La corrupción del atrapamoscas
Cuando el inglés Henry Smeathman zarpó hacia Sierra Leona, en octubre de 1771, tenía todas las razones para creer que su expedición sería exitosa. Tenía 29 años, la edad perfecta para un naturalista: bastante mayor para tener experiencia, pero aún bastante joven para la aventura. Y teniendo en cuenta los extravagantes especímenes que en ese entonces llegaban a Europa desde todo el mundo —orangutanes y escarabajos goliat, plantas carnívoras como venus atrapamoscas y «monos-gato voladores» (esto es ardillas voladoras)—, tenía grandes esperanzas de hacer sus propios grandes descubrimientos en África.
Sin perder tiempo, Smeathman y su asistente comenzaron a recolectar desde el viaje de ida, desplegando sus redes en la cubierta y para atrapar mariposas y saltamontes empujados por el viento hasta el mar. Es cierto que la mayoría de los especímenes pronto fueron devorados por las hormigas y cucarachas de su sucio barco, con el apropiado nombre de Fly. Pero el siempre alegre Smeathman no tardó en idear una solución. Después de colocar sus especímenes sobre un barril de ron, descubrió que los vapores ahuyentaban a las alimañas. Lo anotó en su diario como «un consejo útil para los naturalistas».
El Fly llegó a África el 13 de diciembre y echó el ancla en las Îles de Loos, un puesto comercial de marfil y madera; Smeathman lo describió como un conjunto de «pequeñas islas montañosas, cubiertas de árboles y arbustos». Debería haber sido un momento satisfactorio: el fin del difícil viaje y el comienzo de su trabajo científico. Pero Smeathman se puso tenso mientras descendía por la rampa, porque las Îles eran algo más que un mercado de artículos de lujo, también eran un lugar de cadenas y látigos: el epicentro de la trata de esclavos en el Atlántico.
Smeathman sabía desde antes de partir que la esclavitud sería el telón de fondo de su viaje. Era un decidido opositor a la esclavitud y, al presentar su viaje a sus patrocinadores, se prometió contar la verdad sobre «esa gente poco conocida y muy mal representada, los negros». Pero ni siquiera esta determinación lo preparó para la conmoción que le supuso su primer encuentro con la esclavitud.
Al llegar a las Îles, Smeathman y sus compañeros de viaje recorrieron un barco llamado África. El golpe a los sentidos comenzó incluso antes de entrar, escribió Smeathman: «Nuestros oídos fueron afectados desde cierta distancia con un ruido confuso de voces humanas y el tintineo de cadenas, […] producen un horror inexpresable a un ser sensible». A bordo, los esclavos masculinos habían sido desnudados, supuestamente por razones de salud, mientras que las mujeres solo llevaban taparrabos. A Smeathman le angustió sobre todo ver a dos mujeres amamantando a sus hijos en medio del caos; dijo que nunca había visto el dolor «más fuertemente marcado en el rostro humano». El resto de su grupo siguió paseando y charlando como si se tratara de una visita a un jardín, pero Smeathman no dejaba de mirar a las madres. «Sin duda habrían derramado lágrimas», añadió, «si hubieran tenido esperanzas de compasión, o si su naturaleza no se hubiera agotado. Yo estaba absorto en mil reflexiones tristes y participé muy poco en la conversación».
También conoció al capitán del África, John Tittle, un tipo despiadado incluso para los estándares de los traficantes de esclavos, un rasgo que lo llevó a su espeluznante muerte años más tarde: un día, después tirar en el puerto su sombrero al agua, Tittle ordenó a un pequeño niño negro a su servicio a zambullirse y recuperarlo. El niño rehusó: temía a los tiburones y no sabía nadar. Tittle lo arrojó al mar y el pequeño se ahogó. Si se hubiera tratado de un niño esclavo, nadie se habría atrevido a enfrentarse a él. Pero Tittle había asesinado al hijo de un jefe local, quien exigió ser recompensado con ron. Tittle le envió varios barriles, pero no de ron, sino de «vaciados de las cubetas de sus esclavos», que quizás incluían excrementos. El jefe, enfurecido, persiguió al capitán y lo encadenó. No le dio de comer y lo torturó hasta la muerte mientras los aldeanos locales —igual de hartos de las barbaridades de Tittle— se reunían alrededor y aullaban de placer.
A pesar de la sádica reputación de Tittle (o tal vez a causa de ella), las compañías de esclavos le confiaban despreocupadamente la vida de su «carga». El África fue diseñado para albergar a 350 esclavos, pero poco después de la visita de Smeathman, Tittle metió 466 almas en su bodega y zarpó hacia el Caribe. Ochenta y seis hombres, mujeres y niños murieron en el camino.
Smeathman respiró aliviado cuando su grupo abandonó las Îles y navegó a la isla Bunce, cerca del continente africano. Pero allí tampoco pudo escapar de la esclavitud. Bunce era un lugar extraño, casi esquizoide, que alguien describió como mitad puerto de esclavos y mitad «finca campestre», que se completaba con un campo de golf de dos hoyos. El fuerte tenía cañones y muros de cuatro metros para defenderse de las incursiones de piratas al estilo de Dampier.
Los comerciantes de esclavos de Bunce, siempre ansiosos por recibir noticias de casa, acorralaron a Smeathman y lo acribillaron a preguntas. Vestían como los típicos esclavistas, con camisas a cuadros y pañuelos negros atados al cuello o a la cintura. Smeathman habló animadamente sobre Inglaterra durante unos minutos, pero la conversación se agrió en cuanto le preguntaron por los motivos de su visita a África. Cuando reveló su interés por la historia natural, se rieron en su cara. Como dijo un esclavista: «¡Cuanto más se vive, más se aprende! Pensar ahora que alguien recorre cuatro o cinco mil kilómetros solo para atrapar mariposas y recoger hierbas». Algunos comenzaron a burlarse abiertamente de él.
Smeathman soltó un bufido y les dio la espalda, consolándose con la idea de que, mientras ellos venían a África a vender mujeres y niños como esclavos, él había viajado como científico para fomentar el conocimiento y mejorar la suerte de la humanidad. No tendría nada que ver con estos bárbaros.
Pero ese sentimiento de superioridad sería difícil de mantener. El joven naturalista había navegado hacia un destino y, a la vez, se alejaba de otro: el «viejo Henry Smeathman». El viejo Smeathman era un mendigo, un luchador fracasado, alguien a quien quería abandonar y enterrar en Inglaterra. Esta expedición marcaba el debut del nuevo Smeathman, el «caballero-naturalista». Como en el caso de William Dampier, sentía que la ciencia era su mejor oportunidad para crearse una mejor vida. Al rechazar a los esclavistas, entonces, rechazaba tanto su moral como su bajo estatus.
Mas la ambición de Smeathman para reinventarse como científico sería más fuerte que su moral. A pesar de su oposición, la esclavitud dominaba tanto la economía de Sierra Leona que pronto se encontró comerciando con esclavistas para obtener suministros y equipos. Al poco tiempo, hacía cosas todavía peores. Como era de esperar, cuanto más involucrado estaba, más sentía la necesidad de defender a sus socios comerciales y, por extensión, a sí mismo. Era una defensa de manual de psicología: Soy una buena persona y nunca me asociaría con gente mala. Por lo tanto, las personas con las que yo me relaciono no pueden ser tan terribles. Sin embargo, una vez que se lanzó cuesta abajo por este camino de racionalización, resultó más resbaladizo de lo que jamás imaginó.
De entre las atrocidades de la trata de esclavos, la corrupción de un solo «atrapamoscas» como Smeathman apenas destaca. (Esto debería ser evidente, pero tomando en cuenta lo cargado del tema, vale la pena ser explícito: las víctimas aquí son los africanos, no los blancos europeos). Aun así, la vida de Smeathman merece analizarse porque arroja luz sobre un aspecto de la ciencia temprana que la mayoría de los historiadores omite: la interrelación entre ciencia y esclavitud. Además, la historia de Smeathman revela con qué facilidad la esclavitud podía corroer la moral incluso de personas sinceras y bienintencionadas. Lejos de ser un telón de fondo, el comercio de esclavos llegaría a ser preponderante en el tiempo que pasó en Sierra Leona. Poco a poco, compromiso a compromiso, se fue desvirtuando su ética.
* * *
La esclavitud es tan antigua como la civilización, pero el comercio transatlántico de esclavos entre los siglos XVI y XVIII fue brutal. Las estimaciones varían, pero al menos diez millones de africanos fueron esclavizados durante las guerras y las incursiones, y alrededor de la mitad de ellos murieron camino a puertos locales o en los viajes transatlánticos. Las estadísticas por sí solas no expresan toda la crueldad de los barcos de esclavos. Hombres, mujeres y niños eran encadenados en bodegas tan calurosas que el hedor de los cuerpos a menudo provocaba vómito al entrar. Los niños pequeños a veces caían dentro de las «necesarias letrinas» de desechos humanos y se ahogaban. Las enfermedades proliferaban y los enfermos eran arrojados por la borda para salvar a los demás. (De hecho, a veces los tiburones seguían a los barcos de esclavos para conseguir comida fácil). Los esclavos también eran arrojados a los tiburones por desobediencia, o sometidos a castigos peores. Después de una revueltafallida de esclavos a bordo de un barco alrededor de 1720, el capitán obligó a dos de los instigadores a matar a un tercero y a comerse su corazón y su hígado.
¿Por qué los científicos se alinearon con este horror? Por tener acceso. Los Gobiernos europeos patrocinaron algunas expediciones científicas, pero la mayoría de los barcos que visitaban África y América en ese entonces eran embarcaciones privadas dedicadas al llamado comercio triangulado: un intercambio tripartito que implicaba el envío de armas y productos manufacturados de Europa a África; de esclavos a América, y de tintes, drogas y azúcar de regreso a Europa. Fuera de ese comercio, las opciones para viajar a África y América eran nulas. Por lo tanto, los científicos de campo decididos a visitar esas tierras se embarcaban en barcos de esclavos. A su llegada, también dependían de los esclavistas para obtener alimentos, suministros, transporte local y correo.
Los naturalistas que se quedaban en Europa* se aprovechaban también del comercio de esclavos. En muchos casos, pedían a las tripulaciones de los barcos de esclavos recolectar en su nombre, en especial a los cirujanos navales,** que tenían formación científica y disfrutaban de mucho tiempo libre en tierra mientras el resto de la tripulación vendía esclavos y compraba provisiones. Los especímenes —huevos de avestruz, serpientes, mariposas, nidos, perezosos, conchas, armadillos— se transportaban a Europa en barcos de esclavos antes de llegar a los institutos de investigación o a las colecciones privadas. Carlos Linneo, el precursor de la taxonomía y uno de los biólogos más influyentes en la historia, se basó en estas colecciones cuando elaboró su monumental Systema Naturae, en 1735, el libro que introdujo el sistema de denominación por géneros y especies del Tyrannosaurus rex y el Homo sapiens que todavía utilizamos hoy en día. En general, estas colecciones fueron la «gran ciencia» de su época: depósitos centralizados que resultaban cruciales para los proyectos de investigación. Todos ellos estaban construidos sobre la infraestructura y la economía de la esclavitud.
Henry Smeathman, sin embargo, pensó que podría eludir este pantano moral. No se conoce ningún retrato suyo en la actualidad, y la única descripción acerca de él es enigmática: «alto, delgado, vivaz y muy interesante, pero no guapo». De niño le gustaba coleccionar conchas e insectos, pero su educación formal se vio interrumpida cuando su tutor, un cura, se suicidó. Después de eso, probó suerte en la fabricación de gabinetes, el tapizado de muebles, la venta de seguros, la distribución de licores y la impartición de clases particulares. Fracasó en todo, y parecía destinado a una carrera sin futuro. Finalmente, consiguió un salvavidas en el verano de 1771, cuando un médico y botánico llamado John Fothergill anunció una expedición de recolección de especímenes a Sierra Leona. Fothergill era cuáquero y un decidido enemigo de la esclavitud. Sin embargo, envió a Smeathman a una colonia de esclavos porque no había otros asentamientos para elegir en Sierra Leona.
A pesar de sus propias dudas sobre la esclavitud, Smeathman aceptó el ofrecimiento, ya que en ese entonces la ciencia era un camino bastante transitado para convertirse en un caballero. Parte del incentivo fue social. Si jugaba bien sus cartas, podría ser elegido miembro de la prestigiosa Royal Society. También había incentivos financieros. Cada uno de los tres principales patrocinadores de Smeathman aportó 100 libras (12 mil dólares de hoy) para financiar el viaje. A cambio, ellos podrían seleccionar especímenes por un valor de 100 libras de lo que Smeathman encontrara. Una vez cumplido esto, él podría vender el resto para su beneficio. Acuerdos como este eran frecuentes para los científicos en ciernes provenientes de familias humildes. Ochenta años más tarde, Alfred Russel Wallace, codescubridor de la teoría de la evolución por selección natural, participaría en una operación similar en Malasia.***
En enero de 1772, pocas semanas después de haber llegado a África, Smeathman estableció una base de operaciones en las islas Banana, un conjunto de dos y media lenguas de arena frente a la costa de Sierra Leona. (En marea alta había tres islas, pero la marea baja dejaba al descubierto un istmo entre dos de ellas, lo que nos da un promedio de dos y media.) Pasó unas semanas en estas islas recuperándose del primero de varios ataques de malaria y luego fue a ver al jefe del lugar, el pintoresco James Cleveland.****
Con la bendición de este, Smeathman construyó en una de las islas una casa de estilo inglés, con todo y jardín. Cleveland también le consiguió una esposa. La joven —13 años de edad, según estimaciones de Smeathman— era la hija de un jefe local. Los matrimonios mestizos eran comunes en África, pero a diferencia de muchos europeos, Smeathman estaba encantado con su esposa. «Las nupcias se celebraron con más de 100 descargas de cañón desde la orilla y […] se mató al único toro que había en muchos kilómetros a la redonda para la ocasión», se jactó ante un patrocinador. «Mi pequeña Brunetta***** con su camisa de lana está acostada en la cama, a mi lado... ¡Caramba! ¡Creo que estoy enamorado! Ella [tiene] una figura como la Venus de Médici, con dos bonitas colinas danzantes que sobresalen de su pecho». Esta admisión de su afecto es sorprendente. La mayoría de los europeos querían sexo y comida de sus mujeres, y nada más.
Casarse con la hija de un jefe también puso a Smeathman bajo su patrocinio y protección. Esto a su vez le permitió reclutar a hombres libres africanos como guías y comenzar sus expediciones científicas. La mayor parte de estas consistían en recorrer el lugar y recolectar plantas y animales para embarcarlos a Inglaterra. Allí, serían disecados y clasificados de acuerdo con el sistema taxonómico de Linneo, el paradigma dominante de la época. Pero Smeathman también fue más allá e hizo investigaciones pioneras en ecología y etología. Esto incluyó sus estudios sobre los legendarios termiteros de África occidental.
Estos montículos —conocidos localmente como colinas de bichos bugga— se erigían como pequeños volcanes en las llanuras africanas, conos escarpados que alcanzaban hasta tres metros de altura. Aunque estaban hechos de tierra y saliva de termita, eran lo suficientemente macizos como para aguantar a cinco hombres adultos parados encima, y eran considerados como el mejor punto de vista para observar a los barcos que entraban en los puertos locales.
Para estudiar los montículos, Smeathman y sus guías se acercaban sigilosamente y derrumbaban sus paredes de barro con azadas y picos, luego, desgarraban la tierra rota con los dedos y trepaban para echar un vistazo al interior. La prisa era necesaria porque a los pocos segundos del primer golpe oían un siniestro sonido crepitante, «más estridente y veloz que el tic-tac de un reloj», recordaba Smeathman. Era una señal de alarma, y un momento después brigadas de termitas salían del agujero y atacaban. Los bichos mordían con saña y hacían que los guías descalzos se alejaran aullando en busca de refugio. A los europeos les fue mejor al principio, pero inevitablemente las termitas terminarían dentro de sus zapatos y los mordían, manchando sus medias blancas con lunares rojos. (Como un verdadero hombre de ciencia, Smeathman utilizó más tarde las manchas como información: estimó que, con cada mordida, una termita común extraía su propio peso en sangre).
Smeathman pronto se convertiría en un agotado experto en el dolor de diferentes picaduras de insectos, pero su paciencia le permitió estudiar el interior de los montículos de bichos bugga con increíble detalle. De hecho, su relato sobre ellos se lee como un manual de arquitectura, con referencias a torretas, cúpulas, naves, catacumbas, arbotantes y arcos góticos. Incluso especuló (correctamente) que la forma de los montículos actúa como un fuelle, bombeando aire fresco y manteniendo el interior a una temperatura constante. Con entusiasmo, aunque con un poco de chovinismo también, declaró que cada termitero «da muestra de la laboriosidad y el emprendimiento tanto más allá del orgullo y la ambición de los hombres, así como la catedral de San Pablo supera una choza india».
Las propias termitas también le fascinaban. Sin duda le costó muchos pellizcos en la mano, pero Smeathman logró cavar un profundo túnel para llegar a la «recámara real» y vislumbrar a la grotesca reina de las termitas.****** Esta era poco más que un diminuto torso injertado en un saco de huevos pulsante de alrededor de ocho centímetros de largo, que bombeaba 80 mil óvulos cada día, casi uno por segundo. (Calculó que la reina pesaba 30 mil veces más que su súbdito común, el equivalente a una mujer embarazada de 2.3 millones de kilos). Otras termitas eran igual de sorprendentes. En una cámara, Smeathman descubrió unas pequeñas bolitas blancas que confundió con más huevos. Pero bajo el microscopio se revelaron como diminutos hongos. Para su sorpresa, se dio cuenta de que las termitas los cultivaban para alimentarse. Los científicos ahora saben que otros animales hacen lo mismo, pero Smeathman fue la primera persona en darse cuenta de que el Homo sapiens estaba lejos de ser la primera especie agricultora en la historia de la Tierra. (Las hormigas, de hecho, han estado cultivando desde hace 60 millones de años).
Al hacer esta investigación, Smeathman estaba siguiendo los pasos de la naturalista alemana Maria Merian, conocida como la «madre de la entomología» por sus estudios pioneros en Surinam a finales del siglo XVIII. (Dado que se trataba de una mujer rica, Merian pagó su propio pasaje a Sudamérica, mostrando una notable independencia de espíritu. Aunque empleó a esclavos para que hicieran la recolección, al menos agradeció su ayuda en sus escritos, a diferencia de la mayoría de los naturalistas). Merian fue una de las primeras científicas en estudiar el ciclo de vida completo de los insectos, así como el tipo de alimento que consumían en cada etapa. También era una excelente artista, así que registró algunas escenas horripilantes en sus cuadernos, incluyendo una en la que una tarántula del tamaño de una pata de Sasquatch mantiene atrapado a un colibrí mientras se da un festín con él.
Smeathman estudió las termitas desde que son huevos hasta que alcanzan la edad adulta, e hizo varios dibujos de termiteros que aún hoy son famosos por su espectacularidad e intrigantes desde el punto de vista sociológico. En lugar de representarse a sí mismo como el héroe en el centro de la acción, Smeathman muestra a sus guías africanos destrozando las colinas de bichos para abrirlas, con lo que de manera tácita da crédito a su ayuda. Los historiadores también han señalado que, a diferencia de las reproducciones posteriores, los dibujos originales de Smeathman no alteran los rasgos de los guías para que se ajusten a los estándares de belleza europeos; se puede ver claramente que sus hombres son africanos.
Todo esto concuerda con el respeto general que Smeathman profesaba a sus guías. En lugar de burlarse de sus conocimientos de historia natural, como hacía la mayoría de los europeos, permitía que lo corrigieran en algunos puntos: la termita alada que había visto no era una especie separada, sino una etapa del ciclo vital de una especie ya conocida. (El propio Linneo se equivocó en este aspecto). Aún más notable, teniendo en cuenta la profundidad del prejuicio incluso hoy en día, Smeathman dejó a un lado su repugnancia y se entregó a la práctica local de comer insectos. Sus guías le enseñaron a sacar las termitas de los charcos de agua y asarlas como nueces en el fuego. «Las he comido así varias veces, y las considero delicadas, nutritivas y saludables. Son algo más dulces, pero no tan grasosas y empalagosas como las orugas o los gusanos», escribió.
Desde luego, Smeathman compartía algunos de los prejuicios de su época. En diferentes puntos de sus cartas describe a los africanos como excesivamente «astutos» y «llenos de pereza y de villanía», entre otros insultos. Pero es mucho más duro con los esclavistas europeos, a los que llama «bestias» y «monstruos» y «parias de Francia, Holanda, Dinamarca, [y] Suecia». Respetaba los conocimientos de medicina de los africanos, que tenían «valiosos secretos en el ámbito vegetal». Incluso alabó sus habilidades oratorias después de observarlos en sus tribunales locales, apodándolos «Cicerones y Demóstenes negros» que superaban a los abogados ingleses en muchos aspectos.
Los trabajos de Smeathman sobre los termiteros acabaron por granjearle el respeto de los biólogos europeos, así como un encantador apodo: Monsieur Termite, esto es, «Señor Termita». Si eso fuera todo respecto a Smeathman, habría pasado a la historia como un agudo científico y un tipo tolerante y con visión de futuro. Por desgracia, hay más aspectos que desvelar. Los guías de Smeathman eran en su mayoría hombres libres locales, no esclavos. Por eso, durante sus primeros meses en Sierra Leona, pudo aislarse de la esclavitud y consolarse a sí mismo arguyendo que sus vínculos con esta eran mínimos, ya que se limitaban al comercio y al transporte. Pero mantener la distancia resultó más difícil de lo esperado. A medida que sus fondos iniciales se iban agotando, empezó a entablar amistad con los esclavistas para conseguir mejores condiciones comerciales. Y luego, poco a poco, comenzó a bajar la guardia con ellos por una razón demasiado humana. Se sentía solo. En abril de 1773, después de 17 meses en África, se lamentaba de su aislamiento en cartas a sus patrocinadores. A pesar de tener tres esposas para entonces, su corazón anhelaba la compañía de un compatriota, alguien que hablara su misma lengua, adorara al mismo dios y se emocionara con los mismos himnos. Así, poco a poco, Smeathman comenzó a aprovechar las ofertas de hospitalidad de los traficantes de esclavos. Se dijo a sí mismo que esto era solo un paliativo, un alivio temporal para la soledad.
* * *
La historia natural no fue el único campo científico que explotó la trata de esclavos. El primer gran observatorio astronómico del hemisferio sur, en Ciudad del Cabo, se construyó con mano de obra esclava. Edmond Halley, famoso por el cometa que lleva su nombre, solicitó información sobre la Luna y las estrellas a los esclavistas en diferentes colonias y los geólogos recogieron rocas y minerales en esos lugares. La Royal Society enviaba formularios a los puertos de esclavos pidiendo observaciones y se benefició al invertir en las empresas esclavistas.
Incluso un campo tan elitista como la mecánica celeste se benefició con la esclavitud. En general, Isaac Newton era un hombre solitario, un cascarrabias que prefería quedarse en casa, garabateando ecuaciones en su escritorio y escondiéndolas de sus colegas. Pero al elaborar Principia Mathematica, que incluye su famosa ley de la gravedad, Newton hizo una pública predicción radical: que el jalón gravitacional de la Luna causa las mareas. Para probarlo, necesitaba datos sobre la altura y el tiempo de las mareas de todo el mundo, y un conjunto crucial de lecturas provino de los puertos de esclavos franceses en Martinica. La mecánica celeste es literalmente de otro mundo, lo más alejado de la sucia vida humana que pueda haber. Pero la esclavitud era una parte tan fundamental de la ciencia europea que ni siquiera los Principia pudieron escapar de su sombra.
No cabe duda de que la historia natural fue la que más se benefició de la esclavitud y, en algunos casos, incluso la ayudó a extender su alcance. Los mercaderes coloniales buscaban con avidez recursos naturales en el extranjero, como tintes y especias, y consultaban a los científicos sobre la mejor manera de obtener y cultivar esos productos. Además, la investigación médica sobre la quinina y otros medicamentos ayudó a los europeos blancos a sobrevivir en lugares tropicales. Y cuanto más segura y rentable era una colonia para los europeos, más prosperaba la actividad comercial en ella, incluida la esclavitud. La investigación científica, entonces, no solo dependía de la esclavitud colonial, sino que abrió nuevos mercados para ella.
Algunos naturalistas europeos en América también obligaron a los esclavos a recoger especímenes para ellos, en especial en lugares peligrosos. Los enviaban a trepar árboles o a zambullirse en estanques helados; otros esclavos pasaban por marañas de espinas o pendientes fatalmente resbaladizas. De forma sorprendente, algunos recolectores pagaban a los esclavos por su ayuda: media corona (18 dólares de hoy) por cada docena de insectos y 12 peniques (siete dólares) por cada docena de plantas, siempre que no estuvieran dañadas. La mayor parte de los recolectores eran más tacaños, y la mayoría de los africanos que recogían especímenes nunca recibieron dinero ni reconocimiento. Solo un atisbo de estos hombres y mujeres pervive hoy en día en las plantas como el chilillo o cáscara (en inglés Majoe bitters), en honor a un esclavo canoso de Jamaica que utilizaba su corteza para tratar el pian, una enfermedad de la piel parecida a la sífilis.
El naturalista africano más conocido fue Kwasi, un lockoman (hechicero) que vivió en Surinam en el siglo XVIII. Aunque era esclavo, Kwasi a menudo se ponía del lado de los europeos blancos en detrimento de los africanos, por lo que sigue siendo una figura controvertida. Como señaló un observador europeo, Kwasi fabricaba amuletos con «guijarros, conchas marinas, cabello cortado, huesos de pescado, plumas, etc., todo cosido con un cordón de algodón alrededor del cuello». Kwasi vendía estos amuletos a los esclavos que luchaban por su libertad, asegurándoles que la magia de sus componentes los haría invencibles. No era así, pero eso no impedía que Kwasi sacara provecho. Según las historias orales, también se infiltró en una tropa de esclavos fugitivos que se ocultaba en la selva y los delató al señalar a los soldados blancos dónde encontrarlos. Por hechos como este, a Kwasi se le concedió la libertad y recibió costosas prendas europeas, incluyendo una pechera de oro con la inscripción «Quassie, fiel a los blancos». En represalia, una tropa de esclavos fugitivos le tendió una emboscada y le cortó la oreja derecha.
Aunque controvertido, Kwasi fue considerado como un genio de la botánica. Fue famoso sobre todo por un preparado de polvo de raíz que calmaba el dolor de estómago y sofocaba la fiebre. De hecho, muchos europeos blancos se sometían a su tratamiento en lugar de confiar en sus propios médicos,******* en un sorprendente voto de confianza. Durante 30 años, Kwasi se negó a identificar la raíz, hasta que un día llevó a un discípulo de Linneo al bosque y le señaló un arbusto con flores de un rojo intenso. El discípulo llevó el arbusto a Linneo, que lo bautizó como Quassia amara. Es uno de los pocos ejemplos de una especie que lleva el nombre de un esclavo.
Tal vez no sea una coincidencia que Kwasi, tan fiel a los blancos, fuera inmortalizado por los científicos europeos, mientras que tantos otros hombres y mujeres talentosos se perdieron en la historia. Pero por cada nombre europeo unido a alguna planta o insecto, vale la pena recordar que probablemente hubo una o dos docenas de manos sin nombre que colaboraron.
* * *
A diferencia de Kwasi, Smeathman no era botánico. Era hombre de bichos, y su intento por clasificar toda la flora desconocida de Sierra Leona lo dejó frustrado y abrumado. Se emocionó, pues, cuando una carta, a principios de 1773, le informó que otro discípulo de Linneo, el botánico Andreas Berlin, lo acompañaría en las islas Banana. No solo podría desentenderse de la botánica, sino que tendría otro caballero-científico para hacerle compañía.
Aunque de solo 27 años, Berlin ya tenía un impresionante currículum, tras haber navegado con el capitán James Cook en uno de sus célebres viajes científicos. Berlin no tardó en demostrar su valía como botánico. En su primera expedición con Smeathman, en abril de 1773, descubrió tres especies nuevas para la ciencia en solo 15 minutos, un botín que le encantó. «Soy como un ciego al que le acabaran de abrir los ojos», dijo en una carta, «y ve el sol por primera vez. Cae rendido ante el asombro […]». Pero a pesar de todo su talento, Berlin tenía un gran vicio: el alcohol. Cada hora que no se dedicaba a la botánica la pasaba bebiendo, lo que ponía a Smeathman furioso, sobre todo porque su otro ayudante también era un borrachín. «Tener dos asistentes, y ninguno de ellos sobrio», se quejaba, «es bastante desafortunado».
Los ayudantes nativos de Smeathman también le ocasionaban disgustos. La mayoría eran aldeanos locales que se reían a sus espaldas de su costumbre de recoger bichos y hierbas horribles. Se burlaron, sin duda, hasta que Smeathman anunció estar dispuesto a pagar por estos especímenes. Después de eso, tuvo más «ayuda» de la que podía manejar: «Hombres, mujeres y niños se agolpan para mirar, hacer preguntas y vender lo que traen: todas las plantas con flor […] todos los insectos más comunes, incluso cucarachas y arañas de sus casas». Smeathman acabó por rechazar a la gente, lo que generó confusión y disgusto. Algunos se vengaron robando especímenes delante de sus ojos y haciéndole pagar dos veces por ellos.
Cada vez más frustrado, especialmente con Berlin, Smeathman empezó a desahogarse a través de una de las pocas válvulas de escape que tenía: socializar con los esclavistas.
Dejémoslo claro, Smeathman nunca se interesó por la escoria que tripulaba los barcos de esclavos, esos tipos toscos y malhablados que, como una vez descubrió, revolvían su té con un «cuchillo oxidado, sucio y grasiento» y comían una mantequilla tan rancia que solo era apta para engrasar las ruedas de los carros. En cambio, Smeathman se aficionó a los comerciantes y a los capitanes de barco, los aristócratas de la esclavitud de Sierra Leona.
En realidad, estos «caballeros» eran tan crueles como los lobos de mar. Y lo que es peor, eran quienes en realidad se beneficiaban de la esclavitud. Pero tenían algo de educación al menos, y Smeathman comenzó a pasar por sus «casas de campo» en la isla Bunce para jugar whist y backgammon. También jugaba al golf en el accidentado campo de dos hoyos que había allí. (Smeathman lo llamaba goff, y era un poco diferente a como se practica hoy. La pelota era del tamaño de una de tenis, y los agujeros, decía, eran «del tamaño de la copa del sombrero de un hombre».) En son de burla, Smeathman describió el golf como «un ejercicio muy bonito para un clima cálido, ya que no hay nada violento en él, excepto el único golpe» del swing. Mientras tanto, la violencia real tenía lugar a solo 400 metros de distancia, en el otro extremo de la isla, donde los esclavos eran encadenados en jaulas y azotados. En mayo de 1773, Smeathman incluso fue a una cacería de cabras a las Îles de Loos , y se saltó sus propias normas sobre el consumo de alcohol para disfrutar de un festín en la playa. Uno de sus compañeros en esta aventura era nada menos que John Tittle, el capitán de esclavos que pronto arrojaría a un niño al mar para recuperar su sombrero y enviaría un barril de heces al padre. Pero al menos por ese día, él y Smeathman fueron amigotes.
Poco después del festín, Smeathman hizo un viaje de regreso a las islas Banana en el barco de esclavos de Tittle, y esbozó un desgarrador retrato de un brote de enfermedad. Un historiador lo describió acertadamente como «dantesco»: «Dos o tres esclavos eran arrojados por la borda cada día, pues morían de fiebre, disentería, sarampión, gusanos», escribió Smeathman. «Aquí el médico cura llagas, heridas y úlceras, o atiborra a los hombres con medicinas, y otro se para sobre ellos con un gato [de nueve colas, es decir, un látigo] para obligarlos a tragarlas».
Entre las víctimas del brote se encontraba Andreas Berlin. La bebida ya había arruinado su constitución, pero a pesar de que se encontraba con fiebre y diarrea, seguía exigiendo su ración diaria de grog a bordo del barco. (También comía mucha piña, posiblemente como cura popular). Smeathman le negó la bebida al principio, pero pronto cedió, a su pesar. Berlin murió poco después, a solo tres meses de haber comenzado su aventura africana.
Después de ese golpe, Smeathman se apoyó aún más en los esclavistas como compañía. Este descenso a la depravación moral no fue sencillo ni lineal; como muestra el pasaje anterior sobre la enfermedad, el hombre que se había quedado mudo de dolor al ver a dos madres negras amamantando a sus hijos seguía ahí, y todavía reconocía los males de la esclavitud. Pero la tendencia general era inequívocamente descendente. Al principio, solo recurría a los esclavistas para obtener apoyo material: equipo, alimentos, correo. Luego, se hizo amigo de ellos para asegurar mejores condiciones comerciales. Con el tiempo, la amabilidad devino en verdaderas amistades para combatir la soledad que oscurecía sus días. Como cualquier psicólogo podría haber predicho, el aumento de contacto con los esclavistas también lo llevó a simpatizar con sus puntos de vista, e incluso a defenderlos.
A partir de ahí, todo fue de mal en peor. Tras un año y medio dela expedición de Smeathman, muy pocos especímenes (más allá de algunos insectos) habían llegado a Inglaterra. No todo era su culpa. Preparar los especímenes tomaba tiempo y, dado que el comercio triangulado se realizaba en una sola dirección, sus cajas tenían que ser empacadas en los barcos de esclavos y volver a Inglaterra a través del Caribe, lo que retrasaba por meses su llegada. Además, los viajes a través del océano no eran precisamente el entorno más seguro. Si la luz del sol, el calor, la humedad o el oleaje de agua salada no destruían sus especímenes, los gusanos, las hormigas y los roedores a bordo solían encargarse de ello.
Como resultado, los patrocinadores de Smeathman, con las manos vacías, comenzaron a quejarse sobre su pobre inversión. Él, a su vez, se dio cuenta de que su reputación como científico —y sus esperanzas de convertirse en un caballero-científico— se iría al garete a menos que empezaran a llegarles más especímenes, y pronto. Con este fin, Smeathman comenzó a trabajar como agente de un traficante de esclavos con sede en Liverpool, para ayudarlo a hacer crecer su negocio en Sierra Leona. A cambio, Smeathman se aseguró un espacio para sus especímenes en los escasos barcos que regresaban directamente de África a Inglaterra. Preservar bichos muertos y plantas significaba más para él que preservar sus convicciones.
A mediados de 1773, el propio Smeathman ya se dedicaba al comercio de esclavos. El dinero en efectivo era algo hasta cierto punto inútil en África, ya que la gente prefería el trueque de bienes, incluyendo esclavos. Un capitán que entregaba algunos paquetes a Smeathman desde Inglaterra, por ejemplo, en una ocasión exigió un esclavo como pago. La economía local también funcionaba con esclavos. Como Smeathman racionalizó en sus cartas, a menudo le faltaban «velas, azúcar, té, mantequilla», zapatos, clavos y otros productos. Por mucho que lamentara este hecho, los esclavos eran una especie de moneda universal en Sierra Leona, la única «mercancía» que podía cambiar por cualquier cosa. Esto incluía bienes como el tabaco y el ron que necesitaba para pagar a los jefes y conseguir guías. Sin su ayuda, habría tenido que suspender sus expediciones científicas, algo impensable para él. Así, comenzó a intercambiar esclavos por bienes cuando fue necesario.
Como era de esperar, en 1774, Smeathman había pasado de la mera trata de esclavos a nivel local a venderlos a las plantaciones en América, a fin de ayudar a financiar su investigación. Y siguió defendiendo su participación en la trata de esclavos en sus cartas: la realidad económica de la vida allí, insistía, lo había empujado a entrar en el mercado. Pero su conciencia se abría paso una y otra vez. En un pasaje confesó: «Mis escrúpulos respecto a la trata de esclavos han desaparecido». Se había convertido en parte del sistema que despreciaba.
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Sería lindo creer que los pecados científicos de la época de Henry Smeathman están muertos y enterrados; después de todo, la esclavitud transatlántica terminó a principios del siglo XIX. Pero la verdad es que debemos nuestra visión moderna del mundo científico a libros como Principia Mathematica y Systema Naturae, cuya realización dependió de la esclavitud. Y lo que es más grave: muchos especímenes recogidos mediante la trata de esclavos siguen presentes en los museos el día de hoy.
Los bienes más importantes de los museos se remontan a Hans Sloane, médico y naturalista londinense.******** De joven, Sloane recolectó en plantaciones de Jamaica y más tarde se casó con una mujer que formaba parte de una acaudalada familia, propietaria de esclavos. Utilizando esa riqueza, Sloane compró colecciones de otros naturalistas hasta amasar la mayor colección de historia natural del mundo, con decenas de miles de objetos. Entre ellos, por más perturbador que resulte, se encontraban especímenes humanos, como registró en un catálogo privado: «la piel del brazo de un negro inyectada [con] cera roja y mercurio»; «el feto de un negro de Virginia»; «piedras extraídas de la vagina de una niña negra africana». Sloane utilizó esta colección como trampolín para convertirse en presidente de la Royal Society en 1727, en sustitución nada menos que de Isaac Newton.
A su muerte, en 1753, Sloane hizo algo insólito. Quería asegurar económicamente a sus hijas, pero también quería mantener su colección intacta, en lugar de dejar que se dispersara en una subasta. Así, en su testamento ofreció todo al Gobierno británico por 20 mil libras esterlinas (3.1 millones de dólares de hoy) para crear un museo. A fin de recaudar el dinero, el Gobierno organizó una lotería con boletos de 3 libras (470 dólares), y a pesar de algunos tratos turbios —incluyendo a los organizadores, que compraron boletos al por mayor y los revendieron—, la lotería recaudó 300 mil libras esterlinas (47 millones de dólares). Debido a que los funcionarios del Gobierno querían que el museo estuviera al servicio del público, lo llamaron British Museum [Museo Británico]. Pronto se convirtió en una de las instituciones más renombradas del mundo. Más tarde, la mayoría de los objetos de Sloane fueron transferidos al Museo de Historia Natural de Londres, otro faro de la civilización. Así, los especímenes de Sloane —muchos de los cuales tenían un vínculo directo con la esclavitud— se convirtieron en colecciones fundadoras de algunas de las instituciones culturales más famosas del mundo.
Para ser justos, no hay razón para desprestigiar a esos museos. Otros especímenes vinculados a la trata de esclavos se encuentran en Oxford, Glasgow y Chelsea. De hecho, casi todos los museos de historia natural de cualquier gran ciudad europea —París, Madrid, Viena, Ámsterdam— tal vez tengan objetos de un origen similar. No se trata tan solo de curiosidades llenas de polvo. Los científicos siguen consultando estas colecciones para estudiar la domesticación de las plantas y el cambio climático histórico. También extraen el ADN de los especímenes para estudiar cómo han evolucionado las plantas y los animales a lo largo de los siglos. Sin embargo, la mayoría de los científicos desconocen los orígenes de los objetos que utilizan.
Muchos historiadores se mantienen en la ignorancia. Pero algunos, al menos, los que son incapaces de seguir mirando para otro lado, han empezado a desentrañar los orígenes de las colecciones de los museos. Algunos incluso quieren introducir la ciencia en el debate más amplio sobre el desagravio a los esclavos y el legado cultural de la esclavitud. En palabras de uno de ellos, las discusiones sobre los beneficios de la esclavitud suelen enmarcarse «en términos de dólares y centavos, libras y peniques. Sin embargo, [las ganancias] también pueden medirse claramente en especímenes recogidos y artículos publicados».
Reconocer este legado puede ser doloroso para los científicos. Al fin y al cabo, ¿no se considera a la ciencia como una actividad progresista, una fuerza para el bien en el mundo? Por supuesto, pero también es una labor humana, llena de personas bienintencionadas pero falibles, personas que se obsesionaron con su investigación e hicieron a un lado su irritante conciencia. Gente como Henry Smeathman.
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Al final, los compromisos de Smeathman le dieron lo que quería en la ciencia, hasta cierto punto. Haber incursionado en el mercado de los esclavos le aseguró suficientes suministros y bienes comerciales para emprender varias expediciones largas a los montículos de termitas, y recogió tantos especímenes que un patrocinador se quejó más tarde de la sobreabundancia: «Mi casa no podría contener ni siquiera la mitad». A finales de 1775, después de cuatro años en África, Monsieur Termite se sentía lo suficientemente seguro de su reputación científica como para regresar a Inglaterra, donde imaginaba una bienvenida de héroe. Así que empacó sus especímenes y reservó un pasaje para el Caribe a bordo del barco de esclavos Elizabeth.
En el instante en que Smeathman subió abordo, el capitán se apoderó de su cofre personal de bichos y plantas y se deshizo de todo. Luego, metió ahí las pistolas del barco, ya que el cofre tenía un sólido candado para mantener las armas seguras en caso de algún motín o revuelta de esclavos. El capitán pronto tuvo asuntos más importantes de los que preocuparse, ya que el Elizabeth hacía agua como techo viejo y requería un bombeo constante para mantenerse a flote. (Unas semanas después de su llegada a las Antillas, el barco fue declarado inservible para la navegación). De los 293 esclavos a bordo del Elizabeth, 54 murieron en el camino a América.
Smeathman había planeado partir hacia Inglaterra inmediatamente después de llegar, pero un nuevo ataque de malaria lo había dejado hecho polvo durante el viaje de ida, y no quería enfrentarse a los duros vientos del invierno en su camino de regreso al Atlántico. Decidió descansar durante unos meses. Sin embargo, para cuando se sintió en forma, la guerra de Independencia había estallado y los corsarios americanos se estaban apoderando de los barcos británicos a diestra y siniestra. De repente, Smeathman se vio abandonado y acabó estableciéndose en Tobago, donde pasó los siguientes cuatro años, trabajando en historia natural en diferentes islas. En particular, estudió las hormigas de fuego del Caribe, que estaban arrasando varias islas en enjambres tan grandes que el propio Moisés habría dudado en hacerlas caer sobre el faraón. Las hormigas atacaban incluso a los animales, convirtiendo a vacas y caballos en esqueletos de la noche a la mañana. Los lugareños se referían a los enjambres como «explosiones» de hormigas.
Smeathman pasó la mayor parte del tiempo de esos años reflexionando acerca de la esclavitud. Las Antillas eran idílicas en muchos sentidos —exuberantes, verdes, llenas de especímenes novedosos—, y pasó muchos días felices deambulando, recolectando flora y fauna. No obstante, de vez en cuando vagaba cerca de alguna plantación y oía el chasquido de un látigo que rasgaba el aire, seguido de un grito. También fue testigo de los latigazos públicos a los esclavos, tanto a hombres como a mujeres, y las largas y retorcidas cicatrices que atravesaban sus cuerpos atormentaban su sueño. (Los dueños de los esclavos a menudo derramaban cera de vela o frotaban chile en las heridas para empeorar el ardor. Algunos ponían chiles directamente en los ojos de los esclavos). En África, Smeathman había podido mantener la esclavitud a distancia. Pero la crueldad de la vida en las plantaciones enderezó su brújula moral y lo llevó otra vez a repudiar la esclavitud.
En agosto de 1779, Smeathman trazó la última etapa del comercio triangulado y navegó hacia Inglaterra. Naturalmente, los piratas se apoderaron de su barco y arrojaron al mar todos los especímenes que le quedaban, producto de años de trabajo. Regresó a Inglaterra arruinado, y la bienvenida de héroe que había imaginado nunca se materializó. Sí presentó un prestigioso ensayo sobre los termiteros a la Royal Society, pero su presuntuoso presidente decidió que no era lo suficientemente caballero como para unirse a sus filas y bloqueó su elección como miembro. Sin duda, Smeathman estaba desconsolado: su sueño de convertirse en un caballero-científico se había frustrado.
Así, emprendió su propio camino como un conferenciante científico que se presentaba ante grandes multitudes que abarrotaban las salas para escucharlo hablar de sus aventuras con las hormigas y las termitas. También se convirtió en un actor secundario del movimiento abolicionista. De hecho, siempre terminaba sus conferencias científicas con un breve sermón sobre la esclavitud: «esa infame política», como dijo una vez, «que degradaba a una especie [es decir, a una raza] de seres humanos para satisfacer el lujo de unos cuantos».
Tal vez sintiéndose culpable por su época de comerciante de esclavos, también comenzó a recaudar fondos a fin de crear una colonia agrícola en Sierra Leona para negros libres. Esto incluyó a los esclavos leales en América del Norte, que habían luchado al lado de los británicos contra sus amos durante la guerra de la Independencia. Cientos de hombres y mujeres se inscribieron, incluyendo docenas deparejas mestizas que simplemente querían vivir en un lugar libre de acoso. Smeathman incluso viajó a París para conocer a Benjamin Franklin y buscar el apoyo del famoso estadounidense para el plan. (Mientras estaba allí, observó el primer vuelo en globo del mundo, en 1783, cortesía de los hermanos Montgolfier. El espectáculo inspiró a Smeathman a diseñar su propio globo en forma de cigarro con alas, que esperaba que fuera más maniobrable que el esférico de los Montgolfier).
Sin embargo, en julio de 1786, unos meses antes de que los colonos planeasen su salida a África, Smeathman fue atacado de nuevo por la malaria. Los países sudamericanos seguían acaparando quinina en aquel entonces, y tan solo tres días después —antes de que pudiera conseguir un poco— murió. Cuatrocientos colonos se hicieron a la mar ese mismo año, pero llegaron en plena temporada de lluvias y, sin los contactos y la experiencia de Smeathman, tuvieron que mendigar comida para sobrevivir. En tres meses, un tercio de ellos había muerto. Al final, un jefe local desalojó a los colonos restantes y quemó sus chozas, convirtiendo así el gran sueño de redención de Henry Smeathman en humo.
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A pesar de su muerte prematura, Smeathman hizo avanzar la causa abolicionista de una manera real, aunque indirecta. A principios de 1786 había escrito un tratado sobre su visión de la colonia de Sierra Leona, y dos científicos suecos que lo leyeron —un ingeniero de minas, Carl Wadström, y un botánico, Anders Sparrman—, se sintieron lo suficientemente inspirados para viajar a África a finales de 1787. Tenían planes poco concretos de visitar el interior del continente, pero acabaron varados en un puerto de esclavos francés en Senegal. Lo que vieron en los meses siguientes los horrorizó y, a diferencia de Smeathman, no se quedaron ahí el tiempo suficiente para que su indignación desapareciera.
Al contrario, regresaron furiosos a Londres y comenzaron a ofrecer a la gente historias de «mazmorras de esclavos», y hombres y mujeres «encadenados y tendidos sobre su propia sangre». Revelaron también el diabólico plan francés para capturar esclavos a bajo precio. En lugar de arriesgar sus propios cuellos en las incursiones, los franceses vendían armas a dos tribus rivales y provocaban una guerra entre ellas. Inevitablemente, uno de los bandos tomaría a sus enemigos prisioneros, momento en el que los franceses entraban y compraban a los cautivos. Wadström describió las consecuencias de una de esas guerras, cuando la tribu vencedora marchó al puerto con los que pronto serían esclavos, cantando, aplaudiendo y tocando los cuernos: «Escuchar los alaridos y la agonía de unos, y los gritos y la alegría de otros, con los concomitantes instrumentos de ruido: nunca había sido testigo de una escena tan infernal». Y quizá lo más escandaloso de todo esto es que Sparrman y Wadström no tuvieron que investigar mucho para exponer estas maquinaciones: los esclavistas franceses prácticamente se jactaban de ellas, orgullosos de su astucia.
Los suecos acabaron compareciendo ante la Cámara de los Comunes y la Junta de Comercio Británica, y su testimonio causó sensación en Londres, tanto por lo que revelaron como por quiénes eran. Transcurría la década de 1780, el momento cumbre de la Ilustración, y los científicos de la época se consideraban irreprochables, testigos intachables de los grandes problemas de la sociedad. (Eran otros tiempos...). Como resultado, muchas personas que antes habían dudado en condenar la esclavitud se inclinaron de pronto por la causa abolicionista. Porque si los científicos decían que la trata de esclavos era mala, ¿quién iba a discutirlo?
Por supuesto, los suecos no lograron acabar solos con la trata de esclavos en el Imperio británico. Los africanos hicieron mucho. Esclavos liberados como Olaudah Equiano y los Hijos de África aportaron su propio testimonio condenatorio, y la larga, sangrienta y exitosa revuelta de esclavos en Haití en la década de 1790 llevó al público británico a cuestionar lo que su Gobierno estaba apoyando. La iglesia cuáquera también merece crédito por su larga y solitaria lucha por la abolición. Pero como dijo el principal abolicionista, Thomas Clarkson, en cuanto los científicos suecos se convirtieron en figuras públicas: «La mayoría […], que había estado contra nosotros, comenzó ahora a estar más a nuestro favor». De esta manera, Wadström y Sparrman ayudaron a la ciencia a redimirse un poco después de su largo enredo con la esclavitud, y a convertirse en una fuerza positiva para acabar con ella.
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Smeathman murió antes de poder cumplir su sueño de convertirse en miembro de la augusta Royal Society. Debe haber sido muy humillante saber que, pasando por encima de él, la sociedad había elegido a otros científicos de dudosa reputación. Uno en particular, un doctor en medicina y un rufián contemporáneo de Smeathman, lideró la más flagrante ola de crimen organizado en la historia de la ciencia, pues robó cientos de tumbas para conseguir cuerpos a fin de hacer disecciones anatómicas.
De hecho, los médicos merecen su propia sección especial en los anales de la ciencia pecaminosa. Debido a que trabajan directamente con seres humanos, a menudo aportan a la ciencia un toque humano. Pero el contacto con personas también aporta nuevos dilemas éticos y nuevas oportunidades de abuso.
Notas:
* En ocasiones, los coleccionistas que se quedaban en casa eran despreciados como «naturalistas de escritorio», dado que su ignorancia acerca de las plantas y animales reales podía llevarlos a conclusiones absurdas. Por ejemplo, cuando una especie de pájaro cantor de Papúa llegó a Europa a mediados del siglo XVII, los coleccionistas la bautizaron como «ave del paraíso», tanto por su hermoso plumaje como por el hecho de que carecía de patas, una indicación, decidieron, de que el ave no necesitaba aterrizar. En vez de ello, pasaba toda su vida en el aire, volando en picada a través de los cielos. En realidad, los nativos que capturaron el ave utilizaban las patas como adorno y se las habían cortado. Las heridas estaban ocultas bajo los mechones de plumas. Los nativos entregaron los cadáveres sin patas a los naturalistas europeos, y nunca imaginaron que pudieran ser tan ingenuos. «El amor a lo maravilloso y la afición a las conjeturas prevaleció», dijo un historiador, y así nació un mito científico.
** Aunque es probable que tuvieran cierta formación científica, los cirujanos de barcos no siempre conocían los entresijos de la recolección de especímenes. Así, un coleccionistalondinense ayudó proporcionando equipos de iniciación con frascos para insectos y papel especial para las plantas. También incluía consejos poco convencionales en las cartas a sus ayudantes, como la importancia de revisar el tracto digestivo de los depredadores para encontrar especies a medio digerir: «Siempre que atrapes alguno de estos», recalcaba, «mira dentro de sus entrañas y su estómago, y saca todo lo que encuentres allí». En realidad, este es un buen consejo aún hoy: en 2018, científicos de México descubrieron una nueva especie de serpiente dentro de las entrañas de otra.
*** Algunos historiadores han sugerido que el trabajo de Wallace en Malasia podría incluso haberlo empujado hacia su codescubrimiento. Después de todo, ser coleccionista implicaba analizar miles de bichos en busca de variaciones de color, tamaño y otros rasgos, y la variación es la materia prima con la que trabaja la selección natural.
**** Su padre, William, procedía de una respetable familia inglesa y tenía un hermano que era secretario del Almirantazgo. Pero William tenía vena de bribón y, después de naufragar cerca de las Islas Banana, en la década de 1750, alcanzó tambaleante la orilla y se declaró rey. Se casó con varias mujeres de la zona y engendró a James, quien construyó un sólido negocio de comercio de esclavos a pesar de ser medio africano. Para mantener a Cleveland contento, los europeos de su isla tenían que suministrarle un flujo constante de armas, ron, telas y productos de hierro, por no mencionar la ocasional hebilla de cinturón de oro o un cuerno para beber decorado. En un momento dado, Henry Smeathman encargó para Cleveland una carísima «máquina eléctrica» de Inglaterra, que generaba electricidad (probablemente por fricción) que podía verse a través de una esfera de cristal, para asustar a la gente por mera diversión.
***** En inglés, brunette significa morena. [N. de la E.]
****** A veces, las analogías pueden ayudarnos a entender los sistemas científicos, pero utilizar el nombre «reina» respecto a las termitas, hormigas y abejas es engañoso. Estas reinas no son las «gobernantes» de la colonia en ningún sentido. De hecho, la vida de una reina parece bastante desgraciada. Al establecer una nueva colonia, las obreras encierran a la reina en una pequeña «cámara real» donde vive el resto de su vida en la oscuridad, incapaz de hacer nada más que comer y bombear bebés todo el día. Imagina estar en labor de parto por el resto de tu vida, y tan hinchada que no puedes caminar o arrastrarte siquiera. Un nombre más apropiado podría ser gónada real, en vez de reina.
******* A diferencia de Kwasi, algunos esclavos utilizaban sus conocimientos botánicos superiores para vengarse de sus captores envenenándolos. La yuca era un veneno popular porque es un plato delicioso si se cocina bien, pero tóxico en caso contrario. Los esclavos tomaban gusanos que se alimentaban del jugo de yuca, lo secaban, los trituraban y ocultaban el polvo resultante debajo de una uña. Luego, de manera subrepticia, dejaban caer un poco en un cuenco mientras servían la comida a sus amos.
******** Curiosamente, Hans Sloane también inventó el chocolate con leche en Jamaica, según él una forma más fácil de consumir el cacao, que en ese tiempo se consideraba medicina. Después de regresar a Londres, Sloane vendió la receta a un boticario, que a su vez la vendió a una pequeña empresa llamada Cadbury. Cada vez que mordisqueas una barra de chocolate de esa marca, puedes seguir el rastro hacia atrás hasta el complejo científico-esclavista-industrial.