Algo de la nada

Hay quien dice que los cielos dictan el ascenso y la caída de los imperios.

Está claro que ninguno de esos campesinos sabe quién soy yo.

Mis habilidades como estratega me han hecho ganarme muchos apodos: de Sombra del Dragón a Estratega de Puerta del Cardo. Mi favorito es Céfiro Naciente. Aunque a mí me basta con que me llamen Céfiro.

—¡Pavo real!

Salvo que sea Loto quien me llama, claro. Para ella, eso es mucho pedir.

Me cuesta que mi yegua obedezca las órdenes que le doy. Los caballos no respetan la genialidad. Y Loto tampoco.

—¡Oye, Pavo real! —me grita por encima del crujir de los carros, del llanto de los bebés y del restallar de los látigos. Impulsa a su semental por el lado contrario hasta que estamos frente a frente, con los bueyes y la gente desplazándose entre nosotras—. ¡Nos están alcanzando!

No me sorprende lo más mínimo. Miasma (que, aunque es la primera ministra del Imperio Xin, en realidad ejerce como emperatriz) está a punto de alcanzar a nuestros soldados y campesinos, que ahora, por culpa de Loto, acaban de darse cuenta de que van a morir. Un bebé rompe a llorar, una abuelita tropieza, una pareja joven espolea sin suerte a su mula para que vaya más rápido. El escarpado sendero del bosque, pisoteado por los cientos de campesinos a los que hemos evacuado, está embarrado después de las lluvias de anoche.

Y aún faltan otros cientos por evacuar.

—¡Haz algo! ¡Usa el cerebro! —me grita Loto.

El pelo se le ha encrespado y le forma una impresionante melena alrededor de la cara. Agita el hacha como si estuviera deseando usarla.

No serviría de mucho. Miasma no es lo único a lo que nos enfrentamos: las cifras están en nuestra contra. «Tenemos que evacuar a todo el mundo. Miasma aniquilará a todo ser viviente solo por habernos dado asilo», afirmó Ren con severidad cuando sugerí que había llegado el momento de dejar esa ciudad para irnos a la siguiente.

Aunque a Miasma le fastidie, no hay discusión posible respecto a la bondad de Xin Ren, nuestra señora. Casi ninguna estratega sería capaz de lidiar con ella. Pero yo sí.

—¡Piensa algo! —ruge Loto.

Gracias por la confianza, Loto. Ya he pensado algo: de hecho, he tenido tres ideas. La idea uno (deshacerse de los campesinos) puede que esté descartada, pero hay una idea dos (talar árboles y rezar para que llueva) y una idea tres (enviar a un general de mi confianza al puente de la base de la montaña para mantener a raya a Miasma).

La idea dos está en marcha, si es que la humedad es un indicador de algo. He puesto a la general Turmalina y a sus soldados a talar árboles conforme avanzamos. La tormenta que se avecina arrastrará los troncos, y el dique resultante debería retrasar un par de horas a la caballería de Miasma.

Con respecto a enviar a una general de mi confianza al puente… Miro alternativamente a Loto y a Nube, la otra hermana de juramento de Ren. Está ayudando a los evacuados a subir por la pendiente enlodazada. Envuelta en su manto azul ultramar, destaca contra el verde apagado de los abetos.

Nube es mejor que Loto decidiendo bajo presión. Una pena, porque no estoy segura de que sea a ella a quien debo otorgarle el encargo. El mes pasado, libró a Miasma de una de mis trampas porque «el sabio maestro Shencio prohíbe asesinar mediante el uso de trampas». Me parece estupendo, Nube, pero ¿el sabio maestro Shencio alguna vez tuvo que tratar de escapar del imperio? Lo dudo.

—Tú. —Apunto a Loto con mi abanico—. Baja cabalgando hacia el puente con un centenar de tus mejores combatientes y lleva a cabo un Algo de la nada. —Loto me mira fijamente—. Simplemente intenta que parezca que al otro lado del río tenemos más fuerzas de las que en realidad tenemos. Levanta polvo. Gruñe. Intimídalos.

No debería ser muy difícil para Loto, cuyo apodo solo le pega si piensas en las raíces y no en la flor. Su grito de guerra puede espantar a los pájaros de los árboles en el radio de un li. Forjó su propia hacha y lleva como saya la piel de un tigre que ella misma mató. Es una guerrera de pies a cabeza, justo lo opuesto de lo que yo simbolizo. Por su parte, Nube al menos se sabe los poemas clásicos.

Pero Loto tiene algo de lo que Nube carece: la habilidad de obedecer una orden.

Intimídalos —repite entre murmullos—. Entendido. —Entonces empieza a galopar montaña abajo en su grandioso semental y, refiriéndose a sí misma en la torpe manera en la que lo hacen algunos contendientes antes de entrar en batalla, añade—: ¡Loto no decepcionará!

Los truenos engullen el estruendo de su partida. Las nubes se arremolinan en el cielo y las hojas giran a mi alrededor en una brisa más hedionda que el aire. Me aumenta la opresión en el pecho: respiro con dificultad y me concentro en mi pelo, todavía recogido en una coleta alta. Aún tengo el abanico en la mano.

Esta no va a ser la primera vez que le consiga a Ren algo imposible.

Y por supuesto que lo conseguiré. Miasma no es ninguna inconsciente: la suma de la lluvia inminente y la intimidación de Loto hará que se lo piense dos veces antes de seguirnos montaña arriba. Soy capaz de retrasarla. Pero también tengo que hacer que nos demos prisa.

Doy un tirón a las riendas y mi yegua se resiste. ¡Qué insubordinación!

—¡Después te doy higos y nabos! —le siseo.

Pego un tirón más fuerte y bajamos trotando por la pendiente.

—¡Olvidaos del ganado! —le grito a la lenta marea de gente—. ¡Abandonad los carros! ¡Es una orden de la estratega militar de Xin Ren!

Hacen lo que se les dice, aunque a regañadientes. Adoran a Ren por su sentido del honor, a Nube por su rectitud, a Loto por su espíritu. Mi cometido no es que me quieran, sino sacar a todos los campesinos de la montaña y llevarlos hasta el pueblo donde Ren debería de estar ya esperándonos con el primer grupo de refugiados, la otra mitad de nuestras tropas y, con suerte, un pasaje de barco hacia el sur para que yo pueda establecer algunas de las alianzas que tanto necesitamos.

—¡Rápido! —grito. La gente acelera un poco. Ordeno a alguien que ayude a un hombre con la pierna rota, pero justo aparece una mujer embarazada que parece estar a segundos de dar a luz, niños descalzos, bebés sin padres. La humedad se espesa hasta parecer una sopa y la presión del pecho me sube a la garganta. Intuyo que voy a quedarme sin aliento, si es que alguna vez lo tuve.

Ni se te ocurra, me digo mientras cabalgo entre nuestras líneas gritando hasta quedarme afónica. Paso junto a una chica que llama a aullidos su hermana. Diez personas después, me topo con una niña con el mismo chaleco que berrea por la suya.

—¡Ven conmigo! —resoplo. Apenas veo a las hermanas reunidas antes de que un relámpago deslumbre el bosque. Todos los animales gimotean a coro, mi yegua incluida—. Higos y…

El trueno estalla, la yegua se encabrita y las riendas… se me escurren entre los dedos.

La muerte y yo ya nos conocemos. En ese aspecto no soy tan diferente a otros cientos, si no miles, de huérfanos. Nuestros padres murieron por una hambruna, por la peste o por alguno de los señores de la guerra que se alzaban, desbocados, en tropel cuando el poder del imperio flaqueaba. Puede que entonces me librase de la muerte, pero sé que está ahí como una sombra pertinaz. Hay quien tiene la capacidad física de dejarla atrás. A mí no me molesta. Mi mente es mi luz, mi vela. Es esa sombra la que huye de mí, no al revés.

Así que no me asusta soñar con el paraíso. Me resulta familiar. Un cenador de mimbre blanco. Bancales de caliza escalonados. Cielos salpicados de magnolia. El repique de las campanas al viento, el canto de los pájaros y, siempre, siempre, esa melodía.

Esa melodía de cítara.

Persigo esa música tan familiar sobre lagos de nubes rosadas. Pero el rosa se desvanece en un recuerdo en forma de pesadilla.

Choque de acero. Corceles atronando calle abajo. Una punta de lanza emergiendo roja de un torso. Te doy la mano y corremos. No sé si estos guerreros son amigos o enemigos, ni qué señor de la guerra se ha escindido ahora del imperio y se ha autoproclamado rey, ni si son fuerzas imperiales que vienen a aliviarnos o a masacrarnos. Para esos guerreros solo somos huérfanos, ni siquiera personas. Lo único que podemos hacer es huir de ellos. Correr. Tu mano se suelta de la mía. Grito tu nombre.

—¡Ku!

La masa que huye es demasiado impenetrable. No te encuentro. Al final, la polvareda se asienta. Los guerreros se marchan. Tú también te has ido.

—¡Tranquila!

Me incorporo jadeando. Unas manos me sujetan por los brazos. Un rostro: las cejas con forma de pico de halcón, el puente de la nariz lleno de cicatrices. Es Turmalina, la tercera general de Xin Ren: la única general de Xin Ren con un sobrenombre acertado, ya que la voluntad de Turmalina es sólida como una gema. Nos toleramos mutuamente, tanto como se pueden tolerar una guerrera y una estratega. Pero, en este momento, Turmalina no es la persona a la que quiero ver.

No es ella la hermana con la que sueño.

—Tranquila, Céfiro —me alienta mientras trato de zafarme.

Entre bocanada y bocanada rehúyo la decepción. A cambio, Turmalina me suelta. Me ofrece un odre de agua. Indecisa, lo agarro. El agua me limpiará el nombre de la boca, ese nombre que no he pronunciado en seis años.

«Ku».

Pero el sueño no era real y, cuando la guerrera me dice que beba, bebo.

Turmalina vuelve a sentarse. El barro reseco le salpica la armadura plateada.

—Tú, Céfiro, estás bendecida por los dioses —me asegura. Escupo un buche de agua—. O eso o es que en una vida anterior hiciste algo muy bueno. —La reencarnación y los dioses son parte esencial de los mitos de los campesinos—. Te alcancé pocos segundos antes de que lo hicieran las ruedas de un carro —prosigue, estoica, Turmalina.

Yo podría haber vivido perfectamente sin esa imagen en la cabeza… pero si alguien tenía que encontrarme tirada en el suelo, mejor Turmalina que Loto o Nube. Ellas dos se lo habrían graznado tanto a sus madres como al resto del mundo. Así que, si hay que elegir…

Miro a mi alrededor. Estamos en una tienda, es de noche, fuera están asando alguna pieza de caza. Todas las señales dicen que no hemos sido diezmados por Miasma. Aun así, necesito escucharlo para asegurarme.

—¿Hemos llegado a Hewan?

—Estamos exactamente a diez li, una montaña y un río de Miasma —asiente Turmalina—. La lluvia llegó, tal como dijiste. Les llevará al menos un día abrir un camino, cuatro si tratan de rodearlo.

—¿Y Loto?

—Será la comidilla del Imperio. Imagina un millón de tambores y bramidos. Los generales de Miasma corrieron como si tuviésemos escondida una fuerza de diez mil combatientes.

Trago un poco más de agua. De acuerdo. Miasma es algo paranoica. Tras haber escuchado los tambores la guerra, observará la dificultad del terreno e ideará una emboscada. Una maniobra así requeriría más fuerzas de las que realmente tenemos… pero mientras Miasma siga creyéndose la estratagema de Loto, habremos ganado el tiempo que necesite para reunir refuerzos: lo que yo calculo que será un día.

En ese momento me acuerdo del hombre que cojeaba, de la mujer que gritaba, de las hermanas que lloraban… A saber si siguen con vida.

—Siguen con vida —confirma Turmalina—. Se la deben a los ideales de cierta persona.

—¿Y Ren?

—La última vez que la vi iba de camino a reunirse con la gobernadora de Hewan —dice Turmalina.

Me sostiene mientras me levanto. Me apoyo las manos en la parte baja de la espalda y le echo un vistazo al escaso montón de mis pertenencias que han sobrevivido al viaje. No hay salvación posible para mis túnicas blancas embarradas, y arrugo la nariz ante las que me ofrecen como recambio. Son de un horrible color beis. Puaj.

—No deberías cabalgar sola estando como estás —dice Turmalina rompiendo el silencio.

—Puedo cabalgar perfectamente. El problema es el caballo. Tu truquito del higo y el nabo no funciona. —O a lo mejor la culpa es mía por aceptar consejos de una guerrera.

—No vi que llevases encima ni higos ni nabos —observa Turmalina parpadeando despacio.

—Se los prometí como recompensa. —Está claro que no se los ganó.

—Salgo para que puedas vestirte —sentencia Turmalina tras un último parpadeo a cámara lenta.

Abandona la tienda. Sola, gruño y me pongo la túnica beis. Me ciño el fajín, me agacho para palpar el bulto envuelto en el que está mi cítara y agarro mi abanico. Sacudo las plumas de grulla para limpiarlas y alisar las que se han torcido, acariciando la única que es de martín pescador. Regalo de mi última mentora, que consiguió vivir más que el resto. «Una sola estrella no puede iluminar toda una galaxia», dijo mientras cosía la pluma. Yo le contesté: «No soy una estrella. Soy el mismísimo universo».

Pero incluso el universo está sometido a fuerzas invisibles. A la noche siguiente, un meteorito derribó su letrina y fulminó a mi mentora.

Ahora soy capaz de predecir los meteoritos, de trazar en el cielo el camino de las estrellas, de acertar nueve de cada diez veces el tiempo que hará. Tal como están las cosas, el medio ambiente es nuestro único aliado. Usarlo a nuestro favor me ha granjeado el apodo de Cambiadestinos. Pero lo que hago no es magia: es una cuestión de memoria, análisis y puesta en práctica de los conocimientos. Se trata de limitar los factores que se escapan de mi control, así como de reducir nuestra dependencia de los milagros.

Sin embargo, lo de hoy sí que ha sido, sin duda, un milagro. Odio tener que admitirlo, pero, a menos que la próxima vez a Miasma la mate un meteorito, ni yo misma seré capaz de salvarnos. No si seguimos viajando con tantos plebeyos.

Ha llegado el momento de hablar con Ren.

Deslizo el mango de bambú del abanico entre el fajín y mi cintura, me recojo el pelo en una coleta y salgo de la tienda hacia la noche.

La hilera de pebeteros colocados sobre estacas cruzadas marca el camino hacia la plaza pública de Hewan. En las hogueras están asando lechones. Bajo el dosel de ropa tendida y colchas de cáñamo de un pabellón, los lugareños y nuestras tropas levantan vasos de vino para brindar por Ren. Nunca hemos tenido problemas de popularidad. Los pueblos nos dan siempre la bienvenida. Los gobernadores que odian a Miasma nos ofrecen refugio. Los plebeyos prácticamente hacen cola para seguirnos por ríos y montañas. Esto tiene que acabarse ya.

Diviso a Ren en una de las mesas del pabellón, sentada con la gobernadora de Hewan y gente del pueblo. Con la túnica gris harapienta, el fajín remendado y su recatado moño, casi no se la distingue del populacho. Casi. Su voz tiene tal aplomo (tal tristeza, pienso a veces) que no encaja con su facilidad para sonreír. Ahora mismo, de hecho, está sonriendo por algo que le ha dicho un soldado. Me acerco a ella.

—¡Oye, Pavo real! —Otra vez no, por el amor de dios—. ¡Pavo real!

Ignórala, me digo. Pero entonces recuerdo la voz de mi tercera mentora, la maestra de ajedrez. «No puedes deshacerte de la gente como si fueran piezas en un tablero. Tienes que inspirar confianza». Pues a inspirar confianza se ha dicho.

—¿Para qué le dices que venga? —le pregunta Nube a Loto mientras me acerco a la mesa. La capa azul le cae sobre unos hombros anchos blindados por la armadura y el pelo se le posa sobre la espalda en una gruesa trenza—. ¿No has tenido suficiente con pasarte el día recibiendo órdenes?

—¡Quiero verla de cerca! —explica Loto, y la cara se le ilumina al acercarme—. ¡Menudo cambio de colores!

O Pavo real o Camaleón, Loto: decídete.

—¿Eh? —masculla Nube mirándome de arriba abajo—. ¿Qué ha sido del blanco? A ver si acierto, ¿te has cansado de los manchurrones de estiércol?

Los soldados que la rodean disimulan una risita. Doy un resoplido. Jamás entenderían lo que esto significa. El blanco es el color de las túnicas, de la pureza y de la sabiduría, y de…

—Dicen los rumores que hoy has tenido un pequeño tropezón… —continúa Nube, que no tiene intención de parar—. Ren me ha pedido que busque en este pueblo a un buen carpintero… Por desgracia, parece que no hay ninguno lo bastante habilidoso como para arreglar tu carruaje.

De carruaje, nada: cuadriga. La tartana que conduje antes de mi cuadriga también cayó víctima del barro. Le echo una mirada a Nube y ella, arqueándose, me la devuelve. No me cabe duda de que le caigo mal porque soy la enchufada de Ren, a pesar de no ser una de sus dos hermanas de juramento. Lo siento por ella. Me interesa bastante poco relacionarme con Loto o con Nube, dos chicas de diecinueve y veintitantos años que actúan como si tuvieran diez. Me dispongo a marcharme… y doy un grito cuando Loto me agarra del brazo.

—¡Espera! ¡Un brindis por Pavo real! —dice, y salpica un poco de vino al levantar el vaso—. ¡Hoy nos ha salvado!

—Seguid sin mí —murmuro mientras me zafo.

A Loto le cambia el gesto.

—Oye, no te vengas abajo —añade Nube. Su voz se impone sobre el ruido mientras me escabullo—. ¿Sabes lo que dicen de las estrategas?

Márchate.

—Que no aguantan la bebida.

Márchate.

—Una copa y ya están echando la pota…

Vuelvo sobre mis pasos, le quito el vaso a Loto y me lo bebo de un trago.

—¡Otra ronda! —exclama Loto dando un golpe en la mesa.

De repente estoy rodeada de guerreros que se agolpan para que les sirvan más alcohol. Rellenamos los vasos. Loto sirve bebida con la jarra.

—¿Quién de entre los presentes cree que Caracalavera es una deidad? —Caracalavera debe ser el mote que Loto le ha puesto a Miasma. Algunos levantan la mano y Loto gruñe—: ¡Cobardes! ¡Ren sí que es una deidad!

—Déjate de cháchara —la interrumpe Nube—. Ren no quiere que vayas por ahí diciendo eso. —Se da un puñetazo en el pecho y confiesa a la mesa—: ¡La deidad soy yo!

—¡No! Yo soy la deidad.

—¡La deidad soy yo!

—¡Yo sí que soy la deidad!

Unos campesinos, eso es lo que sois, pienso en tono sombrío mientras me cae más vino encima a mí que a ellos en la boca. Alguien eructa. Loto se tira un pedo. En cuanto encuentro un hueco, me escabullo y me alejo del tumulto.

Casi no me da tiempo de llegar a un arbusto antes de ponerme a vomitar.

Ahí llevas eso, Nube. Le pongo cara de asco a la plasta que he dejado en el arbusto. Un arbusto de tejo, para ser exactos. Corteza marrón escamosa, agujas que giran en espiral alrededor del tallo, frutos redondos y rojos… Es tóxico para los humanos (de quienes espero que sean lo suficientemente inteligentes como para no pastar de arbustos salvajes), así como para los caballos (en cuya inteligencia debería confiar algo menos). Tendría que avisar a la caballería…

Me da otra arcada.

—Aiya, te han pillado mis hermanas de juramento, ¿verdad? —escucho en la voz de Ren.

Me limpio la boca y me doy prisa en hacer una reverencia arqueando la cintura.

—Descansa, descansa… —Ren espera a que me ponga derecha—. Tendré una charla con ellas.

¿Para que me miren con peores ojos aún?

—No han sido tan…

—¿Quién ha dicho esta vez que era una deidad?

—Nube. —Puaj—. Bueno, al final lo ha acabado diciendo todo el mundo.

—Que el cielo los perdone por su sedición —comenta Ren con una sonrisa—. ¿Nos escapamos un rato por nuestra cuenta? ¿Exploramos el pueblo? —Se gira, me devuelve la mirada y la preocupación le ensombrece la sonrisa—. Si te apetece.

Me limpio la boca de nuevo y acompaño a Ren por nuestro improvisado campamento. Inspecciona las tropas, ayuda a un miembro del regimiento a arreglar un par de botas, le pregunta a una futura madre cuándo sale de cuentas. Yo me quedo al margen. Este no es el tipo de «exploración» que yo tenía en mente. Por fin, nuestros pasos nos llevan a la torre occidental de vigilancia de Hewan. Ren sube las escaleras de bambú la primera. Yo la sigo, a pesar de cuánto me arden los pulmones. Llegamos a lo más alto y observamos el pueblo. La noche está despejada y el cielo, salpicado de estrellas.

—Dime, Qilin. —Solo Ren me sigue llamando con mi nombre de nacimiento… y ya es demasiado tarde para decirle que lo aborrezco—. En una escala del uno al diez, ¿cómo de cerca estás de abandonar?

—Si he hecho algo que te haya decep… —me apresuro a decir mientras hago otra reverencia.

—Hoy nos has salvado —me interrumpe Ren con firmeza—. Pero tú no te alistaste para esto.

No tiene ni idea de todas las veces que me he lavado la túnica para quitarle la mugre y la suciedad, de las noches que he pasado en vela (con los ojos abiertos de par en par) con la sensación de ser más una pastora de campesinos que una estratega.

Aunque, en el fondo, todo eso no son más que pequeños inconvenientes. Incluso el tema de los campesinos. Nuestro problema más acuciante es que yo no tengo un pasaje para un barco que vaya hacia el sur. Ese es el problema.

—No voy a fallarte —le espeto.

—Lo sé. Lo que me preocupa es fallarte yo a ti. Y, quizás, a ella también —añade mirando al cielo.

Esa noche hay en el cielo cientos de estrellas, pero sé exactamente a cuál está mirando Ren. Es pequeña y opaca: la estrella de nuestra emperatriz, Xin Bao.

Ren la contempla como si fuera el sol.

Que yo sepa, Ren solo ha coincidido una vez con nuestra preadolescente soberana… que ya es una vez más de lo que ha coincidido la mayoría. Desde la antigüedad, las emperatrices han vivido recluidas en palacio. Su poder no reside en quiénes son, sino en su corte y en la antigua tradición que simbolizan.

En la corte de Xin Bao ha habido una larga lista de regentes. Miasma es solo la última de ellas.

Cuando Xin Bao le pidió a Ren que la librase de las garras de Miasma, Ren lo interpretó como la desesperada petición de ayuda de una niña pequeña. Dejó su cargo en el ejército imperial y se alzó en armas contra sus antiguos camaradas. Desde entonces, Miasma está empecinada en exterminarla… Y, para muchos campesinos, esa es razón suficiente para estar del lado de Ren. De todos los jefes militares que han desafiado al imperio en la última década, es Ren quien tiene la causa más legítima. Incluso si algún día decidiese codiciar el trono. Como miembros del clan Xin, ella y Xin Bao son de la misma sangre. Y aunque Miasma asegura ser la enviada del cielo, sé que hay quien piensa que la enviada es Ren. Porque junto a la estrella de la emperatriz Xin Bao hay una segunda estrella. Apareció hace ocho años. Puede que Miasma tenga a todos los cosmólogos del imperio comiendo de su mano, pero ni siquiera ella es capaz de acallar los rumores. Se dice que las estrellas nuevas traen dioses nuevos.

Esa estrella errante podría pertenecer a cualquiera.

Sé cuáles son mis estrellas, pero yo no creo en los dioses. Y, aunque creyese, nunca pensaría que se preocupan lo más mínimo por nosotros. Mientras miramos las estrellas, la mano de Ren acaba sobre el colgante grabado con el apellido Xin que lleva al cuello. Me pregunto qué carga será más pesada: si la de tener tu destino ligado a un poder superior o vinculado a tu familia.

Qué suerte no tener que preocuparme por ninguna de las dos cosas…

—Duerme un poco, Qilin —susurra Ren tras despertar de su hechizo. Me acerca la mano a la espalda, pero me la acaba posando en la cabeza. Por alguna razón, eso hace que me vuelvan a doler las magulladuras—. Saldremos mañana temprano. Dejaremos aquí a los plebeyos… —El corazón me da un brinco—. Le brindaremos al pueblo parte de nuestras dotaciones.

No es una gran pérdida, me digo. Eso de «nuestras dotaciones» no significa demasiado cuando vives en constante retirada. Antes de que empiece a bajar de la torre, le digo:

—Mi señora, ¿cómo va lo de mi pasaje de barco hacia el sur?

—Lo siento, Qilin —me responde con una mueca—. En cien li a la redonda, todos los ríos están bajo el control del imperio.

—Encontraré la forma.

Siempre la encuentro.

Desde arriba, observo a Ren marcharse mientras la gente se inclina a su paso. Cierro los ojos, agotada de repente. No me he olvidado de lo más importante: mi papel en este mundo.

Soy estratega. La única que tiene Ren. Tres veces vino a mi cabaña de Puerta del Cardo rogándome que me pusiera a su servicio. Ya entonces yo había oído hablar mucho sobre los jefes militares como ella. Muéstrales la menor perla de sabiduría y vendrán a reclutarte. Así que le dije cuál iba a ser el objetivo de Céfiro Naciente: «Una alianza con el sur y una fortaleza en el oeste. Si marchas sobre las Tierras del Norte demasiado pronto, te van a masacrar. Pero si primero afianzas el sur y el oeste, tendrás el mejor imperio posible».

Ren se mantuvo firme: «El imperio pertenece a la emperatriz Xin Bao. Yo no soy más que su protectora».

Y, aunque la primera ministra Miasma también se definía como su protectora, las palabras de Ren despertaron algo en mí. Me movieron a marcharme con ella ese mismo día. Aún no sabía la razón. Ahora, tras un año a su servicio, sí que la sé. Que les den a los apellidos y a los rumores divinos… La razón fue su sinceridad. Su carisma. Si, aun no valorando yo especialmente estos rasgos, Ren consiguió sacarme de mi cabaña… ¿qué sería capaz de hacer con la gente corriente? Imaginé a los miles de partidarios de los Xin que se sumarían a su causa. Intuí mi futuro. Si ayudaba a Ren a devolverle el poder a Xin Bao y me convertía en la mejor estratega de este país, borraría a la niña que fui, a la niña a la que veo cuando me alcanza el sueño.

Junto al camino hay una figura solitaria vestida con una túnica beis.

Mi hermana perdida en la marea que remite.

Sangre y polvo. Eso es todo lo que los guerreros han dejado atrás. Se oyen sus gritos de guerra en la distancia. Cada vez se acerca más el olor del fuego…

Fuego.

Abro los ojos de golpe.

Hay humo. Surge de la cima de la montaña y difumina su gris en la noche. Nacen redes escarlatas en el bosque que acabamos de despejar y se extienden de árbol en árbol. No se escucha ningún fragor de tambores, no se oyen gritos de guerra… Pero el humo de la madera quemándose —demasiado húmeda como para arder por motivos naturales— me dice todo lo que necesito saber.

Ahí viene Miasma.