Dos

La civilización termina al borde del agua

Alguna vez hice un mapa de mi corazón, y justo en el centro de ese mapa dibujé el lago Travis. Anidado en el hermoso Hill Country de Texas, justo en el borde oeste de Austin, el lago es una reserva de poco más de 100 km de extensión del río Colorado. Es un lugar de bancos rocosos, sobrecogedores acantilados y árboles de mezquite, todo lo cual rodea el agua fría color turquesa.

Pasé todos los veranos de mi infancia en el lago Travis. Es donde aprendí a pescar percas y lubinas negras, a poner un palangre para bagre, tallar madera, construir casitas en los árboles y poner una mesa como debe ser. Mi tía abuela Lorenia y su esposo, el tío Joe, tenían una casa en Volente. En aquel tiempo el área que rodeaba el lago era rural, hogar de gente de campo con camionetas y cañas de pescar que no se consideraban residentes de Austin; solo vivían «en el lago». Hoy la misma área se considera un suburbio de Austin y está atestada de mansiones y vecindarios con portón.

Junto a la tía Lorenia vivía la tía Bea, y Ma y Pa Baldwin vivían en la siguiente casa, con su hija y su yerno, Edna Earl y Walter. Edna Earl y la tía Lorenia fueron mejores amigas hasta que murieron. Yo pasé horas corriendo descalza de casa en casa, con las puertas azotándose detrás de mí. Iba a jugar cartas con la tía Bea, luego corría de regreso a la casa de la tía Lorenia para hornear un pay. Coleccionaba piedras y atrapaba luciérnagas con Ma y Pa. Edna Earl amaba escuchar mis chistes.

La tía Lorenia era la señora que vendía Avon en la zona. Ayudarle a empacar los productos y «trabajar la ruta» era lo mejor de mis veranos. Desde que estaba en cuarto grado ella y yo nos subíamos a la Pick-up, ella en el asiento del conductor y yo en el del pasajero con mi rifle de aire Red Ryder BB, con las bolsas con cosméticos, perfumes y cremas amontonadas entre las dos. Yo estaba a cargo de las muestras de labiales, que llevaba en una caja brillante de vinil, llena de lo que parecían cientos de minúsculos tubos blancos de labial en todos los colores y fórmulas imaginables.

Viajábamos por largas carreteras de terracería, luego nos estacionábamos en la reja metálica de la casa de una clienta. La tía Lorenia se bajaba primero para abrir la reja y verificar que no hubiera animales salvajes ni serpientes de cascabel. Una vez que comprobaba que no había, me gritaba: «Trae los labiales. Deja el rifle». O «Trae los labiales. Agarra el rifle». Yo me deslizaba para bajar de la camioneta, con los labiales y algunas veces el Red Ryder en mano, y caminábamos hasta la casa.

Después de largas mañanas entregando pedidos de Avon, hacíamos sándwiches, los empacábamos y tomábamos un puñado de lombrices de la hielera de Coca-Cola de 1930 de Westinghouse que el tío Joe tenía en su patio y que había convertido en una granja de lombrices. Con nuestro lunch y la carnada nos dirigíamos al muelle a pescar en el lago, en cuyas aguas flotábamos gracias a unas cámaras de llanta. Nunca, en ningún otro lugar, fui más feliz en mi vida que cuando estaba flotando en el lago Travis. Todavía cierro los ojos y recuerdo cómo me sentía yendo a la deriva en mi cámara, sintiendo el cálido sol en la piel, viendo a las libélulas brincar en la superficie del lago y pateando a las percas que me mordisqueaban los dedos de los pies.

EL PREMIO DE LA GRAN PUERTA

El lago Travis era mágico para mí; tenía la clase de magia que quieres compartir con tus hijos. Así que cuando Steve y yo estábamos planeando nuestras vacaciones de verano en 2012, decidimos rentar una casa a casi media hora de la casa de la tía Lorenia y el tío Joe. Estábamos emocionados porque era la primera vez que estábamos planeando unas vacaciones tan largas, ya que nos iríamos dos semanas completas. Las vacaciones anárquicas de una semana están bien, pero nuestra familia funciona mejor cuando ponemos unos cuantos límites. Así que decidimos que estas vacaciones íbamos a monitorear el uso de la tecnología por parte de los niños, pondríamos horarios razonables para ir a dormir, y los respetaríamos, cocinaríamos alimentos relativamente sanos y haríamos tanto ejercicio como fuera posible. Nuestros hermanos y nuestros padres iban a ir a visitarnos durante las vacaciones, así que les advertimos a todos sobre nuestros planes de pasar unas «vacaciones saludables». Se sucedieron ráfagas de correos electrónicos que detallaban planes de comidas y listas para el super.

La casa que rentamos estaba escondida sobre una pequeña bahía de aguas profundas en el lago y tenía un tramo largo de escaleras que bajaban hasta un viejo muelle con techo de lámina acanalada. Steve y yo nos comprometimos a cruzar nadando la bahía todos los días de nuestras vacaciones. La ida y la vuelta tendrían una extensión de casi 500 metros cada una. Un día antes del viaje fui a comprarme un nuevo traje de baño Speedo y reemplacé mis goggles. Había pasado mucho tiempo desde que Steve y yo habíamos nadado juntos. Para ser exactos, 25 años. Nos conocimos cuando ambos éramos salvavidas y entrenadores de natación. Aunque todavía nado todas las semanas, para mí es una tarea más de «tonificar». En cambio, Steve era nadador en la preparatoria y competía, jugaba water polo en la universidad y todavía es un nadador serio. Yo estimo las diferencias en nuestras habilidades actuales de esta manera: él todavía da giros. Yo estos días toco la orilla y me voy.

Una mañana, temprano y antes de que nuestra tribu se levantara, Steve y yo bajamos al muelle. Mis hermanas y sus familias estaban de visita, así que nos sentimos cómodos de dejar a los niños en la casa. Nos echamos un clavado y empezamos nuestra travesía para cruzar la bahía. Aproximadamente a la mitad del camino, ambos nos detuvimos para hacer la verificación básica de aguas libres, para ver que no hubiera barcos. Mientras flotábamos en el agua y explorábamos con la mirada para ver si había tráfico en el lago, nuestras miradas se encontraron. Me estremecía la gratitud por la belleza que nos rodeaba y por el regalo de encontrarme nadando en mi mágico lago con el tipo al que conocí en el agua hacía unos 25 años. Sintiendo la vulnerabilidad intensa que para mí siempre acompaña al gozo profundo, dejé brotar mis sentimientos y, con gran afecto, le dije a Steve:

—Estoy tan contenta de que hayamos decidido hacer esto juntos. Es hermoso este lugar.

A Steve le sale mucho mejor mostrarse, así que me preparé para recibir una respuesta igualmente efusiva. En vez de eso se limitó a sonreírme como si quisiera evadir el tema, lo único que me respondió fue: «Sí. El agua está buena», y continuó nadando.

Solo estábamos a unos cuatro o cinco metros de distancia uno de otro. ¿No me escuchó?, pensé. Tal vez solo oyó algo distinto de lo que dije. ¿Tal vez mi cursilería lo tomó desprevenido y él estaba tan desbordado de amor que se quedó sin habla? Cualquiera que fuera el caso, era raro y no me gustó. Mi reacción emocional fue de desconcierto y empecé a sentir que me invadía la vergüenza.

Llegué a la orilla rocosa al otro lado unos minutos después de Steve, que había hecho una pausa para recuperar el aliento pero ya se estaba preparando para nadar de regreso. Estábamos muy cerca uno del otro. Respiré profundo y valoré la opción de decirlo una vez más. Un ofrecimiento poético de conexión ya estaba fuera de mi zona de confort; pero volver a intentar acercarme me parecía aterrador y tal vez estúpido. Aunque yo sabía que Steve lo haría. Él lo intentaría 20 veces, pero él es más valiente que yo. Por el contrario, yo fui criada para lastimar antes de que me lastimen; o, cuando menos, tan pronto ellos lo hagan.

Si te expones una vez y sales lastimado, considérate educado. Si vas dos veces y sales lastimado, considérate un tonto. El amor es mi más aterradora arena.

No podía reconciliar el temor que sentía, parada ahí en el cieno del lago, con el hecho de que apenas había escrito un libro sobre vulnerabilidad y atreverse. Entonces me dije: Haz lo que predicas. Sonreí con la esperanza de suavizarlo y doblé mi apuesta para establecer la conexión: Esto es maravilloso. Me encanta que estemos haciendo esto. Me siento tan cerca de ti.

Él parecía estar mirando a través de mí en lugar de mirarme a mí cuando respondió:

—Sí. Buena nadada —dijo, y luego se volvió a ir. Esto es una completa mierda, pensé. ¿Qué pasa? No sé si se supone que deba sentirme humillada o ser hostil. Quería llorar y gritar. En lugar de ello, alimentada por la ansiedad, respiré profundo y empecé a nadar de regreso por la bahía.

Le gané a Steve por unas brazadas. Estaba física y emocionalmente exhausta, incluso un poco mareada. Una vez que Steve llegó al muelle, se fue directo a la destartalada escalera de metal y empezó a salir del agua.

—¿Puedes regresar al agua? —le dije. Es todo lo que logré decir. Dejó de subir y volteó la cabeza hacia mí con ambas manos todavía en la escalera. —Por favor regresa al agua. —Bajó al agua.

—¿Qué pasa? —preguntó cuando estuvimos frente a frente, flotando en el agua junto al muelle.

¿Qué pasa?, pensé. ¿Quiere saber qué pasa? No tengo idea de qué pasa. Todo lo que sabía era que yo ya había escrito el guion del resto de la mañana durante la nadada de regreso y, sin una intervención, estábamos enfilados hacia un día terrible. Habíamos tenido esta pelea mil veces.

Subiríamos al muelle, nos secaríamos y nos iríamos a la casa. Pondríamos nuestras toallas sobre el barandal del porche, iríamos a la cocina y Steve diría:

—¿Qué hay de desayunar, nena?

Yo lo miraría y lanzaría un sarcástico:

—No sé, neeene. Déjame preguntarle al hada del desayuno. —Luego giraría mis ojos hacia el techo y pondría las manos en las caderas.

—¡Oh, hada del desayuno! ¿Qué hay para desayunar?

Y después de una pausa dramática suficientemente larga, me convertiría en este viejo pero todavía buen argumento:

—Caray, Steve. Olvidé cómo funcionan las vacaciones. Olvidé que estoy a cargo del desayuno, de la comida y de la cena. Y de lavar la ropa, empacar, guardar los goggles, el protector solar y el repelente de mosquitos. Y de hacer el súper y…

En algún lugar de la letanía, Steve arrugaría el rostro e insertaría un genuinamente confundido:

—¿Pasó algo? ¿Me perdí de algo?

Luego se desarrollaría una guerra fría durante algún tiempo entre cuatro y 24 horas.

Podíamos recitar este argumento con los ojos cerrados. Pero esto era el lago Travis y estas eran nuestras vacaciones especiales. Yo quería algo diferente, así que lo miré y en lugar de empezar a culparlo intenté con una nueva estrategia.

—He estado tratando de hacer una conexión contigo y me rechazas. No lo entiendo.

Solo me miró. El agua tenía cerca de 10 metros de profundidad en el muelle y estábamos flotando todo el tiempo.

Así que tuve que pensar rápido. Todo esto era nuevo para mí. En el curso de lo que sentí que duró una hora pero probablemente fueron 30 segundos, yo iba y venía en mi cabeza: Sé bondadosa. ¡No, véngate! Sé bondadosa. No, protégete; derríbalo.

Opté por la bondad y la confianza y me apoyé por completo en una técnica que había aprendido en mi investigación, una frase que surgió con numerosas variaciones una y otra vez. Dije:

—Siento que me estás rechazando, y la historia que me estoy contando es que, o me miraste mientras nadábamos y pensaste: Qué bárbaro, se está haciendo vieja. Ya no puede ni nadar en estilo libre. O me viste y pensaste: Definitivamente, ya no luce en un Speedo como lucía hace 25 años.

Steve parecía agitado. Cuando está frustrado no empieza a gritar, sino que respira profundo, aprieta los labios y mueve la cabeza. Esto probablemente le funciona bien en su trabajo como pediatra, pero sé leerlo: estaba agitado. Me dio la espalda, luego se volvió a voltear y dijo:

—Mierda. ¿Estás siendo vulnerable, verdad?

Esta respuesta no tardó.

—Sí. Estoy vulnerable. Pero estoy justo en el límite de la furia. Así que lo que digas importa. Y mucho.

La frase «la historia que me estoy contando» puede haber surgido de la investigación como una herramienta importante, pero esta era la primera vez que yo la usaba y, literal y emocionalmente, al hacerlo me sentía como fuera de mi elemento.

Steve se dio la vuelta otra vez y luego volvió a girar para verme. Después de lo que pareció otra eternidad, finalmente dijo:

—No quiero hacer esto contigo. De verdad, no quiero.

Mi reacción inmediata fue de pánico. ¿Qué pasa? ¿Qué quiere decir eso de que No quiero hacer esto contigo? Mierda. ¿Quiere decir que no quiere nadar conmigo? ¿O hablar conmigo? Luego, en un segundo, me pasó por la cabeza que tal vez esto se refería a estar casados. El tiempo se hizo más lento y en cámara lenta, cuadro por cuadro, empecé a entrar en pánico, solo para que me regresara a la realidad en el momento en que dijo:

—No. En realidad no quiero tener esta conversación contigo en este momento.

Se me acabaron las herramientas y la paciencia.

—Lástima. Estamos teniendo esta conversación. Ahora mismo. ¿Ves? yo estoy hablando. Luego tú estás hablando. Estamos conversando.

Después de unos segundos de un extraño silencio y de voltearse para darme la espalda en el agua, Steve finalmente me miró y dijo:

—Mira, no tengo problema con estar con los niños. De verdad, no me importa.

¿Qué? Estaba tan confundida.

—¿Qué quieres decir? ¿De qué estás hablando?

Steve me explicó que no le importaba llevar a los niños a la bahía en las balsas inflables. En realidad le gustaba mucho atravesar la bahía jalándolas para que pudieran encontrar el «tesoro secreto» y le encantaba darme tiempo para pasar con mis hermanas.

Para este momento ya estaba completamente aterrada, así que, levantando la voz, le dije:

—¿De qué estás hablando? ¿Qué estás diciendo?

Steve hizo una respiración profunda y, con una voz en la que se mezclaban la agitación y la resignación, dijo:

—No sé qué me estabas diciendo. No tengo idea. Me pasé todo el trayecto luchando contra un ataque de pánico. En lo único que pensaba era en tratar de mantenerme enfocado contando mis brazadas.

Silencio.

Continuó:

—Anoche tuve un sueño en el que tenía a los cinco niños en la balsa y estábamos a medio camino cruzando la bahía, cuando de pronto vi que una lancha rápida venía hacia nosotros. Agité las manos en el aire, pero los de la lancha no bajaron la velocidad. Finalmente tomé a los cinco niños y me sumergí todo lo que pude. Pero carajo, Brené. Ellen y Lorna saben nadar, pero Gabi, Amaya y Charlie son chiquitos y el lago tiene 20 metros de profundidad. Los saqué de la balsa y los llevé tan profundo como podía. Los sostuve allá abajo y esperé a que la lancha pasara sobre nosotros. Sabía que si subíamos a la superficie, nos mataría. Así que esperé. Pero en un momento dado miré a Charlie y me di cuenta de que estaba sin aliento. Sabía que se ahogaría si nos quedábamos ahí un minuto más. No sé qué me estabas diciendo. Solo estaba contando mis brazadas y tratando de regresar al muelle.

Me dolía el corazón y los ojos se me llenaron de lágrimas. Tenía sentido. Habíamos llegado a la casa entre semana, cuando el lago está bastante tranquilo. Hoy era viernes y durante el fin de semana el tráfico en el lago se duplicaría, y era un hecho que habría navegantes ebrios. Cuando creces alrededor de la «gente del agua» oyes muchas historias sobre accidentes de lanchas y de esquí provocados por la bebida, y lo trágico es que muchas veces conoces a gente que resulta profundamente afectada por estos eventos.

—Me da tanto gusto que me hayas contado, Steve.

Sus ojos giraron hacia arriba.

—Tonterías.

Dios mío. Haz que esta conversación pare. ¿Ahora qué? No podía creerlo.

—¿Qué estás diciendo? Por supuesto que me da gusto que me hayas contado.

Steve negó con la cabeza y dijo:

—Mira. No me cites tu investigación. Por favor. No me digas lo que crees que debes decir. Sé lo que quieres. Quieres al tipo rudo. Quieres al tipo que pueda rescatar a los niños de la trayectoria de una lancha que va a toda velocidad aventándolos a la orilla y nadando tan rápido como para estar ahí y cacharlos antes de que caigan. El tipo que luego te mira desde el otro lado de la bahía y grita: «¡No te preocupes, nena! ¡Yo me encargo».

Estaba sufriendo. Yo estaba sufriendo. Ambos estábamos cansados y en el absoluto límite de la vulnerabilidad. Nos debíamos uno al otro la verdad. No le cité mi investigación, pero he estado estudiando esto el suficiente tiempo como para saber que las mujeres tendemos más que los hombres a culpar a los padres distantes o crueles, a los amigos acosadores y a los entrenadores autoritarios por la mayor parte de la vergüenza, y también como para saber que las mujeres solemos ser las que más tememos permitir a los hombres que se bajen del caballo blanco y las que más tendemos a criticarlos por permitirse mostrar su vulnerabilidad.

Con frecuencia digo:

—Muéstrenme a una mujer que puede albergar espacio para un hombre que es capaz de mostrar que en realidad siente miedo y es vulnerable y yo les mostraré a una mujer que ha aprendido a contener su propia vulnerabilidad y no deriva su poder ni su estatus de ese hombre. Muéstrenme a un hombre que puede sentarse con una mujer que acepta que tiene miedo y es vulnerable y limitarse a escucharla luchar sin intentar arreglarla ni darle consejos, y yo les mostraré a un hombre que está cómodo con su propia vulnerabilidad y no deriva su poder de ser Oz, el sabelotodo y todopoderoso.

Estiré mi mano y tomé la de Steve.

—¿Sabes? Hace 10 años esta historia me habría asustado. No estoy segura de cómo podría haber lidiado con ella. Podría haber dicho lo correcto, pero un par de días después, si algo lo detonaba, podría haberlo traído a la luz de mala manera, preguntando, por ejemplo: «¿Estás seguro de que te sientes suficientemente bien como para llevar a los niños a bañarse a la tina?». Habría metido la pata. Te habría lastimado y habría traicionado tu confianza. Estoy segura de que lo he hecho en el pasado y lo lamento de verdad. Hace cinco años yo habría estado mejor. Habría entendido y habría sido respetuosa, pero probablemente todavía habría tenido miedo. ¿Hoy? Hoy estoy tan agradecida por ti y por nuestra relación, que no quiero nada ni a nadie que no seas tú. Estoy aprendiendo a tener miedo. Tú eres el mejor hombre que conozco. Además somos todo lo que tenemos. Somos el premio de la gran puerta.

Steve sonrió. Yo estaba hablando en clave, pero él sabía lo que yo quería decir. «El premio de la gran puerta» es un verso de una de nuestras canciones favoritas, «In Spite of Ourselves» («A pesar de nosotros mismos»), de John Prine e Iris DeMent. Es una de nuestras canciones favoritas de cuando salíamos, y el coro siempre me recuerda a Steve.

Subimos al muelle, nos secamos y empezamos a subir la escalinata. Steve me dio un toallazo en el trasero con su toalla mojada y sonrió.

—Solo para que lo sepas: todavía haces brillar el Speedo.

Esa mañana fue un punto de inflexión en nuestra relación. Ahí estábamos, ambos completamente sumergidos en nuestras historias de vergüenza. Yo estaba atorada en el temor de la apariencia y la imagen corporal, el detonador de vergüenza más común en las mujeres. Él temía que yo pensara que era débil, el detonador de vergüenza más común en los hombres. Ambos temíamos acoger nuestras vulnerabilidades, aun a sabiendas de que la vulnerabilidad es el único camino para salir de la tormenta de vergüenza y regresar a estar juntos uno con otro. De alguna manera logramos encontrar el valor para confiar en nosotros mismos y en el otro, y evitar herirnos con palabras que jamás habríamos podido borrar, o con el afecto denegado de una guerra fría. Esa mañana revolucionó la forma en que concebíamos nuestro matrimonio. No fue una evolución sutil: cambió para siempre nuestra relación. Y eso fue algo bueno.

Para mí esto se convirtió en una historia de grandes posibilidades, de lo que podría ser si nuestro mejor ser estaba presente cuando estábamos enojados, frustrados o lastimados. Por lo general nuestras peleas no salían tan bien; esto fue transformador. De hecho, fue una historia tan poderosa que le pregunté a Steve qué opinaba de que yo la utilizara como un ejemplo del poder de la vulnerabilidad cuando hablo en público. Dijo:

—Claro. En realidad es una historia asombrosa.

En discusiones posteriores pudimos hacer resurgir algunas de estas habilidades que aprendimos en el lago, pero por alguna razón desconocida para mí en aquel momento, ninguna de las siguientes contiendas fue tan buena ni tan productiva como la de aquel día. Yo estaba convencida de que era la magia del lago Travis o la majestuosidad de la naturaleza misma lo que nos hizo más gentiles y amorosos uno con el otro. Con el tiempo yo aprendería que había mucho más en la historia.

NO PUEDES SALTARTE EL DÍA DOS

Pasados dos años, me encuentro en el escenario de los estudios de animación Pixar, frente a un público al que le estoy contando la historia del lago Travis.

Primero, como tantas cosas en mi vida, veamos la sincronía de cómo llegué a Pixar. Estaba en algún aeropuerto de Estados Unidos esperando un avión que estaba demorado, así que decidí ir a la tienda del aeropuerto para buscar algo que leer. Para mi sorpresa, en la portada de Fast Company, una de mis revistas favoritas, estaba Eric Clapton, así que la compré y la metí a mi bolsa.

Cuando por fin despegamos, saqué la revista, y al examinarla con mayor detenimiento, me di cuenta de que no era Eric Clapton. Era una foto de rock and roll de Ed Catmull y el artículo trataba de su nuevo libro. Ed es el presidente de Pixar Animation y de Walt Disney Animation Studios, y es justo decir que su libro sobre liderazgo, Creatividad, S. A., influiría en mí como nada que hubiera leído antes. Sus lecciones respecto a que, para poder nutrir las culturas y las condiciones que le permiten a la gente buena hacer lo que mejor hace, los líderes fuertes deben comenzar por identificar las cosas que matan la confianza y la creatividad, cambiaron la manera en que concibo el papel que me corresponde desempeñar en mi empresa e incluso en mi familia. Después de que le di un ejemplar de ese libro a cada uno de los miembros de mi equipo, sus ideas y conceptos pronto se convirtieron en parte de nuestro lenguaje común en el trabajo.

Estaba tan impresionada con el trabajo de Ed que busqué a mi editor para pedirle que me lo presentara. Esperaba entrevistarlo para este libro. Y resultó que Ed y un grupo importante de personas de Pixar había visto mis charlas TED. De inmediato me preguntaron si querría ir y pasar un día con ellos. Mi primer pensamiento fue: ¿Será demasiado si me presento vestida de Jessie de Toy Story? Diablos, sí, voy a visitarlos.

Muy bien, muchas personas clasificarían nuestro interés común bajo el rubro de establecer un vínculo por la coincidencia azarosa. Yo lo clasifico como «Cosa de Dios». O como dice el novelista Paulo Coelho en su libro El alquimista: «Cuando estás en tu camino, el universo conspirará para ayudarte».

Después de dar mi charla fui a comer con Ed y algunos de los líderes de Pixar, la mayoría productores, directores, animadores y escritores. La conversación se enfocó en la incertidumbre, vulnerabilidad e incomodidad que es imposible no experimentar durante el proceso creativo. Mientras explicaban lo frustrante que es el hecho de que ningún grado de experiencia o éxito nos puede dar un pase que nos permita eludir el aterrador grado de incertidumbre que se siente durante todo el proceso creativo, recordé mis propias experiencias con The Daring Way.

The Daring Way es un programa de certificación para profesionales de los campos de ayuda que quieren promover mi trabajo. En nuestros seminarios de capacitación, que tienen un alcance nacional, utilizamos como nuestra principal herramienta de enseñanza un modelo intensivo de tres días. Nuestros miembros facultativos enseñan el programa en grupos pequeños de 10 a 12 personas, y permiten que los nuevos candidatos tengan la experiencia del trabajo como participantes y que aprendan sobre la investigación que respalda el programa. Sin importar cuántas veces lo hayamos hecho y a cuántas personas hayamos certificado, el segundo día de este modelo de tres días sigue sin quedar bien. De hecho, los facilitadores certificados que utilizan el modelo de tres días con sus clientes siempre nos dicen:

—Pensé que podía mejorarlo y hacer que el día dos fuera más fácil, pero no puedo. Sigue siendo tan difícil.

De pronto, cuando estaba en Pixar, tuve un golpe de claridad. Miré a Ed y le dije:

—Dios mío. Ya lo entendí. No te puedes saltar el día dos.

Ed supo de inmediato que lo entendí. Sonrió en una forma que decía: «Correcto. La parte intermedia no se salta».

El día dos, o como sea que tú le llames al espacio intermedio en tu proceso, es cuando estás «en la oscuridad» (la puerta se ha cerrado detrás de ti). Estás demasiado comprometido como para darte media vuelta y no estás lo suficientemente cerca del final como para ver la luz. En mi trabajo con veteranos de guerra y miembros activos de la milicia hemos hablado sobre esta oscura parte intermedia. Todos la conocen como «el punto de no retorno» (un término de aviación que los pilotos inventaron para referirse al punto en un vuelo en que les queda muy poco combustible para regresar al campo de aviación original). Es extrañamente universal y se remonta hasta el famoso Iacta alea est (La suerte está echada) de Julio César, quien lo dijera en el año 49 a. C., cuando él y sus tropas cruzaron el río y el hecho comenzó una guerra. Ya sea una estrategia de guerra antigua o el proceso creativo, en algún momento estás ahí, está oscuro y ya no puedes regresar.

Con los grupos de Daring Way el día dos significa que estamos avanzando hacia la parte del programa sobre la vergüenza y el valor personal, y la gente se siente incómoda. El brillo de un nuevo emprendimiento y la chispa de la posibilidad ya se apagaron y dejaron a su paso una densa neblina de incertidumbre. La gente está cansada. Con nuestros grupos y los grupos en general, también estamos llegando a la parte rocosa de lo que Bruce Tuckman, investigador de la dinámica de grupos, describe como el ciclo «formación-conflicto-normalización-desempeño». Cuando se forma un grupo o un equipo (formación), por lo general los miembros tienen dificultades durante un tiempo, hasta que descifran la dinámica (conflicto). En algún momento el grupo encuentra su ritmo (normalización) y empieza a abrirse camino (desempeño). El conflicto ocupa el lugar intermedio. No solo es un tiempo oscuro y vulnerable; es un lapso muchas veces turbulento. La gente encuentra toda clase de maneras creativas de resistir la oscuridad, incluyendo no estar de acuerdo unos con otros.

Pienso que lo más horrible del día dos es exactamente lo que Ed y el equipo de Pixar señalaron: es una parte no negociable del proceso. La experiencia y el éxito no te otorgan un paso fácil por el espacio intermedio de la lucha. Solo te brindan una pequeña gracia, una gracia que susurra: «Esto es parte del proceso. Mantén tu curso». La experiencia no crea ni una simple chispa de luz en la oscuridad del espacio intermedio. Solo te infunde una pizca de fe en tu habilidad para navegar en la oscuridad. La parte intermedia es complicada, pero también es donde ocurre la magia.

Casi al final de nuestra charla en la comida con Pixar, uno de los escritores que estaba en el salón hizo una observación aguda sobre lo que estábamos discutiendo.

—El día dos es como el segundo acto en nuestras historias. Siempre es el más difícil para nuestros equipos. Es en el que siempre tenemos dificultades con nuestros personajes y nuestro arco narrativo.

Todos en el salón respondieron asintiendo con la cabeza de manera empática o con un apasionado «¡Sí!».

Después de regresar a Houston, Ed me envió un correo electrónico diciendo que nuestra conversación sobre el día dos había sacudido a todo el salón. En ese momento yo no tenía idea de que esa sacudida, y mi visita entera a Pixar, con el tiempo tendrían en mí un efecto tanto personal como profesional.

En la esquina de la pared en la que se exhibía la historia de Pixar había carteles colgados con estas tres frases:

La historia es el panorama general.

La historia es proceso.

La historia es investigación.

En la parte superior de la pared había una imagen de una corona que simboliza el axioma de que «la historia es el rey». Cuando regresé utilicé notas adhesivas para recrear esa pared en mi estudio solo para recordarme la importancia de la historia en nuestra vida. También resultó que prefiguraría algo importante para mí. Yo sabía que el viaje a Pixar significaba más que un gran día con gente talentosa: había algo más. Solo que en ese momento no sabía lo fuerte que sería el poder reverberante de esa sacudida.

Antes de mi visita a Pixar nunca pensé mucho en la ciencia de contar historias. Definitivamente nunca había utilizado ningún cálculo consciente para contar historias al diseñar mis charlas. De hecho, cuando leo el análisis ocasional de mis charlas TED me impresiona ver cómo la gente toma los gestos mínimos, desde miradas hasta pausas, y los utiliza para aplicar etiquetas y fórmulas a mi trabajo. En el minuto cuatro, Brené gira su cuerpo a la izquierda y hace una ligera media sonrisa. Esto se conoce como el Giro de Media Sonrisa y debe utilizarse con extremo cuidado. Exagero un poco, pero no mucho. Es tan extraño.

Valoro la buena narración y sé que no es fácil. Asumo que aprendí a contar historias por el largo linaje de narradores del que vengo. Creo que mi educación, combinada con los años de estudiar la ciencia y el arte de la enseñanza, me llevó a convertirme en una narradora accidental. Y aunque tengo la capacidad para abrirme camino al contar una historia, yo sabía que necesitaba aprender más sobre el oficio por una razón: contar historias estaba surgiendo como una variable en mi más reciente estudio. Así que hice lo que mejor hago: investigar.

Le mandé un correo electrónico a Darla Anderson, una productora que había conocido en Pixar y que estaba detrás de algunas de mis películas favoritas, incluyendo Toy Story 3, Monsters, Inc., Bichos y Cars. Le pregunté si ella me podía ayudar a entender cómo entendía la gente de Pixar la estructura tradicional de tres actos de contar historias. Aunque yo estaba acumulando un número creciente de libros y artículos sobre todo lo relacionado con el tema, desde la neurociencia de contar historias hasta cómo escribir guiones, quería escuchar cómo lo explica alguien que vive de ese trabajo: alguien que tiene el proceso en sus huesos. De ahí es de donde provienen los datos más enriquecedores, de las experiencias vividas por las personas.

Darla fue genial. Ya me había escrito un correo electrónico sobre su equipo y seguía hablando de la vulnerabilidad y cómo «Todavía haces brillar el Speedo» se había convertido en una piedra de toque en el equipo de Pixar. En un par de correos, Darla compartió conmigo algunas ideas que me ayudaron a entender mejor lo de los tres actos:

Primer acto:

El protagonista es llamado a la aventura y acepta participar en ella. Se establecen las reglas del mundo y al final del acto 1 ocurre el «incidente incitante».

Segundo acto:

El protagonista busca todos los medios con los que podría resolver el problema sin molestarse demasiado. Al llegar al clímax, aprende qué va a necesitar realmente para resolverlo. Este acto incluye el punto «más bajo de lo bajo».

Tercer acto:

El protagonista necesita comprobar que aprendió la lección, por lo que, por lo general, muestra estar siempre dispuesto a probarlo a cualquier costo. De lo que se trata aquí es de la redención: un personaje iluminado que sabe qué hacer para resolver un conflicto.

Mi primer pensamiento fue: Demonios, este es el viaje del héroe de Joseph Campbell. Joseph Campbell fue un académico estadounidense, profesor y escritor, mejor conocido por su trabajo sobre la mitología y la religión comparadas. Campbell descubrió que incontables mitos de diferentes épocas y culturas comparten estructuras y etapas fundamentales, a lo que llamó el viaje del héroe o el monomito. Introdujo esta idea en su libro El héroe de las mil caras, el cual leí cuando tenía 20 años y de nuevo a mis 35. En la casa en que crecí mi mamá tenía libreros llenos de obras de Joseph Campbell y Carl Jung. Esta nueva comprensión hizo que me diera cuenta de que, además de los cuentos que mi papá nos contaba en las fogatas, yo había estado expuesta a más sobre el arte de la historia de lo que me daba cuenta.

De inmediato le envié a Darla un correo electrónico preguntándole si mi comparación con Campbell era atinada y me respondió: «¡Sí! ¡Al principio de todas las películas hacemos referencia a Joseph Campbell y al viaje del héroe!». Todo empezó a tener sentido, y cuando menos lo esperaba tuve la oportunidad de aplicar lo que estaba aprendiendo a mi propia historia.

Una tarde, después de una conversación en verdad difícil con Steve sobre nuestros aparentemente diferentes enfoques en cuanto a verificar la tarea, una discusión que no terminó con un toallazo en el trasero y un cumplido, sino con mi recomendación de «parar de discutir antes de decir algo de lo que nos pudiéramos arrepentir», me senté a solas en mi estudio, mirando fijamente mi versión de la pared de historias de Pixar. ¿Será que solo deberíamos pelear cuando estamos en el lago? ¿Será que me estoy aferrando a la historia del lago Travis porque es algo fuera de lo normal? Ninguna de las discusiones que habíamos tenido desde entonces había terminado tan bien como la del lago. Empecé a repasar la historia en mi cabeza y miré a mi pared de la historia, donde había pegado una inmensa nota adhesiva con el esquema de los tres actos.

Cada vez más frustrada porque Steve y yo no lográbamos estar presentes y resolver las cosas como lo hicimos en Austin, decidí hacer un mapa de nuestra historia del lago en tres actos. Posiblemente aprendería algo nuevo. Esto es lo que hice:

Primer acto:

El llamado a la aventura de nadar para cruzar el lago. Incidente incitante: Steve me ignora cuando estoy siendo vulnerable e intentando establecer una conexión.

Segundo acto:

Realmente, nada. Solo una nadada de regreso, horrible y llena de ansiedad.

Tercer acto:

Nos inclinamos hacia la incomodidad y la vulnerabilidad y lo resolvemos.

Luego la sacudida me atravesó todo el cuerpo, literalmente de la parte superior de la cabeza hasta las plantas de los pies. No te puedes brincar el día dos. No te puedes brincar el día dos. No te puedes brincar el día dos. ¿En dónde está la complicada parte central? ¿Dónde está el segundo acto?

Yo había contado esta historia 50 veces, pero nunca le había dado consistencia al segundo acto, y mucho menos lo había contado. ¿Qué hay con la horrible nadada hacia el muelle? ¿Qué si la clave para la historia del lago ocurrió bajo el agua y no sobre ella? De pronto se me ocurrió que tanto Carl Jung como Joseph Campbell escribieron sobre el agua como el símbolo del inconsciente. El simbolismo y la metáfora están grabados en nuestros genes de contar historias, pero por lo general no uso términos como conciencia y el inconsciente. Sí creo en los conceptos, pero no siento que esas palabras sean muy accesibles ni prácticas —simplemente no resuenan conmigo y tampoco me dicen algo—. Yo prefiero estar despierto o percatarse, darse cuenta, percibir. De todas formas, me di cuenta con claridad de que algo había estado ocurriendo más allá de lo que yo podía percatarme, y qué mejor símbolo existe para «más allá de lo que nos percatamos» que el agua profunda?

La ansiedad que Steve y yo sentimos mientras nadábamos ese día no es algo raro en nadadores y clavadistas. Uno renuncia a muchas cosas cuando se aventura en un ambiente que no puede controlar y en el que no puede confiar en sus sentidos. Hunter S. Thompson escribió: «La civilización termina al borde del agua. Más allá, todos entramos en la cadena alimenticia y no siempre estamos en la cima». ¿Sería que yo simplemente no me daba cuenta de lo que en realidad ocurrió ese día? ¿Había estado yo contando la versión civilizada de la historia? ¿Estaría ocurriendo algo importante más allá de mi comprensión hasta este momento?

Saqué mi cuaderno de investigación y empecé a escribir todo lo que podía recordar de mi nadada de regreso al muelle.

Primero, la nadada fue terrible: se sentía como si estuviera nadando en arenas movedizas. Los goggles evitaban que el agua entrara a mis ojos, pero en el lago Travis no es posible ver a 60 centímetros de distancia. De niña incluso me preguntaba cómo era posible que el agua de color azul verdoso fuera tan espesa.

Recordé que en algún momento, más o menos a la mitad del camino de regreso al muelle, sentí mucha ansiedad. Empecé a pensar: ¿Qué hay abajo de mí? ¿Hay cuerpos allá abajo? ¿Hay serpientes? En un giro de la vida realmente devastador, Pa, el vecino de la tía Lorenia que mencioné antes, se ahogó en el lago cuando yo tenía ocho años. Estaba solo en el muelle, pescando, y se cayó al agua, al caer se golpeó la cabeza y murió. Después de eso mi imaginación se volvió loca y empecé a asustarme yo sola cuando nadaba (lo que, para ser honesta, no es difícil que me ocurra en lagos u océanos). Lo que sucedía era que, justo cuando sentía la necesidad de voltearme bocarriba y empezar a flotar hasta que alguien pudiera rescatarme de mi propia reserva de ansiedad contenida, recuperaba la compostura.

Además de luchar contra la locura de las aguas profundas, estaba repasando una serie de preguntas al azar sobre Steve y la situación en la que estábamos. Yo imaginaba posibles escenarios y me ponía a prueba para comprobar si estaba siendo realista mientras atravesaba el agua opaca. No podía ver nada, pero sentía todo. Era como si la emoción pura que mi cerebro generaba hubiera agregado pesas de 50 kilos a mis tobillos. Apenas podía lograr que mis piernas continuaran pataleando. Por lo general amo la ligereza del agua. En esta nadada solo sentía que me hundía.

Mientras más escribía en mi cuaderno, más sorprendida estaba por lo vívido de mis recuerdos de ese día. Decidí ahora capturar los momentos en una lista numerada.

1. Al principio de la nadada empecé contándome una versión de la historia que me permitió ser la víctima (y la heroína), una versión que terminaría con Steve recibiendo su merecido cuando menos lo esperaba.

2. A medida que braceaba yo continuaba pensando: Estoy tan enojada, estoy tan enojada. Pero después de algunos minutos admití que estaba mal. Había aprendido algunos años antes que cuando estoy planeando cómo vengarme o ensayando argumentos que quiero que suenen muy agresivos o con los que pueda lograr que alguien se sienta mal, por lo general no estoy enojada sino lastimada, y me siento incómodamente vulnerable o avergonzada. Yo sentía las tres durante esa nadada de regreso. Estaba lastimada porque me había alejado y sentía vergüenza por lo que pudo haber provocado el alejamiento.

3. Después empecé a luchar contra la historia de la venganza. Odio que Steve reciba su merecido, pero es lo que hago mejor cuando estoy lastimada. La única manera en que tal vez podría cambiar el final era contar una historia diferente, una en la que las intenciones de Steve no fueran malas. Para ello me bombardeé con preguntas mientras nadaba: ¿Podría yo ser tan generosa? ¿Tengo algo de responsabilidad en esto? ¿Puedo confiar en él? ¿Confío en mí misma? ¿Cuál es la suposición más generosa que puedo hacer sobre su respuesta a la vez que reconozco mis propios sentimientos y necesidades?

4. La pregunta más difícil de responder ese día tiene que ver con la decisión más vulnerable que debo tomar cuando tengo miedo o estoy enojada: ¿cuáles van a ser las consecuencias de bajar las armas y quitarme la armadura? ¿Y si él me estaba lastimando a propósito? ¿Y si en realidad es una persona insensible? Si le doy el beneficio de la duda y estoy equivocada, sentiré el doble de vergüenza por haber sido rechazada y por ser ingenua. Por supuesto, este fue el punto de la nadada en que empecé a preocuparme por los cuerpos en el agua y los kraken (los calamares gigantes temidos por los marinos). En verdad recuerdo que esa mañana pensé en la escena de la segunda película de Piratas del Caribe, cuando Davy Jones grita «¡Suelten a los kraken!». Con razón cuando regresé estaba mareada.

5. Recuerdo haber deseado hablar con mis hermanas sobre esto antes de echar todo a perder.

Antes de poder escribir y poner el número seis en esta lista, que cada vez crecía más, me golpeó una segunda sacudida. ¡Dios mío! Esas preguntas que estaba intentando responder esa mañana no eran preguntas al azar. Estas preguntas eran conceptos que surgían en mi investigación en marcha sobre superar la adversidad. Durante un año yo había contado esta historia como ejemplo de la capacidad de recuperación ante la vulnerabilidad y la vergüenza; poco sabía yo de que, bajo la superficie de esta, en esa agua turbia, yacía otra historia, la de levantarse más fuerte.

Cuando estaba escribiendo El poder de ser vulnerable decidí no incluir lo que estaba aprendiendo de sobreponerse a la adversidad. No solo era demasiado para incluirlo en un libro que ya introducía conceptos enormes como la vulnerabilidad y la carencia, sino que yo todavía no lo comprendía del todo. Ya había entendido que la resiliencia y la vulnerabilidad desempeñan un papel en la vergüenza y en ser valiente, respectivamente; pero en cuanto al proceso mismo de levantarse más fuerte, solo tenía claro lo básico. Todavía necesitaba resolver el proceso y nombrar las partes.

Viendo en retrospectiva cómo se comportaba mi investigación bajo el agua ese verano, me tomó desprevenida la aplicabilidad de lo que estaba aprendiendo sobre levantarse más fuerte de situaciones cotidianas menores (como el incidente del lago). Pensé que estaba trabajando en un proceso para atender las mayores dificultades de la vida. Como todos, conozco el fracaso y el dolor (he sobrevivido a la clase de fracasos profesionales y dolores personales que reacomodan la vida). Mientras que un distintivo de la investigación sobre la teoría fundamentada es que genera procesos sociales básicos que tienen una aplicación extremadamente amplia, yo me había estado preocupando por si el tema de levantarse más fuerte podría abordar una amplia gama de cuestiones, o si yo quería que lo hiciera. ¿Disminuiría de alguna manera su poder si lo aplicábamos a eventos menores, como la pelea en el lago? La respuesta es no. El sufrimiento comparativo me ha enseñado a no descartar la importancia de tener un proceso para navegar por los dolores y desengaños cotidianos. Estos pueden dar forma a la persona que somos y a la forma en que nos sentimos tanto como lo hacen los que consideramos grandes eventos.

Todavía pienso que el lago Travis es un lugar mágico, pero no porque haya acabado con el conflicto entre Steve y yo. Fue un momento revolucionario en nuestra relación que pudo ocurrir solo porque cada uno de nosotros se había adueñado de su historia. No lo habíamos simplemente deducido y nos habíamos inclinado hacia la vulnerabilidad. Como Darla había escrito en su correo electrónico, nuestro segundo acto fue intentar todas las maneras cómodas de resolver el problema antes de rendirnos ante nuestras propias verdades. Al haber pasado los últimos dos años escarbando hasta encontrar las pequeñas piezas del proceso de levantarse más fuerte, ahora puedo mirar hacia atrás y ver exactamente por qué las cosas ocurrieron como lo hicieron esa mañana de verano. Yo estaba trabajando en el proceso.