El gato había vuelto.
Joanna podía escucharlo rascar la puerta principal. Un sonido lastimero, como el de unas ramas resbalándose por un tejado. Eran las cinco de la tarde y ya estaba empezando a oscurecer: el trozo de cielo que se veía por la ventana de su cocina se estaba destiñendo, del blanco a un color gris como el de una mancha de carbón. El hombre del tiempo en la radio había dicho aquella mañana que quizá nevara, y llevaba todo el día esperándolo: le encantaba la primera nevada de la temporada, cuando todos los marrones desteñidos del suelo somnoliento despertaban como si cobrasen vida de una forma totalmente nueva. Todo lo áspero se volvía delicado de repente, y todo lo sólido se tornaba débil, insustancial. Era magia que no necesitaba palabras para cobrar vida año tras año.
El gato rascó de nuevo, y Joanna se sobresaltó. Lo había visto acechando por el jardín muerto la semana pasada, un gato con la cabeza cuadrada, delgaducho y a rayas, así que le había dejado un cuenco con atún una noche, unas sardinas la noche siguiente, y ahora se había vuelto atrevido. Pero ahora mismo no podía prestarle atención: la cocina estaba encendida, y ella tenía hierbas cocinándose en una olla, y las manos manchadas de sangre.
Eso último era culpa suya; se había hecho un corte demasiado profundo en el dorso de la mano izquierda, así que, en lugar de un chorrito, había salido un caudal. Incluso después de haber pesado lo que necesitaba, la mano había seguido sangrando lentamente a través del vendaje, y le dolía más de lo que había pensado. Pero merecería la pena si funcionaba, aunque aquel era su intento número treinta y siete desde que había empezado hacía ya un año y medio. Y, hasta ahora, lo único que había conseguido con sus esfuerzos era una colección cada vez más grande de delgadas cicatrices blanquecinas en las manos. No tenía ninguna expectativa real de que este ensayo fuera a ser diferente en absoluto.
Y, aun así, debía intentarlo. Quería intentarlo.
Esta noche estaba experimentando con la luna nueva, después de que las últimas lunas llenas no hubieran dado ningún resultado. Ni siquiera cuando, en lo que creía que era una idea ingeniosa, había conseguido reunir media copa entera de sangre menstrual. Había esperado que esa fuera la clave. De acuerdo con su, ciertamente, nivel superficial de investigación, la sangre periférica era casi indistinguible de la menstrual para la medicina forense, y solo había conseguido que analizaran tres de los muchos libros que poseía de igual forma. Así que era totalmente posible que los test que habían enumerado “sangre” como el principal ingrediente para la tinta hubieran sido engañosos en términos del lugar del que debía provenir esa sangre.
Pero no. El libro en el que había escrito con su sangre menstrual fue igual de inefectivo que todos los demás con los que lo había intentado.
Tan inefectivo como sabía que resultaría este.
Aun así, la esperanza y la curiosidad la mantenían allí, junto a la cocina, moliendo las hierbas ennegrecidas en un molinillo, y después mezclándolas con la sangre de su mano, una yema de huevo, una pizca de goma arábiga y miel. El resultado fue una pasta densa y oscura que escribiría la mar de bien cuando se mezclara con agua, pero que probablemente, no haría mucho más. Se mantuvo atenta a cualquier sonido que pudiera sugerir que la tinta era algo más que un pigmento hecho a mano, por si escuchaba ese zumbido corporal que le atravesaba las venas como si fuera melaza cada vez que se acercaba a un libro… Pero la tinta se mantuvo oscura y silenciosa.
Había planeado escribir el libro esa noche, copiar el texto de uno de los hechizos más pequeños de su colección, un conjuro persa de diez páginas del siglo xvi, que ahora había disminuido bastante, pero que en su día había conjurado un fuego que ardía durante unos diez minutos, pero sin llegar a quemar. «El cuecehuevos», lo llamaba su padre en broma. Pero al mirar ahora esa pasta silenciosa, con la mano aún dolorida, sabía instintivamente que el acto de escribirlo sería inútil.
Se tragó las lágrimas de frustración y dejó aquel desastre sobre el mostrador para atravesar la cocina, pisando el linóleo verde y blanco de los setenta, que estaba abollado aquí y allá. Aquel suelo siempre le recordaba la voz de su padre, grave y animada, a la cual echaba tanto de menos. «Cambiaré las baldosas muy pronto», una frase que repetía tan a menudo que había adquirido la cadencia de un ritual. Pero no había cambiado las baldosas, y nadie lo haría jamás. Abrió una lata de atún para echarlo sobre un cuenco, pero cuando salió al porche, temblando con el aire que olía a nieve, no vio al gato por ninguna parte.
Ya había oscurecido por completo, sin luna alguna para iluminar el cielo, pero las nubes que lo cubrían provocaban un resplandor plateado y destilado que se quedaba atrapado en las ramas de los abedules, lo que hacía que se asemejaran a unos dedos huesudos. Entre los abedules nacarados, las píceas y los pinos no eran más que sombras susurrantes que se disolvían en la oscuridad del bosque que había más allá. Joanna entrecerró los ojos para buscar algo de movimiento entre los árboles, pero aparte de una suave brisa, la noche estaba totalmente estática.
La decepción la invadió por completo, negra como la tinta de sangre que estaba enfriándose en la taza, así que trató de librarse de ella con una risa. ¿Qué estaba haciendo, de todas formas? Tratar de atraer a un animal salvaje a su puerta, para después… ¿qué? ¿Invitarlo a entrar? ¿Ofrecerle una cama junto al fuego, acariciarle el suave pelaje, hablar con él y hacerse su amiga?
Pues sí.
Dejó el cuenco con el atún en el suelo, sobre el escalón superior, y entró de nuevo a la casa.
Joanna había nacido en aquella casa, y allí había vivido toda su vida; primero, con su familia al completo, y después, cuando su hermana se escapó y su madre se mudó no mucho después, solo con su padre. Durante ocho años, habían vivido allí Joanna y Abe solos, y desde la muerte de Abe dos años atrás, tan solo estaba ella. Era una vieja casa victoriana, demasiado grande para una persona, con su pintura anteriormente blanca manchada ahora de un color grisáceo como el de un diente antiguo, y los trozos de madera habían pasado de la elegancia del color de una galleta de jengibre a un agotamiento rancio. Incluso los escarpados arcos del techo y de las ventanas se habían apagado, como si fueran cuchillos con demasiado uso. La puerta chirrió sobre las bisagras cuando la cerró.
Dentro estaba tan silencioso como en el bosque. Como siempre. La madera oscura del vestíbulo daba lugar a la luminosidad artificial de la cocina, teñida de forma débil de color ambarino por el tono del cristal que tenía la luz del techo. La ventana que había sobre el fregadero (a través del cual durante el día podía verse el jardín de hierbas de Joanna) era ahora un turbio espejo negro. De forma intencionada, Joanna controló los pasos para adaptarlos a la quietud que había a su alrededor, como si estuviera intentando no molestar a la casa vacía.
El silencio constante parecía cada vez más otra función de las protecciones con las cuales Joanna había vivido toda su vida; otra clase de burbuja invisible que la separaba del resto del mundo, protector y sofocante. Durante el primer año después de la muerte de Abe, se lo había imaginado en cada rincón, había escuchado su voz mientras cocinaba la cena («¿Otra vez espaguetis? Se te va a poner cara de pasta») o practicaba canciones de pop en el piano («Fiona Apple, esa sí que es una buena voz»), o sentada en el porche, con las acuarelas que le había regalado su padre («Este talento te viene de tu madre, yo no podría dibujar ni un oso polar en mitad de una tormenta de nieve»). Pero poco a poco, incluso su voz imaginaria se había ido desvaneciendo, y ahora tenía que esforzarse para evocarla.
A veces, Joanna no podía evitar imaginarse a alguien más con ella en la casa: la figura de ensueño cambiante de un hombre alto, fuerte y bueno. Había leído una gran cantidad de novelas de romance, y no tenía problema alguno para fantasear sobre las posibilidades físicas: la boca de él contra su cuello, unos amplios hombros que la apretaban contra una pared, las manos que le subían la falda alrededor de la cintura… Aunque no era que ella llevara muchas faldas, pero en su subconsciente sexual, su armario estaba lleno de enaguas. Era el resto de la fantasía con lo que tenía problemas. La parte en la que intentaba posicionar a alguien que no fuera su familia allí, en esa casa con ella. Tan solo con tratar de vislumbrar al pequeño gato a rayas alrededor de sus pies, ya estaba poniendo a prueba su imaginación, aunque cada vez se le daba mejor. Casi podía verlo ahora saltar a la mesa blanca alicatada para tratar de atrapar una de las ramitas de hierbas secas que colgaban de la ventana.
Su padre había sido alérgico a la mayoría de los animales, pero incluso ahora no se veía a sí misma teniendo una mascota, aunque de niña había pedido una sin parar. Su hermana mayor había atrapado ranas para ella, culebras rayadas, había coleccionado caracoles en tarros… pero no era lo mismo. Quería algo blandito que pudiera aceptar su amor y devolvérselo. Ahora había algo doloroso en la idea de dejar que un animal entrase, en hacer que el propio hogar de Abe se volviera inhóspito para él, para cualquier voluta de su espíritu que aún siguiese allí.
Aunque eso era si uno creía en los espíritus, y Joanna no creía. De los cientos de libros escritos a mano que su padre había acumulado (libros que, al leerlos en voz alta, podían hacer cosas como afinar un piano, o formar nubes durante una sequía), ninguno de ellos contenía hechizos para hablar con fantasmas, o para contactar con el reino de los muertos. Esa debía de haber sido una de las primeras cosas que los escritores primigenios trataron de hacer, fueran quienes fueren, y más allá de lo que hubieran escrito.
—No nos corresponde a nosotros preguntar cómo —le había dicho su padre, una y otra vez—. Estamos aquí para proteger los libros, para darles un hogar y para respetarlos, no para interrogarlos.
Pero ¿cómo podía Joanna no hacerse preguntas?
En especial después de que uno de los libros que Abe había protegido toda su vida se hubiese vuelto en su contra.
Solo le había llevado seis meses después de su muerte romper una de sus reglas más inflexibles, y había sacado tres libros (aunque todos ellos tenían la tinta muy descolorida y los hechizos muy usados) fuera de las protecciones de su hogar, y los había llevado a un laboratorio de conservación en Boston. Incluso para los conservacionistas, que no sabían en realidad qué era lo que tenían delante, los libros eran objetos fascinantes, antiguos y extraños, así que Joanna los había donado los tres a cambio de acceso a los informes del laboratorio una vez que hubieran analizado el ADN y las muestras de proteína.
Si podía aprender por fin cómo habían sido escritos, quizás entendería por qué y cómo uno de ellos había acabado con la vida de su padre. Y, si sabía cómo habían sido escritos, bueno… era lógico pensar que entonces sería capaz de escribir uno por su cuenta, ¿no?
Pues aparentemente, no.
Los resultados del laboratorio la habían emocionado y asustado a la vez, aunque en retrospectiva, pensaba que debería de haberlo sospechado. La magia que había en aquellos libros necesitaba sangre y hierbas para ser activada, después de todo, así que tenía sentido que la propia tinta estuviera hecha de lo mismo. Pero aquello hacía que mirase, aterrada, algunos de los libros más largos. ¿Cuánta sangre había en esas páginas? ¿Y de quién era esa sangre?
Extendió el envoltorio de plástico sobre el cuenco con la pasta de tinta, y después volvió a vendarse la mano, la cual por fin había dejado de sangrar. Con el fuego apagado, la cocina se había quedado algo fría, así que se preparó una taza de té y se la llevó al salón. Solo había una lámpara encendida, la alta con la pantalla de flecos verdes, así que bajo la luz verdosa, la habitación parecía incluso más abarrotada que nunca, como si fuese un nido: había mantas de lana apiladas sobre el descolorido sofá rojo, tazas de té a medio beber abandonadas y mezcladas entre los libros en el suelo, los cuales estaban apilados en los estantes que llegaban hasta el techo, y jerséis enredados entre las brillantes patas del piano que había en una esquina, con las mangas estiradas sobre la harapienta alfombra persa. La estufa de madera, la cual Abe había instalado en el hueco de ladrillo donde en algún momento hubo una chimenea, estaba encendida y calentita. Joanna se sentía, de una forma reconfortante, como un ratón que volvía a su madriguera. Llevaba durmiendo allí abajo junto a la estufa desde mediados de octubre, para intentar conservar el calor. Ya había sellado con plástico las altas y estrechas ventanas, que tenían unos cristales retorcidos, y había clavado gruesas mantas al techo y a las paredes de las escaleras, para separar la parte de abajo de la de arriba, donde hacía más frío. La parte superior permanecería sin calentar y sin ser pisada hasta marzo. Su mundo se había visto reducido a cuatro habitaciones de manera funcional: la cocina, el comedor, la sala de estar y el baño. Y, por supuesto, el sótano. Había comenzado a hacer aquello el invierno en que su padre murió, y descubrió que era económico, no solo en términos de propano y madera, sino también de comodidad. Una sola persona no necesitaba toda una fría y oscura casa.
Echó más leña en la estufa y comprobó el polvoriento reloj de pie que hacía tictac junto al desvencijado sillón de cuero. Eran las siete menos cuarto, lo cual significaba que tenía quince minutos antes de que las protecciones tuvieran que ser establecidas. Así que se sentó frente a la mesita baja con un cuaderno y un bolígrafo para hacer una lista con todos los recados que debía hacer en su incursión a la ciudad al día siguiente.
La lista era bastante corta:
«Ir a la oficina de correos.
Comprar pan y ver a mamá en la tienda.
Comprobar el e-mail en la biblioteca».
Al igual que el tema de una mascota, el internet era algo que le habría encantado introducir en su casa, pero las protecciones interceptaban la mayoría de las tecnologías aplicadas a la comunicación: los móviles morían, los cables se cruzaban, etc. La radio funcionaba, y también los walkie-talkies, que era con lo que su familia se había comunicado cuando habían vivido todos en la casa, antes de que Esther y después Cecily se marcharan. La banda sonora de la infancia de Joanna era la voz entusiasmada de su hermana sonando a través: «¡Esther a Joanna! ¿Me escuchas? ¡Recibido! ¡Cambio y fuera!».
Comprobó de nuevo el reloj. Era la hora.
De vuelta en la cocina, agarró un cuchillo plateado del escurreplatos. No le echó un vistazo al frigorífico cuando pasó al lado para ir hacia el sótano, pero pudo ver la puerta colorida por el rabillo del ojo, las postales sujetas con imanes en toda la superficie. Una postal por cada mes que su hermana llevaba fuera, las equivalentes a diez años. Muy pronto llegaría otra. Cada mes, Joanna recogía la postal de Esther de la oficina de correos, y cada mes se decía a sí misma que esa vez no la colgaría, pero no podía evitar añadirla a la colección del frigorífico, incluso si no había hablado con Esther desde que su padre había muerto.
Esther tenía una dirección de e-mail, aunque parecía que no la comprobaba con mucha frecuencia. Después de la muerte de Abe, Joanna había necesitado cinco variaciones diferentes de «Esther, tenemos que hablar» antes de que su hermana respondiera con un número de teléfono. Joanna había ido a la casa de su madre, a las afueras de la ciudad, y la había llamado sentada en el suelo de la cocina de Cecily, con una mano apoyada contra los fríos azulejos, y sujetando con la otra el teléfono contra la oreja. Cuando Joanna le dijo lo que había pasado, Esther comenzó a llorar de forma inmediata y muy fuerte, con unos gritos roncos y la garganta llena de flema. Exactamente de la misma forma en que había llorado cuando era niña, cuando Joanna se había sentido brevemente cercana a ella.
Y entonces le había pedido a Esther que volviera a casa.
De hecho, se lo había rogado. Se lo había gritado, enajenada por el dolor, y mientras Esther había llorado y repetido: «No puedo, no puedo, no puedo». Hasta que Cecily le arrancó el móvil de las manos a Joanna y se retiró para hablar con Esther de forma reconfortante, en voz baja.
Joanna había intentado perdonar a su hermana por marcharse, por desaparecer sin explicación alguna, pero nunca podría perdonarla por negarse a volver cuando Joanna más la necesitaba, cuando ella era la única persona viva que sería capaz de leer el libro que había matado a su padre, la única que podría haberle ofrecido alguna respuesta. La única que podría haberle ofrecido un consuelo.
Joanna no había vuelto a ponerse en contacto con ella de nuevo.
Sin embargo, las postales no dejaban de llegar: una para Cecily y otra para Joanna, como un reloj.
La silueta del cielo, iluminada por un viejo cartel de neón de Gold Medal Flour:
«Querida Jo, aquí en Minnesota todos tienen una sauna en su jardín trasero. Creo que Vermont debería de unirse a esa moda. Tu sangre norteña te lo agradecería. Te quiere tu hermana sudorosa, Esther».
Una reproducción de Las dos Fridas, con el corazón doble de la artista conectado por las delicadas y ensangrentadas venas: «Querida Jo, si quieres entender esta postal en su totalidad, tendrás que aprender español. Estoy en Ciudad de México, cagándola con las conjugaciones y fallando estrepitosamente en mi misión de encontrar información sobre la familia de mi madre. Un beso muy fuerte de tu hermana errante, Esther».
La última tenía pingüinos. «Querida Jo. ¿Sabías que la palabra “ártico” proviene de la palabra griega para “oso”? “Antártico” significa “sin osos”. Así que recuerda, no me imagines entre osos polares, si es que alguna vez piensas en mí. Te quiere tu hermana que se congela, Esther».
¿Cuántas noches había pasado Joanna mirando fijamente aquellas postales sin poder dormir, releyendo las palabras que ya se sabía de memoria? ¿Cuántas horas había pasado en la biblioteca, o en el ordenador de su madre, buscando todos aquellos paisajes lejanos que nunca vería por sí misma? Era una experta en cada uno de los sitios en los que su hermana había estado. Una experta en montañas por las que jamás ascendería, mares en los que nunca nadaría y ciudades por cuyas calles jamás caminaría.
No se molestó en encender la luz al abrir la puerta del sótano. Incluso si no la guiaran los años y años de sabérselo de memoria, el zumbido dorado que cada vez se escuchaba más y más habría sido suficiente para orientarla. Se abrió paso escaleras abajo en medio de la oscuridad y la humedad que olía a moho, pisando los escalones de madera chirriantes. Pasó junto a la pálida figura que era la lavadora, hasta donde estaba la lona, estirada sobre el suelo y sujeta por bloques de cemento. La trampilla estaba justo debajo. La abrió de un tirón, y la vieja madera soltó un quejido. Descendió la segunda tanda de escaleras.
El zumbido le invadió la mente.
En la última escalera, hizo una pausa para palpar la pared de cemento hasta dar con el interruptor de la luz, y un segundo después el pequeño pasillo se iluminó. La puerta que llevaba a la colección estaba hecha de acero, con un vinilo que estaba descascarillado por la parte de abajo, y con un cerrojo por encima del mango. Colgada de un clavo a su izquierda descansaba la llave, que estaba atada a un lazo rojo, así que la introdujo en la cerradura con un ruido que ya le era familiar.
Como siempre, le llevó un momento aclimatarse al estrépito que invadió los oídos de su mente, un sonido que había intentado describir a su hermana y a su madre más de una vez, pero nunca era capaz de hacerlo. Era como estar llena de abejas doradas que eran, de hecho, una sola abeja, las cuales eran, de hecho, un campo de trigo radiante, meciéndose bajo un resplandeciente sol. Era un sonido, pero a la vez no lo era. Estaba en sus oídos, pero estaba en su cabeza. Era como saborear un sentimiento, y el sentimiento era poder.
«Suena incómodo», había dicho Esther.
Y lo era.
Pero también era magnífico.
La puerta se cerró tras Joanna, y se apoyó contra ella sin abrir los ojos, esperando el momento en el que el sonido dejara de ser tan físicamente abrumador. Entonces, encendió la luz del techo. Allí abajo se estaba calentito: siempre a diecinueve grados Celsius, con un cuarenta y cinco por ciento de humedad (allí era donde iban toda la electricidad y el gas de la casa). Al frente de la habitación cuadrada, lo que Abe llamaba «el lado de los negocios», aunque no se había llevado a cabo ningún negocio allí, había un pequeño fregadero de acero inoxidable, varios archivos gigantescos, un conjunto de imponentes estantes de roble, sobre los cuales había tarros y tarros de hierbas, y un enorme escritorio de nogal que habían encontrado en una liquidación de patrimonio en Burlington, años atrás.
El resto de la habitación estaba repleta de libros.
Había cinco estanterías de madera, cada una de casi dos metros de ancho, y mucho más altas que Joanna, y todas tenían puertas de cristal herméticas. Estaban colocadas en fila sobre una vieja alfombra de lana roja, que había reemplazado a otra alfombra roja que la madre de Joanna había quemado hacía ya una década, aunque a Joanna no le gustaba pensar en aquel día. Grabado al final de cada estante, como una placa con el sistema decimal de Dewey, había una lista de qué libros había en cada estante, y en qué orden.
Algunos de los más grandes estaban colocados de plano, pero la mayoría de los libros estaban ubicados en los estantes, y Joanna los limpiaba cada mañana con un pincel y buscaba signos de deterioro, pececillos de plata, polillas del papel o ratones, aunque el sótano era hermético y no había tenido ningún problema de plagas durante años. Llevaba haciendo aquello desde que su padre había puesto su talento a prueba a los cinco años.
Los libros estaban más o menos organizados por una fecha aproximada, aunque todos eran antiguos. El más antiguo de la colección de Joanna era de alrededor del año 1100, y el más nuevo, del 1730. No sabía qué se había perdido en los últimos siglos: ¿sería el conocimiento de cómo escribir los libros, o la magia que una vez habían tenido? Aquella era una pregunta que la perseguía desde que era niña, una pregunta que Abe siempre había sostenido que no solo ignoraba, sino que tampoco le producía ninguna curiosidad.
«No nos corresponde a nosotros preguntar cómo».
Abe parecía creer que la protección no se correspondía con el conocimiento, como si no pudieran proteger correctamente los libros si sabían demasiado sobre ellos.
Esta creencia (en el silencio, en la ignorancia) se extendía a los libros y a otros aspectos de su vida, particularmente en lo que respectaba a sus hijas. Él parecía haber creído que mantenerlas en la ignorancia era el equivalente a mantenerlas a salvo.
—Es una respuesta al trauma —le había dicho Esther en una ocasión a Joanna, con ese insoportable aire de superioridad de listilla que había adoptado en la adolescencia—. Cree que, si habla sobre las cosas malas que han pasado, entonces pasarán más cosas malas.
Este optimista análisis llegó después de los muchos años poco optimistas que Esther se pasó rogando saber más sobre su madre, Isabel, sobre cuya muerte Abe tan solo había compartido algunos escasos detalles: cómo había llegado a casa un día, a su apartamento de Ciudad de México, y se encontró a Esther llorando en la cuna. Todos los libros habían desaparecido, e Isabel yacía en el suelo, con un disparo en la cabeza.
Abe dijo que Isabel había sido asesinada por la gente que veía los libros como una mercancía, como los diamantes o el petróleo: productos que podían ser comprados y vendidos, y por los que era posible matar, en lugar de un fenómeno que debía de guardarse. Durante todo el tiempo que los libros habían existido, también había existido gente como aquella. Y, como muchos otros que trataban con mercancías, los cazadores de libros a menudo se aprovechaban de la agitación y la opresión para llevarse un beneficio. Abe sabía aquello mejor que la mayoría de la gente. Sus propios abuelos paternos habían poseído la misma habilidad de escuchar la magia que Joanna había heredado de Abe, y habían tenido un pequeño teatro en Budapest, muy conocido por sus increíbles efectos en escena: actores que pasaban a través de objetos sólidos, piezas de atrezo que flotaban sin cables visibles, cortinas envueltas en llamas que no soltaban humo… Hasta 1939, cuando fueron saqueados bajo patrocinio de una ley que limitaba el número de actores judíos que se permitían en un teatro.
Tanto el marido como la mujer desaparecieron en el saqueo, así como los libros que hacían posibles sus efectos especiales imposibles. Todo, excepto los pocos volúmenes que los Kalotays habían mantenido escondidos en su hogar: volúmenes que el abuelo de Joanna consiguió llevar a los Estados Unidos, cuando llegó en un barco carguero en 1940 para vivir con un tío suyo en Nueva York. Tres libros, ocultos en el falso fondo de un baúl.
Aquellos tres libros aún seguían estando tras un cristal en el sótano de Joanna, herencias familiares mantenidas allí con mucho esfuerzo, y una prueba de lo peligroso que era usar magia tan abiertamente.
O, al menos, según Abe. Según Cecily, el peligro no estaba en usar la magia; el peligro había estado en vivir bajo un régimen fascista. Ella declaraba que los libros robados simplemente eran otro botín de guerra nazi más, más cosas preciadas a las que creían tener derecho, como los cuadros, las joyas, los empastes de oro o las vidas. Era cierto que Abe tenía la frustrante tendencia de atribuir las atrocidades históricas a una subyacente caza de libros: una vez, cuando Esther trajo Las brujas de Salem a casa a principios del instituto, trató de sugerir que los juicios de Salem de las brujas quizás habían estado orquestados por cazadores de libros, lo cual había perturbado a Cecily hasta casi hacerla llorar.
—Esa es la clase de lógica de la que se nutren los fanáticos —le había dicho Cecily—. Hace que parezca que las acusaciones eran ciertas, y que la gente que murió por brujería estaba, de hecho, practicando magia. Pero no: odio y miedo. Eso es lo que era, y eso es todo lo que fue. Piensa en las mentiras que se contaron sobre el pueblo judío, las mentiras sobre rituales de sangre y sacrificios humanos… Odio, miedo, y el deseo de tener el control. Llámalo por su nombre, Abe.
Sin embargo, dada la historia familiar y lo que le había pasado a la madre de Esther, Joanna suponía que no podía culpar a su padre por su paranoia. Era asombroso que hubiera seguido coleccionando después de la muerte de Isabel, que hubiera construido de nuevo la biblioteca, hasta el punto de que los estantes de Joanna ahora contenían doscientos veintiocho volúmenes mágicos.
Doscientos veintinueve, si contabas el libro de cuero marrón que Abe había sacado consigo al jardín cuando murió.
Pero Joanna no lo contaba.
Ese libro era un caso aparte en casi todos los aspectos. Todos los libros requerían sangre para activarse, pero aquel no solo había aceptado la sangre de su padre: lo había dejado seco. Y era el libro más gordo que había visto jamás: tenía las páginas atestadas de texto, lo cual significaba que había sido escrito con tanta sangre que hacía que la suya propia se le quedara helada. También estaba relativamente segura de que el hilo que sostenía las páginas era pelo. Pelo humano. Y también era uno de los únicos dos libros en su colección que era, como diría su padre, «un trabajo inacabado»: un trabajo cuyo hechizo aún seguía en funcionamiento.
Joanna no sabía qué era lo que hacía el libro, ya que no podía leerlo. La única imagen clara era un pequeño relieve dorado de un libro, en la cubierta trasera. Las propias palabras se le escapaban, danzaban y se movían como los colores de un caleidoscopio. Aquello era como los libros en activo se mostraban para cualquier persona excepto el lector, aunque Esther podría haberlo leído. Podría, pero no lo haría. Un libro activado no podía ser destruido tampoco: ni roto, ni quemado, ni ahogado. Solo la persona que había leído el hechizo por primera vez podía darlo por finalizado, ya fuera por elección propia, o por su muerte.
Los libros en activo sonaban sutilmente diferentes a los libros inactivos, y además el zumbido era más como un enjambre. Y este libro, el que su padre había escondido durante años y el cual lo había llevado a su muerte, sonaba más extraño que ningún otro. Era un sonido profundo, como un diente podrido.
Cuando Abe murió, ella había asumido que el libro era nuevo para él, que lo había adquirido recientemente. Y había asumido que, alzándose bajo la sombra de su paranoia, su muerte no había sido accidental. Parecía seguro que alguien le había dado el libro a propósito, alguien que lo había matado para poder quedarse con los libros. El mismo destino que habían sufrido Isabel y los bisabuelos de Joanna.
Su padre había adquirido su colección de varias formas diferentes: yendo a librerías de segunda mano y liquidaciones de patrimonio, asistiendo a convenciones de libros extraños, comprando de forma regular conjuntos gigantescos de libros en eBay mientras rezaba para que las cajas llegaran con algún zumbido, y, por último, comprándolos directamente de gente que sabía lo que estaban vendiendo. Había mantenido un minucioso historial de cada transacción, y en los días posteriores a su muerte, Joanna había repasado cada cosa que había anotado para buscar sospechosos… Pero entonces encontró algo diferente. Un cuaderno que no había visto jamás, escondido bajo sus calcetines, en el cajón de arriba de su cómoda.
Era un cuaderno antiguo, con las páginas amarillentas, y las fechas anotadas databan de veintisiete años atrás. Abe llevaba anotando ese cuaderno desde antes de que ella naciera. No había muchas entradas, quizás una o dos por año, pero mientras leía le quedó claro que el libro en curso no era nuevo para Abe, para nada.
Sin que ella lo supiera, durante todos los años de la vida de Joanna Abe había tenido ese libro, y durante todos esos años, había intentado destruirlo. Lo había empapado de aguarrás y prendido fuego; había probado con una motosierra, le había echado lejía. En la última entrada, antes del día de su muerte, se leía: «Tengo curiosidad por qué pasará si añado a la mezcla mi propia sangre. ¿Invalidará o interrumpirá el hechizo? Merece la pena probar mañana».
Abe llevaba intentando terminar el hechizo, fuera cual fuere, que estaba activado en las páginas del libro. En su lugar, el libro había acabado con él.
Ahora descansaba encima del escritorio en la parte delantera de la habitación, y Joanna tenía mucho cuidado de no tocarlo jamás con las manos. Tampoco lo acercaba mucho a los libros que contenían las protecciones, los cuales eran demasiado preciados para mancillarlos.
(Escuchaba la voz de Abe en su cabeza, poniéndola a prueba como había hecho cuando era más joven: «Técnicamente no es un libro. ¿Cómo llamamos a estos primeros manuscritos?».
Un códice. «Semántica, papá».
«Precisión del idioma, Jo»).
El libro de protecciones (códice de protecciones) estaba en latín, y a pesar de su pequeño tamaño, era el más poderoso y extraño de la colección. No solo por lo que el libro podía hacer, lo cual era considerable, sino porque, a diferencia de los otros, cuya tinta se desvanecía en algún momento, y con ella su magia, la tinta de las protecciones podía ser recargada. El códice había pertenecido a Isabel, y cuando ella murió, había estado guardado en un almacén con otros cientos de libros, a salvo de quien fuera que la hubiera asesinado. Tres días después de que ella muriera, Abe había agarrado a su hija y había conducido sin descanso hasta cruzar la frontera; luego había recorrido el continente hasta la antigua casa familiar en Vermont. Aquella noche, había establecido las protecciones por primera vez, y no había permitido que cayeran durante el resto de su vida. Y tampoco lo haría Joanna.
Se acercó al fregadero y se lavó las manos concienzudamente. Después, las sostuvo durante un largo rato bajo el chorro de aire del secador eléctrico, hasta que sintió que cada gota de humedad se había desvanecido. Entonces, fue hasta el armario de las hierbas y puso una pizca de milenrama y verbena en un pequeño cuenco, el cual llevó hasta el escritorio.
Las hierbas y plantas no eran estrictamente necesarias para leer hechizos (la sangre sola sería suficiente), pero sí aumentaban el efecto de toda la magia, la potenciaban e incrementaban la duración. Nunca había una respuesta «correcta», sino mucho posibles factores, y Joanna había memorizado todo: desde las propiedades mágicas innatas (verbena para la protección, datura para el conocimiento y la comunicación, belladona para la ilusión) hasta las correspondencias físicas (hierbas delicadas para una magia delicada), así como la especificidad (camomila para los hechizos polacos, chincho para los peruanos). Aquello último era útil solo si Joanna sabía más o menos de dónde provenía un libro, y la milenrama era una de las hierbas más usadas porque era de fácil acceso y crecía ampliamente en todo el mundo.
Dejó la milenrama y la verbena a un lado por ahora, agarró el diminuto códice de quince páginas con tapa de cuero y lo apoyó en el soporte alargado de madera que Abe había hecho. Lo abrió con cuidado. Con el cuchillo plateado en mano, consideró incidir de nuevo sobre el corte que tenía en la mano, pero aquello le dolería de forma innecesaria, así que optó por su lugar habitual y se clavó la afilada punta en el dedo hasta que brotó una gota de sangre de forma obediente. Era el color más intenso de toda la habitación, más vivo incluso que el cuerpo del que acababa de salir. Sostuvo el dedo ensangrentado sobre las hierbas en polvo, y dejó que la brillante gota se deslizara por su piel. Después metió el dedo en la mezcla y presionó el corte contra el mismísimo códice.
A diferencia de la mayoría de los libros, que simplemente absorbían la gota de sangre que se les ofrecía, los libros de protecciones bebían. En cuanto tocó la página con el dedo, comenzó a tragarse su sangre de forma avariciosa. Le dolía ligeramente el dedo por la succión, como si una boca diminuta se hubiera agarrado de él, y la tinta se volvió más y más nítida, más negra, más fiera sobre la página de lino. Llevaba levantando aquellas murallas de protección toda su vida, y la succión siempre le había parecido reconfortante. Pero después de que Abe muriera, se había pasado meses aterrorizada de que las protecciones se volviesen contra ella, como aquel libro había hecho con su padre. Sin embargo, eso no ocurrió, y para entonces ya se había vuelto a acostumbrar. Conforme alimentaba las palabras, el latín (idioma que no conocía muy bien) empezó a surgir de nuevo ante ella, transformándose en algo que sí podía entender. Respiró hondo lentamente, y se puso a leer.
—Que la todopoderosa Palabra le otorgue a este hogar un silencio nacido del silencio, y que el silencio despierte en el cielo una bandada de ángeles sin malas intenciones, para que el cielo se cierre a sí mismo por completo con un manto de nubes, y para que los ángeles oculten este hogar de los ojos de aquellos que buscan en este mundo cruel. Que la vida convierta las hierbas en oscuridad, y la vida haga oscuridad de estas palabras, y que la Palabra…
Y siguió y siguió leyendo, quince páginas de ángeles, alas y miradas maliciosas, hasta que la última frase resonó con un murmullo, como un millón de plumas volando. Joanna sintió cómo las barreras se establecían de nuevo. Notó, además del zumbido siempre presente, una sensación como de taponamiento, como si el sello que había alrededor de la casa fuera hermético de forma científica, además de etimológica y mágicamente. La casa, de nuevo y como siempre, era ilocalizable, ni siquiera en los mapas. Nadie malintencionado podría encontrarla.
De hecho, nadie en absoluto podría encontrarla. Las protecciones que instalaba cada noche a la misma hora se aseguraban de ello, rodeando la frontera de la propiedad para que la carretera y la casa fueran esencialmente invisibles para cualquiera cuya sangre no estuviese en el libro de protecciones. Era una invisibilidad que iba más allá de la vista, dado que también afectaba a los sentidos y a la mente: ni siquiera se podía pensar en la localización de la propiedad, y mucho menos podrían buscarla y encontrarla. La gente de la ciudad había conocido a Abe y a Joanna durante casi tres décadas y, sin embargo, si alguien le preguntaba a alguno de los dos dónde vivían, enseguida el rostro de sus vecinos se quedaba en blanco, y después se encogían de hombros y sonreían, confundidos. «¿En las montañas?» sugerían ellos mismos. O algunas veces: «¿En la parte baja de la montaña?».
Ni siquiera la madre de Joanna podía localizarla si venía a buscarla: no desde que se había mudado y había dejado de añadir su propia sangre a las protecciones cada noche. Si Cecily quisiera visitarla, Joanna tendría que ir a buscarla, recogerla y traerla, lo cual Abe le había hecho prometer que nunca haría.
Y esa promesa, al menos, no la había roto.
Tan solo Esther, a quien la magia nunca había podido tocar, sería capaz de encontrar la casa si lo intentaba. Tan solo Esther podría presentarse en la puerta, abrirla, y llamar a Joanna.
Pero Esther no haría tal cosa.
Una vez que las protecciones estuvieron instaladas, Joanna volvió a colocar el códice en su estuche protector. Se levantó del escritorio y lo ordenó. Después, apagó la luz y cerró la puerta. A su espalda, los libros zumbaban y resonaban, dulces y a salvo en su hogar subterráneo.