Abe Kalotay murió en la entrada de su casa a finales de febrero, bajo un cielo que estaba tan pálido que tenía un aspecto enfermizo. Había una cualidad en el aire inmóvil como a invierno helado y húmedo, y las páginas del libro totalmente abierto que yacía a su lado se habían humedecido un poco para cuando su hija Joanna llegó a casa y encontró su cuerpo sobre la hierba, junto al alargado camino de tierra que llevaba hasta la entrada.

Abe estaba boca arriba, con los ojos medio abiertos hacia el cielo gris, la boca entreabierta y la lengua reseca y azul. Tenía una de las manos, con sus uñas mordisqueadas, apoyada sobre el estómago. La otra descansaba sobre el libro, con el índice aún metido dentro de las páginas, como si hubiera marcado por dónde iba. Una última mancha de un color rojo intenso se desvanecía lentamente sobre el papel, pero el propio Abe estaba de un color blanquecino, y extrañamente marchito. Joanna supo enseguida que aquella sería una imagen contra la que tendría que luchar durante el resto de sus días, y que debería tratar de que no suplantara los veinticuatro años de recuerdos que tenía mientras él estaba vivo, los cuales, en solo unos segundos, se habían convertido en lo más preciado que tenía en todo el mundo. No hizo ningún sonido cuando lo vio; tan solo cayó de rodillas y comenzó a temblar.

Más tarde, pensaría que probablemente su padre había salido porque había sido consciente de lo que el libro estaba haciendo, y había tratado de alcanzar la carretera antes de desangrarse, ya fuera para pedirle a algún conductor que llamara a una ambulancia o para salvar a Joanna de tener que arrastrar su cuerpo hasta la parte trasera de la camioneta, de llevarlo por la entrada hasta traspasar los límites de las protecciones. Pero en ese preciso momento, no se preguntó por qué estaba fuera.

Tan solo se preguntó por qué había sacado un libro.

Aún no había comprendido que era el mismísimo libro el que lo había matado; tan solo entendió que su presencia era un quebrantamiento de una de las normas sagradas de su padre, una norma que a Joanna jamás se le habría ocurrido romper… Aunque, en algún momento, lo haría. Pero incluso más inconcebible que el hecho de que su padre hubiera sacado un libro al exterior, fuera de la seguridad de su hogar, era el hecho de que aquel fuera un libro que Joanna no reconocía. Se había pasado toda su vida cuidando la colección de libros, y conocía cada uno de ellos de forma tan íntima como cualquiera conocería a sus familiares. Y, aun así, el libro que yacía junto a su padre le era totalmente ajeno, tanto en apariencia como en sonido. Sus otros libros zumbaban como abejas en verano, pero aquel palpitaba como un trueno a punto de estallar, y cuando abrió la cubierta, las palabras escritas a mano danzaron frente a ella, reorganizándose cada vez que casi conseguía distinguir una letra. Un trabajo en curso, ilegible.

Sin embargo, la nota que Abe había metido entre las páginas sí que era perfectamente legible a pesar de que la había escrito con la mano izquierda y la letra era algo temblorosa; su mano derecha había estado atrapada en el libro, mientras este bebía.

«Joanna», había escrito su padre. «Lo siento. No dejes entrar a tu madre. Mantén este libro a salvo y alejado de tu sangre. Te quiero muchísimo. Dile a Esther».

Y así acababa, sin ningún signo de puntuación. Joanna jamás podría saber si había querido escribir algo más, o si simplemente había querido que le transmitiera un mensaje final de amor a su hija, a la que no había visto en años. Pero allí, arrodillada sobre la fría tierra y con el libro entre las manos, aún no tenía los recursos para considerar ninguna de esas posibilidades.

Lo único que podía hacer era quedarse mirando el cuerpo sin vida de Abe, tratar de respirar, y prepararse mentalmente para el siguiente paso.