CAPÍTULO
UNO

Su tía era, sin lugar a duda, una Sinister. Pero solo porque pertenecía a la rama materna de la familia. Si hubiera pertenecido a la rama paterna de la familia, habría sido, sin lugar a duda, una Winterbottom. A los niños Sinister-Winterbottom les había supuesto todo un reto aprender a escribir sus nombres, algo en lo que sus padres, unas personas que normalmente eran atentas, habían decidido no pensar mucho.

Otra cosa en la que sus padres habían decidido no pensar mucho fue en cómo de sensato iba a ser dejar a Wilhelmina Sinister-Winterbottom, de dieciséis años y que había aprendido a escribir su nombre desde bien pequeña; a Theodora Sinister-Winterbottom, quien nunca en sus doce años de vida había escrito su nombre completo, porque prefería que la llamaran Theo; y a Alexander Sinister-Winterbottom, de también doce años y empeñado en que lo llamaran por todas y cada una de las letras de su nombre y que no respondía al diminutivo Alex así estuviera colgando al borde de un precipicio y hubiera una batida de rescate gritándolo a pleno pulmón, pasar el verano con su tía Saffronia Sinister, a quien los niños nunca habían conocido, y quien, según parecía, nunca había interactuado con un niño.

A Wil la habían adoptado de bebé, mientras que Theo y Alexander, que se habían unido a la familia cuatro años más tarde, nacieron de la mano. Todavía había veces en las que, cuando no estaban prestando atención o estaban nerviosos o asustados, buscaban la mano del otro.

Sin embargo, ahora no buscaban darse la mano porque estuvieran nerviosos o asustados, sino porque estaban confundidos. Tenían las narices, ambas adornadas con pecas distribuidas de forma parecida por la tan fácil de quemarse bajo el sol y pálida piel, arrugadas de la misma forma.

—¿Recuerdas cómo hemos llegado hasta aquí? —susurró Alexander.

—¿Qué? —respondió Theo acercándose más a él. Tenía una cinta en el cabello que le retiraba el pelo corto, puntiagudo y marrón de la frente. El pelo de Alexander estaba pulcramente peinado y dispuesto con gomina.

—¿Cómo hemos llegado aquí?

—¿A la cocina?

—No, a esta casa. ¿Dónde estamos? ¿Qué ciudad es esta, tía Saffronia?

No obstante, la tía Saffronia habló como si no hubiera escuchado la pregunta de Alexander.

—Me pregunto qué habrá motivado a vuestros padres a llamarme a mí. No estoy a la altura… —murmuraba mientras gesticulaba en su dirección—. Y me pregunto si vosotros estaréis a la altura de las tareas tan peligrosas que os esperan. Aun así, no tenían otra opción.

—Así que vas a encargarte de nosotros. Todo el verano —dijo Theo con el ceño fruncido.

La tía Saffronia se limitó a asentir.

—¿Cuántas veces decíais que necesitáis comer? ¿Si os pongo algo de comer por la mañana, tendréis suficiente?

—Depende de cuánta comida nos pongas —contestó Wil sin molestarse en levantar la mirada de la pantalla del móvil en la que tecleaba furiosa. Movía los dedos tan rápido que a veces se difuminaban. El nombre de su teléfono era Rodrigo y era su tercer miembro preferido de la familia. Siempre se negaba a decir quiénes ocupaban el primer y el segundo puesto, lo que hacía que Alexander se preocupara levemente por ser quien ocupara un puesto más bajo que el teléfono. Por otra parte, Theo confiaba en que ocupaba el primer puesto y no habría creído lo contrario ni aunque alguien se lo hubiera dicho.

—También depende del tipo de comida que pongas —añadió Alexander, que era bastante especial en cuanto a lo que los protocolos de seguridad alimentaria se referían. La imagen de un tetrabrik de leche sudando agua y pudriéndose le provocaba los mismos sudores fríos que a la leche.

—Claro que no es suficiente —afirmó Theo—. Necesitamos comer tantas veces como tú.

La tía Saffronia frunció los labios faltos de color. Esta afirmación pareció confundirla incluso más que intentar calcular cómo alimentar a tres niños.

—Ya. Tantas veces como yo… como.

Theo pasó con ímpetu por su lado y abrió la nevera. Estaba vacía. Al parecer la comida en cuestión resultaba ser imaginaria. Y la comida imaginaria era el tipo de comida que Theo más odiaba. Incluso prefería las remolachas a la comida imaginaria, y eso que todas las remolachas sabían a tierra.

Alexander pasó de centrar su atención en la comida imaginaria a observar la cocina en la que se encontraban. Parecía que la hubieran sacado directamente de un programa de televisión antiguo. El suelo era de losetas negras y blancas; las paredes, de un cálido color amarillo anaranjado, los armarios y los mostradores eran blancos, al igual que la nevera pasada de moda. Si se hubiera recuperado de la sensación de malestar generada solo de pensar en la leche podrida, habría apreciado lo bien que la cocina reflejaba el estilo de su tía.

La tía Saffronia también parecía sacada de otra era. Su vestido se arrastraba por el suelo y le cubría los pies. Tenía el pelo largo, liso, de un tono casi negro y la piel tan pálida que casi se confundía con los armarios blancos y austeros. Mantenía los grandes ojos, que Alexander juraría no habían parpadeado ni una sola vez durante la conversación, fijos en un punto situado a sus espaldas.

—¿Podría… comprar algo de comida? —sugirió. Alexander no entendió por qué lo preguntó en lugar de afirmarlo.

—O podrías pedir algo —intervino Wil, que miraba con mala cara a Rodrigo. Igual que la tía Saffronia nunca parpadeaba, Wil nunca levantaba la mirada de la pantalla brillante.

—¿Cómo?

—Con tu móvil.

La tía Saffronia miró en dirección a una extraña escultura que había situada en una pared. Levantó una parte de la escultura y se la acercó a la oreja con cuidado. Era, sorprendentemente, un teléfono. ¿Por qué estaba en la pared? ¿Por qué tenía un cable rizado, similar a una cadena, que lo mantenía en un mismo lugar? ¿Se escaparía si se soltaba?

—¿Hola? —susurró la tía Saffronia—. ¿Hay alguien ahí? ¿Tienen comida?

Wil acabó por levantar la mirada del teléfono.

—Me refería a tu teléfono móvil. A que usaras internet —explicó agitando a Rodrigo. Tenía las uñas pintadas de color azul celeste; la piel, marrón oscuro y una expresión en la cara con la que Theo y Alexander supieron que estaba a punto de perder la paciencia. En ese momento, sus padres la habrían dirigido con cuidado al piano para que pudiera desahogarse aporreando las teclas, pero sus padres no estaban allí ni su piano ni nada de su casa, porque sus padres habían decidido arruinar el verano en su totalidad.

¿Por qué? A los niños los habían sacado de la cama con prisas. Con prisas y velas. Muchas velas. ¿Por qué sus padres habían encendido tantas velas? Luego…, estaban aquí. Alexander casi no podía rellenar las lagunas. ¿Habían venido en coche? ¿En avión? ¿En tren? ¿Por qué no era capaz de recordarlo?

Sin embargo, recordaba la preocupación escondida en los ojos de sus padres mientras intentaban sonreírles y les prometían que el verano sería genial. Él tampoco podía deshacerse de esa misma preocupación, como si hubiera saltado de ellos hasta él, como si estuviera conectada con él de la misma manera que el cable enredado y rizado mantenía el teléfono fijo en la pared.

Él no creía que este verano vaya a ser genial.

Ante la ausencia del piano, Theo intervino. No estaba preocupada. Estaba molesta. Tenía grandes planes para el verano, y ahora los había tenido que poner en pausa.

—¿Tienes un teléfono móvil? —preguntó con ganas de estudiar de cerca el teléfono antiguo que ella había pensado que era mera decoración. Le resultaba algo absurdo, pero un poco divertido al mismo tiempo, y se preguntaba cómo funcionaría—. ¿O un ordenador?

—¿Cuál es la contraseña del wifi? No encuentro la señal. —Los dedos de Wil apretaban a Rodrigo con tensión.

—¡El parque acuático! —exclamó la tía Saffronia, con una sonrisa propia de una canina—. Voy a llevaros, niños, al parque acuático. Es la primera tarea que tenemos que hacer.

—¿Tenemos que hacer un parque acuático? —preguntó Alexander.

—¿Qué quieres decir con «tarea»? ¿Es como un trabajo? —intervino Theo—. ¿Te refieres a una «actividad»?

—Además —continuó la tía Saffronia, haciendo de nuevo oídos sordos a las preguntas de sus sobrinos—, a los niños les gusta el agua. Y los parques de atracciones.

—¿El parque acuático tiene wifi? —preguntó Wil con los dientes apretados.

—¿El parque acuático tiene comida? —añadió Theo.

—¿El parque acuático tiene protocolos estrictos de seguridad alimentaria y el aprobado del departamento de sanidad? —terminó Alexander.

Ninguno de ellos preguntó si el parque acuático estaba plagado de casos de desapariciones misteriosas, cosa que pronto les resultaría más importante que una red wifi o la comida, aunque, en el caso de Alexander, eso seguiría estando un escalón por debajo de los protocolos de seguridad alimentaria.