SOMOS LO QUE CARTOGRAFIAMOS
La antropóloga Sophie Chao convivió un tiempo con el pueblo marind de Papúa Nueva Guinea mientras investigaba los terribles efectos de la industria del aceite de palma en esa comunidad. Un día, Chao y un grupo de marindes estaban descansando después de haber salido a pescar cuando llegó un hombre muy excitado con uno de esos mapas que utilizan las instituciones y las empresas productoras de aceite de palma para gestionar las plantaciones. Su excitación estaba justificada. Los marindes no tenían autorización para decidir nada relacionado con la explotación de su propia tierra. De hecho, ni siquiera podían acceder a los terrenos que estaban siendo plantados, por mucho que algunos tuvieran un carácter sagrado para la comunidad.
El grupo observó el mapa por unos minutos. Una representación extraña, llena de líneas, compartimentaciones y colores que parecían indicar diferentes tipos de información. El silencio inundó el ambiente, hasta que una nativa dijo: «En la naturaleza no hay líneas rectas». Llevaban toda la vida observando el vuelo de los pájaros, los movimientos de los peces, el crecimiento de los árboles, y nada de lo que veían, de aquello con lo que convivían, era recto. «Las líneas rectas solo existen en la carretera, en el ejército, en las plantaciones de palma», le explicaron a Chao. Para ellos, ese mapa no tenía vida, estaba muerto. No mostraba el vuelo de los pájaros, ni la vida de las personas, los animales, las plantas. Solo había líneas y colores que no significaban nada. «Este mapa es lo que ven el Gobierno y las empresas. Cuando lo miro, no sé dónde estoy, ni quién está a mi alrededor», sentenció un hombre del grupo. Un mapa sin vida era un objeto inútil.
Ese mismo hombre se apresuró a coger un bolígrafo y empezó a incorporar detalles en el mapa: las rutas de los pájaros asociados a su clan, los lugares en los que los distintos clanes comerciaban y negociaban la paz y la guerra, las celebraciones funerarias de los heroicos guerreros del pasado… Un profundo sistema de representación que respondía a lo que ellos veían, a su simbiótica relación con el territorio de su pueblo. De repente, esa actualización del mapa derivó en una actividad colectiva. Todos hacían aportaciones sobre qué incluir. Y el mapa cobró vida. Un documento frío, externo, inútil se convirtió en la materialización de la realidad de quienes vivían aquel territorio desde hacía milenios.1
Esta anécdota es un ejemplo de que los mapas son muchísimo más que meras representaciones topográficas de un territorio. Son definiciones de nuestra visión del mundo. Nuestro mundo. Porque vivimos en un complejísimo escenario de experiencias, creencias y culturas que conforman las distintas maneras de entender la realidad del ser humano. La metáfora del mundo como un escenario no es nueva: cuando, en 1570, el flamenco Abraham Ortelius publicó el que se considera el primer atlas moderno, lo llamó Teatrum Orbis Terrarum. El teatro del mundo. Un mundo que, en definitiva, no es solo uno. Son muchísimos. Cada cultura, cada pueblo, cada civilización se definen a sí mismos a través de su relación con el espacio que los rodea y con el que les queda más lejos. Y esa definición se cristaliza en los mapas. No solo en los mapas que estamos acostumbrados a ver, sino también en representaciones cartográficas mucho más amplias, profundas y complejas.

Theatrum Orbis Terrarum, de Abraham Ortelius (1570).
Washington, DC, Library of Congress
Este libro surge de la necesidad de ampliar nuestra concepción de lo cartográfico. Tiene como fin demostrar que los mapas, más allá de sus formas, tradiciones y métodos creativos, están presentes en todas las culturas, a lo largo y ancho del planeta. Simplemente, porque forman parte de nosotros. Los mapas son una herramienta fundamental que nos ha permitido desarrollar nuestra relación con el entorno. En términos históricos, sociales, económicos y geopolíticos, estamos hechos de mapas. Nuestra posición en el mundo procede, en gran parte, de nuestra vinculación con lo cartográfico. Pero, para darnos cuenta de ello, lo primero que debemos hacer es sacudirnos la concepción tradicional de los mapas con la que nos hemos educado. Ir más allá de las fronteras, ciertamente rígidas, que plantean las definiciones tradicionales. Basta consultar la definición de «mapa» que ofrece el Diccionario de la lengua española de la RAE:
1. m. Representación geográfica de la Tierra o parte de ella en una superficie plana.
2. m. Representación geográfica de una parte de la superficie terrestre, en la que se da información relativa a una ciencia determinada. Mapa lingüístico, topográfico, demográfico.
3. f. coloq. p. us. Lo que sobresale en un género, habilidad o producción. La ciudad de Toro es la mapa de las frutas.
Estas acepciones son problemáticas por varios motivos. No es que sean erróneas, sino que más bien están incompletas. Es obvio que cuando oímos la palabra «mapa» pensamos en esos significados, sobre todo en el primero, pero, aunque nos ciñamos a la tradición occidental (es decir, a los mapas a los que estamos acostumbrados), dejan fuera representaciones cartográficas fundamentales en nuestras vidas. ¿Son los mapas de territorios imaginarios representaciones geográficas de la Tierra? ¿Acaso el cerebro no se cartografía? ¿No nos formamos una concepción esencialmente cartográfica del espacio? La definición del diccionario echa por tierra un buen número de representaciones gráficas de espacios y conceptos que, en última instancia, son mapas. Una nueva manera de acercarnos a ellos debe partir de una nueva definición.
Pero no es tarea fácil. Expertos en campos diversos han debatido ampliamente sobre esta cuestión a lo largo de la historia. La pregunta de qué es un mapa y la propuesta de nuevas definiciones suelen formar parte de las primeras páginas de las monografías y los manuales de historia de la cartografía y de la representación del espacio, sobre todo a partir de las últimas décadas del siglo XX. Pero estos debates tampoco son ninguna novedad. En 1996, el investigador John Andrews se propuso analizar la definición de la palabra «mapa» en los diccionarios, enciclopedias y libros de texto desde mediados del siglo XVII hasta el mismo año 1996.2 El resultado: 321 definiciones. Todas diferentes, añadían o eliminaban matices, redefinían conceptos y sugerían nuevas ideas. Y el asunto sigue siendo motivo de debate.
No voy a exponer un estado de la cuestión, ni a resumir cómo se ha desarrollado la práctica de la cartografía a lo largo de la historia. Mi objetivo es mostrar cómo los mapas trascienden las definiciones tradicionales y dialogan con nosotros de múltiples maneras. Requieren de nuestro compromiso, de una visión despojada de prejuicios. Debemos rehuir la idea de que un mapa es una simple representación de la Tierra, o de parte de ella. Un mapa es muchísimas cosas y se presenta de innumerables formas. Aunque el concepto de «forma» no es válido en determinadas tradiciones cartográficas. Un mapa no siempre adquiere una forma física; como verás, los mapas invisibles tienen una importancia clave en nuestra vida. Para bucear en esta cuestión, lo mejor es abrir la mente. Porque un mapa es eminentemente poliédrico. Al estudiarlo podemos adoptar incontables ópticas: la geográfica, la histórica, la artística, la literaria, la antropológica, la sociológica, la psicológica, la filosófica… Todas estas facetas aparecen, de alguna manera, en este libro. Un tratamiento transversal es el mejor modo de entender los complejos sistemas de información que nos transmiten los mapas.
E
Este libro no es una historia de la cartografía. Ni muestra los mapas más importantes o espectaculares que se han elaborado nunca. Apenas verás nombres como los de Jorge Reinel, Martin Waldseemüller, Abraham Ortelius o Gerardus Mercator, ni menciones al desarrollo de la cartografía como ciencia. Hay publicaciones de gran interés al respecto. Lo que aquí encontrarás son evidencias de la importancia de los mapas en la idiosincrasia cultural y mental del ser humano. Tanto en el pasado como en el presente. Tendrás ocasión de comprobar el innegable peso que tienen en nuestra vida, pero también en el de culturas de todo el mundo, desde Australia hasta Colombia, pasando por el continente africano, Europa, Norteamérica y las islas del Pacífico. Verás que hay muchísimas maneras de hacer mapas y muchísimas formas de entenderlos. El mensaje que nos transmite cada tradición cartográfica, incluso cada mapa, debe entenderse de acuerdo con el contexto en el que se creó y, a la vez, atendiendo a una lectura particular. A fin de cuentas, como afirmaba John Brian Harley, un mapa es un texto. Lo que nos muestra, lo que nos esconde y lo que nos presenta definen tanto a quien lo creó como a nosotros mismos. No solo habla de los propósitos de su creador o creadora, sino también de nuestra manera de recibirlo. De lo que hizo sentir a sus primeros destinatarios y nos hace sentir hoy a nosotros.
En La vida instrucciones de uso, Georges Perec sostenía que un puzle, a pesar de lo que pueda parecer, no es un juego solitario. Cada gesto del jugador lo hizo, pensó y diseñó anteriormente el creador del puzle. Todo lo que experimentamos a la hora de montarlo responde a una suerte de comunicación con su artífice. En realidad, los mapas funcionan del mismo modo. Observar un mapa puede ser un acto solitario, íntimo, tal y como verás en algunas partes de este libro. Pero, en el fondo, no lo es tanto. Siempre nos lleva a entablar un diálogo con la persona que lo creó. Al igual que un puzle, un mapa es un conjunto de piezas que solo cobran sentido cuando están unidas, relacionadas y dialogan entre sí. Un mapa es un lenguaje de múltiples perspectivas: la de sus elementos internos, la de su elaboración, la de su relación con el espectador, la de la creación de un lenguaje… Un mapa nos vincula con los demás, con nuestro pasado y con nuestro futuro. Nos hace comprender que no estamos solos en el mundo, que hay otras formas de verlo y, por tanto, de representarlo. Y, por supuesto, también puede responder a una práctica de creación colectiva, como ocurrió con la comunidad marind y el mapa de las plantaciones de palma. Actualmente hay en marcha muchos proyectos de inclusión social y defensa de tierras indígenas que se basan en una cartografía colaborativa, en la que son los propios habitantes del territorio los que intervienen en su representación. Es una práctica que multiplica el valor de los mapas a la hora de definir la vida de quien los hace y de quien los recibe.
Los mapas forman parte de nuestra vida desde hace milenios. Hemos evolucionado con ellos, y a ellos les debemos, en gran parte, nuestro lugar en el planeta. Más allá de precisiones terminológicas, la relación que mantenemos con lo cartográfico determina nuestra manera de vivir en el mundo que nos rodea y de entender la realidad.
En las siguientes páginas comprobarás a qué me refiero. Basta con que te sacudas las ideas preconcebidas que puedas tener sobre los mapas. Es la mejor manera de empezar esta historia.