3

A la mañana siguiente, el cuenco con atún del porche estaba completamente vacío. Joanna se puso su chaqueta de cazador de lana roja y se bebió su café mañanero fuera, sentada en los escalones mientras temblaba y observaba los árboles, esperando vislumbrar entre ellos el pelaje oscuro antes de irse a la ciudad.

Era un día frío y húmedo, y la humedad daba lugar a que pareciese que no hacía tanto frío; el tipo de clima que le recordaba al día en que había encontrado a su padre tirado en el jardín, pero tenía ya suficiente práctica para apartar aquel recuerdo y centrarse en cambio en el paisaje familiar. Su camioneta roja era un corte de color brillante en el barro congelado de la entrada, y a la distancia podía ver el lateral verde de la montaña, que se volvía azul conforme ascendía la niebla. Todo tenía un olor metálico que se le quedaba en la lengua, como a agujas de pino y a invierno que se acercaba.

Un movimiento en el filo de los árboles captó su atención por el rabillo del ojo, pero era tan solo una ardilla dando saltitos encima de los viejos columpios de madera. Cuando ella y Esther eran niñas, sus padres habían mantenido el jardín delantero podado y limpio de forma diligente, pero a lo largo de los años el bosque lo había rodeado, y ahora el desgastado plástico amarillo de los columpios estaba prácticamente cubierto por las zarzas y los matorrales.

Joanna recordó de forma repentina y muy vívida estar sentada en los columpios, con todo el cuerpo en movimiento: el viento bajo su pelo, los puños apretados alrededor de la cuerda mientras echaba hacia atrás todo su peso, las piernas estiradas, los dedos apuntando hacia afuera, y Esther en el otro columpio gritando: «¡Dale una patada al cielo!».

En su séptimo cumpleaños, de regalo, su padre le dejó leer un hechizo que le otorgaba la habilidad de caer flotando desde alturas moderadas, así que se había pasado la hora entera que duraba el hechizo en aquel columpio, alzándose tan alto como podía para después saltar de él y flotar hasta el suelo, tan ligera como si fuera un diente de león.

Cecily y Abe la habían observado desde el porche, comiéndose la tarta de cumpleaños de Joanna y riéndose, y una Esther de diez años se había columpiado a su lado todo el tiempo, animándola. Si había estado celosa de ella, no se le había notado.

Normalmente sus padres tenían mucho cuidado de darles a sus hijas magia que Esther pudiera disfrutar también, magia que afectara al entorno, o a objetos físicos: el hechizo flotador había sido una anomalía. Quizá, como compensación, las chicas se habían despertado unos días más tarde en la habitación que compartían y habían encontrado allí a su madre, sentada en una silla junto a la cama de Esther, y a su padre sentado sobre la andrajosa alfombra de piernas cruzadas, con un libro encuadernado de azul en las manos.

Joanna lo había reconocido de inmediato. Era el libro que había unido a sus padres, el que Cecily le vendió a Abe en una exposición de anticuarios en Boston, más o menos un año después de que Esther y él se mudaran de México a Vermont. Era una historia que se repetía a menudo en su familia: cómo a Abe le había llamado tanto la atención la bella mujer belga encargada de la caseta de libros usados, cómo había valorado en tan solo siete dólares el pequeño librito azul, sin saber que su magia estaba zumbando en la cabeza de Abe. Y cómo, aunque Cecily se había sentido atraída por la intensidad de las pobladas cejas de Abe, que contrastaban con su risa fácil y atronadora, también había estado interesada en la niña de dos años colgada de sus caderas, la cual se reía cada vez que Abe reía, echando hacia atrás su pequeña cabeza rodeada de rizos oscuros e imitando el buen humor de un adulto.

—Me enamoré primero de ti —le decía Cecily siempre a Esther—. Tu padre fue un extra.

La mañana después del séptimo cumpleaños de Joanna, Joanna y Esther se despertaron y, mientras se incorporaban en la cama, Abe ya estaba leyendo la última página del hechizo, con su resonante voz retumbando en el aire. Les habían dicho lo que hacía el libro azul, pero nunca lo habían visto en acción, y Esther dejó escapar un chillido de alegría mientras las primeras vides comenzaban a retorcerse por las paredes; eran de un color verde brillante y echaban capullos grandes que aparecían con rapidez y que florecían a la misma velocidad, transformándose en flores de pétalos aterciopelados.

Las flores eran rosadas como un atardecer, tan grandes como la cabeza de Joanna, y tenían un aroma tan dulce que se le saltaron las lágrimas. Cecily se inclinó hacia delante en la silla para rodear con los brazos los hombros de Abe, y Esther se puso en pie sobre la cama. Pero Joanna se quedó totalmente quieta mientras observaba las vides y sus flores gigantescas que cubrían el techo y llenaban la habitación de un olor increíble: como rosas caramelizadas y la piel blanda de una naranja. Incluso después de que los pétalos se marchitaran y cayeran, y las vides se pudrieran, la casa mantuvo aquel olor durante días.

El recuerdo era tan fuerte que Joanna casi podía olerlo ahora, un indicio de algo rico y floreciente que se elevaba tras hibernar de la tierra fría. Libros como el azul, que no servían a ningún propósito excepto el estético, eran muy raros. Cecily se lo había llevado consigo cuando dejó a Abe muchos años después, así como algunos otros: un hechizo que arreglaba objetos rotos, otro que extraía esferas perfectas y jugosas de tomates rojos de cualquier planta viva, otro para atrapar a alguien dentro de una barrera invisible…

Joanna creía que era algo hipócrita que ella se los hubiera quedado, teniendo en cuenta lo intensamente (y violentamente) que se había opuesto a la colección de libros hacia el final. Pero aun así le reconfortaba la idea de que el resentimiento de Cecily hacia los libros no fuera más grande que el amor fascinado que una vez había albergado por ellos.

Joanna dejó su taza de café ya vacía en el primer escalón del porche y miró desde los columpios hacia la vieja camioneta roja de su padre.

Solía tomar el camino más largo hacia la ciudad, evitando la carretera principal, y siguiendo en su lugar una carretera rodeada de pinos que serpenteaba junto al río verde. Cuando Esther se sacó el permiso de conducir, solía llevar a Joanna en la camioneta los fines de semana, solo para conducir, escuchar música y hablar, y ambas hablaban más y más honestamente cuando tenían la mirada puesta en el horizonte. Una vez que Esther se marchó, cuando Abe aún estaba vivo y Joanna no era la única responsable de alzar las barreras protectoras cada noche, todavía había conducido sola bastante a menudo, buscando libros que añadir a la colección (husmeando en algunas ventas de patrimonio, rebuscando en las estanterías atestadas de las librerías de los pueblos, procurando hallar libros escritos a mano y que tuvieran un título sinónimo y repetitivo y hubieran sido categorizados erróneamente como diarios históricos o libros de contabilidad). Siempre atenta por si escuchaba el extraño murmullo de la magia. De acuerdo a la gran tradición americana, aún asociaba el coche a la embriagadora sensación de libertad basada en el movimiento, y cuando estaba al volante, sentía una especie de optimismo salvaje, un sentimiento de que quizá su vida fuera suya, y en cualquier momento podía tomar un inesperado giro.

Cuando se imaginaba un mapa, sin embargo, siempre lo veía como una serie de venas, en las que su casa era el corazón. Tal vez se dejara llevar de vez en cuando, puede que se sintiera como si se estuviera moviendo hacia afuera, pero siempre volvería atrás; un ciclo cerrado, y no un camino abierto.

Se preguntó, no por primera vez, cómo conceptualizaría el mundo Esther. ¿Cómo pensaría en el pequeño trozo de tierra donde había vivido (felizmente, había pensado Joanna en su momento) durante dieciocho años? Hasta el momento en que Esther se marchó sin avisar, no había habido muchos secretos entre ellas, y en especial no en esa camioneta. Pero Joanna no había sabido nada sobre el plan de su hermana de marcharse, no más que cuál había sido la razón para hacerlo. Tampoco podía imaginar cómo se sentía Esther cuando pensaba en su hogar, si era que pensaba en Vermont como en su hogar en absoluto. O si acaso pensaba en algún lugar como su hogar.

* * *

La ciudad, tal y como era, era descrita de forma optimista en los panfletos turísticos como «pintoresca», lo cual, en este caso, significaba que los viejos edificios eran todos de ladrillo medio en ruinas o de pizarra pintada de blanco, con carteles de madera con letras hechas a mano que se balanceaban con el viento. Un puente de un solo carril cruzaba el pequeño y pedregoso río de piedras lunares, con los bordes ahora decorados con el hielo. El puente separaba los dos bloques que constituían el centro, conocidos coloquialmente como «la ciudad vieja» y «la ciudad nueva».

La ciudad vieja incluía la ferretería, la oficina de correos con escaparate de cristal, el bar y asador, el cual tenía una entrada al estilo de las tabernas antiguas. También albergaba el “verde de la ciudad”, que era un cuadrado de hierba a la orilla del río, con un banco de piedra y la bandera de los Estados Unidos. Al otro lado del río, la ciudad nueva atraía a los turistas esquiadores con una cafetería temática de alces y mariposas, una tienda de ropa de deporte en un lateral de la calle, y al otro la tienda de Cecily y la librería de segunda mano.

Joanna aparcó en la ciudad vieja, frente a la oficina de correos. La camioneta dio un tirón cuando paró tras un Subaru que estaba tan oxidado que se podía ver el motor a través del chasis. La pequeña salita principal donde estaban los apartados de correos de metal estaba vacía, pero el buzón de Joanna no lo estaba; dentro había dos postales. El corazón enseguida se le aceleró, pero esperó hasta estar fuera, sentada en el banco de piedra del verde de la ciudad, antes de permitirse mirar las postales, escritas con aquella letra que le era tan familiar como una vez lo había sido la voz de su hermana.

La carta que iba a su nombre representaba un cielo nocturno con pinceladas de una luz verde, y con Aurora Australis escrito en cursiva en la parte inferior.

Querida Jo, he decidido quedarme en la estación una temporada más. Es verano, lo cual significa que el sol nunca se pone. No hay árboles que florezcan aquí, y los echo de menos, y a ti también. Te quiere tu hermana que trabaja duro, Esther.

La de Cecily era similar, como casi siempre. Otra escena de las luces del sur, aunque ese cielo era más rosa, y la letra no era cursiva.

Mamá, me voy a quedar otra temporada más aquí, entre la nieve. Me gustan la gente y el trabajo, aunque la comida deja mucho que desear. Echo de menos el sirope de arce… y te echo de menos a ti. Te quiere, Esther.

Joanna se quedó mirando fijamente la letra de su hermana hasta que empezó a fallarle la vista. «Te echo de menos». Las palabras y la mentira edulcorada hicieron que se le encogiera el estómago. Si Esther realmente las echara de menos, vendría a casa a verlas, pero no lo hacía. No lo haría.

Se levantó del banco, y deseó tener la fortaleza necesaria para tirar las postales a la basura. En su lugar, las guardó con cuidado en el bolsillo interior de su abrigo y echó a andar a través del estrecho puente, espantando a una bandada de cuervos que estaban posados en la barandilla de metal. Se fueron volando entre un coro de graznidos recriminatorios que se apagaron poco a poco. Una pluma, negra como el petróleo, flotó hasta posarse sobre el hormigón.

Donde la ciudad vieja estaba casi toda hecha de pizarra blanca, los pocos edificios de la nueva eran casi todos de ladrillos cuadrados. Paró en la librería por costumbre, primero para prestar atención por si escuchaba el zumbido de la magia (nada), y después para ir al mostrador y rebuscar entre las pilas de romances históricos que Madge, la dueña, había seleccionado para ella. Madge tenía setenta y tres años, era delgada y enérgica, y a pesar del hecho de que se había pasado la mayoría de su juventud en el movimiento separatista lesbiano, se declaraba a sí misma una «fanática» de las novelas de romance heterosexuales casi exasperantes que tanto le gustaban a Joanna, en las que a unos duques taciturnos les derretía el corazón el pasional encanto de las mujeres anacrónicamente feministas.

—Esta fue increíble —le dijo Madge, dándole un golpecito a una cubierta en la que aparecía un hombre muy peludo subido a un caballo, con la camisa blanca vaporosa desabrochada hasta casi el ombligo—. Y de hecho he aprendido muchísimo sobre la fiebre amarilla.

Joanna lo compró. Había probado los romances modernos, pero todo lo que estuviera basado después del 1900 no le decía nada, quizá porque ella misma vivía una vida que se parecía al pre-1900, aunque con la bendición de la fontanería de interior. Era difícil imaginarse a sí misma llevando lencería de encaje y mandando mensajes de texto sexuales, pero era fácil imaginarse con muchísimas capas de ropa complicadas, y rodando frente a una chimenea.

Aunque no era que hubiera conseguido nada parecido nunca. Su única experiencia sexual (acompañada) hasta el momento había sido con los chicos de las fiestas a las que Esther la había arrastrado en sus primeros años de instituto. Habían sido encuentros con besos y manos torpes, y no habían requerido nada de ella más allá de su buena disposición, y buscar algo real no tenía mucho sentido. No había forma de poder explicarse, ninguna forma de conocer realmente a otra persona, o dejar que la conocieran a ella, sin explicarles todo el asunto de los libros. Y eso era algo que no podía hacer.

La tienda de su madre estaba en el mismo edificio de ladrillo alargado donde estaba la librería, así que Joanna miró calle abajo y se paró junto a una camioneta aparcada para mirarse en el espejo. Su madre solía preocuparse menos por ella si tenía un buen aspecto físico, pero lo máximo que Joanna pudo hacer fue deshacerse la larga y encrespada trenza y sacudirse el pelo alrededor de los hombros. Lo tenía grueso y ligeramente ondulado, de un color castaño claro, como la miel de trigo sarraceno, y enseguida se le encrespó con la electricidad estática sobre la lana que llevaba puesta. Pensó en ponerse el gorro verde que Cecily siempre decía que le resaltaba los ojos de color avellana, pero al final decidió que no. Pensó que, en ese momento, probablemente le resaltaría las ojeras en lugar del color de los ojos. Intentó esbozar una sonrisa, pero la borró enseguida. Cada vez que veía sus propios hoyuelos se asustaba un poco, ya que la hacían parecerse a Esther.

Cuando Joanna entró en la tienda, sonó la campanilla. Como siempre, olía a incienso y vitaminas, un olor a tiza que se te pegaba a la garganta y que a Joanna no le gustaba necesariamente, pero que siempre echaba de menos cuando no lo olía. Era el aroma de la propia Cecily: intenso, acogedor, saludable. Cecily había trabajado allí durante toda la infancia de Joanna, y la habían ascendido a gerente unos años después de dejar a Abe. Aunque había comenzado como una cooperativa a granel de comida saludable, poco a poco se iba pareciendo más a una especie de tienda new age como las que uno veía en las ciudades más pudientes y turísticas de Nueva Inglaterra: con cristales y cartas de tarot mezclados con tarros de avena orgánica, talleres de astrología junto con clases de fermentación, y «mezclas de hierbas espirituales» invadiendo el pasillo del té en hojas.

Cuando Joanna entró, había un cliente que ella pudiera ver, un hombre al que no conocía y que estaba mirando las manoplas de alpaca, probablemente un turista, aunque no era aún la temporada del esquí. La misma Cecily estaba de pie junto al frigorífico de las verduras, rociando con cuidado el perejil y el cilantro con una botella llena de agua. Al igual que Joanna, era alta, aunque a diferencia de Joanna, ella tenía una postura excelente y aparentaba su altura. Tenía unos pómulos altos y planos, y aún le quedaba algo de su acento germánico, a pesar de que llevaba sin vivir en Bélgica más de cuarenta años.

—¡Ay, mi pequeñina! —gritó cuando vio a su hija, y soltó la botella junto al brócoli para poder abrazarla.

El cliente alzó la vista de las manoplas para mirar de reojo a Joanna, la cual no era ninguna pequeñina, ni en tamaño, ni de ninguna otra manera. A Joanna no le importó la expresión de cejas alzadas del hombre, ya que había abandonado la vergüenza hacía más de diez mil términos cariñosos. Abrazó a su madre y después se separó de ella, y dejó que Cecily le tocara el pelo para poder chasquear la lengua al ver las puntas abiertas.

—Podría cortártelo un poco en cinco segundos —afirmó Cecily—. ¡En cuatro! —Entonces soltó un grito ahogado—. Cariño mío, ¿qué te ha pasado en la mano?

—Ah, no es nada… Me la corté abriendo una lata.

—¿Te la limpiaste bien?

—Sí, estoy bien. Mira, he recogido las postales de Esther.

La expresión de Cecily no cambió, pero se giró para recoger la botella de agua y se puso de nuevo a ocuparse de las verduras.

—¿Dónde está ahora? ¿En algún lugar soleado, con palmeras? ¿En Barcelona, comiendo nueces?

—¿Es que la gente come muchas nueces en Barcelona?

—Yo sí que lo hice cuando estuve allí —dijo Cecily—. Pero así eran los ochenta.

Joanna dejó aquel tema.

—No —le dijo—, no está en Barcelona. Se va a quedar en la estación.

Cecily se giró a medio rociar y le echó agua a Joanna en el filo del abrigo.

—¿Cómo? ¿En qué estación?

—La misma estación donde lleva un año —le dijo Joanna, sobresaltada por la reacción de su madre.

—¿En la antártica?

—Sí, ¿dónde si no?

—No, debes de haberlo entendido mal —dijo Cecily—. Deja que la vea.

—Estoy listo, cuando pueda —dijo el cliente desde detrás del mostrador.

Cecily dudó, y al final le dejó la botella de rociar a Joanna en la mano y se apresuró para ir al mostrador, esquivando por muy poco un estante giratorio de aceites esenciales. Joanna la siguió, aunque más lentamente. En general, Cecily era todo un encanto de vendedora: «¿Ha encontrado lo que necesitaba?». «¿Ha visto nuestro nuevo hidratante de leche de cabra?». Pero en ese momento empaquetó las manoplas y le cobró al hombre sin dedicarle siquiera una sonrisa, como si estuviera impaciente por que se marchara. Cuando lo hizo y la puerta repiqueteó tras él, Cecily alzó la mano.

—Cielo, las postales.

Joanna se las entregó, y Cecily las puso ambas sobre el mostrador, murmurando algo entre dientes mientras leía la primera, y después la otra. Se metió el pelo liso detrás de las orejas y negó con la cabeza, y después las leyó de nuevo, como si estuviera buscando algo que se le pudiera haber escapado.

—¿Qué pasa? —preguntó Joanna.

Su madre parecía más preocupada de lo que Joanna la había visto en muchísimo tiempo, y sintió una oleada de pánico surgiendo en su pecho, aunque no entendía por qué razón debía de preocuparse.

—¿Qué ocurre?

—Debería saberlo —dijo Cecily—. Tendría que saber que no debería quedarse, tiene que… —Dejó de hablar, ahogándose.

Joanna se obligó a permanecer totalmente inmóvil mientras Cecily giraba la cabeza y tosía de forma áspera contra su hombro; una tos con la que llevaba mucho tiempo y que al principio había preocupado mucho a Joanna. Ahora, sin embargo, sospechaba que era simulada. Solo parecía brotar cuando hablaban sobre Esther o sobre otras cosas que a Cecily no le gustaba discutir. Por fin Cecily recobró el aliento y cerró los ojos, con las manos puestas sobre las postales.

—¿Por qué estás tan alterada? —le preguntó Joanna, y cuando Cecily no respondió, añadió—: ¿Es porque está muy lejos? Siempre está lejos. La Antártida, Barcelona… todo está realmente a la misma distancia.

—Está demasiado alejada. —dijo Cecily, tocándose la garganta—. ¿Quizá sea algo bueno? Quizá sea algo bueno. —Pareció recomponerse, echó hacia atrás los hombros y le sonrió a Joanna—. Y si me paso por la casa esta noche para cenar, ¿eh? Puedo llevar una lasaña, una botella de vino, y te puedo cortar el pelo en el porche como cuando eras una niña…

Joanna sintió un amargo nudo en la garganta.

—Mamá —le dijo—. No.

—Joanna, parece como si te hubiera pedido que me dejases cortarte la garganta en vez de ir a tu casa. La cual solía ser mi casa, por cierto. Esto es una tontería, ¿es que no lo ves?

Lo que Joanna sí que veía como si la tuviera delante era la nota que su padre había escrito en los últimos momentos de su vida. «No dejes entrar a tu madre». Era la petición más difícil que su padre le había hecho, y la que más le había costado mantener, en especial en los meses después de su muerte, cuando estaba sola en aquella grandísima casa vacía, llorando sobre sus propios brazos en lugar de sobre los de su madre. Su madre, la cual estaba a solo unos kilómetros, y la cual se habría presentado allí en minutos si Joanna se lo hubiera pedido.

Pero Cecily había renunciado a su derecho de ser invitada hacía diez años, una semana después de que Esther se marchara, cuando Joanna se había despertado con unos gritos amortiguados. Era su padre, que había alzado su potente voz de barítono a un nivel que ella jamás había oído, y el cual parecía estar enfadado y aterrorizado. Se bajó trastabillando de la cama, bajó las escaleras, y siguió el sonido hasta que se frenó en el pasillo trasero con el corazón martilleándole. Sus padres estaban en el sótano con los libros, y desde la puerta le llegó el inconfundible y punzante olor del humo.

Corrió escaleras abajo y se encontró ante una desafiante y llorosa Cecily, de pie frente a Abe, quien estaba arrodillado delante de sus protecciones, echando agua de forma frenética sobre el fuego que aún dejaba marcas de quemaduras en la alfombra que había entre los pasillos. El fuego había sido cuidadosamente construido, con varios troncos colocados sobre el pequeño códice en un triángulo para prenderlo, y después empapado de gasolina. Pero, aunque la alfombra y el suelo bajo ellos estaban chamuscados, las protecciones en sí mismas estaban intactas, no las habían alcanzado el fuego ni el agua. Se habían salvado por su propio hechizo en curso, en un estado indestructible. Pero algunos de los libros colindantes no habían tenido tanta suerte: entre el daño por el humo y el papel quemado, muchos de ellos no tenían salvación. Era obvio que, aunque el principal objetivo de Cecily habían sido las protecciones, se alegraba de cualquier destrucción que hubiera conseguido causar. Cuando se giró y vio a Joanna, que estaba allí, observándolo todo desde la puerta y horrorizada, no había arrepentimiento alguno en su rostro.

—Tu padre ha dejado muy claro que le importan más estos libros que su propia familia —había dicho Cecily—. No puedo seguir así, me voy. Por favor, Joanna, ven conmigo. Por favor. Ahí fuera hay todo un mundo para ti.

Abe había alzado la mirada desde el fuego que acababa de apagar, con uno de los libros estropeados entre sus brazos, como si fuese un pajarillo herido. Con una claridad total, nacida de la conmoción, Joanna se fijó en los bordes ennegrecidos de las páginas del libro, en la cubierta, que estaba enroscada y con burbujas, y en el pegamento del lomo, que se derretía. Era un libro que conocía a la perfección, el que una vez la había elevado hacia el perfecto cielo azul desde un pequeño columpio amarillo. Miró la cara lúgubre de su padre, que mostraba una devastación que sintió en lo más profundo de su ser. Cuando miró de nuevo a su madre, las lágrimas de Cecily caían por sus mejillas. En ese momento ya había sabido que no había duda alguna de a quién escogería Joanna.

Ahora, en la tienda, Cecily tenía los ojos secos, aunque una expresión desafiante.

—No puedo dejarte entrar —dijo Joanna—. Sabes que no puedo. No lo haré.

Cecily se alejó del mostrador mientras parpadeaba con rapidez.

—Eres una prisionera, Joanna. Prisionera de tu propia paranoia, tal y como lo era tu padre. Puedo verlo en tu rostro, puedo ver los barrotes, y se me rompe el corazón.

Joanna apartó la mirada. Ya estaba demasiado cansada para discutir sobre eso hoy.

—Los libros dominaban la vida de Abe —dijo Cecily, alzando una mano hacia ella—, pero no tienen por qué dominar la tuya. Puedes alejarte, salir al mundo, puedes tener una vida de verdad…

—Esta es mi vida de verdad —dijo Joanna—. Y no soy ninguna prisionera, yo escojo esto, tal y como tú escoges quedarte en esta ciudad incluso cuando podrías hacer lo que quisieras e irte adonde quisieras, y aunque te haya dicho un millón de veces que no me importa si no te quedas. Si yo estoy encadenada a los libros, bueno… tú estás encadenada a mí. Así que ambas estamos tomando nuestras decisiones. Yo respeto las tuyas, ¿por qué no puedes respetar tú las mías?

La expresión de Cecily había sido fiera y engreída, pero de repente se transformó. Se pasó las manos por la cara, manchándose del pintalabios rojo sin el cual jamás salía de su casa.

—Tienes razón, Joanna —dijo, y sonó casi formal—. Lo siento. Es tu vida.

—Así es —dijo Joanna, sin saber si lo estaba diciendo por apaciguarla o no, pero quería que la discusión se terminara de todas formas—. Gracias.

—Te quiero —le dijo Cecily, y le agarró la mano. Joanna le devolvió el apretón.

—Yo también te quiero. —Por alguna razón, decir aquello la cansaba y la ponía triste, porque era cierto.

Cecily se arregló el pintalabios con un dedo infalible, quitándose las manchas rojas de la barbilla.

—¿Y si vienes a comer a casa mañana, cielo? Te haré una barra de pan y podemos comernos la sopa de zanahoria que te gusta.

Un acuerdo mutuo.

—Vale —le dijo.

—¿A la una? ¿Dos?

Las protecciones tenían que erigirse a las siete, pero aquello le dejaba tiempo de sobra.

—A las dos —le dijo—. Quizás incluso te deje que me cortes el pelo.

Agarró su postal del mostrador, y Cecily la siguió con la mirada hasta que se la metió en el bolsillo. Tras un último abrazo, Joanna era libre.

* * *

Una vez en casa, fue hasta el sótano y llenó un envoltorio de aluminio con hierba gatera, acónito y álsine, y después bajó uno de los libros de las estanterías. Era del siglo xvii y escrito en francés, y Joanna recordaba cuando Abe lo había traído a casa: ella tenía diez años. Lo había leído cuidadosamente con un diccionario para entender qué podía hacer el hechizo antes de probarlo en voz alta. La tinta estaba desvaneciéndose, pero aún le quedaban unos cuantos usos, así que Joanna se lo llevó escaleras arriba, agarró el cuchillo de plata de donde siempre lo dejaba junto al fregadero, y volvió al exterior.

Se alejó del porche y de la entrada de la casa, introduciéndose entre los árboles. Había una roca plana a unos metros, y se sentó encima de ella. El frío de la piedra le traspasó los vaqueros, enfriándole las piernas. Abrió el papel de aluminio, se pinchó un dedo y lo metió entre las hierbas. Después, abrió el libro sobre su regazo. Apretó el dedo ensangrentado contra las páginas y esperó a que el francés se reorganizara en un idioma que pudiera entender. Entonces comenzó a leer.

—Deja que mi voz llegue a cualquier parte donde el viento llegue, y deja que me escuchen y vengan a mí con serenidad…

El libro era largo y poderoso, y le llevó casi media hora leerlo entero. Mientras lo hacía, sintió cómo la energía a su alrededor empezaba a cambiar, escalofriante y específica, una sensación como cuando se te pone el vello de punta, pero como jamás había sabido que era posible. El zumbido y el enjambre del hechizo la rodearon, y los demás sonidos del bosque comenzaron a titilar y magnificarse ante su voz; los cuervos graznaban más alto, el viento se escuchaba entre los árboles, y su propio corazón latía como un ritmo.

Durante los treinta minutos en los que leyó, mantuvo la mirada fija en las páginas, los sentidos alerta a los cambios que sucedían a su alrededor, pero con la vista enfocada solamente en las palabras. Escuchó las hojas crujiendo, unos pies pisando las ramitas mientras atravesaban el bosque en su dirección, las ramas partiéndose, el pesado sonido de una respiración… pero no alzó los ojos. Si lo hacía, el hechizo se rompería y tendría que empezar de nuevo. Mantuvo la voz fija, y no se apresuró para llegar hasta el final, sino que dejó que las palabras se deslizaran por su lengua y resonaran en el aire frío como un cristal rompiéndose.

Cerró el libro. Solo en ese momento, elevó la mirada.

Estaba totalmente rodeada de animales. Estaban tan inmóviles como las piezas de un tablero de ajedrez que esperaban la mano que las agarrara y las moviera. Había varios ciervos posados como estatuas, con sus piernas alargadas, su pelaje exuberante de invierno, y el pulso de sus corazones latiendo bajo la piel aterciopelada de los cuellos. Una osa estaba sentada sobre las enormes y peludas ancas traseras, con las fosas nasales húmedas abriéndose y cerrándose con su respiración, y con las patas del tamaño de una cabeza humana posadas sobre las hojas. Un alce rojizo, tan alto que era aterrador, y que estaba tan cerca que Joanna podía ver la pelusa de las astas, se lamió el morro con una lengua rosada y delicada. Un coyote descuidado se rascó lentamente una oreja copetuda. Los árboles estaban repletos de pájaros silenciosos, sentados como adornos en las ramas. Había un zorro, e incontables ardillas.

Pero no había ningún gato a rayas.

Joanna se tragó su decepción, estiró las piernas y bajó con los animales.

Aquel era el primer libro que su padre le había dejado leer en voz alta cuando tenía diez años, e incluso ahora sentía la misma sensación de asombro y la misma impresión que había sentido cuando era niña. Abe le explicó que el libro había sido escrito con la intención de que fuera un hechizo para cazar, una forma rápida y fácil de conseguir carne antes de que los animales volviesen de donde hubieran estado merodeando, pero ellos no lo usarían jamás así.

A la osa le tembló la oreja cuando Joanna le acarició la cabeza y el pecho; tenía el pelaje tan grueso y suave que casi era pegajoso. Le abrió uno de los labios y le pasó los dedos por los dientes amarillentos. Olía a almizcle y a manzanas. La osa la miró con aquellos pequeños ojillos negros suyos, sin curiosidad alguna pero con una ausencia total de angustia o intención. Puso las manos en el hueso en lo alto de la cabeza del animal y hundió los dedos en el pegajoso pelaje. Le pasó ambas manos alrededor del cuello.

Estar tan cerca de un animal como ese era una sensación electrizante, una que le recorrió el cuerpo entero; le hormiguearon los dedos, se le aceleró el pulso, y le zumbó la cabeza de alegría. Los ciervos la dejaron rodearles el cuello y apretar la mejilla contra su pelaje calentito. El alce no se retiró cuando se puso de puntillas para tocarle las astas; tan solo suspiró, disparándole una ráfaga de su fuerte aliento en la cara. Un diminuto conejo se sentó en la palma de sus manos y movió la nariz, con el cuerpo entero temblándole con el latir del corazón.

En la casa, rodeada por los restos de la vida de su padre y con los libros zumbando bajo sus pies, a veces se sentía tan sola que le preocupaba que pudiera desvanecerse como la tinta de un libro demasiado usado. Pero aquí, con la vida salvaje rodeándola por completo y el olor dulce de la magia como si fuera una buena sidra, sintió que le volvían el color y las líneas, los filos se le oscurecían, y se le llenaba el interior de tinta.

Le rodeó al coyote la preciosa cabeza y lo miró fijamente a los ojos, que eran de un color verde como el de una hoja cambiante, y él también la observó fijamente. ¿Cuánta gente podía decir que había hecho algo así? ¿Cuánta gente había tenido un poder como aquel?

¿Cómo se atrevía ella a anhelar una vida diferente?