INTRODUCCIÓN

 

En nuestra sociedad, los científicos son los tipos buenos... normalmente. Son fríos e inteligentes, racionales y lúcidos, y diseccionan con calma el mundo que nos rodea. Pero como muestra la historia de Cleopatra, en ocasiones la obsesión se apodera de ellos. Tuercen lo que por lo general es una búsqueda noble para convertirla en algo oscuro. Bajo este hechizo, el conocimiento no solo lo es todo, sino lo único.

Este libro explora qué empuja a hombres y mujeres a cruzar la línea y cometer crímenes y delitos en nombre de la ciencia. Cada capítulo está dedicado a una transgresión diferente: fraude, asesinato, sabotaje, espionaje, robo de tumbas... un extenso recorrido por las artes criminales. Hay que admitir que algunas de estas historias son cruelmente divertidas: ¿quién no disfruta con una buena historia de piratas o una excitante crónica de venganza? Otras, sin embargo, hacen que, aun siglos después, nos avergoncemos. Y aunque algunos de estos incidentes aparecieron en los titulares de todos los periódicos de su época, a muchos la historia los pasó por alto o se han desvanecido con la niebla del tiempo, a pesar de su carácter sensacionalista. Este libro resucita estas historias y disecciona lo que llevó a la gente a romper los más rigurosos tabúes.

Estas narraciones también cuentan aspectos sorprendentes sobre la forma de trabajar de la ciencia. Todos sabemos cómo suelen producirse los descubrimientos. Alguien observa un acontecimiento curioso en la naturaleza, o se le ocurre una brillante y súbita idea sobre el comportamiento de un proceso o una partícula. Después, comprueba su hipótesis a través de experimentos o haciendo trabajos de campo. Si tiene suerte, todo fluye como el agua (ja). Lo más frecuente es que se acumulen las frustraciones: los experimentos fracasan, la financiación se retira, los colegas tradicionalistas se niegan a aceptar los nuevos resultados. Después de mucha perseverancia, las pruebas son demasiado abrumadoras como para ignorarlas y la oposición cede. El científico regresa del desierto intelectual aclamado como alguien brillante. El mundo en general se beneficia con un nuevo tratamiento médico o un material de alta tecnología, o tal vez incluso una visión sobre el origen de la vida o el destino del cosmos.

Se necesita cierto tipo de persona para soportar esta situación, alguien paciente y abnegado. Por eso nuestra sociedad ha venerado a los científicos como héroes. Pero la ciencia es algo más que una serie de momentos eureka aislados. Como gran parte del resto de la sociedad, se ha enfrentado recientemente a un ajuste de cuentas moral. Comprender lo que es el bien y el mal —y el camino de uno al otro— es más vital que nunca. La ciencia tiene que responder por sus pecados.

Resulta incluso más sorprendente constatar que la ciencia inmoral se considera, sin más, mala ciencia, es decir, que la investigación moralmente dudosa es también científicamente dudosa. A primera vista, esto podría parecer extraño. Después de todo, la gente suele argumentar que el conocimiento no es ni bueno ni malo, es solo la aplicación humana la que lo hace seguir una u otra dirección. Pero la ciencia es también una actividad comunitaria y sus resultados deben ser revisados, verificados y aceptados por otras personas. Los seres humanos son parte de ese proceso y, como muestra una historia tras otra en este libro, pisotea los derechos humanos de manera consistente. En el mejor de los casos, ese trabajo altera a la comunidad científica y desperdicia tiempo y energía en conflictos; en el peor, socava las libertades culturales y políticas necesarias para el desarrollo de la ciencia. Perjudicar y traicionar a las personas perjudica y traiciona, a su vez, a la ciencia.

Por ello estas historias ofrecen algo más que un interés académico o biográfico. Solo en raras ocasiones los villanos científicos emergen por completo formados, como Atenea de la cabeza de Zeus. En la mayoría de los casos, la moral se erosiona lentamente; la gente se quiebra paso a paso. Al tratar de entender lo que hacían estos científicos, y por qué se creían justificados, podremos detectar el mismo razonamiento ambiguo en la investigación moderna y tal vez incluso prevenir problemas. De hecho, la disección de actos depravados ofrece la oportunidad de aprender a frustrar los malos impulsos y redirigir a las personas hacia propósitos más nobles.

En esa misma línea de pensamiento, muchas de las historias que aquí se cuentan sondean las motivaciones psicológicas detrás de estos actos perversos. ¿Cómo son los criminales con mentalidad científica? ¿En qué se diferencian de los criminales comunes y corrientes? ¿Y cómo su inteligencia y su avanzado conocimiento del mundo ayudan e inducen a la mala práctica? El capítulo cuatro, por ejemplo, examina un escandaloso asesinato en Harvard, donde un profesor de medicina utilizó sus conocimientos de anatomía para eliminar y desmembrar a un miembro emérito de la universidad. (Se convirtió así en el segundo exalumno de Harvard en la historia en ser ejecutado por un crimen. En un capítulo posterior, conoceremos al hombre que estuvo a punto de ser el tercero). Muchas personas simplemente asumen que la gente inteligente es más ilustrada y moral; en todo caso, la evidencia apunta en sentido contrario.

Por último, ¿cómo justifican los científicos sus pecados ante sí mismos y los demás? Los psicólogos han identificado varios trucos que los investigadores utilizan para racionalizar sus actos y minimizar su culpabilidad... un manual sobre Por qué los buenos científicos hacen cosas malas. Por un lado, los científicos son más propensos a pasar por encima de los límites éticos cuando se sienten presionados para alcanzar sus objetivos. Los científicos sinvergüenzas también emplean eufemismos para enmascarar sus actos, incluso ante ellos mismos. O realizan una compleja operación aritmética mental según la cual el bien que hagan en el futuro de alguna manera «neutralizará» el daño que están causando ahora.

Los científicos parecen especialmente propensos a la visión de túnel. No es ningún secreto que la ciencia premia la concentración intensa, y la visión de túnel es consecuencia de esa concentración.Cuando están inmersas en su investigación, algunas personas no pueden ver más allá, y subordinan todo en sus vidas a la consecución de sus objetivos, incluyendo la ética. En estos casos, es probable que la moralidad o inmoralidad de un proyecto de investigación ni siquiera les pase por la cabeza. El segundo capítulo relata cómo muchos científicos pioneros en Europa, en los siglos XVII y XVIII —entre los que se incluyen gigantes como Isaac Newton y Carlos Linneo—, aprovecharon la trata de esclavos transatlántica para recopilar datos y especímenes de lugares remotos. Pocos cuestionaron su participación en la esclavitud, mientras los datos siguieran fluyendo.

En otros casos, la ética se invierte. Por ejemplo, comparada con la política, la ciencia parece pura. Considera tan solo todas las desgracias de las que la ciencia nos ha liberado, todas esas medicinas que salvan vidas y las tecnologías que ahorran trabajo. Los científicos están orgullosos de este historial. Pero es demasiado fácil para algunos caer en la trampa de «ciencia = bueno». Con esta visión del mundo, cualquier cosa que fomente la investigación científica debe ser también positiva. La ciencia se convierte en su propio fin, en su propia justificación moral. De la misma manera, los científicos con delirios de grandeza a menudo caen en la falacia de que «los medios justifican el fin». Se convencen de que su investigación marcará el inicio de una utopía científica, y que la felicidad que traerá esta utopía desbancará, en muchos planos, cualquier sufrimiento que estén causando a corto plazo. El capítulo 5 muestra cómo Thomas Edison cayó en esta trampa y torturó perros y caballos con electricidad para probar la superioridad de su sistema preferido de generación de electricidad. Peor aún, el capítulo 7 muestra cómo la investigación para eliminar enfermedades de transmisión sexual en ocasiones ha infectado a personas con sífilis o gonorrea para poder estudiarlas. En ambos casos, el razonamiento era claro: algunos sacrificios son necesarios. Pero cuando sacrificamos la moral a favor del progreso científico, muchas veces nos quedamos sin ninguno.

Más allá de las racionalizaciones está también la cuestión de qué hace que los delitos científicos sean únicos. Cuando la gente común trasgrede las normas, lo hace motivada por el dinero, el poder o algo sórdido. Pero los científicos lo hacen para obtener información para aumentar nuestra comprensión del mundo. Sin duda, muchos de los crímenes que se detallan en esta obra son complejos y tienen múltiples motivos; los seres humanos somos complicados. Sin embargo, por encima de todo, estos crímenes surgen de un impulso fáustico de conocimiento. Por ejemplo, debido a los tabúes sociales contra la disección de cuerpos humanos, muchos anatomistas del siglo XIX recurrieron a los «resurreccionistas» para que robaran tumbas. Convertirse en villanos era el único camino para obtener el conocimiento que codiciaban. Incluso algunos anatomistas llegaron a robar tumbas, o aceptar cadáveres de asesinos. Estaban tan obsesionados con su investigación que nada les importaba y su calidad humana se corrompía en el proceso.

Estas historias no son solo antiguallas macabras, algo que desempolvar y con que asustar a los estudiantes: la ciencia moderna sigue lidiando con las consecuencias. Tomemos como ejemplo la investigación mencionada basada en la esclavitud. Muchos especímenes recogidos a través de la trata de esclavos se convirtieron en el núcleo de museos ahora famosos y permanecen en sus vitrinas. Estos museos no existirían sin la esclavitud, lo que significa que la ciencia y la esclavitud siguen entrelazadas siglos después. O considera los experimentos que los médicos nazis llevaron a cabo con los prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial. Los arrojaban en barricas de agua helada, por ejemplo, para estudiar la hipotermia. Era inhumano, y a menudo las víctimas terminaban lisiadas o muertas. Pero, en algunos casos, es la única información real que tenemos, incluso hoy en día, sobre cómo reanimar a la gente en condiciones extremas. Entonces, ¿qué debemos hacer desde el punto de vista ético? ¿Darle la espalda o utilizar los datos? ¿Qué resultado honra mejor a las víctimas? El mal puede enturbiar la ciencia mucho tiempo después de que los perpetradores hayan muerto.

Más allá de escarbar en el pasado, este libro contiene algunas historias ambientadas en tiempos modernos que persisten en la memoria de personas aún vivas. Y contiene también un apéndice que mira al fascinante futuro del crimen. ¿Qué oscuros actos perpetrarán los científicos en los siglos por venir? En algunos casos, como cuando colonicemos Marte y otros planetas, podemos anticipar lo que ocurrirá observando los crímenes en las expediciones polares, donde los paisajes desolados y la lucha por la supervivencia enloqueían a la gente. En otros, no hay precedentes. ¿Qué crímenes podremos esperar cuando todos tengamos robots programables en nuestros hogares, o cuando la ingeniería genética barata y omnipresente inunde el mundo?

En general, El cirujano del picahielo fusiona el drama de los descubrimientos científicos con la emoción ilícita de relatos de crímenes reales. Las historias abarcan desde los albores de la ciencia en el siglo XVII hasta los delitos de alta tecnología del futuro, e incluyen todos los rincones del mundo.

Si somos sinceros con nosotros mismos, todos hemos caído alguna vez en el agujero negro de la obsesión, o nos hemos saltado las reglas en busca de algo que codiciamos. Pero pocos nos hemos corrompido tan profundamente como los canallas que aparecen en este libro. Tendemos a pensar en la ciencia como algo progresista, una fuerza para el bien en el mundo. Y así es por lo general.