Agosto de 1938
«No te preocupes por el futuro, no podrá contra ti». Las palabras de mi madre repicaban en mis oídos mientras la vastedad de los matorrales daban paso a un bosque de concreto, piedra, acero y ladrillo cuando el tren hacía su entrada en Berlín. Estaba dejando atrás todo rastro de ella. Era difícil prestar atención a sus palabras justo en ese momento, aunque estas nunca me habían hecho trastabillar.
Saqué mi piedra para la ansiedad del bolsillo que había cosido de forma furtiva en mi nuevo vestido de viaje color marrón. Sostuve la roca sobre la palma de mi mano izquierda y la acaricié con mi pulgar derecho.
Doce años antes, mamá me había llevado a la orilla del arroyo que pasaba por nuestra casa. Tomó una piedra del cauce y otra más de la tierra seca de la orilla. «Liebchen, ¿puedes ver cómo el agua ha alisado la piedra? Sus bordes se han suavizado por las veces que el agua la ha lavado, tanto que no tuvo otra alternativa más que ceder. Tú tienes ese mismo poder en tu interior». Aventó al arroyo la piedra lisa y me entregó el pequeño trozo de cuarzo blanco rosáceo que había levantado de la ribera lodosa: «Cuando comiences a sentir un nudo en el estómago, cuando tus hombros empiecen a hincharse o cuando sientas que no puedes respirar sin importar cuánto lo intentes, concéntrate en acariciar la piedra. No ocurrirá en un día, pero aprenderás a alisar los bordes irregulares de la angustia que te atraviesa las entrañas».
No me sorprendió en absoluto que la sugerencia de mamá funcionara. Ella supo cómo resolver cualquiera de los males que alguna vez se le presentaron. Lo que me quitó el aliento fue que supiera con exactitud lo que sentía cuando el nerviosismo me dominaba. Algunos niños de Teisendorf decían que mamá era una bruja. No estaba segura de que estuvieran equivocados, pero, de ser cierto, era una benevolente, así que nunca me molestó la idea.
Que ella fuera una bruja, un goblin o Santa Claus era lo que menos me importaba. Yo quería que volviera.
Pero se había esfumado, y yo iba de camino a vivir con mi tío Otto y mi tía Charlotte.
También entendí las razones de papá para enviarme a concluir mi último año de escuela con mis tíos. Ellos vivían en la ciudad y podrían brindarme las oportunidades que él no tenía al vivir en un pueblito. Comprendí por qué papá había querido enviar a Pieter y a Helmut a un internado. Estaba demasiado ocupado con su trabajo en la tienda para darle la atención necesaria a dos niños. Pero que yo fuera capaz de entenderlo no lo hacía menos doloroso.
Mamá había sido mi monolito: inamovible y constante como una estrella en el cielo de la noche que me ayudaba a hallar el camino. Dos semanas antes le había dado un beso en la mejilla al salir camino a la escuela; cuando regresé a la casa, me encontré con el rostro pálido de papá que anunciaba que un conductor distraído la había matado. No habría funeral. No habría una conmemoración. No habría visitas. Con todo lo que estaba ocurriendo en el país, papá consideraba que tales ceremonias eran una excentricidad. No tuve oportunidad de despedirme. Además, parecía que el Führer obtendría la guerra que tanto había pedido y yo me había alejado de mis amadas montañas verdes para terminar justo en el centro del avispero, el lugar en el que menos deseaba estar.
El tren gruñó hasta detenerse en la estación central de Berlín o Hauptbahnhof, y yo no quería otra cosa más que quedarme en mi asiento hasta que el tren regresara a Teisendorf. Pero me puse de pie, temblando mientras tomaba mi valija, y caminé por el pasillo.
«Dios mío, esta joven no puede ser la pequeña Hannche», dijo mi tía Charlotte cuando me vio bajando hacia la plataforma. Era tan alta y enjuta como el hermano de mi padre, quien era bajo y rechoncho. Tenía el cabello largo y rubio como la miel, y lo llevaba peinado a la perfección; en cambio, él cubría su coronilla calva con un sombrero marrón de copa baja. El contraste entre ellos siempre me había llamado la atención, pero ahora me parecía incluso más evidente, pues ella me saludó con una sonrisa entusiasta y él con un silencioso cejo fruncido. Mi tía me besó en las mejillas y el tío Otto tomó mi maleta sin decir palabra.
—Yo esperaba una niña, ¡pero tu padre nos envió una joven! —Suspiró la tía Charlotte a la vez que me separaba de su abrazo para mirarme bien—. ¿Verdad, Otto?
—Una verdadera jovencita —afirmó él, y sus ojos me escanearon de arriba abajo. Por un breve momento me sentí como una vaca prometedora en una subasta de ganado. Acaricié discretamente mi piedra que sostenía en la palma de la mano detrás de mi espalda mientras él volvía a mirarme.
No había visto a mis tíos en poco más de seis años. En aquel entonces, apenas me acercaba al umbral de la adolescencia y lo más probable es que estuviese cubierta de tierra desde la cabeza hasta los pies por estar buscando hierbas y hongos en el bosque para que mamá los usara en sus medicinas. Esta vez estaba recién bañada, mi cabello estaba estilizado con esmero y llevaba uno de los dos vestidos nuevos que papá me había comprado para que tuviera algo decente que usar en la gran ciudad. Temía verme como el pariente pobre y campesino, con la ropa llena de arrugas después de pasar la mayor parte del día encerrada en el tren, pero esperaba al menos obtener su aprobación en el primer encuentro.
—Has de estar exhausta, cariño. Hay que llevarte a casa para que puedas descansar y comer, ¿te parece bien?
Asentí y ellos me escoltaron al Mercedes-Benz negro, brillante y reluciente del tío Otto. Probablemente costaba el doble que nuestra casa en Teisendorf. Tuve miedo de arruinarlo tan sólo con la mirada. Un trayecto de media hora separaba el centro de la ciudad de la villa en la que vivían, en el distrito Grünewald. A medida que los árboles se espesaban y las casas crecían en tamaño o se hacían más dispersas, sentí un poco de alivio. Estas mansiones parecían demasiado vastas para que las habitaran familias pequeñas. La grama bien arreglada y los jardines impecables no eran equivalentes a un bosque lleno de rincones y recovecos; pero al menos tenía el consuelo de que su vecindario no parecía tan frío y extraño como el corazón de la ciudad.
El tío Otto se detuvo en el camino que da a la entrada de su casa, donde un hombre uniformado tomó su lugar frente al volate para estacionar el auto en el garaje. Miré la extensa villa y deseé desaparecer en ese mismo momento. Para hallar el camino desde mi habitación hasta el comedor, necesitaría migajas de pan si es que no deseaba morirme de hambre. Intenté no parecer intimidada, pero estaba segura de haber fallado.
Ya en el interior, la tía Charlotte me llevó a un impresionante conjunto de habitaciones que daban al corredor desde donde estaba la suya.
—Aquí es donde vas a dormir mientras vivas con nosotros —dijo.
La habitación era del tamaño de la cocina y el recibidor de la casa de mis padres juntos, las paredes tenían un papel tapiz de damasco color carmesí, había pesados muebles de roble cubiertos de lino blanco crudo como para iluminar el dormitorio. Había una sala de estar con un escritorio recién pulido, así como un baño adyacente que tenía una tina cavernosa con patas de garra. Era elegante y de buen gusto, parecía más adecuado para recibir a un huésped importante que a una sobrina de visita.
—De verdad no necesito nada tan lujoso —dije—. No quisiera causarles molestias.
—Tonterías, querida. Para tu tío y para mí tú eres la hija de esta casa. Estamos determinados a velar por tu educación y lograr que llegues a la adultez de la manera correcta. Es lo menos que podemos hacer por tu pobre madre.
—Son demasiado amables conmigo —dije, haciendo una reverencia, después me preocupé al pensar que la había ofendido de alguna manera.
—Has tenido unas semanas muy pesadas, cariño, pero yo sé que eres una joven muy lista. Con nosotros vas a aprovechar tu tiempo. Y si te puedes divertir también, ¡qué mejor! Me tomé la libertad de comprarte algunos objetos personales. Son camisones y esas cosas. Creo que no me he equivocado con la talla, pero si algo no te queda, sólo dime y lo arreglaremos.
Abrí la boca para protestar, quería decir que tenía suficiente ropa, pero pensé que podría ser descortés. La tía Charlotte no tenía hijos después de todo, quizá siempre había deseado tener una hija a quien vestir y por la cual preocuparse. Mamá habría querido que aceptara su generosidad con gracia, pese a que se sintiera como una falta de lealtad proferir afecto materno hacia cualquier persona que no fuera mi madre.
Me permitió descansar hasta la cena. Aunque sentía el cansancio en los huesos, sabía que si recostaba la cabeza en las decadentes almohadas de pluma de ganso no despertaría hasta la mañana siguiente, a menos que me echaran encima un balde de agua helada. Me tomó sólo unos minutos desempacar, pero dudé sobre cuál sería el lugar indicado para colocar la única foto que tenía de mamá. Probablemente, mis pertenencias hacían que la habitación luciera más vulgar, pero, al mismo tiempo, provocaban que se sintiera un poco más familiar. Miré el interior de los cajones y encontré camisones blancos almidonados, con los dobladillos y puños de encaje, y lencería de seda, que era más fina que cualquier otra cosa que poseyera. Abrí mi maleta y me pregunté por qué razón me había molestado siquiera en empacar. Mientras colocaba la ropa en su lugar, me di cuenta de que mis prendas se veían terribles a lado de las cosas bellas que la tía Charlotte me había procurado. Absurdo como parecía, comencé a sentir una especie de lástima por mis pertenencias y pensé en todos los meses que, tal vez, estarían relegadas en la parte trasera del cajón.
Saqué del fondo de mi maleta el pequeño mortero y pilón que le habían pertenecido a mamá, algunas de sus hierbas secas y unos cuantos medicamentos que fabricó antes de morir. Jamás sería tan competente como ella, pero sabía lo suficiente como para preparar un simple analgésico o algo con qué reducir la fiebre. Papá me había ordenado tirar todas sus medicinas, a sabiendas de que sus remedios no estaban alineados a la ley, pero no tuve el corazón para tirar a la basura algo que ella había amado tanto. Escondí los objetos más importantes donde él no pudiera encontrarlos y los traje conmigo hasta acá. Los coloqué en los recovecos del último cajón de mi armario, descansarían debajo de algunos de mis camisones viejos. Sería tonto arriesgarse y jugar con esos medicamentos, pero me daba alivio saber que estaban ahí.
La habitación era tan grande que yo apenas ocupaba un pequeño espacio, esto me daba una sensación de estar expuesta, sin techo, cual criatura del bosque en medio de una vasta pradera. Sentí nostalgia por la cómoda soledad de mi cuarto en el ático de mi antigua casa. Debía estar agradecida por tener un espacio tan bello para llamarlo mío, pero no me sentía yo misma al estar rodeada de tanto lujo.
Media hora más tarde, un leve golpeteo me despertó de mis cavilaciones acerca del cuarto. Abrí la puerta y me encontré con una mujer joven, quizá unos cinco años mayor que yo. Llevaba su cabello oscuro atado en la nuca con un chongo muy tenso y traía puesto un vestido negro con un mandil tan almidonado que ocultaba la figura de quien lo usara.
—Mi nombre es Mila, fräulein Hanna. Vine a ayudarla a prepararse para la cena.
—Ay… —dije dando un paso hacia atrás como si me hubiera sacado una daga—. Pasa, aunque creo que puedo prepararme sola.
—Aun así, herr Rombauer prefiere que las cosas se hagan del modo adecuado. Lo mejor es seguir sus instrucciones.
—Parece una forma prudente de actuar en cualquier situación —observé.
—Usted aprende muy rápido, fräulein Hanna. Estará muy bien aquí. Si gusta, puedo ofrecerle algunos consejos: cómo funciona la casa y esa clase de cosas.
—Eso sería maravilloso —respondí, preguntándome si sería inapropiado abrazarla. No parecía el tipo de persona a la que le gusta esa clase de familiaridad.
Se movía con eficiencia mientras preparaba mi baño de la noche. Dado que sólo había traído el vestido café con el que había viajado y otro de color azul turquesa que era un poco más bonito, seleccionar el atuendo para la cena no fue una tarea que consumió mucho tiempo. Optamos por el vestido azul y una trenza simple, al estilo de las mujeres que ordeñan vacas, que envolviera mi cabeza en forma de corona con un par de rizos sueltos para suavizar el efecto.
—Hela ahí. Será de su agrado estando al natural —declaró—. Herr Rombauer no ve bien el rubor o el perfume ni esa clase de frivolidades. Prefiere un resplandor natural y saludable.
—Bueno, entonces supongo que será mejor que yo no tenga ninguna de esas… frivolidades —repliqué, aunque no estaba segura de cómo me sentía ante esa idea. Parecía que él tenía muchas opiniones. Sin duda yo acabaría equivocándome al enfrentarme a alguna de ellas y antes de lo que pensaba. Cuando Mila anunció que estaba lista, caminé al comedor, de milagro, lo encontré sin usar un mapa o una guía.
—Es una muchacha silenciosa. Qué bueno —escuché que la tía Charlotte le comentaba al tío Otto en voz baja mientras me acercaba a la puerta—, parece respetuosa. Y es bonita también, tan bella como la pobre Elke.
—Mejor de lo que yo esperaba —aprobó el tío Otto—. Se ha desarrollado bien pese a sus… desventajas. Aunque parece muy tímida, pero nada en comparación a cuando era una niña.
¿Desventajas? Papá no tenía mucho dinero. Ser el encargado de una tienda en un pueblo pequeño jamás produciría más que un ingreso modesto, pero yo no me consideraba en desventaja. Claro, había mucho que aprender de la vida en una gran ciudad como Berlín, pero esperaba que mi educación ahí no tomara mucho tiempo.
—No, su silencio es una ventaja. Habrá muchos que prefieran su manera de ser reservada. En este punto no lo considero una falla. Es tedioso en un niño, pero es muy favorecedor en una jovencita.
Esperé un poco antes de entrar para que no pensaran que había escuchado sus comentarios. Aunque, igual pensaban que me haría bien escucharlos.
—Buenas noches, tía Charlotte y tío Otto —dije, sin mirarlos directamente a los ojos.
—¿Te acomodaste bien? —preguntó la tía Charlotte, haciendo un gesto para indicarme que me sentara a su izquierda en la cabecera de la mesa.
—Extremadamente bien —dije—. Su casa es bellísima.
—Quiero pensar que un día sentirás que también es tu casa, cariño.
—Muchas gracias —susurré mientras me pasaba el plato de cordero rostizado. No pude pensar en una respuesta a la altura. Tomé una porción pequeña antes de pasársela al tío Otto.
—Aquí no soportamos la delicadeza, Hanna —dijo el tío Otto—. Toma una pieza decente y come bien. Sólo en las películas las mujeres débiles lucen bien. Las mujeres fuertes son más útiles.
—Sí, tío.
La tía Charlotte volteó a mirarme.
—Si ya descansaste del viaje, mañana quisiera llevarte a la ciudad a comprar el resto de las cosas que necesitarás para la escuela. Si necesitas que modifiquemos algo de lo que compré, nos llevará un poco más de tiempo.
—Es un gesto muy lindo de tu parte, tía Charlotte, pero tengo suficiente ropa, estoy segura.
—Tonterías, todas las chicas necesitan cosas bonitas y nuevas cuando van a asistir por primera vez a una escuela. ¿Verdad, Otto?
—Su sobriedad es admirable —contestó el tío—. Pero, si algo he aprendido en más de veinte años de matrimonio, es que contradecirla nunca nos lleva a buen puerto. Irás a la ciudad con tu tía mañana y también te divertirás. —Sus palabras eran amables, pero eran una orden.
—Sí, tío Otto.
—Qué buena chica. Ahora, dime, ¿cómo están las cosas en Teisendorf estos días? Tiene mucho tiempo que no voy.
—Silencioso, igual que siempre —respondí—. Agricultura y comercio y esas cosas.
—¿Y hay mucho fervor por la causa?
—¿Te refieres a los planes de Hitler? —pregunté. Había escuchado a papá murmurar mientras leía el periódico, además, era de lo único de lo que la gente hablaba.
—¿De qué otra cosa podría estar hablando, niña? —preguntó ahogando una risita.
—Oh, bueno, sí, tío. Yo diría que sí.
Cada vez más y más hombres portaban uniforme y los niños se unían con entusiasmo a las Juventudes Hitlerianas. La exaltación por Hitler aumentaba de forma constante, mientras que los agricultores, trabajadores y dependientes batallaban por reconstruir el país tras la Gran Guerra, y recordaban con añoranza la gloria de los días previos a la derrota. Esperaban que él les entregara una nueva y próspera Alemania y, más aún, que restaurara el orgullo alemán. Mamá sentía recelo de los motivos de Hitler, pero siempre tenía cuidado de no hablar en contra de él, incluso frente a papá o los niños. Conmigo era más abierta.
—Es bueno escucharlo. Recuerda mis palabras, Hanna. Él redirigirá Alemania hacia el camino de la gloria una vez más y tus hijos alabarán su nombre. Espero que puedas ver cuánto valor hay en la causa, pronto.
La tía Charlotte le sonrió y luego me sonrió a mí. En silencio, busqué el bolsillo oculto de mi vestido y encontré mi piedra de la angustia.