Esther no podía superar lo azul que estaba el cielo iluminado por el sol.
Era una variante de azul casi blanco donde se unía al horizonte nevado, pero se intensificaba conforme subía la mirada hacia arriba: pasaba de un azul turquesa a cerúleo, hasta un calmado y luminoso azul celeste. Bajo él estaba el brillante y cegador hielo antártico, y los edificios dispersos que Esther podía ver desde la estrecha ventana de su dormitorio dibujaban sobre los surcos blancos de la carretera rayas de un azul índico con sus sombras.
—Disculpa —dijo Pearl, empujando a Esther con la cadera hacia un lado para poder encajar un trozo de cartón cortado a medida en el marco de la ventana. Esther cayó hacia atrás sobre su cama sin hacer, y se apoyó sobre los codos para observar cómo Pearl se inclinaba sobre el diminuto y atestado escritorio para poder llegar hasta el cristal.
—Si me hubieras dicho hace dos semanas que estaría tapando el sol en cuanto saliera, me habría reído en tu cara —le dijo Esther.
Pearl cortó la cinta adhesiva con los dientes.
—Bueno, hace dos semanas dormías toda la noche. Para que no digas que la oscuridad nunca te ha dado nada bueno. —Puso el último trozo de cinta y añadió—. O yo.
—Gracias, oscuridad. Y gracias, Pearl —dijo Esther.
Aunque dormía mal desde que el sol había reaparecido después de seis meses de invierno, aún era algo desalentador ver desaparecer la luz y las montañas en la distancia, y volver a sumergirse en la realidad de su habitación-celda: la cama, con sus sábanas moradas arrugadas, iluminada por la siniestra luz del techo; las baldosas del suelo con sus desperfectos y el escritorio de madera contrachapada, con todos los papeles apilados y dispersos, la mayoría de los cuales eran de la novela mexicana que Esther estaba traduciendo por gusto. La susodicha novela estaba sobre su cómoda, a salvo de la colección de vasos medio llenos de agua que dejaban su marca en forma de aro sobre los papeles.
Pearl se sentó frente a Esther, a los pies de la cama, y le dijo:
—Bueno. ¿Estás lista para enfrentarte al populacho?
Esther se puso el brazo sobre los ojos y dejó escapar un quejido en respuesta.
Esther y Pearl habían pasado todo el invierno con tan solo otras treinta personas que trabajaban en la pequeña estación del Polo Sur, pero noviembre había traído consigo el verano, y en los últimos días habían llegado los pequeños pero atronadores aviones de carga, que habían arrojado a casi cien personas nuevas a los pasillos de la estación. Ahora los dormitorios, la cocina, el gimnasio y los despachos superiores estaban repletos de científicos y astrónomos: extraños que se comían todas las galletas de madrugada, encendían ordenadores que llevaban mucho tiempo dormidos y hacían constantes y nerviosas preguntas sobre a qué hora del día se encendía el satélite de internet.
Esther había pensado que se alegraría de ver tantas caras nuevas; siempre había sido extrovertida por naturaleza, no era la típica candidata a estar encerrada bajo el hielo en una estación de investigación que se parecía mucho a su diminuto y campestre instituto. Había vivido en Minneapolis el año antes de llegar a la Antártida, y los amigos que había hecho allí habían reaccionado totalmente horrorizados cuando les había dicho que había aceptado un trabajo en la estación del polo como electricista durante el invierno. Todo el mundo conocía a alguien que conocía a otro alguien que lo había intentado, lo había odiado, y se había marchado a casa antes de tiempo para escapar de aquel aislamiento tan extremo. Pero a Esther eso no le preocupaba.
Supuso que la Antártida no podía ser mucho peor que el aislamiento y las condiciones extremas en las que se había criado. Le pagarían bien, viviría una aventura, y lo que era más importante, sería totalmente inaccesible para la mayoría de la gente del planeta.
En algún momento durante el largo invierno, sin embargo, la extroversión de Esther había comenzado a atrofiarse, y con ello, la máscara de alegría que solía ponerse cada mañana junto a su uniforme. En ese instante, observó el techo de un blanco industrial, tal y como las paredes de un blanco industrial, y los pasillos de un blanco industrial, y sus compañeros de un blanco industrial…
—¿Y si, de hecho, llevo toda mi vida siendo introvertida? —preguntó—. Todos estos años… ¿me estaba engañando a mí misma? Los extrovertidos de verdad están ahí fuera diciendo: «¡Sí, joder, por fin gente nueva, fiesta sin final, vivan los Estados Unidos!».
—Viva el territorio internacional del Tratado Antártico —la corrigió Pearl, quien era australiana con doble ciudadanía.
—Bueno, sí —dijo Esther—. Eso mismo.
Pearl se arrodilló y gateó por la cama hacia Esther.
—Me imagino —le dijo— que seis meses de celibato indeseado, además de un avión entero lleno de caras nuevas, podría hacer que cualquiera se volviese extrovertido.
—Umm —dijo Esther—. Entonces, ¿me estás diciendo que me he convertido en una introvertida gracias al increíble poder de…?
—De mi cuerpo, sí. Por supuesto —dijo Pearl, la cual estaba trazando una línea con los labios por la oreja de Esther.
Esther alzó la mano y agarró entre los dedos el pelo rubio de Pearl, el cual, de alguna forma, siempre parecía que acababa de estar bajo el sol, a pesar de la completa y total falta de luz natural. «Estos australianos…». Siempre tan infatigablemente playeros y listos para todo. Pasó los dedos a través de los mechones enredados, y después tiró de Pearl hacia ella para besarla. Sintió la sonrisa de sus labios contra los suyos cuando Esther la atrajo más aún hacia sí.
Durante la última década, desde que tenía dieciocho años, Esther se había mudado cada noviembre: de ciudad, de estado, de país. Hacía amigos y encontraba amantes de forma despreocupada, al ritmo al que otros piden comida para llevar, y acababa con ellos igual de rápido. Caía bien a todo el mundo, y como mucha otra gente que caía bien, le preocupaba que, si la gente de verdad llegara a conocerla, si consiguiera atravesar el escudo de simpatía, de hecho, no les caería nada bien. Pero esa era una de las ventajas de no quedarse jamás en un solo sitio.
La otra y más importante ventaja: que nadie la encontraría.
Esther deslizó la mano bajo el dobladillo del jersey de Pearl. Encontró la suave curva de su cadera al tiempo que Pearl empujaba una de sus alargadas piernas entre los muslos de Esther. Pero incluso mientras movía las caderas para conseguir la fricción que tanto buscaba, las palabras que su padre había pronunciado tanto tiempo atrás resonaron de repente en su cabeza, como un jarro de agua fría sobre su subconsciente.
«El dos de noviembre, a las once de la noche en punto de la hora del este de América del Norte», había dicho Abe el último día que lo vio, diez años atrás en su hogar en Vermont. «Estés donde estés, debes marcharte el dos de noviembre, y no parar de moverte durante veinticuatro horas, o las personas que mataron a tu madre vendrán también a por ti».
El verano había empezado oficialmente hacía un par de días: el cinco de noviembre. Tres días después de que, según el mandato tan insistente de su padre, Esther tuviera que irse.
Pero no se había ido. Aún seguía allí.
Abe llevaba dos años muerto ya, y por primera vez desde que había empezado a huir, hacía ya una década, Esther tenía una razón para quedarse. Una razón cálida, sólida, y que en ese momento estaba besándole el cuello.
Técnicamente, Esther había conocido por primera vez a Pearl en el aeropuerto de Christchurch, junto al gran grupo de trabajadores que esperaban para embarcarse en el vuelo en dirección la Antártida. Ambas habían estado escondidas bajo tantísimas capas obligatorias para subirse al avión (un gorro de lana, un anorak gigantesco y naranja, guantes, las enormes y aislantes botas, las gafas de protección con los cristales oscurecidos puestas sobre la cabeza), y Esther tan solo había vislumbrado de forma breve unos ojos brillantes y una risa gutural antes de que todo el grupo fuera guiado al avión, y Pearl y ella fueran asignadas en partes totalmente opuestas de la bodega de carga.
Por sus diferentes obligaciones y horarios, sus caminos no se habían cruzado de nuevo hasta casi un mes después, cuando Esther había colgado un cartel en el gimnasio para buscar compañeros con los que pelear. «Boxeo, muay thai, jiu-jitsu, artes marciales mixtas, krav magá… ¡Vamos a pelear! ☺ ☺ ☺». Había añadido las caritas sonrientes para contrarrestar la hostilidad de la palabra «pelear», pero enseguida se arrepintió cuando otro electricista (un tipo blanco y ofensivamente alto de Washington que insistía en que todo el mundo le llamase «J-Dog») lo vio y comenzó a burlarse de ella sin parar.
—¡La asesina de los emojis sonrientes! —cacareaba cada vez que entraba a una reunión de su turno. Si se cruzaban en la cafetería durante la comida, fingía acobardarse—. ¿Vas a darme en la cabeza con esa gran sonrisa?
Pero el colmo había sigo cuando comenzó a contarle en voz alta a todos que tenía cinturón negro en kárate, y que le encantaría encontrar un compañero para luchar que «fuera en serio».
Ciertamente, no le dejó a Esther ninguna otra elección. Después de una semana de soportar aquello, el tipo se le acercó un día en la cafetería y se plantó en su camino para que así no pudiera alcanzar la pizza, con una sonrisa tan amplia que podía verle hasta las muelas.
—¿Qué haces? —le había preguntado ella.
—¡Pelear contigo! —dijo él.
—No —dijo ella, dejando su bandeja—. Esto es pelear conmigo.
Unos minutos después tenía a J-Dog en el suelo, agarrándole la cabeza con una llave, con una de las manos de él atrapada también mientras con la otra trataba de alcanzar la cara de Esther, y pataleaba de forma inútil contra las baldosas. Los espectadores no dejaban de gritar y vitorear.
—No te voy a soltar hasta que sonrías —le dijo ella, y él gimió y trató de forzar la misma sonrisa que le había dedicado antes.
En cuanto lo soltó, se puso en pie de un salto y se sacudió la ropa.
—¡Eso no ha estado guay, colega! ¡Nada guay!
Cuando Esther se giró para recuperar su bandeja de comida abandonada, tratando de esconder su sonrisa real, se encontró cara a cara (más o menos, por la diferencia de altura) con Pearl. Ya libre de todas las capas que había llevado en el avión, Pearl era alta y dura, con una mata de pelo recogido en un moño algo precario que parecía estar en peligro de deslizarse hasta caérsele de la cabeza. Tenía los ojos marrones y brillantes, tal y como Esther recordaba. Solo que mejor aún, porque ahora brillaban en su dirección.
—Eso ha sido lo más mágico que he visto en toda mi vida —le dijo Pearl, y le puso un delgado y alargado dedo en el brazo a Esther—. Por casualidad, no te habrás planteado dar clases, ¿no?
A Pearl se le daba fatal la defensa propia. No tenía instinto asesino, y siempre se cuestionaba a sí misma, no daba todo lo que podía en los puñetazos, se contenía con las patadas, y se reía ella sola tanto que se quedaba sin fuerzas cuando Esther la agarraba. Tras tres lecciones, las «sesiones de entrenamiento» se convirtieron en «sesiones de darse el lote» y del gimnasio se mudaron a la habitación. La primera vez que se acostaron, Pearl la agarró por las caderas cuando Esther comenzó a quitarse los vaqueros, y le preguntó:
—¿Has estado alguna vez con una mujer?
Esther alzó la mirada de donde había estado mirándola, entre las piernas, ofendida.
—¡Sí, con un montón! ¿Por qué?
—Tranquila, don Juan —le dijo Pearl con una risa—. No pongo en duda tu técnica. Es solo que pareces algo nerviosa.
En ese momento se percató de que puede que Esther estuviera en un aprieto. Porque no solo era cierto que sí que estaba nerviosa, y sentía mariposas en el estómago de una forma que no había sentido nunca… sino que Pearl además se había dado cuenta. Lo había notado de alguna forma en la expresión controlada de Esther, o en su cuerpo bien entrenado. Esther no estaba acostumbrada a que la gente viera lo que ella no quería que vieran, y la forma en que Pearl la miró, y la vio, era algo inquietante. En respuesta, le había dirigido a Pearl su sonrisa más confiada y reconfortante, y después le había dado un delicado bocado a Pearl en el muslo desnudo, lo cual había sido una distracción lo suficientemente buena como para que la conversación se diese por terminada. Pero incluso entonces, al principio, había sospechado lo difícil que le resultaría dejar a Pearl.
Ahora, una estación entera después, pensar en ello (en marcharse, en quedarse, en el eco de la advertencia de su padre) tenía el indeseado efecto de cambiarle el estado de ánimo. Hizo girar a Pearl hasta ponerla de costado, e interrumpió el beso con cuidado para después dejarse caer contra las almohadas. Pearl se acomodó contra el hombro de Esther.
—Me voy a poner muy pedo esta noche —le dijo Pearl.
—¿Antes o después de tocar?
—Antes, durante y después.
—Yo igual —decidió Esther.
Esther y Pearl estaban en una banda tributo a Pat Benatar, y tenían que tocar en la fiesta de esa noche. Habían estado practicando durante todo el largo invierno, y haciendo conciertos exclusivamente para las mismas treinta y cinco personas que las animaban con pocas ganas. Para ese entonces, era como poner una grabadora frente a un padre cuyo orgullo no podía contrarrestar lo cansado que estaba de escuchar la misma nana una y otra vez. Tocar delante de nuevos oídos y miradas les parecía igual de estresante que subirse al escenario en Madison Square Garden.
—Deberíamos beber agua para prepararnos —dijo Pearl—. Para no acabar vomitando como los cerebritos.
Fue a buscar un par de vasos, y Esther se incorporó sobre los codos para no tirarse el agua encima al beber. Aquel era el lugar más seco en el que había estado nunca, y cada gota de humedad que había en el aire se convertía en hielo, así que era muy fácil deshidratarse.
—¿Crees que los científicos beben tanto para compensar todos los años que se pasaron estudiando? —le preguntó Esther.
—No —dijo Pearl sin ninguna duda. Ella trabajaba con los carpinteros—. Los cerebritos son unos fiesteros de cuidado. Solía ir a unas noches de fetiches, y eran todos cirujanos, ingenieros, ortodoncistas… ¿Sabías que la gente a la que le va el BDSM tiene un cociente intelectual mucho más alto que la gente a la que le va lo convencional?
—No creo que eso sea una hipótesis que se pueda comprobar.
Pearl sonrió ampliamente. Tenía unos colmillos muy afilados en una boca que, por lo demás, era todo líneas suaves. Una de las incongruencias que mostraba que había cosas extrañas dentro de Esther.
—¿Te imaginas las variables?
—Me encantaría —le dijo Esther—, pero no ahora mismo. Tenemos que ponernos en marcha.
Pearl miró su reloj y dio un salto.
—¡Joder! Tienes razón.
Llevaban encerradas en el agujero que era su dormitorio desde la cena, hacía ya unas horas, así que Esther se levantó y se estiró antes de meter los pies, los cuales ya tenía embutidos en unos calcetines, dentro de las botas.
—Dios, me alegro tanto de que decidieras quedarte —le dijo Pearl—. No puedo ni imaginar enfrentarme a todo esto sin ti.
Esther quería decirle algo en respuesta, pero de repente no podía mirar a la mujer que tenía frente a ella, a esa persona que le gustaba más de lo que le había gustado nadie en muchísimo tiempo. Sintió el anhelo expandiéndose por su pecho; no era deseo, sino algo incluso más familiar, algo que siempre la acompañaba. Era como si echara de menos a Pearl incluso cuando estaba allí. Como una anticipación de cuando la echara de menos, como si sus emociones no se hubieran hecho a la idea de que esta vez era diferente, de que, en esa ocasión, iba a quedarse.
La paranoia de su padre había comenzado a susurrarle en el oído, a decirle que se fuera, a decirle que estaba cometiendo un grave error, que era una egoísta y estaba poniendo a Pearl en peligro. Pearl seguía mirándola, con una expresión honesta y afectuosa, pero que empezó a flaquear un poco cuando Esther no le respondió.
—Yo también me alegro —le dijo Esther. Ahora ya tenía más práctica, y sabía que podía confiar en que la expresión de su rostro no la traicionaría y revelaría su repentino humor melancólico. Observó a Pearl relajarse con una sonrisa—. Ven a recogerme cuando te vistas —añadió—. Podemos ponernos a tono con un chupito.
Pearl alzó la mano con sus largos dedos envueltos alrededor de una copa imaginaria.
—Por el público. Ojalá les gustemos.
* * *
Al público le gustaron. Los cuatro miembros de la banda se tomaban los ensayos muy en serio, e incluso consiguieron hacerse unos trajes que pasaban por los de una banda de los ochenta, con vaqueros negros y chupas de cuero. Esther y Pearl se habían hecho un peinado que conseguía alzar su pelo a una altura inesperada, aunque definitivamente habría sido incluso más convincente con algo de laca, pero nadie tenía en la base. Aun así, tenían buen aspecto y sonaban bien, y les ayudaba el hecho de que, para cuando enchufaron los amplificadores y empezaron a tocar, todos estaban ya algo borrachos, y más que encantados de vitorearlas.
Esther era la bajista y corista, y para cuando terminaron de tocar «Hell is for Children», la última canción del repertorio, tenía la garganta en carne viva y los dedos doloridos. La fiesta tenía lugar en el comedor, el cual durante el día se asemejaba al comedor de un instituto, con sus mesas de plástico grises y todo, pero que habían apartado y colocado contra las paredes para dejar libre el espacio. Incluso sin los focos fluorescentes del techo, y con unas luces de fiesta parpadeantes de color rojo y morado, había un claro ambiente de instituto que hacía que Esther se sintiera joven y algo atolondrada, de una forma agradablemente inmadura. El grupo tocó en la parte delantera de la habitación, bajo una maraña de guirnaldas de luces, y una vez que acabaron, la música pop comenzó a sonar por los mismos altavoces que la propia Esther había instalado en las esquinas de la habitación meses atrás.
El amplio y alicatado suelo estaba lleno de gente yendo de un lado a otro, la mayoría de los cuales eran desconocidos para Esther, y había incluso más de ellos sentados en la fila de sillas que bloqueaba las puertas que llevaban a la parte de atrás del mostrador de estilo bufé, y hasta la oscura cocina de acero inoxidable. Esther se fijó en que los del equipo nuevo de verano tenían todos un aspecto increíblemente bronceado y sano comparados con sus colegas, con el pálido antártico. Los nuevos olores también eran abrumadores por lo distintos que eran. Cuando se vive con la misma gente, se come la misma comida y se respira el mismo aire reciclado, empiezas también a oler igual, incluso para un olfato tan fino como el de Esther. Y esa gente era, de forma muy literal, un soplo de aire fresco.
Y un soplo de algo más, también.
Esther estaba en mitad de una conversación con un carpintero nuevo de Colorado llamado Trev, un hombre al que Pearl había descrito como «impaciente por complacer», cuando de repente Esther alzó la cabeza como si fuese un sabueso, abriendo las fosas nasales.
—¿Llevas puesta alguna colonia? —le preguntó.
Había notado algo por encima del olor de la fiesta a alcohol y plástico, algo que le recordaba, de forma discordante, a su hogar.
—No —dijo Trev, y sonrió algo divertido mientras ella se acercaba de forma descarada y le olfateaba el cuello.
—Umm —dijo ella.
—Quizás es mi desodorante —le dijo él—. Es de cedro. Muy varonil.
—Sí, huele bien —le dijo ella—. Pero no, creía… Bueno, da igual.
Estaban mucho más cerca el uno del otro de lo que habían estado antes, y la mirada amable de Trev se había transformado en una insinuante. Claramente se había tomado el hecho de que ella le oliera el cuello como una declaración de intenciones. Esther retrocedió. Incluso si no estuviera en una relación, tenía pinta de ser el tipo de hombre que probablemente tendría un montón de equipo para actividades recreativas al aire libre y querría enseñarle cómo usarlo. Sin embargo, admiraba la forma controlada en que movía el cuerpo: le recordaba a algunos de los entrenadores que había conocido en los gimnasios de artes marciales que había frecuentado a lo largo de los años.
Abrió la boca para decir algo encantador, ya que, después de todo, no quería oxidarse, pero captó con su sensible olfato el otro olor de nuevo, el que la había distraído hacía un momento. Dios, ¿qué era? La catapultaba directa a la cocina de su infancia, casi podía ver el ineficiente y protuberante frigo de color verde, las marcas y abolladuras de los armarios de madera de arce; podía recordar cómo se sentía al caminar por el linóleo torcido. Era algún vegetal, pero no exactamente, casi aromático, y olía fresco, lo cual no era muy común aquí. ¿Era romero? ¿Crisantemo? ¿Repollo?
Milenrama.
La respuesta acudió a ella de repente, y las palabras que había tenido en la punta de la lengua se le atravesaron en la garganta. Milenrama, achillea, millefolium, plumajillo.
—Discúlpame —dijo Esther, rompiendo con el decoro social, y se apartó del confundido carpintero.
Se abrió paso entre la marea de personas que comparaban sus tatuajes cerca del rincón de los cereales, y se agachó para pasar por debajo de los banderines de color azul que alguien había colgado del techo, aparentemente al azar. Respiró por la nariz en inhalaciones cortas para rastrear el inconfundible aroma de la hierba, el olor de su infancia… Pero sabía que era inútil incluso mientras se esforzaba por hacerlo. Volvía a ser un recuerdo, suplantado por el olor a pizza, cerveza y cuerpos humanos.
Se quedó plantada en medio de la habitación, rodeada de música y de extraños que no dejaban de hablar, y aturdida por lo fuerte que el olor la había golpeado justo en el pecho. ¿Lo llevaría alguien en el perfume? Si era así, quería abrazarlo y enterrar la cara en la piel de quien fuera. Normalmente Esther mantenía el dolor bien alejada de ella. No pensaba en toda la gente a la que había dejado atrás a través de los años, no pensaba en ninguno de los lugares a los que había llamado hogar, y aparte de las postales que le mandaba a su hermana y a su madrastra una vez al mes, no pensaba en su familia. Era un esfuerzo constante y extenuante para conseguir no pensar, como un músculo que mantenía flexionado en todo momento. Pero el olor a milenrama había hecho que ese músculo se relajara, y con ello llegó una variante de la misma tristeza que la había invadido antes en la habitación con Pearl.
La mismísima Pearl se encontraba al otro lado de la habitación, con el rostro sonrojado y el pelo enredado como si acabara de bajarse de una moto, o de salir de la cama de alguien. Llevaba los labios pintados de un color morado oscuro, y hacía que sus ojos pareciesen dos bayas brillantes. Estaba hablando con una mujer que era casi tan alta como ella. Esther se dirigió hacia ellas, con la intención de salir del estado de ánimo en el que se había sumergido.
—Tequila —le dijo a Pearl.
—Esta es Esther —Pearl le dijo a la mujer con la que estaba hablando—. Electricista. Esther, esta es Abby, de mantenimiento. ¡Vivió en Australia el año pasado!
Abby y Pearl estaban riéndose, borrachas y alegres. Pearl sirvió tres chupitos, y enseguida le sirvió a Esther uno más después de que inhalara el primero. Ya empezaba a sentirse mejor, a desprenderse del malestar que la había invadido. Ella estaba hecha para vivir en el presente, no en el pasado. Y no podía permitirse olvidarlo.
La fiesta había cumplido su objetivo de romper la barrera protectora de aislamiento que se había formado durante el invierno, y enseguida la gente comenzó a bailar, a beber más, a jugar a un extraño juego que consistía en gritar nombres de pájaros, y a beber aún más. Como era de esperar, uno de los cerebritos vomitó. Pearl y Abby pasaron un rato hablando a gritos de forma animada sobre alguien que, de alguna manera, habían conocido ambas en Sídney, alguien que tenía un perro muy malo. Después, Pearl arrastró a Esther hacia la pista de baile improvisada, y enredó su cuerpo de piernas largas con el de Esther. La música era grave y vibrante, y enseguida estaban bailando pegadas como si estuvieran en un club de verdad, y no en una caja recalentada en medio de un grandísimo pedazo de hielo, miles y miles de kilómetros alejadas de lo que podría llamarse «civilización».
Esther le apartó el pelo a Pearl del rostro sudado e intentó no pensar en su familia, o en las advertencias de su padre, o en cuántos días habían pasado desde el dos de noviembre. Se centró en su lugar en el presente, en el golpeteo del bajo, en cómo el cuerpo de Pearl estaba contra el suyo. Y pensó: Ojalá pudiera hacer esto para siempre.
Pero en lo que respectaba a los cuerpos, no había un «para siempre», y al final, tuvo que retirarse para ir al baño.
En contraste con el ruido escandaloso de la fiesta, el baño al final del pasillo estaba silencioso casi de forma siniestra cuando Esther entró dando un portazo y se peleó con sus vaqueros. El sonido de su orina retumbó con fuerza contra el tazón de acero inoxidable. Escuchó su propio aliento ebrio, ya que estaba respirando con dificultad por todo el baile, y tenía la garganta seca de hablar. Cuando tiró de la cadena, fue un estruendo. En el lavabo, se remangó e hizo una pausa frente al espejo. Con un dedo, se peinó una de sus oscuras cejas, pestañeó frente a su reflejo y enrolló unos cuantos de sus rizos alrededor del dedo para darles más definición. Y entonces, se quedó parada. Entrecerró los ojos.
Había una serie de pequeñas marcas alrededor del contorno del espejo, unas manchas de un marrón rojizo sobre el cristal. Eran simétricas pero no idénticas, una en cada esquina, como si alguien hubiera dado una pasada con un pincel o con el pulgar. Se inclinó para acercarse y examinarlas. Mojó un trozo de papel para frotarlo, pero aquello no hizo nada, ni siquiera cuando añadió jabón. Sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Trató de nuevo de limpiar las marcas, pero estas permanecieron inalteradas.
Retrocedió tan rápido que casi se tropezó.
Nadie crecía como lo había hecho Esther sin reconocer la sangre seca a simple vista, y mucho menos, un patrón que no podía ser borrado. Y nadie crecía como ella lo había hecho sin reconocer qué podía implicar ese patrón de sangre. Volvió a oler la milenrama, aunque no estaba segura de si se lo estaba imaginando o si realmente olía en el baño.
Sangre, hierbas…
Alguien tenía un libro.
Y alguien estaba haciendo magia.
—No… —dijo Esther en voz alta.
Estaba borracha y paranoica. Llevaba encerrada en una caja de cemento seis meses, y ahora había empezado a ver cosas.
Se apartó del espejo con la vista puesta en su propio reflejo aterrorizado, ya que le daba miedo desviar la mirada del cristal. Cuando se chocó contra la puerta del baño, se giró rápidamente y salió. Después, atravesó el pasillo corriendo en dirección al gimnasio. La habitación para el cardio estaba tan iluminada que casi parecía zumbar, con todo el equipo colocado en filas idénticas sobre el suelo acolchado gris, y las paredes verdes que hacían que todo pareciese de un color pálido casi enfermizo. Había una pareja besándose sobre uno de los bancos para pesas, y chillaron alarmados cuando Esther pasó corriendo junto a ellos en dirección al baño blanco y de un solo compartimento del gimnasio.
En el espejo de allí había las mismas marcas de un marrón rojizo, el mismo patrón. Estaban también en el espejo del baño junto a la sala de juegos, y en el que estaba junto al laboratorio, y también en el que estaba junto a la cocina. Esther trastabilló hasta llegar a su dormitorio con un nudo en la garganta, pero gracias al cielo, su espejo estaba libre de marcas. Probablemente solo habían marcado los baños públicos… algo que era un consuelo bastante pequeño. No podía destrozar todos los espejos de la estación sin llamar la atención ni meterse en problemas.
Esther echó el pestillo a su espalda, y se quedó de pie frente a su espejo, con las manos puestas sobre su cómoda para volcar el peso sobre la madera y poder pensar. Claramente era un tipo de magia de espejos, pero estaba demasiado alterada y borracha como para recordar qué implicaba aquello. Uno de los libros de su familia podía transformar un espejo en una especie de anillo de estado de humor, en el que el cristal reflejaba las emociones reales de una persona durante una hora más o menos. Y después estaba el espejo de Blancanieves, el cual le decía a la reina malvada quién era la más bella del reino… pero ese era el tipo de mierda típica de los cuentos de hadas… ¿O sería así también en la vida real?
Claramente necesitaba serenarse. Dejó caer la cabeza y reguló su respiración. Sobre la cómoda, encajonada entre las manos, estaba la novela que estaba traduciendo del español al inglés, así que se quedó mirando la ya familiar cubierta de color verde, el borde decorativo y el estilizado dibujo de una puerta ensombrecida bajo el título La ruta nos aportó otro paso natural, de Alejandra Gil, 1937. Hasta donde Esther sabía, aquella era la primera y única publicación de Gil. Y también era la única pertenencia de Esther que había sido antes de su madre, Isabel.
Dentro de la cubierta había una nota escrita en la pulcra letra cursiva de su madre, una traducción del título. «Recuerda», había escrito su madre en inglés, para sí misma. «El camino provee el siguiente paso de forma natural».
Cecily, la madrastra de Esther, le había dado aquella novela cuando cumplió los dieciocho años, el día antes de marcharse de casa para siempre, y en aquel momento Esther había necesitado la traducción. El español debería de haber sido su lengua materna, pero Isabel había muerto cuando Esther era demasiado joven para aprender el idioma, así que tan solo era la lengua de su madre. Pero era el título en español el que se había tatuado en las clavículas unos meses más tarde: «la ruta nos aportó» en el lado derecho, y «otro paso natural» en el izquierdo. Era un palíndromo, así que se podía leer en el espejo.
Le parecía como si la fiesta hubiese ocurrido hacía horas, aunque aún podía sentir el sudor de haber bailado, secándosele en la piel. Se quitó toda la ropa hasta quedarse con solo una camiseta de tirantes negra, y comenzó a temblar. En el cristal podía ver las letras del tatuaje, rodeando los tirantes de la camiseta. Cuando se hizo el tatuaje, acababa de huir de su casa y de su familia, y se había sentido a la deriva, aterrada en un mundo que, de repente, no contaba con ningún tipo de estructura para ella. Así que la sola mención de un camino, y mucho más, de un paso que se abría de forma natural, le había parecido algo increíblemente reconfortante. Pero ahora que casi tenía treinta años, hablaba un español excelente y, lo más importante, había leído por fin la novela, entendía entonces que el título de Gil no había pretendido ser reconfortante para nada. En su lugar, hablaba de un movimiento predeterminado, un constructo social que obligaba a la gente, y particularmente a las mujeres, a tomar una serie de pasos, haciéndoles creer que los habían escogido ellas mismas.
En los últimos años, esas palabras le parecían más bien un grito de guerra: no sigáis el camino, desviaos de él. De hecho, esa misma frase la había ayudado a tomar la decisión de ignorar las órdenes de su padre de hacía tanto tiempo, y a quedarse en la región antártica durante el verano.
Una decisión de la que ahora le aterrorizaba acabar arrepintiéndose.
«Márchate todos los años, el dos de noviembre», le había dicho. «O las personas que mataron a tu madre vendrán también a por ti. Y no solo a por ti, Esther. También vendrán a por tu hermana».
Durante los últimos diez años le había hecho caso, había obedecido. Cada uno de noviembre, había hecho las maletas. Y cada dos de noviembre se había puesto en marcha, a veces conduciendo durante todo el día y la noche, y a veces subiéndose a autobuses, aviones y trenes, sin pararse a dormir. Desde Vancouver a Ciudad de México. Desde París a Berlín. Desde Minneapolis a la Antártida. Cada año, como un reloj… excepto este. Este año había ignorado la advertencia. Este año, se había quedado allí.
Y ahora era el cinco de noviembre, la estación estaba llena de extraños, y uno de ellos había traído un libro.