La sonrisa que apuñala

Ahí viene Miasma.

Y no debería de haber llegado aún. Tendríamos que haber tenido unas horas hasta que, al amanecer, hubiese vuelto con refuerzos. Ahora, como mucho, me quedan unos minutos antes de que los guardas del pueblo hagan sonar la alarma y provoquen la histeria colectiva.

Bajo a trompicones la escalera de la torre de vigilancia y corro hacia el pabellón, donde Loto está roncando tumbada sobre un banco con una jarra de vino vacía en la mano. Le doy un toque con el pie y se echa un brazo sobre la cara. Le doy una patada en el brazo y se pone de pie de un salto, blandiendo su hacha.

—¿Pero qué hiciste? —le espeto en cuanto se pasa el peligro de que me destripe.

—¿Qué hice cuándo? —murmura manoseándose la cara.

—En el puente. Cuéntamelo todo. No escatimes en detalles. —Aprieto el abanico hasta que se me ponen blancos los nudillos, que es todo lo que puedo hacer para no gritar.

—Pues asusté a Caracalavera y derribé el puente, lo que me ordenaste.

—¿Que hiciste qué?

—Que los asusté y derribé el puente…

—¿Que le hiciste algo al puente…?

Loto asiente. No. No, no, no. El objetivo de convocar Algo de la nada es crear una ilusión de fuerza, y Loto rompió esa ilusión cuando derribó el puente. Una señora de la guerra con diez mil combatientes nunca haría algo así. Una señora de la guerra con diez mil combatientes dejaría el puente tal cual para atraer al enemigo a una emboscada.

Como el buitre astuto que es, Miasma daría la vuelta, vería el puente destruido y caería en la cuenta del farol. Habríamos podido ganar días dando la apariencia de ser lo suficientemente poderosos como para justificar la necesidad de refuerzos. En lugar de eso, solo arañamos las pocas horas que los mejores ingenieros del imperio tardaron en construir un puente provisional por el que pasar.

—¿No es eso lo que se suponía que tenía que hacer? —pregunta Loto, pero yo ya tengo la mente en los árboles que están ardiendo.

Otro movimiento inteligente. El fuego hace salir a cualquier tropa que esté escondida, despeja el camino de troncos talados y anuncia las intenciones de Miasma. Quiere que entremos en pánico y huyamos. Desde Hewan, todo es una cuesta abajo. Seremos blancos muy fáciles para los arqueros enemigos. Como los ciervos en las cacerías reales, no podemos huir. Tampoco podemos luchar. Estamos en tal desventaja… que cualquier cosa que intentásemos nos mataría.

Mientras camino de un lado a otro, Loto levanta la cabeza y olisquea el aire.

—¿Eso es… fuego?

—¡Bravo! Has acertado a la primera. ¿Y quién crees que lo ha provocado?

—¿Quién?

—Piensa un poco.

Loto ladea la mandíbula. No debería ser tan difícil: solo hay una persona en todo el imperio que anhela tanto nuestras cabezas que es capaz de incendiar un bosque. Lentamente, los ojos se le ponen como platos. Se apresura hacia los establos. Perfecto, eso es justo lo que necesitaba… Salgo corriendo detrás de ella.

—¡Detente, Loto! ¡No des ni un paso más! ¡Te lo ordeno!

Alcanzo los establos en el momento en el que ella sale de ellos ya montada sobre su caballo. El semental se encabrita y yo freno en seco.

—¡Pon a salvo a Ren! —me grita, como si la estratega fuera ella. Y empieza a galopar dando un grito de guerra. Sus soldados salen de sus tiendas y saltan a sus monturas. Vuelvo a salvarme por los pelos de morir arrollada por un caballo.

—¡Loto!

Maldición. Aunque no sirva de nada, los persigo. Al pasar corriendo por los graneros, los guardas de las torres de vigilancia se espabilan. Las campanas de bronce resuenan contra los muros de tierra comprimida, y las tropas de Ren salen en tropel y agarran las lanzas y los raídos estandartes. Adormilados, los evacuados y los habitantes de Hewan los siguen unos minutos después, cargando sus arados y sus mazos.

Avanzo a empujones entre todos ellos. Civiles o soldados, todos son campesinos de camino a la muerte.

Loto no es una excepción. Llego a la entrada del pueblo demasiado tarde: no estoy hecha para competir con guerreros. Sin resuello y jadeante, frunzo el ceño ante las enormes huellas de los cascos de su semental mientras sus soldados me adelantan. Me pongo derecha. Me aprieto la coleta.

Todavía tengo el control. Aún puedo llevar a cabo mis estratagemas. Entonces me encuentro a Ren en los establos. Ya está montada en su caballo y tiene atadas a la espalda sus espadas dobles —que, con gran acierto, se llaman Virtud e Integridad—. La miro con desaprobación y ella me devuelve la mirada con expresión dura.

—Es a mí a quien quiere —me espeta, como si eso fuera una razón de peso para cabalgar hacia los cinco mil guerreros de Miasma.

—Así que te vas a entregar…

—Loto ya va de camino.

—Sin seguir tus órdenes. —Y contra las mías.

—Qilin…

—Permíteme ir a su encuentro con veinte soldados —le digo. Cierro un puño y lo cubro con la otra mano, me inclino en señal de deferencia—. Dame permiso.

—¿Para qué? ¿Para morir? —Nube llega trotando en su enorme yegua, se acerca a Ren y me lanza una mirada glacial.

Puede que ese sea el plan de Loto, pero no es el mío.

—Para frenar a Miasma —digo con recato. No todas podemos dejar tanto que desear.

—Con veinte soldados.

Nube fija la mirada en mis muñecas huesudas. Sé lo que está pensando. Me he topado con muchos como ella: niños del orfanato, soldados en distintas ciudades… Cree que mis estratagemas son para gente débil y cobarde incapaz de plantarle cara a un enemigo. Que quiera partir con veinte soldados debe ser un truco o un farol, aunque Loto se haya puesto en marcha con la mitad de ese número. La derrota es algo inconcebible para un guerrero: mueren antes que verla llegar. Yo he luchado toda la vida contra la muerte.

—Si fracaso, aceptaré un castigo militar por mentir a mi señora.

—Si fracasas, tu cabeza acabará en una pica imperial junto a las nuestras —me corrige Nube asomándose desde su montura—. ¿Qué vas a hacer? ¿Matarla con tu palabrería?

—Nube —interviene Ren con tono de advertencia.

Pues la verdad es que sí, Nube, y esa estratagema tiene un nombre: la sonrisa que apuñala. Pero ¿para qué darle tantas explicaciones a una guerrera?

—Sea lo que sea lo que he planeado, es nuestra única opción —le contesto, y añado—: Te llevaría conmigo, Nube, pero no puedo arriesgarme a que liberes a Miasma por segunda vez.

—Te…

—¡Basta! —le interrumpe Ren alzando el brazo.

De mala gana, Nube retira la mano del asta de su guja de media luna.

—Veinte soldados. Contra Miasma —dice Ren dirigiéndose a mí.

—Sí.

Un instante de silencio.

—Confío en ti, Qilin.

Sígueme la corriente, entonces.

—Tendrás tus veinte soldados.

—Gracias —murmuro inclinándome de nuevo.

Cuando vuelvo a levantar la vista y cruzo la mirada con la de Ren, tiene los ojos inundados de preocupación. Está así por Loto, me digo. Pero cuando le juro que traeré de vuelta sana y salva a su hermana de juramento, Ren frunce el ceño y se me pasa por la cabeza el incómodo pensamiento de que tal vez, solo tal vez, Ren esté preocupada por mí.

¿Y por qué no iba a estarlo?, me pregunto. Soy la única estratega de este campamento. Ren no se puede permitir perderme. Pero no debería preocuparse. Aún no le he fallado nunca y no pienso empezar a hacerlo ahora.

Reúno con rapidez a mis veinte soldados. No son los más fuertes ni los más listos. Se quedan lívidos cuando les cuento nuestro objetivo, pero no remolonean y en pocos minutos estamos listos para partir.

Busco a Turmalina antes de marcharnos. En un susurro, le digo:

—Junto al pabellón encontrarás arbustos de tejo. En cuanto tengas oportunidad, dales algunas hojas a los caballos. Asegúrate de que nadie te pille y, también, de echarme a mí la culpa.

Turmalina no responde a la primera. Quizás también sabe lo que las hojas del tejo le pueden hacer a un caballo adulto. Si es así, no me interpela por el sabotaje. Su mirada se traslada al semental que hay junto a mí.

—¿Dónde vas?

¿Primero? Donde está Miasma. ¿Después? Donde quiera que Miasma me lleve. Pero… ¿como destino final?

—Al sur —digo convencida. Rezo para que no me pregunte cómo. Eso aún tengo que averiguarlo.

—¿Cuándo volverás?

—No lo sé —le contesto, sincerándome demasiado. Será cosa del vino—. Pase lo que pase, estoy de tu lado, ¿lo entiendes?

Turmalina me mira fijamente la mano como si le hubiera brotado de la muñequera. Le aprieto más.

—¿Lo entiendes?

—Lo entiendo.

—Cuando llegue el momento, volveré. Hasta entonces, olvida que hemos tenido esta conversación. Si Ren indaga, no digas nada. Haz que se quede aquí. Está más segura en Hewan. —Una vez que despiste a Miasma, claro.

—Lo entiendo —repite Turmalina—. Pero, una cosa…

Se aleja y vuelve con su caballo, una yegua de un blanco puro. Sostiene las riendas en la mano.

—Perla nunca falla, con higos y nabos o sin ellos.

Tardo un momento en entender sus intenciones. Me pongo suspicaz. Nube había dicho antes: «Dicen los rumores que hoy has tenido un pequeño tropezón». ¿Se lo contó Turmalina? ¿Y si este gesto amable es solo un insulto? La cabeza me da vueltas y frena en seco cuando Turmalina me ofrece el brazo para ayudarme a subir.

—Ya puedo yo.

Consigo montarme… al tercer intento. Resoplando, miro a Turmalina desde mi montura.

Si pudiera clonarme, lo haría para poder llevar a cabo mis planes. Pero, tal como están las cosas, tengo que confiar en que Turmalina ejecutará mis planes mejor que Nube o Loto. Me pasa las riendas y da un paso atrás.

—Cabalga con cuidado.

Asiento, tensa, y le echo una última mirada a Ren.

Huérfana desde los trece años. Sin el apoyo de su clan. En lucha por el imperio de Xin Bao, pero contra las tropas imperiales comandadas por Miasma. Donde otros pueden ver una causa perdida, yo veo una leyenda que vivirá durante generaciones.

No volveré de manos vacías. La próxima vez que las vea, tendré entre manos una alianza con las Tierras del Sur.

Me coloco correctamente. Con un estruendo, la puerta se abre para mis soldados y para mí. El sonido de las campanas de las torres de vigilancia se va amortiguando mientras penetramos en la noche. Nuestras monturas se vuelven a enfrentar al camino embarrado y lleno de baches por el que vinimos, con la montaña alzándose como una oscura cabeza en el horizonte. La luz de la luna se refleja en las huellas que han dejado Loto y sus subordinados, y salpica el camino de monedas de plata. Entonces, el bosque se cierra (diez li se pasan muy rápido cuando cabalgas en la dirección equivocada) y se acaba el camino. La oscuridad se cierne sobre nosotros como un puño. No puedo ver los abetos, pero siento en las mejillas las agujas de sus dedos mientras pasamos del galope al trote.

El humo se espesa. Los ojos me lloran mientras lucho contra el impulso de toser. Aparecen las primeras llamas, diminutas como luciérnagas. Perla relincha y la obligo a avanzar. Oigo un quejido detrás de mí. A mi derecha, la cuerda de un arco vibra cuando alguien coloca una flecha.

—¡Guarda eso! ¡No hagáis nada sin que os lo ordene! —le digo a mis soldados.

Nadie hace ningún ruido. Solo se oye el susurro de la maleza bajo los cascos y el tamborileo de mi corazón. Se me aflojan las riendas y me siento agradecida de que mis soldados no puedan ver cómo me estremezco ante la percusión de acero contra acero que se intuye en la distancia.

Está a punto de suceder, está a punto de suceder… La anticipación merodea como un lobo entre mis pensamientos.

—¡Alto!

Los soldados de Miasma emergen de entre los árboles. Tienen tiznados los rostros y los cuerpos, pero, bajo la suciedad, sus armaduras laminadas brillan. Solo lo mejor para los secuaces del imperio.

Una de ellas cabalga hacia mí. Su capa de piel de leopardo la diferencia de los soldados rasos. Es una general.

Una guerrera.

El corazón se me acelera.

Desmonto y doy gracias al cielo de que no se me atasque el pie en el estribo, lo que habría asustado a Perla y me habría hecho quedar en ridículo. Mis soldados tratan de acercarse a mí, pero los frenan los de Miasma. Una lanza en la barbilla me obliga a levantar la vista. Me acercan una antorcha a la cara.

Leopardo llama a uno de sus súbditos. Juntos, estudian a mi heterogéneo destacamento.

—Son de Ren —dice el soldado.

La general asiente y alza una mano. Se escucha el sonido de cómo se destensan las armas de los arqueros de Miasma escondidos entre los árboles cercanos.

Me mordisqueo la mejilla tratando de crear algo de saliva.

—Estoy aquí para hablar con tu señora —enuncio con voz firme.

Contenemos la respiración. Las cuerdas tiemblan.

—Me está esperando —continuo y, bajando la voz, añado—: y ya sabes cómo se pone cuando se le tuerce el gusto.

Leopardo guarda silencio.

—Mata al resto —sentencia.

—Vienen conmigo —me apresuro a decir sobre el rechinar de las cuerdas de los arcos.

Ordeno a mis soldados que desmonten y se deshagan de sus armas. La magnitud de nuestra incapacidad salta a la vista una vez que nuestras armas yacen sobre la maleza. Veinte contra, al menos, doscientos. Soldados desarmados contra combatientes pertrechados de espadas, arcos y flechas. No solo somos débiles, somos patéticos. Aplastarnos sería como usar un martillo contra una hormiga: desproporcionadamente sencillo.

Leopardo baja la mano con la que le hace señales a sus secuaces y los soldados del imperio entran en tropel. Me atan las muñecas con una cuerda mientras algo sospechosamente parecido a la punta de una lanza me obliga a empezar a andar hacia adelante.

Se me tensan los gemelos cuando el suelo empieza a empinarse. Después de lo que parecen horas, nos conducen a un claro del bosque cubierto por la niebla en la base de la montaña. Entorno los ojos para adaptarme a la luz rojiza de las antorchas y a los rayos de luna que la atraviesan. Una vez que lo consigo, inmediatamente distingo a Loto y a sus soldados.

Están atados como si fueran patos listos para ser desplumados. Tienen la cara magullada, las bocas sangrantes, los ojos hinchados. A diferencia de ellos, yo sí soy capaz de no precipitarme. Justo delante, con media cabeza afeitada y un solo cascabel rojo colgándole del lóbulo de la oreja como una gota de sangre, está ni más ni menos que Miasma.

Está de espaldas y no nos ve, pero debe de oír cómo nos aproximamos.

—¿Pavo real? —grazna Loto.

Ahora sí que es seguro que Miasma sabe que somos nosotros. Me alegro de que el anonimato no sea un requisito imprescindible para mi estratagema.

Leopardo se desliza hacia Miasma y le susurra algo en su oreja perforada. Como respuesta, la primera ministra del Imperio Xin desenfunda su espada. La hoja curvada surge de su vaina brillante como un espejo.

—Atenderé a mi invitada enseguida.

Y se gira.

Las campanas deben de tintinear y las cabezas deben de hacer un ruido sordo… Pero estoy muy confundida, y el sonido que hace la cabeza al caer sobre los helechos es un tintineo, mientras que el cascabel de Miasma repite un ruido sordo desde su oreja y se balancea violentamente hasta volver a ponerse en su sitio justo en el momento en el que el soldado se desploma sin cabeza.

Los pájaros salen espantados ante el aullido de Loto.

—Listo. Ya tienes toda mi atención. —Miasma pasa un dedo por la pringosa hoja de su espada y se lame la yema, entonces me señala con la espada y me ofrece—: ¿Quieres probarla?

El hedor del hierro impregna el aire. Me palpita el cuello.

—Me temo que mi estómago no es tan fuerte como el tuyo.

Ni mi estómago ni mi nada. Puede que Miasma mida menos de cinco chi, pero su chaleco laminar deja ver que tiene los brazos muy musculosos. Tiene el rostro afilado como una punta de flecha y una piel fina que deja intuir huesos y venas. Tiene veinticinco años, solo dos más que Ren, pero aparenta diez más y eso ha provocado mil rumores: que si Miasma puede matar a asesinos mientras duerme, que si hace picadillo el hígado de sus enemigos, que si es como un gusano y si la cortas por la mitad volverá a crecer…

El rumor más reciente dice que Miasma es una deidad enviada por los cielos para salvar al debilitado imperio. Prefiero los hechos a los rumores… pero tampoco es que los hechos sean mucho mejores. Cuando hace siete años un grupo de campesinos radicales llamados el Fénix Rojo se manifestó contra la capital del imperio, Miasma sofocó la rebelión y ascendió a general de caballería. Cuando hace seis años la Cábala de los Diez Eunucos conspiró para asesinar a la emperatriz Xin Bao, Miasma los aniquiló a ellos y a todos sus parientes vivos, con lo que «rescató» a Xin Bao y de camino consolidó su poder en el ejército y en la corte. Así que, cuando la humilde Xin Ren —una veterana de la rebelión del Fénix Rojo procedente de un pueblo sin nombre— la tachó de usurpadora, a Miasma, por decirlo de alguna manera, no le hizo demasiada gracia.

Ahora estoy frente a frente con el enemigo. Muchos la definen como una villana, yo la considero una oportunista (lo que, en mi opinión, es mucho más peligroso).

Miasma se encoje de hombros ante mi negativa, limpia la hoja y la envaina. Loto solloza. Trato de templar los nervios y doy un paso adelante.

—Yo no lo haría. A menos que quieras que rueden más cabezas de tus amigos —me advierte Miasma.

La luz de la antorcha se mueve y me permite echarle un vistazo a los cientos de soldados a caballo que rodean el claro.

Me obligo a dar otro paso.

—No son mis amigos. —Otro paso—. Llevo mucho tiempo esperando esta oportunidad.

Arrodillarse con las manos atadas es todo un reto, pero me las apaño inclinándome sobre unos brotes de hongos blancos.

—Mi señora…

Silencio.

La risa de Miasma suena como un graznido.

—No está mal para ser tu primera deserción. Se te irá dando mejor con la práctica.

—Soy de las que habla con hechos, no con palabras. Permíteme ofrecerte mi lealtad.

—¿La lealtad de quien ha traicionado a su señora…?

—Nunca juré lealtad a Xin Ren. Solo abracé su causa porque vino a mi cabaña suplicándomelo.

—¡Eres un pedazo de… traidora! —me grita Loto frenando en seco sus sollozos.

Miasma hace un vago gesto con la mano. Amordazan a Loto.

—Suplicándotelo… —paladea.

—Sí, suplicándomelo. De rodillas. Tres veces.

—Estoy segura de que lo hizo —murmura Miasma—. Ren la caritativa… menuda desesperada. Y tú… —alza la voz de repente—. Tú siempre tan creativa, Céfiro Naciente… —Escuchar mi apodo en su voz me produce escalofríos. Seguro que está pensando en todas las veces en que la hemos esquivado—. ¿Dices que hablas con hechos y no con palabras? —Mira hacia Loto—. De acuerdo, vamos allá. Demuéstrame tu lealtad matando a esta.

—¿Y hacer que pierdas la guerra…? De ninguna forma.

—¿Eh? —responde Miasma levantando una ceja—. Desarrolla tu respuesta.

Podrían cortarme la cabeza antes de que acabe la noche. Debería estar demasiado petrificada para hablar. Y lo estoy… pero solo hasta que toco mi abanico. Esto es lo que mejor sé hacer: descifrar los ataques de mi oponente, jugar con la información que tengo para usarla como contraataque.

Soy quien maneja el tablero.

—Conoces a Ren tan bien como yo —digo—. Quizás incluso mejor, si tenemos en cuenta todo lo que habéis compartido.

Miasma resopla al recordar los tiempos pasados, cuando dos mindundis (Miasma, la hija adoptiva de un eunuco, y Ren, la hija sin poder de un clan poderoso) sirvieron codo con codo a la dinastía.

—Xin Ren es una señora de la guerra sin un territorio fortificado en el que entrenar o abastecer a sus tropas. Si la dejas en paz, los elementos se encargarán de ella. Pero si matas a una de sus hermanas de juramento, se convertirá en un perro rabioso.

—¿Pero a qué esperamos? —grita Miasma—. La aplastaremos aquí y ahora mismo. Incluso te cederé el honor de reclamar su cabeza.

—¿Y para qué molestarse? Antes de venir he envenenado con tejo a dos tercios de sus monturas. —Loto, amordazada, da un grito. La ignoro y prosigo—. Xin Ren y sus soldados no se irán pronto de Hewan.

Eso frena a Miasma. Está claro que no creía que yo tuviese la capacidad de anular a toda una caballería. Probablemente envíe a un ojeador para comprobarlo. La sospecha está muy enraizada en su naturaleza.

—No has venido sola —me espeta.

—¿Te imaginas a alguien como yo cabalgando sola hacia vosotros? Incluso una tonta como Ren habría sospechado algo. Estos soldados no son más que una tapadera para mi deserción. Y, ahora, un sacrificio en honor de una digna señora. Mátalos. Interrógalos. Puede que veinte soldados no sean mucho contra tus cinco mil… pero ¿veinte bocas dispuestas a hablar? Pueden ser una gran fuente de información.

Un hedor agrio me azota la nariz: el olor de la orina de mis propias tropas. Debo tratar de sonar funcional, insensible, cruel. Ojalá pudiera decirles que hay muchas posibilidades de que Miasma les perdone la vida: tiene debilidad por el talento, independientemente del origen que este tenga.

—Un campamento lleno de traidores… —dice frotándose las manos—. A Ren le rompería el corazón. Así que los caballos…

—Al amanecer estarán muertos —le aseguro.

—Excelente.

Pero aún no la he convencido. No del todo. A la hora de la verdad, los caballos muertos y los soldados sacrificados podrían ser solo una estratagema muy elaborada. Necesito mostrarle a Miasma que de verdad puedo perder algo. Enseñarle que ahora soy enemiga de mi anterior campamento.

El suelo, por fin, empieza a temblar.

Ya era hora.

Venga. Enrosco los dedos alrededor del mango del abanico. He puesto el cebo. He sembrado la desconfianza. Pero lo que pase a continuación está fuera de mi control. Venga. Sé que puedes ir más rápido.

Dos de los generales de élite de Miasma, Garra y Víbora, acuden de inmediato junto a su señora y se preparan para desenvainar. El resto de las tropas de Miasma hacen un círculo a nuestro alrededor. En la oscuridad, un grito se corta en seco. Como un espíritu, la niebla avanza sobre los helechos y nos alcanza los pies. Miasma se pone pálida. Hay quien dice que la primera ministra cree en los fantasmas. Supongo que es lógico: los fantasmas y las deidades son un poco lo mismo.

Pero ningún fantasma podría escurrirse entre los helechos y los soldados como lo hace Nube.

Es como una bomba con capa azul y armadura de bronce subida a una yegua gigantesca. Levanta la guja por encima de la cabeza antes de hincarla. La hoja del arma se hunde en el pecho de uno de los secuaces de Miasma, mientras que el lado del asta golpea el casco de otro soldado. Se hunden huesos y armaduras, y ahora soy yo quien palidece al recordar a los guerreros de mis pesadillas. Pero todo esto es también parte de mi plan.

Nube también forma parte del mismo, aunque ella no lo sepa.

Su leonina mirada recorre el claro observando a mis soldados, a los de Miasma, a la propia Miasma… antes de centrarse en mí.

Distingo el momento exacto en el que se da cuenta de mi deserción.

Para cuando Loto se ha librado de su mordaza y grita que soy una traidora, Nube ya ha atravesado toda una línea de infantería de Miasma. Cuando se arrodilla, la hoja de su arma en forma de media luna está lubricada con sangre de guerrero. A su señal, las flechas de sus arqueros le pasan zumbando sobre la cabeza. Una de ellas se clava en el ojo de Leopardo. Otra, me hace un corte en el hombro. Bufo y trato de taponarme la herida mientras que las tropas de Miasma abren fuego.

Los arqueros de Nube caen de sus monturas como fruta madura. Pero Nube va abriéndose camino hacia mí dando golpes de guja hasta que esta parece un borrón, unas fauces afiladas que devoran todo lo que se interpone a su paso. Hacia mí, hacia la embustera. La traidora. La que se burló de Nube por dejar escapar a Miasma justo antes de cabalgar hacia ella para jurarle lealtad.

No llega a alcanzarme, por supuesto. Nube es capaz de matar a treinta secuaces, pero no a cientos. Los soldados la rodean y le apuntan con sus picas formando lo que parece un círculo de dientes. Un soldado menos experimentado habría entrado en pánico.

Pero Nube sigue con los ojos fijos en mí.

—¿Quieres que nos encarguemos de ella? —pregunta Víbora.

Miasma no responde. Mira a Nube embelesada.

—Qué hermosa estampa —dice tan bajito que me pregunto si Víbora la puede oír.

—¿Mi señora…?

—Déjala marcharse.

—Pero primera minis…

—Dale el caballo.

—El caballo —susurra Nube mirando fijamente a Miasma—. Perla.

Perla relincha al oír su nombre. Vuelvo en mí y miro a Miasma.

La primera ministra agita una mano.

—Concedido. ¡Víbora!

Víbora le acerca Perla a Nube y esta toma las riendas.

Exhalo. Turmalina, gracias por hacerme llegar hasta aquí. A ti también, Nube. Gracias por haber tratado de matarme… de una forma tan convincente, y por hacer que Perla vuelva a casa. Cuida de Ren mientras estoy fuera.

—¿De verdad que la estamos dejando irse? —pregunta Garra mientras Nube se monta en su yegua.

—De momento, Garra. Solo de momento. Un día de estos se dará cuenta de que su talento está desaprovechado con Ren la caritativa. Igual que le ha pasado a esta.

Miasma me sonríe. Me aprieto más la herida que me ha hecho la flecha. Sirvió para convencer a Miasma de mi deserción y, ahora, mi gesto de dolor la lleva a decirme:

—Bienvenida al imperio, Céfiro Naciente —dice mientras su sonrisa se ensancha hasta parecer una calavera—. Bienvenida a, como a mí me gusta llamarlo, el Reino de los Milagros.