CAPÍTULO 2

Tilde

Agosto de 1938

«Las leyes no son la verdad, Tilde. Son sólo un vistazo a los valores del hombre en algún punto de la historia. No confundas las leyes de los hombres con la palabra de Dios». Las palabras de mi abuelo me zumbaban en los oídos como si me las hubiera dicho ayer. En aquellos días pensaba cada vez más en él, mientras el régimen apretujaba la vida de mi gente igual que una boa lo hace con su presa. Yo añoraba seguir los pasos de mi abuelo y de mi padre, pero ese sueño estaba muerto en este momento.

—Buenas tardes, frau Fischer —dije, y el repicar de la campana me devolvió de la sala del juzgado a la tienda de telas—. Espero encontrarla bien.

Era una mujer alta, imponente, con el rostro enjuto, que se veía perpetuamente decepcionada de todos y todo.

—Bien, bien, muchas gracias. ¿Será que tienes más de ese bonito calicó blanco con estampado de flores rosas que te compré el mes pasado? Me gustaría hacerle un vestido a mi nieta.

—Creo que no, frau Fischer. Esa tela se volvió extraordinariamente popular. Pero nos llegaron algunas nuevas, y varias de ellas lucirían muy bonitas en una jovencita.

—Muy bien —respondió con un suspiro tan largo que cualquiera pensaría que le pedí que nadara por todo el Atlántico para reclamar su tela. Saqué varios de los rollos del calicó con flores que se había vuelto muy popular a la par que las revistas viraban la perspectiva de moda de París hacia una estética tradicional saludable. Vestidos sencillos con cuellos altos, fabricados con telas resistentes. Sensatos, femeninos y absolutamente aburridos. Ahogué un suspiro a la vez que colocaba la tela sobre la tabla de cortar para que frau Fischer la examinara. Un estampado floral estaba bien de vez en cuando, pero había visto tantos en los últimos dos años que me había jurado jamás en mi vida volver a usar un vestido con ese diseño. En lo personal, me gustaban más los cortes limpios y los colores atrevidos que estaban ganando más popularidad en otros lados. Añoraba un tubo de labial rojo como el que usaban las actrices estadounidenses, pero mi mamá me hubiera matado si me atreviera a usar algo así de osado.

Le mostré a frau Fischer una tela azul violeta claro con amapolas blancas, una lavanda con margaritas amarillas y una verde con peonías. Nada la complacía; finalmente, escogió un estampado de rosas en color rosado y crema, era tan cercano al que originalmente quería que terminó por ceder. Seleccionó algunos hilos, botones y adornos para completar el vestido.

—Le aseguro que será una de las chicas más lindas en su clase —dije mientras cortaba las yardas y envolvía sus compras en un paquete.

—Sí, sí —asintió ella—. Es una lástima que tenga que ir a la escuela pública, pero su padre insiste. Hay tantos indeseables estos días. Yo eduqué a mis hijas en casa, esperaba que mi hija hiciera lo mismo. Pero supongo que una abuela puede hacer muy poco al respecto.

Indeseables. No tenía que especificar a qué se refería. Extranjeros, gitanos, judíos como yo. Forcé una sonrisa al aceptar su pago y dejé que el gesto se tornara en un entrecejo fruncido mientras ella salía de la tienda.

Yo era una mischling, mestiza. Mi madre era judía y mi padre un gentil; que nos abandonó tan pronto como se hizo manifiesto que los judíos enfrentarían una persecución cuando se aprobaron las Leyes de Núremberg hace tres años. Papá insistió en divorciarse y mamá y yo no tuvimos otra opción que mudarnos de la bellísima casa adosada en Charlottenburg al departamento vetusto que se encontraba arriba de la tienda de telas. Mamá tenía apenas el dinero suficiente para comprar el departamento y la tienda; había utilizado su ingenio y, con su sudor, convirtió el desvencijado edificio en un hogar en el que valía la pena vivir, así como una tienda que mereciera la pena gestionar. La suerte quiso que administráramos esta modesta tienda y juntáramos lo suficiente para vivir de la venta de telas; aceptábamos trabajos de sastrería espontáneos y, en ocasiones, impartíamos clases de costura a las chicas de familias que podían pagar por estos pequeños lujos. Por suerte, las habilidades de mamá con la aguja pronto se dieron a conocer en el vecindario, además, se tomó el tiempo de enseñarme lo que sabía. Nos había llevado tres años, pero, por fin, teníamos una clientela leal.

Giré el letrero de «Abierto» a «Cerrado» y eché el pestillo a la puerta para ir a revisar cómo estaba mamá. Pasaba la mayor parte de su vida en el departamento, esto la entristecía mucho; sin embargo, se sentía menos aislada cada vez que iba a verla.

Ah, cariño. Mira cómo va el vestido para frau Vogel. Es un buen trabajo, aunque corra el riesgo de sonar presumida al decirlo.

Sobre el maniquí, había un vestido bellísimo de lana color gris paloma. Sólo restaban los dobladillos y algunos detalles finales, incluso los novatos podían ver que se trataba del trabajo de una maestra artesana.

—No es presumir si es cierto, mamá. Es un trabajo increíble. Ni en un millón de años yo podría terminar un dobladillo tan bello como los tuyos. Es demasiado lindo para una vaca como esa.

—No deberías decir esas cosas. Especialmente de una clienta frecuente, incluso si tienes razón. —Se rio de su propio chiste. Frau Vogel había sido la clienta más demandante que habíamos conocido desde que abrimos la tienda. Sin importar cuánto nos esforzáramos, no había forma de complacerla.

Mamá hacía la mayoría de los trabajos de costura arriba y yo era el rostro del negocio. Ella lucía demasiado judía para el vecindario, lo que implicaba un riesgo para nuestra seguridad y nuestras finanzas. La ausencia de mi madre era la única razón por la que habíamos podido mantenernos a flote. Debido a mi padre, mi cabello era de color caramelo oscuro y mis ojos tenían una mezcla de tonos avellana y verde. Altman no era un apellido que atrajera sospechas porque era considerado un buen nombre alemán. Mamá y yo no éramos parte de una congregación, elegimos orar en la seguridad de nuestra propia casa.

Negaba mi herencia para salvar el pellejo. Y, por necesario que fuera, no había un solo día en el que no me odiara a mí misma por hacerlo.

—Voy a confeccionar un vestido como este para que lo uses debajo de tu túnica de jueza —dijo mamá. Ella nunca había pensado que mis esperanzas de incursionar en el mundo de la ley fueran tontas o irreales. Mi padre siempre consideró que la pasión que yo sentía por su profesión era curiosa y halagadora, pero nunca como un futuro realista. Mi abuelo, el padre de mi madre, tenía una visión completamente distinta. No se esforzaba por ocultar el hecho de que para una mujer el camino de la carrera en Derecho era trabajoso, pero, más que desalentarme en mi empeño, se esforzaba por demostrarme que yo estaba a la altura de la tarea.

Él había sido un abogado preeminente y el socio principal de una de las firmas de abogados más importantes de Berlín. Cuando mi padre entró a la firma en calidad de joven promesa, fue mi abuelo quien hizo de su mentor y, después, lo presentó con su preciosa hija. Mamá me dijo que fue amor a primera vista, aunque eso cambió cuando tener una esposa judía y una hija mischling se hizo equivalente a un suicidio profesional. Dijo que el divorcio era sólo una formalidad, que estaría con nosotras como lo había estado hasta ese momento; sin embargo, volvió a casarse tres meses después de que nos mudamos, con una mujer rubia de ojos saltones, para conseguir una familia apropiada.

Después de eso, mi abuelo se rehusó a volver a trabajar con él y había estado haciendo presión con los otros socios para que corrieran a mi padre. Pero, luego, se aprobaron las leyes que impedían a los judíos ejercer como abogados, por lo que su batalla quedó truncada. Lo peor fue que a mi padre lo ascendieron y obtuvo el lugar de mi abuelo. Eso fue demasiado para que el corazón de mi pobre abuelo lo aguantara: murió en menos de seis meses, después de que los matones hicieron que empacara sus cosas. Sólo me habría gustado que hubiera vivido para ver lo bien que nos recuperamos tras el abandono de mi padre.

—También tengo que empezar otro vestido para frau Becker. Será en satín color esmeralda. En ti destacaría muchísimo mejor, pero bueno, la mayoría de las prendas lucirían mejor en ti.

Me agaché y besé a mamá en la mejilla. Sin importar todas las formas en las que mi padre me había decepcionado, mamá era suficiente para cubrir su lugar.

Había un pequeño grupo de mujeres que esperaba a que reabriera la tienda, algunas lucían un poco impacientes, aunque ninguna había esperado más de unos minutos. Me tragué mi suspiro; tener demasiadas clientas era una preocupación mucho menor que lo contrario. Tres mujeres se abrieron paso de inmediato. Eran del tipo con amplia experiencia en atender a su familia, ya sabían la tela que querían y llegaban con una lista de ideas en mente. Rara vez eran amables, pero eran clientas eficientes, lo que era mucho más importante.

Después de que la manada de amas de casa saliera, noté a un joven alto y pálido con una melena de cabello negro rizado escondida debajo de su gorro oscuro. Aunque teníamos en ocasiones clientes varones, él no parecía de ese tipo de solterones que estaban determinados a aprender cómo enmendar su propia ropa. Lucía vagamente temeroso de estar en un dominio tan femenino y parece que sintió alivio cuando las otras clientas terminaron de irse.

—Tienes suerte de haber sobrevivido. Se sabe que pueden pisotear a un hombre si la idea se les mete en la cabeza —dije colocando las telas sobre las repisas.

—Gracias por la advertencia. Estoy contento de haber sobrevivido. —Hablaba con un ligero acento y me di cuenta de que su madre era una de las inmigrantes polacas que frecuentaba la tienda. Era una mujer dulce, podía ver la misma amabilidad en su hijo.

—Parece ser que hoy estás de suerte. Además, es un excelente día para comprar tela. ¿Cómo te ayudo?

—Bueno, se trata de un regalo para mi hermana. Mi madre quiere hacerle un vestido para su cumpleaños.

—Ah, ¿es un cumpleaños especial? —pregunté.

—Va a cumplir doce años —respondió él. Bajó la mirada por un segundo, como si hubiera revelado un secreto. Probablemente, era el cumpleaños más significativo que su hermana iba a tener, y este vestido no debía ser ordinario en absoluto. Estaba por hacerse mujer de acuerdo con nuestras leyes. Si hubiera nacido niño, se habría vuelto un bar mitzvah a los trece y habría leído la Torá frente a la congregación. Como era una niña, tenía que dar los pasos hacia la adultez un año antes. No era la misma ceremonia, pero tal vez le prepararían una comida especial y recibiría profusas felicitaciones de su congregación. Y un vestido nuevo.

—Ah, conque se va a convertir en una jovencita. No queremos nada demasiado infantil entonces.

—¡Exacto! —exclamó—. Pensaba que los dieciséis era por tradición el cumpleaños más significativo entre… —dejó de hablar.

—Lo es entre los gentiles —dije.

—¿Pero tú no eres gentil? —preguntó.

Sacudí la cabeza.

—Percibí algo de familiaridad en ti —dijo—. Pero no luces…

—Mi padre lo es —respondí con sequedad.

—Ah.

Devolví mi atención a la tarea que tenía encima. Encontré un patrón que sabía que se vería bien en ella. Era lo suficientemente recatado para alguien así de joven, pero evidenciaba la transición hacia la adultez femenina con acentos en los lugares indicados.

—Eso debería cumplir con el encargo —dijo, sin prestar demasiada atención a los detalles del diseño. Me quedé de pie, con las manos en la cintura, considerando algunas otras opciones para la tela.

—¿Tiene el cabello oscuro como tú? —pregunté.

—Sí —respondió—, aunque su piel es un poco más clara.

—Le iría bien en un lindo color púrpura. ¿Quizá algo de rayón crepé? Es ligero, aunque un poco más duradero que la gasa. Debería durarle algunas temporadas por lo menos. Si estás buscando algo que dure más, estoy segura de que puedo encontrarle un calicó bello.

—Creo que con el rayón bastará —dijo—, dado que se trata de un regalo.

—Perfecto —contesté. Mamá había colocado el rayón en una de las repisas superiores porque pronto sería temporada de tweed y la lana de invierno, y la mayor parte de las personas ya habían hecho sus prendas de verano. Miré en dirección a los rollos de tela apilados y concluí que escalar las repisas como un mono no sería muy profesional de mi parte—. Sólo necesito la escalera.

—Déjame ayudarte —dijo—. Puedo alcanzarla por ti.

Se acercó a mí, alcanzó la tela que le indiqué y la colocó en mis brazos. Sentí pinchazos de electricidad en la piel cuando me miró, me quedé congelada en mi sitio. Nunca antes la proximidad de un hombre había sido registrada de esta forma por mi cuerpo; tuve que esforzarme para no tartamudear como una tonta.

—Hueles a lilas y vainilla —comentó inhalando profundamente. Sacudió la cabeza y dio un paso atrás—. Discúlpame, eso fue muy grosero de mi parte.

—N-no —respondí—. Está bien. —Estaba mucho mejor que bien. Había tenido un par de enamoramientos en la escuela, así que no era una completa inexperta con estas sensaciones de mariposas en el estómago y las manos húmedas, pero eso parecía insignificante en comparación con lo que sentía en este momento. No había considerado su aroma; aunque, ahora que lo pensaba, olía a una agradable combinación de algodón recién lavado y aceite de linaza. Supuse que era carpintero o trabajaba en algo relacionado con el acabado de los muebles.

Proseguí con la tarea de cortar la tela y juntar todo lo que su madre necesitaría para completar el vestido. Cuando le entregué el paquete, parecía indeciso de marcharse.

—Espero que tu hermana disfrute el vestido. Todas las niñas necesitan algo bonito que usar en un cumpleaños así de importante. —Sus ojos brillaron y sonrió. Ella era importante para él.

—Fue un placer conocerla, fräulein…

—Altman —dije—. Mathilda Altman. Todos me dicen Tilde.

—Soy Samuel Eisenberg —dijo—. Espero tener la oportunidad de verte pronto de nuevo.

Asentí con la cabeza y percibí el calor de una sonrisa genuina formándose en mi rostro. Las ocasiones para sonreír ahora eran tan escasas que la sensación parecía extraña. Tomó mi mano entre las suyas muy brevemente antes de salir; en ese instante, toda la maldad que nos rodeaba parecía felizmente insignificante y distante, aunque no fuera cierto.