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La profesora de historia era muy sexi. Medía poco más de un metro sesenta, de manera que Zach se sentía alto a su lado, y su larga melena de rizos color café le golpeaba en la espalda a cada paso. Cuando escribía en la pizarra, de espaldas a la clase, movía el trasero con tanta gracia dentro de la falda de tubo que el chico no estaba aprendiendo demasiado sobre el Imperio romano.
—Cuando Tácito visitó Germania —les dijo, con una voz que conservaba un ligero acento español—, explicó que eran «toscos y espantosos, de lamentable estampa». Encontró que eran belicosos y tenían un sistema muy violento de impartir justicia. A los traidores los colgaban de un árbol. Si una mujer cometía adulterio, le rapaban la cabeza y su marido la arrastraba desnuda por las calles mientras la azotaba con un látigo. A los cobardes y a los disolutos los arrojaban a las letrinas y los hundían bajo el lodo con ramas de sauce. Tácito escribió que se hacía así porque los delitos flagrantes debían exhibirse a modo de advertencia, mientras que la corrupción había que esconderla. «No habrá perdón para quienes convierten los vicios en entretenimiento», dijo.
En torno a Zach, las chicas sostenían el bolígrafo en la mano, preparadas para tomar apuntes. Ante aquel comentario se pusieron serias y parecían incluso un poco ofendidas, mientras que los chicos sonreían.
—Supuse que os gustaría esta parte —dijo la profesora, y unas risitas ahogadas recorrieron el aula—. Recordadlo cuando redactéis vuestro trabajo en grupo. Los textos de historia no tienen por qué ser aburridos.
Hubo un estruendo de patas de sillas arañando el suelo. Los estudiantes movían su silla para sentarse en grupos. Zach se había asociado con otros dos miembros del coro: Temple, que había sacado un 150 en el examen de aptitud, y Fairen, que también era lista, aunque él la había elegido sobre todo porque esperaba tener con ella una relación de las que en otra época los hubiera llevado a ser arrojados a una letrina. Era una chica preciosa, de facciones delicadas, ligeramente asimétricas. Tenía un largo cuello pálido y unas orejas adornadas con piercings que sobresalían por detrás del pelo rubísimo, casi blanco, que le enmarcaba el rostro. A Zach le encantaban sus orejas pálidas y enjoyadas. Scott la llamaba «Dumbo».
—Una historia de Maryland escrita al estilo de Tácito. —Temple leyó el papel ante ellos—. Esto nos lo podríamos ventilar en un fin de semana, y no lo tenemos que entregar hasta justo antes de las vacaciones de Navidad.
Fairen levantó la mirada al techo.
—Esto es lo que pasa cuando la profesora de verdad fallece en julio y tienen un mes para cubrir el puesto.
Zach miró el papel y frunció el ceño.
—Se supone que tenemos que escribir un apartado sobre «Las leyendas de Maryland». ¿Cómo va a tener Maryland leyendas? No es más que un jodido estado.
Temple dirigió la mirada al techo mientras daba golpes en la mesa con la palma abierta.
—Supongo que podríamos investigar las antiguas historias de indios. O las leyendas urbanas: el puente del niño muerto, el monstruo de Chesapeake, cosas así. El Hombre Conejo.
—¿Qué es eso del Hombre Conejo?
—Es un tipo con un disfraz de conejo que va por ahí con un hacha y corta la cabeza de todos los que entran en su propiedad. La gente dice que ronda por el antiguo hospital junto a Pine Road. Ahora está abandonado, pero era un hospital para tuberculosos.
—Ya sé dónde es —dijo Fairen—. He pasado por allí en coche un montón de veces. Scott dijo que era un psiquiátrico.
—Scott es idiota. Pero no importa. Podemos incluir esto como una leyenda, porque todo el mundo lo cree, aunque sea una idiotez.
Fairen entrelazó las manos como si fuera una alumna modélica y bajó la mirada para leer la lista de requisitos.
—Pone que necesitamos cinco imágenes. Podríamos ir y tomar fotografías. Será más guay si esperamos hasta un poco antes de entregar el trabajo: los árboles estarán desnudos y tendrán un aire invernal.
Temple negó con la cabeza.
—Si te pillan, la multa por entrar en una propiedad privada es de quinientos dólares. Además, hay todo tipo de drogatas, skins y vagabundos rondando por ahí.
Fairen sonrió.
—El amigo Zach es cinturón negro de judo. Puede hacerse cargo de ellos. O podemos pedirle a Scott que nos acompañe. Es bastante duro de pelar.
Temple gimió.
—Oh, por favor, no invites a Scott. Insistirá en volver allí cada fin de semana solamente porque sabe que en su casa se pondrían furiosos si lo supieran. No me importa lo que haga, pero me niego a acompañarle en sus tonterías.
Zach miró a Fairen para ver cuál era su respuesta. Sólo hacía un par de meses que los conocía, desde que se instaló en la ciudad y empezó a participar en los conciertos de verano que el coro de madrigales ofrecía en centros de la tercera edad y en campamentos musicales. Se sentía cómodo con Temple y Fairen, así como con su repelente amiga Kaitlyn, pero Scott seguía siendo un misterio para él. Se comportaba como el macho alfa de la pandilla, tal vez porque su madre era profesora. Desde su primer día en el colegio, Zach comprendió que tendría que hacerle la pelota al chico si de verdad quería encajar allí. Scott había estudiado desde pequeño en ese colegio y estaba en el último curso, pero con sus pantalones Abercrombie color caqui y sus camisetas de rugby, parecía más un muchacho llegado directamente de un colegio pijo que criado a base de arroz integral y cuentos de hadas. A pesar de todo, a él le caía bien; en realidad no le quedaba otra opción.
—Mira —dijo Fairen—, sólo quiero tomar algunas fotos. Si no te apetece venir, vale, iremos Zach y yo, y estoy segura de que Scott estará encantado de acompañarnos.
Temple miró a Zach en busca de apoyo.
—Creo que estaría muy bien —dijo éste—. Después de todo, se supone que es un trabajo basado en Germania. Y en esa obra se habla de que celebraban sacrificios humanos. A lo mejor si le damos un toque muy siniestro, la profe lo considerará un trabajo brillante.
Temple cruzó los antebrazos sobre la mesa y apoyó en ellos la cabeza con resignación. Fairen le dirigió una sonrisa a Zach. Y no era que éste creyera que la idea de Fairen era la mejor. Al contrario, la consideraba arriesgada y de verdad peligrosa. Sin embargo, se vio impelido a apoyarla basándose en un consejo que le dio su padre: nunca te opongas a una mujer fuerte, porque eso nunca acaba bien.