Septiembre de 1938
—¡Tú! —una voz profunda resonó detrás de mí—. ¿A dónde vas?
Me congelé mientras sentía como una bilis ardiente subía desde mi estómago hasta mi garganta. «Quédate quieta. Sé amable. Contesta sus preguntas con respuestas tan breves como te sea posible. No sonrías, pero no frunzas el ceño».
En mi cerebro, los consejos de mamá estaban fundidos como un metal. Hacíamos lo mejor posible para mezclarnos, pero no podíamos darnos el lujo de solamente hacer lo mejor posible. Si queríamos mantenernos a salvo, debíamos ser perfectas.
La estruendosa voz le pertenecía a un hombre perfectamente gigantón que portaba una camisa café y lustrosas botas militares negras. Era uno de ellos.
Recordé con toda claridad mi primer encuentro con uno de estos matones que patrullan las calles. Tenía doce años. Traía un collar con la estrella de David, que brilló a la luz en el momento menos apropiado y uno de los patrulleros lo vio.
—¿Qué hace en este vecindario una asquerosa niña judía? —preguntó con desdén.
—Aquí vivo, señor. —Recordé el edicto de mamá de ser cortés. Una jamás podía ser demasiado cortés.
—Lo dudo —dijo él, y su gigantesca mano golpeó mi mejilla. Pensé que, sin duda, me había roto algo a causa del golpe. Que traería un ojo negro por semanas o meses, era indudable.
—Lo juro, señor.
—No me mientas, pequeña perra. —Me volvió a pegar. Quizá a una calle de distancia dirección al norte, se escuchó un silbato y él giró la cabeza. Su cuerpo entero se tensó, no sabía si seguir dándome una lección o ir a investigar la causa del silbido, señal de uno de sus compañeros de armas. Salió corriendo al instante, era más veloz de lo que yo creía posible en un hombre de ese tamaño. No perdí mi tiempo y corrí en la dirección contraria. Jamás volví a ponerme ese collar. Mamá lloró dos días debido a ese incidente. Papá le dijo que no exagerara ante un suceso nimio ocurrido por un policía entusiasta que sólo intentaba hacer bien su trabajo.
Esperaba el apretón espantoso de unas manos con guantes en uno de mis hombros, pero el hombre uniformado pasó junto a mí y comenzó a perseguir al hombre delante mío, quien echó a correr a toda velocidad cuando escuchó el ¡plom, plom, plom! inequívoco que producen las botas militares sobre el pavimento. El par continuó la huida y persecución al doblar la esquina; lo único que sentí fue alivio e intenté no colapsar sobre la banqueta.
Y me odié por ello.
Otro hombre —un hombre judío— estaba siendo perseguido por la policía y no había nada que yo pudiera hacer para evitarlo. Incluso si lo intentara, sólo ocasionaría que ambos perdiéramos nuestra libertad, en vez de sólo uno.
Lo único que pude ofrecer fue una oración de agradecimiento por mi seguridad y continúe mi camino a casa de Klara. Intentaba emular las maneras de los gentiles en todo lo que me fuera posible: su forma de caminar y hablar con confianza, que demostraba que no había un solo lugar al que no pertenecieran. Dios, cuánto envidiaba esa confianza en uno mismo. Qué alegría debe dar sentirse genuinamente bien y de verdad bienvenido en todos lados.
La casa de Klara era gigante y estaba decorada al estilo de los castillos franceses. Klara la llamaba el «Miniversalles». Ella siempre sobresalía en su casa: una joven moderna en el interior de un hogar que intentaba con desesperación aferrarse a la grandiosidad del pasado. De todas las chicas a las que les había enseñado a coser, Klara era la más inteligente y talentosa. En un mundo mejor, quizá habríamos sido amigas, pero yo no me atrevía a permitirme ese nivel de intimidad con alguien que no fuera mi madre. No se podía confiar en la gente. Y mucho menos en las hijas de los miembros del partido que estaban ascendiendo, sin importar qué tan cálidas y amigables pareciesen. Eso sólo la volvía aún más peligrosa.
«Asume que cada pregunta es una trampa. Asume que sospechan la verdad sobre tu identidad y que sólo están buscando pruebas suficientes para reportarte».
Toqué la puerta de Klara y, como era costumbre cada semana, me condujeron a la habitación del fondo, donde la madre de Klara había dispuesto un pequeño estudio para ella.
—Terminé la prenda —me dijo a modo de bienvenida, sin levantar por completo la mirada de la máquina de coser en la que trabajaba el dobladillo de una falda, mientras señalaba la sencilla blusa de seda blanca—. Pensé que podrías ayudarme a confeccionar un vestido para una cena la próxima semana.
—Bueno, veamos —respondí, y examiné la blusa que pendía del maniquí. Las blusas blancas de seda eran una prueba verdadera de las habilidades de una modista. No había forma de esconder una costura fruncida con el estampado o de disimular con tela flexible una técnica deficiente. Buena parte de mis estudiantes rehuían esta evaluación, pero ella era una de las pocas que entendía el reto y el objetivo del ejercicio. La blusa de Klara no tenía mucho estilo, pero los cortes eran claros y su habilidad técnica no había fallado en nada. Habíamos practicado hacer pliegues, pinzas, botones y toda clase de estrategias para elegir las telas de acuerdo con un patrón específico. Lo que Klara necesitaba era aprender a trabajar sin uno.
—Sí, creo que estás lista —concluí—. ¿Qué tienes en mente?
—Nada aún muy complicado —respondió a la vez que cortaba el hilo del dobladillo terminado, luego colocó la falda de la blusa sobre el maniquí. El azul marino de la falda hacía que el blanco luciera incluso más pulcro y refinado. Tenía buen ojo para estas cosas, no había duda de ello. Me mostró un patrón para un vestido de noche bastante estándar: una falda larga con escote en V drapeado. Estaba a la moda, pero sin ser escandaloso. Respetable, pero con gracia.
—Buena elección —dije—. ¿Qué tela tienes en mente?
—Tengo algo de seda que papá me compró cuando fue a París por negocios —dijo al abrir uno de los cajones de la gigantesca mesa que se usaba para cortar la tela y ponerle alfileres. Sacó algo de seda color lavanda, tan bella como nunca había visto. Más fina que cualquier tela que lográramos conseguir para nuestra tienda. El color haría que su complexión sobresaliera todavía más, además hacía un contraste bellísimo con su cabello oscuro.
—Es una tela preciosa, pero será una prueba para tus habilidades —le comenté mientras pasaba uno de mis dedos por el borde del tejido. Era más suave que otra seda que hubiera tocado. Un material encantador con el cual trabajar. Tremendamente resistente, aunque fácil de arruinar—. Aunque ya demostraste tus capacidades con la blusa.
—Eso pensé —dijo ella, proyectando un poco el mentón hacia el frente. Me gustaba que no tuviera falsa modestia.
—¿Vas a hacer el vestido para una ocasión especial? —le pregunté. Sacó el patrón de tela delgada del sobre y comenzó a cortarlo a la medida.
—Es una cena importante —contestó—. Esperan que Friedrich al fin pida mi mano. Parece que lleva semanas estando a punto de hacerlo, pero no reúne la confianza. Mamá piensa que quizá lo ayude un elegante vestido nuevo, aunque estoy convencida de que él ni siquiera nota estas cosas.
—¿Así que la seda no fue sólo el regalo de un padre amoroso hacia su hija? —indagué, alisando la tela para que la cortara cuando terminara con el patrón.
—¡Ja! —exclamó con un poco más de encono en la voz del que acostumbraba—. En el mundo de papá, no hay tal cosa como un regalo. Sólo existen las inversiones. La cantidad de tela que ves es una inversión para que yo asegure al excelente capitán Schroeder hacia el camino al altar, y nada más.
—Estoy segura de que sólo quieren lo mejor para ti —dije. «Capitán. Militar. Uno de los imbéciles con botas militares que patrulla la ciudad. No. Debe tener más influencia que eso si los padres de Klara Schmidt lo quieren para ella. Debe ser algo peor».
Ahora sabía que esta casa era peligrosa. Cada lección que le ofrecía a Klara era un riesgo no sólo para mí, sino para mamá también. Pero necesitábamos el dinero y había muy pocas opciones para mí. Sin prueba de mi ascendencia, no existía siquiera un puesto de secretaria al que yo pudiera aspirar. Necesitaba conseguir más estudiantes, pero comenzaba a temer que cada vez menos familias eran seguras para chicas como yo.
Klara trabajó en silencio por poco más de una hora. Yo sólo intervine de forma ocasional con notas o sugerencias. Podía decirle a su madre con honestidad que pronto estaría más allá del rango de mis habilidades. Más a mi favor, si Klara se casaba con este oficial, podría comprar ropa de sastre y dejaría por siempre la costura. Quizá remendaría las prendas de su esposo para dar la apariencia de ser una esposa complaciente, pero no estaría obligada a hacerlo. Dado que no sería una imposición, el gesto resultaría hasta más dulce a los ojos de terceros. Vi cómo sus manos se movían con pericia y me dio lástima pensar que sus habilidades se desperdiciarían.
Me alegró ver que necesitaba muy poco de mi ayuda, pues no tenía deseos de ayudarla a confeccionar un vestido de gala con el cual conquistar a un matón alemán. Podía ver las ásperas manos estropeando la delicada tela mientras bailaban después de la cena. Podía ver las miradas examinadoras hacia una mujer como si fuera una yegua de crianza, sin reparar en su intelecto o espíritu. No quería tener nada que ver con eso.
Recordé a Samuel aquella vez en la tienda. Sus amables ojos castaños que tenían esa chispa misteriosa de una persona que ha visto demasiado en muy poco tiempo. Él nunca reduciría a una mujer a las más sencillas de sus funciones. Pensé en el contacto breve de la piel áspera de la yema de sus dedos y el dorso de mi mano. Se había vuelto áspera debido al trabajo honesto. No por violentar al país hasta la sumisión. Había tanto que aprender de un hombre con naturaleza benévola. Me sentí afligida por el mundo que podría existir si más gente siguiera su ejemplo de decencia e integridad.
Pero observé con atención mientras Klara trabajaba en el vestido color lavanda, precisamente porque el mundo aún no era ese lugar.
—Tilde, necesito que vayas a la oficina de registro esta tarde. Vamos a cerrar la tienda. Todos tienen prisa por conseguir ayuda estos días, nadie pensará nada al respecto.
Mi piel pálida, mi cabello castaño claro y mis ojos color verde-miel significaban que tenía la oportunidad de que me escucharan si pedíamos visas de migración. Cada vez era más difícil obtenerlas y mamá lamentó más de una vez no haberse ido cuando Hitler comenzó su ascenso al poder. Por supuesto, ganó las elecciones por culpar a los judíos de todos los malestares del país. Mucha gente se aferró a la idea de que se trataba sólo de fanfarronería ociosa de campaña para triunfar en la elección. Y al principio, se sintieron reivindicados. Hitler no se hizo de nuestros negocios de la noche a la mañana. No nos quitó nuestros pasaportes el día que comenzó su gobierno. Empezó con pequeños actos indignos, como quien coloca una serie de pequeños guijarros sobre nuestros pechos mientras estamos tendidos en el suelo. Cada guijarro era soportable, pero a medida que su número aumentaba semana tras semana, reconocimos que nuestra gente sería aplastada hasta la muerte bajo su peso.
—¿Otra vez, mamá? ¿Crees que esta vez el resultado sea diferente?
—Posiblemente no, pero necesitamos intentarlo —dijo ahogando un suspiro a la vez que secaba uno de los platos del desayuno—. Anoche apresaron a otras dos familias.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté.
—Tengo mis medios. Lo mejor es que no sepas. Aunque lamentaré no haberte dicho si algo llegara a ocurrirme.
—Nada va a ocurrirte, mamá.
—No enuncies como una certeza lo que sólo es un deseo —me amonestó—. Ya es malo hacer eso cuando las cosas andan bien; cuando están como ahora, es una verdadera imprudencia. Me han dicho que, si tenemos suerte suficiente, conseguiremos una visa para llegar a Estados Unidos. Sólo necesitamos una declaración jurada de tu tío abuelo. Si podemos empezar el papeleo de la solicitud tendremos ventaja cuando lleguen sus formatos.
Era el turno del incansable optimismo de mi madre. Llevaba dieciocho meses intentando persuadir a su tío de respaldarnos. No habíamos logrado ni siquiera un susurro por respuesta. El tío Ezra debía estar cumpliendo los ochenta años o quizá ya estaba bien entrado en esa década. Teníamos su dirección en Brooklyn, pero esa dirección tenía diez años de antigüedad. Mamá no podía aceptar la posibilidad, bastante real, de que estuviera muerto y quizá por varios años. Nadie más en su familia había reparado alguna vez en nosotras; nadie más sería capaz de patrocinarnos. Esta era la mejor oportunidad de mamá y ella se estaba aferrando con tanta fuerza como si fuera un salvavidas en el Atlántico Norte. Para este punto, tal vez estaba dispuesta a flotar en uno hasta llegar a América si eso nos sacaba de Alemania.
Si este plan fallaba, tenía más guardados bajo la manga. Inglaterra, Palestina, incluso Singapur. Cada uno parecía menos posible que el anterior, pero estaba determinada. Escribió docenas de cartas, hizo llamadas y llenó más formatos burocráticos de los que yo jamás pensé que fuera posible. Cuando no hacía eso, estaba aprendiendo idiomas, estudiando las costumbres de los locales, lo que fuera con tal de prepararse para el desarraigo.
Prometí que iría, pero sabía que el resultado sería el mismo. Más trámites.
Más respuestas vagas. Más decepciones. Se aferraba con resolución a su esperanza y sonreía mientras tomaba asiento frente a los libros de aprendizaje del inglés que llevaba dos años estudiando con disciplina. Trabajaba arduamente, pero todavía no era lo suficiente buena en el idioma. Prefería su natal alemán, que salpicaba con generosidad al intentar aprender inglés. Yo le ayudaba cuando me era posible, aunque rara vez tenía energía suficiente después de la cena para hacer algo que no fuera colapsar sobre la cama con alguno de los viejos textos legales de mi abuelo.
Sabía que el viaje a la oficina no nos llevaría a nada, pero necesitaba intentarlo por el bien de mamá.
Más tarde, al estar cruzando la ciudad camino a la oficina de registros —a pie, dado que usar el transporte público podría causarme problemas—, la ira me subió por el pecho. La gente deambulaba como si nada fuera diferente. Compraban cosas, chismeaban y cenaban con amigos sin advertir que sus vecinos vivían con miedo. Si tenían conocidos entre quienes eran apresados, era desafortunado por supuesto. Pero, por mucho, parecía que la gente pensaba que las nuevas leyes eran para un beneficio superior para el país.
En la oficina de registros encontré una fila de mujeres. Sabía que sus historias debían ser similares a la nuestra: esposas que querían que su esposo saliera de prisión, madres que querían papeles para migrar con sus hijos, hijas que buscaban noticias de sus padres.
Teníamos que ser la voz de nuestros hombres, porque el gobierno no nos temía tanto como a nuestras contrapartes masculinas. No pensaban que fuéramos capaces de organizarnos y revelarnos contra el sistema de la manera en la que nuestros hombres lo hacían. Al menos en una cosa tenían razón: no nos arriesgábamos a hacerle frente al sistema de forma abierta. Intentábamos conseguir un pasaporte para darle la vuelta y viajar a donde fuera que nos recibiesen. Los dejábamos pensar que teníamos menos importancia, para poder escapar vivas.
—¿Nombre? —me preguntó un viejo con el ceño siempre fruncido una vez que llegó mi turno.
—Altman, Mathilde —contesté de manera automática. Levantó la vista del formato que había comenzado a llenar. No era un nombre demasiado judío, pero no excluía la posibilidad. Me miró a la cara por un momento. Yo comencé mi discurso bien ensayado sobre la solicitud de una visa para mi madre y para mí. La había pedido tantas veces que ya lo había memorizado.
—¿Y por qué razón su familia desea dejar Alemania? —preguntó. Esta pregunta era una trampa y él lo sabía muy bien.
—Tenemos familia en Estados Unidos. Gente amada a la que no hemos visto en mucho tiempo. Mi madre ha estado abatida desde que mi abuela falleciera hace unos años y parece que ir es lo único que la hará recobrar el espíritu.
—Ya veo —dijo, aunque su tono no indicaba ninguna consideración verdadera—. ¿Y tienen una declaración jurada?
—Está en curso. Ya sabe cómo son estas cosas. Siempre tardan más de lo que uno espera. Las autoridades estadounidenses no son tan eficientes como las nuestras —añadí a modo de halago.
—Eso es muy cierto —aprobó él—. Me impresiona que cualquiera desee ir a vivir a un lugar sin ley como ese.
Otra prueba.
—Estoy de acuerdo con usted, señor, pero no tengo la capacidad de negarle algo a mi madre. Su felicidad siempre debe ir antes que la mía.
—Tiene suerte de tener una hija tan complaciente. Hay muchas chicas de tu edad que deberían aprender de ti.
—Me halaga que lo piense, señor.
—Vamos a iniciar tu trámite, pero estas cosas llevan su tiempo. No puedo prometerte un resultado exitoso, por supuesto, pero haré lo posible para que tu solicitud sea revisada por la gente indicada.
—Muchas gracias, señor —respondí, atreviéndome a ofrecerle la más pequeña de las sonrisas. Era lo más cercano a un poco de progreso que hubiéramos visto en mucho tiempo. Sería estúpido aferrarse a esto como si fuera una certeza, pero disfrutaría al menos esta sensación fugaz de esperanza.