CAPÍTULO
DOS

—¡Ya hemos llegado! —dijo la tía Saffronia con el mismo tono de alivio que los tres Sinister-Winterbottom sintieron al salir de esa vieja bestia de metal que llamaba coche. La tía Saffronia se había dejado llevar por la carretera del mismo modo en que vagaba por su casa: distraída, casi sin prestar atención y con un aire de distancia confusa. Ninguna de las cuales era una cualidad ideal para un conductor.

La tía Saffronia bajó la ventanilla. A pesar de que el día era ventoso, su pelo permaneció impasible.

—Sacaos el pase semanal. Una semana debería ser tiempo suficiente.

—¿Tiempo suficiente para qué? —preguntó Theo.

—Eso. Necesitamos tiempo. Todavía no lo tenemos, pero debemos conseguirlo. ¿Lo entiendes?

—En realidad, no —respondió Alexander. Wil ni siquiera estaba escuchando, pero Theo parecía estar tan confundida como Alexander.

Encontrad lo que estaba perdido —dijo la tía Saffronia, con un tono de voz extraño que pasó de sonar como un eco a sonar como el estruendo de un trueno. Theo y Alexander lo sintieron. Ambos asintieron sin saber muy bien por qué—. Muy bien. Os recogeré cuando oscurezca —añadió con los ojos fijos en un punto lejano por encima de sus cabezas—. Fuera del parque, quiero decir. Puede que el parque se oscurezca de otras muchas formas antes de que anochezca, pero vosotros sois niños buenos y valientes.

La tía se fue sin decir nada más.

—Genial —dijo Wil sin levantar la mirada de Rodrigo—. Una semana en un parque acuático. Si nuestra tía ni siquiera va a molestarse en supervisarnos, ¿por qué mamá y papá no dejaron que me encargara yo?

—Voy a dar un paseo por la carretera —dijo Theo para ponerla a prueba.

—Oye, Theo —la llamó Alexander—, ¿crees que este cuchillo está muy afilado? A ver, saca la mano.

Wil no había escuchado una sola palabra, lo que justificaba por qué sus padres no la habían dejado al mando. Puede que si Theo y Alexander le hubieran mandado un mensaje a Wil diciéndole que iban a hacerse tatuajes a juego o que estaban ingiriendo veneno en pequeñas dosis para mejorar su tolerancia, ella les hubiera respondido.

Aunque lo más probable era que no.

—¿Por qué creéis que nos dejaron con la tía Saffronia? —preguntó Alexander—, ¿y alguno recuerda que la mencionaran alguna vez? Wil, ¿tú la conocías?

Wil se limitó a refunfuñar de forma evasiva.

—Estoy ocupada —respondió mientras tecleaba.

—Yo no suelo prestar atención cuando papá habla sobre su familia, y mamá nunca habla sobre la suya —comentó Theo encogiéndose de hombros.

—¿No os resulta raro que mamá nunca, jamás, hable sobre su familia, pero que de repente estemos con una tía Sinister? ¿Es la hermana de mamá? ¿La mujer de uno de los hermanos o hermanas de mamá? ¿Acaso mamá tiene hermanos o hermanas? Y, ¿la tía Saffronia no parece…?

—¿Muy vieja? —sugirió Theo.

Pero no era eso. No era vieja, en el sentido de tener arrugas y estar decrépita. Parecía vieja al estilo de una fotografía que encuentras en una caja, la juventud capturada, pero congelada y desvanecida desde hace tiempo a pesar de estar delante de ti. Alexander abrió la boca para compartir esa reflexión, pero Theo ya había pasado de largo. Le gustaba el movimiento y odiaba quedarse quieta.

—Conque el parque acuático —comentó Theo en voz alta con las manos sobre los labios mientras daba vueltas lentamente en círculo—. ¿Dónde está exactamente?

La tía Saffronia los había dejado a un lado de la carretera. Los árboles eran viejos, verdes y grises, gruesos y estaban cubiertos de musgo. Conforme se adentraron un poco en la sombra, la temperatura bajó muchos grados. Lo único que podían ver era una carretera de gravilla que se adentraba en el bosque.

Alexander se frotó los brazos al sentir el frío repentino.

—¿Quizás algo más adelante de este camino?

Theo emprendió la marcha con seguridad en esa dirección, seguido por Alexander y, a un paso más lento, por Wil, que se movía como si fuera un murciélago que tuviera ecolocalización, solo que sin la ecolocalización. Se tropezó con algunas ramas y se chocó con al menos un árbol, pero ninguno de estos sucesos hizo que apartara la mirada del móvil.

Theo se pasó la mano por el pelo, lo que hizo que se le quedara levantado de manera despeinada. Había optado por un estilo que no requiriera de mucho cuidado y había terminado pareciéndose a un joven y moreno Albert Einstein.

—Una señal —dijo.

Alexander pensó que hablaba de manera metafórica y que estaba haciendo referencia a que el hecho de que estuvieran perdidos en el bosque fuera una señal de que su verano iba ser un infierno, hasta que levantó la mirada y vio una señal de las de verdad.

Había una verja hecha de hierro forjado oxidado, curvada y retorcida de forma incluso más complicada que la hiedra que la cubría. A lo largo de la parte superior, escrito con imponentes y afiladas letras se leía:

PARQUE ACUÁTICO DIVERSIÓN A CAUDALES

Wil le echó un vistazo rápido antes de volver a mirar hacia abajo.

—Tiene cinco estrellas en… Gulp. No en Yelp. Gulp. Nunca había escuchado hablar de Gulp. —Siguió avanzando despreocupada y por poco no se chocó con el borde de la verja.

Alexander levantó su mochila y se ajustó las correas. No le gustaban los parques acuáticos, o los parques de atracciones en general, a pesar de que le encantaba el agua. De todas formas, la señal parecía más siniestra que emocionante. Y, sin duda, muy poco parecida a la de un parque acuático.

A Theo le encantaban los parques acuáticos, y los parques de atracciones en general, y también le encantaba el agua.

—A ver quién llega antes —los retó Theo.

—Corre tú —le respondió Alexander.

Theo se vio obligada a hacerlo, como siempre. Empezó a correr a toda velocidad por el camino de gravilla, moviendo los brazos y las piernas al mismo tiempo. Correr era algo que se le daba muy bien, igual que trepar y nadar. Lo de quedarse sentada, esperar y deletrear se le daba fatal. Al contrario que Wil y Alexander, ella estaba emocionada ante la idea de pasar una semana en un parque acuático. Iba a poder hacer todo tipo de cosas durante toda una semana. Cronometrarse mientras bajaba por los toboganes e intentar superar su récord personal al ajustar la fricción, la posición corporal e incluso la hora del día. Hacer una carrera fuera de los toboganes, retar a Alexander para ver quién podía recorrer el parque más rápido y hacer un concurso de comer churros. El último verano probó por primera vez esas exquisitas delicias alargadas de masa frita recubierta de canela y azúcar y le supieron a felicidad, a como se suelen sentir unas vacaciones de verano. Ella estaba segura de que ganaría cualquier concurso de comer churros. ¡Y eso podría tener un impacto bastante interesante en sus tiempos al deslizarse por los toboganes!

Todos sus pensamientos sobre el consumo de churros se desvanecieron en cuestión de un instante mientras sus zapatillas deportivas resbalaban en la gravilla y ella paraba a unos pasos de distancia de las puertas de entrada.

Wil y Alexander la alcanzaron. Wil siguió caminando. Alexander se paró al lado de su melliza y observó lo que tenían delante.

Por norma general, los parques acuáticos son así:

El aroma del cloro, de la crema solar y del agua secándose en el suelo.

El sol bañando los colores brillantes de la decoración del parque: sobre todo el amarillo y el azul, junto a algo de rojo. Palmeras, de verdad o de mentira. Sombrillas de los colores del arcoíris decoloradas. Toboganes de agua similares a cañas retorcidas para gigantes.

Niños corriendo, riendo, gritando y llorando, padres haciendo más o menos lo mismo a excepción de las risas; todo el mundo vestido con ropa de estampado tropical, bañadores largos, bikinis, toallas.

No obstante, de alguna manera, Diversión a Caudales se había perdido la reunión en la que explicaron lo que era un parque acuático. Theo y Alexander habrían estado seguros de que no había ningún parque acuático si no fuera por la señal que estaba tallada en la base de la estatua de un ángel que tenía las alas inclinadas hacia delante tapándole la cara y que indicaba los precios de las entradas, así como los del alquiler de bañadores y toallas. Los precios aparecían marcados con números romanos.

—Guau —dijo Theo—, ¿tenemos XVII dólares?

—Sí —respondió Alexander—, pero ¿queremos tenerlos si eso significa que vamos a entrar ahí?

Más allá de las gigantescas paredes de piedra recubiertas de hiedra, más allá de la verja hecha de hierro forjado que se abría con movimientos lentos como si los invitaran a entrar, había una torre. La torre se alzaba imponente sobre los verdes árboles que sobresalían, y trataba de arañar el mismísimo cielo. En vez de estar hecha de madera o incluso de metal o de plástico, la torre estaba hecha de la misma pesada y deteriorada, por el paso del tiempo, piedra gris de las paredes. En varios puntos a lo largo de la torre, asomaban gigantescas cabezas de gárgolas, y de sus mandíbulas salían toboganes grises que se extendían como lenguas colgantes que se retorcían y daban vueltas. En la parte más alta de la torre, donde uno medio esperaba ver la luz de un faro o un cañón, había una ventana. Theo frunció el ceño al pensar en que había visto algo blanco en ella, una mano presionada contra el cristal. Sin embargo, estaba demasiado lejos como para estar segura.

—Venga ya —se quejó Wil, molesta. Se quedó de pie delante de la ventanilla. A diferencia de la mayoría de las ventanillas de entradas, esta era una ventana de verdad con la escena hecha de vitral de una tormenta marina y una mujer vestida de blanco observando las olas. Alexander casi podía oler el salitre, casi podía sentir el trueno anterior al rayo.

Theo casi podía saborear los churros, casi podía sentir la emoción de la caída libre al deslizarse por un tobogán. Por rara que fuera esa torre, era alta. Ella estaba preparada.

Una mujer pasó por su lado, alejándose del parque, con una bolsa colgada del hombro y la mano de un niño firmemente agarrada.

—Encontraremos otra cosa que hacer hoy —le dijo a su hijo, que no parecía estar más triste por tener que irse del parque acuático que por tener que entrar—. Cualquier otra cosa.

La ventanilla se abrió de golpe.

—¿Puedo ayudaros?

En vez de una adolescente desgarbada vestida con una camiseta corta del uniforme del parque, había una mujer ataviada con un vestido de mangas largas y un cuello de encaje tan alto que le llegaba hasta la barbilla, lo que hacía que pareciera que su cabeza estaba servida en una bandeja. Tenía la cara igual que un pedazo de papel de plástico estirado encima de un bol de puré de patatas, las cejas pintadas de negro y una de ellas parecía serpentear demasiado por un lado de la cara, como si se hubiera olvidado de lo que tenía que hacer. Aunque el día estaba nublado y la cabina de las entradas estaba a la sombra, ella llevaba unas gafas grandes y oscuras que tenían lentes reflectantes verdes que impedían que se le vieran los ojos.

—Un pase de adulto y dos de niños, por favor —pidió Wil mientras le daba la tarjeta de crédito que sus padres le habían dado sin dejar de teclear con furia la pantalla de Rodrigo.

La mujer frunció el ceño.

—¿Estás segura de que es lo que quieres?

—Sí —respondió Wil.

La mujer giró la cabeza y fijó su desconcertante mirada carente de ojos en Theo y Alexander.

—Piensa en los niños. Piensa en su felicidad. En su seguridad. ¿Estás segura de que es lo que quieres?

—Que sí, que sí, que yo me encargo. Ya soy lo suficientemente mayor como para encargarme de ellos, gracias.

Theo y Alexander se dieron cuenta de que se habían dado la mano. Algo de aquellas lentes tan extrañas hicieron que lo que la mujer estaba diciendo sonara más como una amenaza que como un aviso.

—Ambos sabemos nadar —afirmó Alexander. La voz le salió más aguda y con un tono más preocupado de lo que pretendía. A los adultos normalmente les gustaba él, y a él le gustaba gustarles.

—A nivel competitivo —añadió Theo con la mandíbula prieta y los ojos entrecerrados. Nunca se daba cuenta de si le gustaba o no a los adultos, pero odiaba que la tratasen como a una cría.

—Muy bien. Por favor firmad este testamento.

Entonces, por fin, Wil levantó la mirada del teléfono.

—¿Cómo?

—Formulario de exención —se corrigió la mujer—. Formulario de exención de responsabilidades. Significa que no nos podéis demandar en caso de que sufráis daños físicos o emocionales durante el tiempo que paséis aquí.

—¿Daños emocionales? —preguntó Theo.

—Y en caso de muerte, no podríais demandarnos en esta vida ni en la siguiente.

Wil alargó la mano para agarrar un bolígrafo.

—Venga, vale. ¿Tenéis wifi?

—Sí.

—¿Puede decirme la contraseña?

—Uno —dijo la mujer.

Wil lo tecleó y esperó.

—Dos.

Wil lo tecleó y esperó.

—Tres.

Wil lo tecleó y esperó.

—Cuatro.

Wil lo tecleó y esperó.

—Cinco.

Wil lo tecleó y esperó.

—Seis.

Wil lo tecleó y esperó.

—Siete.

Wil lo tecleó y se aventuró a decir:

—¿Ocho?

—¡Maldición! —exclamó la mujer con el ceño fruncido—. Ahora me he perdido por culpa de tu interrupción. Firmad el formulario mientras encuentro dónde han escrito la contraseña.

En vez de un bolígrafo atado con una cadena, la mujer sacó una pluma y la introdujo en un bote de tinta negra.

—Menuda estética tan estupenda que tienen aquí. —Wil agarró la pluma, firmó con su nombre y se la dio a Theo. Theo firmó y luego se la pasó a Alexander. Alexander miró el papel, más bien pergamino, que estaba repleto de advertencias manuscritas. Alcanzó a leer algunas palabras, entre las que se encontraban: miedo, pérdidas de familiares durante largos periodos de tiempo, ahogamiento accidental o no y no hacerse responsables de los objetos o las almas perdidas. Sin embargo, Theo y Wil ya lo habían firmado.

—Están obligados a hacer estas cosas —comentó Theo despreocupada, pero siendo consciente de que Alexander sí que estaba preocupado. Siempre se preocupaba por cosas en las que ella pensaba que no debería—. He firmado cientos de estos en las competiciones de hípica y natación. No significa nada, lo que pasa es que los abogados les obligan a hacerlo. No podrían tener un parque acuático que no fuera seguro. Lo cerrarían.

—Lo cerrarían, ¿verdad? —La mujer había regresado y tenía una sonrisa tan afilada como la de un tiburón.

Alexander se tragó el nudo que tenía en la garganta. Quería tomarse su tiempo para leer cada una de las líneas del documento, pero Theo le dio un codazo y Alexander terminó por escribir su nombre.

—Aquí está la contraseña del wifi —anunció la mujer mientras deslizaba un trozo de papel en su dirección con los números 1 2 3 4 5 6 7 8 escritos. Entonces, agarró el formulario de exención de responsabilidades y tiró de él hacia la oscuridad de la ventanilla.

—Vaaaaale. ¿Necesitamos algún tipo de pulsera o similar? —preguntó Wil. Ya estaba colocada mirando a la puerta, con el teléfono por delante.

La mujer sacó tres pesados medallones de latón.

—Por favor, llevadlos puestos en todo momento. No os los quitéis. No nos hacemos responsables en caso de pérdida si os los quitáis. Es decir, si os los quitáis y os perdéis. Es decir… —frunció el ceño— simplemente no os los quitéis.

—Es antiguo —murmuró Wil, mientras se abrochaba el suyo al cuello—, y no me combina con la ropa.

Alexander se puso el frío y pesado metal del suyo alrededor del cuello. Theo no consiguió que su broche cerrara, pero no quiso perder tiempo, así que terminó por atárselo cuando nadie miraba. Ya lo arreglaría más tarde.

No era que a Theo no le preocupara la razón por la que sus padres los habían despertado en mitad de la noche y luego simplemente… hubieran desaparecido, pero nunca había sido capaz de manejar cómo sentir cosas como esa. Cuando las cosas eran demasiado intensas, se distraía y alborotaba sin remedio, como si su interior estuviera repleto de abejas. Ella lo odiaba, así que canalizaba esos sentimientos a través del movimiento y la acción. Y ya que no podía obligar a sus padres a volver, tendría que invertir esa necesidad de movimiento y acción en bajar por algunos toboganes alucinantes.

La mujer señaló el parque.

—Vuestra entrada incluye un mausoleo, donde podéis dejar vuestras pertenencias y descansar.

—Perdone, ¿ha dicho un mausoleo? —preguntó Alexander. Conocía esa palabra. Un mausoleo era un lujoso edificio en miniatura donde la gente guardaba ataúdes. Y los ataúdes eran lugares donde la gente guardaba cadáveres.

—No —respondió la mujer—. Cabaña. He dicho cabaña. «Cabaña» y «mausoleo» suenan bastante parecidos.

Theo levantó las cejas.

—Sí, siempre las confundo.

La sonrisa de la mujer permaneció impasible mientras mostraba una mano similar a una garra y se acercaba a la ventanilla para volver a cerrarla lentamente.

—Cabaña número trece —les informó—. Buena suerte.

—Eso es raro, ¿verdad? —preguntó Alexander mientras se giraba para seguir a Wil en dirección al parque.

—¿Qué parte? —le respondió Theo saltando en el sitio. Habían estado quietos demasiado tiempo y las abejas del pecho de Theo estaban alborotadas.

—¿Todo?

—Sep. Superraro. ¡A ver quién llega antes a la cabaña!

Por una vez, Alexander participó en el juego, solo para asegurarse de que no se quedaba solo. Echaron a correr como un rayo alrededor de los límites de las paredes de piedra.

Dos manos, enfundadas en guantes negros, aparecieron de la nada y agarraron a los mellizos.