maldito Tlaloc en la fachada: era lo menos que debían hacer. Si los inquilinos de la casona no estaban, sin duda los vecinos serían una fuente inestimable de información.
Era increíble el gran paso que habían dado en la investigación gracias al señor Gordon. Pero Valentina no era confiada. Sabía lo suficiente sobre psicópatas como para, hasta el momento, y aún con coartadas creíbles, sospechar de todo el mundo, incluido el encantador y atractivo Oliver. Con el descubrimiento del cadáver en Villa Marina, parecía que se había destapado la caja de los truenos. ¿Qué era lo que codiciaba el asesino?: ¿Esconder un secreto familiar? ¿Silenciar un antiguo crimen? ¿Dinero? ¿Proteger a alguien? ¿De qué? Mientras intentaba ir encajando las piezas del puzle, Valentina apenas se percató de que comenzaba a llover mansamente, como un preludio de la gran tormenta que se avecinaba. Sin darse cuenta, de forma automática, accionó el limpiaparabrisas y siguió conduciendo, al tiempo que su mente manejaba toda clase de hipótesis, dirigidas por la duda y la suspicacia. ¿Sería casualidad que Oliver llegase justo la mañana de la aparición del cadáver en Villa Marina? ¿Y precisamente, además, cuando, según el jefe de obra, su llegada no estaba prevista hasta un par de semanas más tarde? ¿Por qué había adelantado el viaje? ¿Y cuál era el pasado de Oliver Gordon? ¿De qué huía? Ya no podía dejar más margen a la cortesía: tendría que hacerle un interrogatorio denso, largo y concluyente, absolutamente personal. Sin embargo, Valentina, honesta, tuvo que reconocerse a sí misma que deseaba que Oliver Gordon no tuviese nada que ver con todo aquel rompecabezas. Cuando, la mañana anterior, habían cruzado las miradas ante el porche de su sorprendente cabaña, ella percibió desafío, tormentas y dureza en su mirada, pero no maldad, ni ira. Quizá la engañase. Quizá no. Maldita sea: una potente corriente magnética le arrastraba hacia él. De camino hacia Santillana del Mar, Valentina Redondo se maldijo a sí misma, al menos, en media docena de ocasiones, sabiendo que estaba deseando ver de nuevo al enigmático, extraño y encantador Oliver Gordon.
Ring. Ring. Ring.
El teléfono sonó en el despacho anexo al del juez Talavera. Su secretaria, Olga Santana, con orden de no pasar llamadas, no pudo resistir mucho la insistencia de quien hablaba al otro lado del aparato. Parecía que conocía al interlocutor. Conectó a través del teléfono con el juez, dejando la llamada entrante en espera, sin molestarse en levantarse e ir al despacho de Talavera, a menos de diez metros del suyo.
—¿Jorge?
—Sí.
—Tienes una llamada.
—¿No te he dicho que no me pases nada, salvo que sea muy urgente?
—Parece urgente.
Jorge Talavera resopló.
—Cuánto de urgente, Olga, que estoy hasta arriba. A ver, ¿quién es?
—Clara Múgica.
—¿Clara? —preguntó, sorprendido, el magistrado. Ella siempre lo llamaba al móvil—. Pásamela.
En dos segundos, la forense y el juez estaban telefónicamente conectados.
—¡Clara! ¿Qué ha pasado? ¿Cómo no me llamas al móvil, mujer?
—No... no lo sé. Supongo que porque esto no es sólo de ámbito personal.
—Joder no me asustes —replicó Talavera, ante el tono apagado de la forense—. Pero ¡si hasta me has cantado el color de las vísceras de un fiambre por móvil, Clara! Dime, ¿qué es lo que pasa?
—Pasa que tengo que contarte algo importante en relación con el asunto de Villa Marina. Al principio no creí que fuese a afectarme; en realidad, no tenía nada que ver conmigo, pero esto se está complicando y creo que no debo seguir realizando los trabajos forenses vinculados al caso. No quiero que esto suponga una desagradable sorpresa cuando se sepa, sino sólo una lamentable coincidencia.
—Pero qué me estás contando, Clara —replicó, asombrado, Talavera, que jamás había tenido un mínimo problema profesional con Clara ni le había escuchado aquel tono de voz, tan hundido, opaco e impersonal—. Habla con toda confianza; dime, ¿cuál es el problema?
—Que tengo un vínculo personal... familiar, con alguien que se está investigando.
—¿Cómo? ¿Con quién?
—Con la señora Ongayo.
—¿Cómo que con la señora Ongayo? ¿Pero de qué coño de vínculo familiar me estás hablando?
El juez Talavera escuchó cómo Clara Múgica, al otro lado de la línea, cogía aire antes de soplar suavemente, casi con tristeza, la información:
—Es mi madre.
Y entonces, tras mucho tiempo en el oficio, de haberlo visto y escuchado ya casi todo, de estar de vuelta de cientos de batallas, el juez Jorge Talavera dejó que sus pulmones, su pulso y su mente se inundasen del más denso de los asombros, al tiempo que empezó a bajarle, inquietante, un inesperado latigazo de sudor frío por la espalda. Él no lo sabía, pero fuera, en la calle, en el mar, en el aire, ya había empezado la tormenta.