Diario (6)

Gijón, el 20 de octubre de 1937, es tomado por los nacionales y así se aniquila el último resquicio de dominio republicano en Asturias y en toda la franja norte. Perdida la batalla en esta tierra de guerreros, la prensa internacional dice que la victoria franquista sobre el resto de la Península es sólo cuestión de tiempo.

Es la hora de la cena. Jana, Clara y David están sentados con su padre a la mesa de la cocina, ajenos a lo que ha ocurrido en Gijón: hoy, el centro del mundo es esa pequeña habitación en Hinojedo, iluminada por una lámpara de carburo.

Es la noche en que Jana caerá a plomo, al suelo, por segunda vez en su vida, sin sentido, sin luz, y con sensación de tener hielo seco en el estómago. Benigno no ha podido hacer otra cosa. A la larga, será lo mejor. Lo hace pensando en ellos, mientras se le resquebraja el corazón. Pretende darles una oportunidad. Pero ¿cómo saber si resultará? ¿Cómo saber si el daño no será irreversible? ¿Puede ser bueno algo que abrasa a fuego la conciencia? Ha comprendido que su amor por sus hijos es infinito, cuando ha decidido dejarlos marchar.

David se irá, la semana próxima, a la popular ganadería de La Tablía, perteneciente a Suances, aunque sus fincas bordean ya la frontera con el pueblo de Tagle. Allí, Jorge, primo segundo de Benigno, y su mujer, tendrán cuenta de él; por las mañanas, casi todas, podrá ir al colegio de Suances, y por las tardes tendrá que ayudar con el ganado. No es una mala salida, y no está lejos de casa.

Clara podrá irse con la abuela Julia a Torrelavega, y ayudar de vez en cuando en la cocina y en las labores del hogar, al tiempo que va al colegio. Los señores de la casa han sido comprensivos, y han aceptado que vaya sólo la hermana mayor, de forma que sea más razonable que «colabore» en la casa; tampoco pueden acoger y alimentar a todos los consanguíneos del servicio; ser caritativo y bondadoso según los preceptos de la Iglesia raya con el límite impracticable de dar cobijo a todos los aldeanos malparados en la guerra.

Jana es la pequeña. Esa persona especial que encandila con su mirada verde a todo el que tiene la fortuna de atrapar su atención. A pesar de todo lo ya vivido, aún tiene ese brillo que contagia a los demás a su paso, como si fuese un diamante bruto proveniente de la estepa de los sueños. Aún es joven, maleable. Adoptable. Se supone que será la más afortunada. La tía abuela materna de los niños vive en Comillas, uno de los pueblos cántabros más señoriales de la época. Es la hermana de la abuela Julia. Su nombre es Amparo. Tiene un hijo en la guerra, en el bando de los nacionales, y otro que es cura y está en Madrid. Regenta una taberna junto con su marido, que es marinero, y no les va mal del todo, a pesar de los tiempos que corren: aceptan, a lo sumo, una boca más que mantener y a la que cuidar. Jana podrá ir al colegio normalmente y ni siquiera tendrá, en principio, que colaborar ni en la taberna ni en las tareas domésticas pesadas. Podrá ser, casi, una señorita de ciudad.

Pero cuando Jana supo su destino, cerró los ojos con fuerza, aunque, antes de hacerlo, ya todo se había vuelto tenebroso, incomprensible y oscuro. Marcharse con aquella anciana amable que sólo había visto media docena de veces en su vida, suponía separarse de todo mundo conocido, de sus hermanos, de su padre, de sus animales, de sus prados y de su cielo azul. Sus hermanos estarían a una hora de camino a pie de Hinojedo, aunque en direcciones opuestas, pero ella... ¿dónde demonios estaba Comillas? ¿Tres horas a pie de distancia? ¿Quizá más? ¿Sería fácil huir de allí y volver a casa?

David fue el único que no lloró. Pensó que se lo trataba, por fin, como a un hombre, y aquello le parecía una aventura. Aunque, por dentro, el miedo a la separación le atenazaba la garganta. Era sólo un niño de trece años jugando a hacerse el fuerte y a manejar palabras y gestos de hombre.

Clara lloraba, aunque lo hacía tranquila, con una calma adulta y desengañada, mientras suplicaba a su padre que le diese una oportunidad para ser ella la que cuidase a sus hermanos, la que llevase la casa. Dado que Benigno no accedía a negociaciones, secó sus lágrimas y expuso bastante serenamente todas sus posibilidades como cocinera, ganadera y ama de casa. Ella, a sus lustrosos once años de edad, los cuidaría a todos. Pero no dio resultado.

Benigno lloraba sin aspavientos, sereno, con los ojos y la mente bien abiertos. Les explicó que era una medida temporal, mientras no terminaba la guerra civil y no se asentaba «la cosa», mientras él siguiese solo en aquella casa huérfana de mujer que la sostuviese.

Pero Jana no comprendió la dimensión ni la duración de la «medida temporal». Jana no comprendió por qué ella y sus hermanos, que eran como un solo ser, eran despedazados y desperdigados por el mundo, mientras su padre se quedaba en casa, solo y rodeado de recuerdos. Cuando se desplomó, golpeó su cabeza contra el suelo de madera de la cocina, pero no sintió nada en absoluto. Sumergirse entre nubes de plomo, deambular en tinieblas de sueños, le dio un inesperado descanso. Un tiempo de reacción. Cuando se despertó, era acunada entre los brazos de su padre, que la mecía suavemente, mientras estaban tumbados en la cama, con Clara y David al lado, aparentemente durmiendo. Jana miró a su padre, con los ojos enormes y despejados, como si hubiese dormido y descansado muchas horas.

—Papá...

—Por fin te despiertas, mi niña bonita —le susurra, aliviado, Benigno a Jana. De pronto, el rostro de la niña parece mucho más adulto, y destila una serenidad callada que él percibe, sorprendido.

—Papá... ¿volveremos a vernos, a estar juntos?

—Claro que sí, preciosa. Iré a visitarte cada pocas semanas. Cuando mejoren los tiempos volveremos a estar todos en familia, en casa.

—Entonces, esto, ¿son como unas vacaciones?

—Sí, como unas vacaciones —sonríe Benigno, maravillado con la explicación, que, inesperadamente, suaviza su conciencia, aunque no la angustia que le rasca en el pecho.

—Irás al colegio y harás amigas nuevas, y, a la vuelta, nos lo cuentas todo. La tía Amparo y el tío son muy buenos, ya verás.

—Pero yo no quiero ir.

—Y yo no quiero que vosotros os vayáis, pero ya sois niños mayores. Además, recuerda: son unas vacaciones. Harás cosas nuevas, conocerás sitios bonitos... trabajarás mucho menos que aquí —termina resoplando Benigno, con tristeza, aunque con una sonrisa forzada en el rostro.

—¡A mí no me importa trabajar! ¡Puedo quedarme y madrugar más, papá!

—No, bonita. Ya madrugas demasiado. Irás a Comillas, y te gustará. Es un lugar precioso, y vivirás en la casita que los tíos tienen cerca del puerto, con vistas al mar, y verás a los pesqueros cuando regresan de la sardina, rodeados de gaviotas por todas partes.

—Las gaviotas me gustan.

—Ya lo sé. ¿Sabías que yo, de pequeño, hice algunas mareas con el tío Pepe?

—¿El tío Pepe?

—Pues claro, tontuca. El marido de la tía Amparo. No habla mucho, pero es muy bueno, ya verás. A lo mejor, te deja ir un día en el barco: hay que saber llevarlo muy bien, porque el fondo no es profundo y está lleno de rocas, ¿sabes?

Jana se queda pensativa.

—Entonces, son sólo unas vacaciones. David y Clara irán a verme cada poco. Y tú también. ¿Irás, papá?

—Claro, preciosa. ¿No ves que son sólo unas vacaciones? —contesta Benigno, estrechando más a Jana entre sus brazos, intensificando el abrazo, y retomando el acunarla suavemente, esperando que se duerma y que deje de preguntarle verdades espesas pero ligeras como el humo. Jana, antes de dejarse arrullar, mantiene la mirada a Benigno dos segundos y comprende, por primera vez en su vida, que su padre le está mintiendo.

El futuro será ya irreversible. Los tambores del alma han empezado a golpear una mente enferma y un corazón diminuto: todos los actos, livianos, severos, grandes o ínfimos, todos, conllevan consecuencias. Se ha empezado a forjar, de forma imparable, una personalidad radical, astuta y peligrosa.

¿Sabes dónde reside el verdadero peligro?

En lo imprevisible.