SOBRE LAS FUENTES DEL CONOCIMIENTO Y DE LA IGNORANCIA

Se desprende, por lo tanto, que la verdad se pone de manifiesto…

BENEDICTUS DE SPINOZA

Todo hombre lleva consigo una piedra de toque… para distinguir… la verdad de las apariencias.

JONN LOCKE

… es imposible para nosotros pensar una cosa que antes no hayamos sentido, sea por nuestros sentidos externos, sea por los internos.

DAVID HUME

Me temo que el título de esta conferencia ofenda a oídos críticos. Pues si bien la expresión “fuentes del conocimiento” es correcta, y también lo sería la de “fuentes del error”, en cambio no lo es la de “fuentes de la ignorancia”. “La ignorancia es algo negativo”, es la ausencia de conocimiento. Pero entonces, “¿cómo puede tener fuentes la ausencia de algo?”1 Tal fue la pregunta que me formuló un amigo a quien le confié el título que había elegido para esta conferencia. Acuciado a dar una respuesta, me encontré improvisando una racionalización y explicándole a mi amigo que el extraño efecto lingüístico del título era intencional. Le dije que, mediante ese título, esperaba llamar la atención hacia una serie de doctrinas filosóficas históricamente importantes aunque no registradas, entre ellas (aparte de la doctrina que afirma que la verdad es manifiesta) —especialmente— una teoría conspiracional de la ignorancia que interpreta a ésta no como una mera falta de conocimiento, sino como la obra de algún poder malévolo, fuente de influencias impuras y perniciosas que pervierten o envenenan nuestras mentes e instilan en nosotros el hábito de la resistencia al conocimiento.

No estoy muy seguro de que esta explicación haya disipado los recelos de mi amigo, pero, de todos modos, lo silenció. Vuestro caso es diferente, ya que debéis estar en silencio por las normas establecidas para estas conferencias. Pero tengo la esperanza de haber disipado también, por el momento, vuestros recelos, lo suficiente como para permitirme empezar mi relato por el otro extremo, el de las fuentes del conocimiento en lugar del de las fuentes de la ignorancia. Sin embargo, volveré luego a las fuentes del conocimiento, y también a la teoría conspiracional de estas fuentes.

I

El problema que quiero examinar de nuevo en esta conferencia, y que espero no solamente examinar sino también resolver, quizás pueda ser considerado como un aspecto de la vieja querella entre las escuelas británica y continental de filosofía, la querella entre el empirismo clásico de Bacon, Locke, Berkeley, Hume y Mill, y el racionalismo o intelectualismo clásico de Descartes, Spinoza y Leibniz. En esta querella, la escuela británica sostenía que la fuente última de todo conocimiento es la observación, mientras que la escuela continental afirmaba que lo es la intuición intelectual de ideas claras y distintas.

La mayoría de esos problemas mantienen aún toda su vigencia. El empirismo, que es todavía la doctrina dominante en Inglaterra, no sólo ha conquistado a los Estados Unidos, sino que es ahora aceptado en vastos círculos del continente europeo como la verdadera teoría del conocimiento científico. El intelectualismo cartesiano, por desgracia, ha sido deformado con frecuencia para dar origen a una u otra de las formas del irracionalismo moderno.

Intentaré demostrar en esta conferencia que la diferencia entre el empirismo y el racionalismo clásicos son mucho menores que sus semejanzas y que ambos están equivocados. Sostengo que están equivocados aunque yo mismo soy una mezcla de empirista y racionalista. Pero creo que, si bien la observación y la razón desempeñan ambas papeles importantes, estos papeles se parecen poco a los que les atribuyen sus defensores clásicos. En especial, trataré de mostrar que ni la observación ni la razón pueden ser consideradas como fuentes del conocimiento, en el sentido en que se las ha tenido por fuentes del conocimiento hasta la actualidad.

II

Nuestro problema pertenece a la teoría del conocimiento, o epistemología, considerado como el ámbito de la filosofía pura más abstracto, lejano y totalmente inaplicable. Hume, por ejemplo, uno de los más grandes pensadores de este campo, predecía que, a causa de la lejanía, abstracción y carencia de toda consecuencia práctica de algunos de sus resultados, ninguno de sus lectores creería en ellos por más de una hora.

La actitud de Kant era diferente. Pensaba que el problema: “¿qué es lo que puedo conocer?” es uno de los tres más importantes que puede plantearse el hombre. Bertrand Russell, a pesar de que su temperamento filosófico lo acerca más a Hume, en esta cuestión parece estar al lado de Kant. Y yo creo que Russell tiene razón cuando atribuye a la epistemología consecuencias prácticas para la ciencia, la ética y hasta para la política. Señala, por ejemplo, que el relativismo epistemológico, o sea la idea de que no hay una verdad objetiva, y el pragmatismo epistemológico, o sea la idea de que verdad y utilidad son la misma cosa, se hallan ambos estrechamente vinculados con ideas autoritarias y totalitarias. (Cf. Let the People Think, 1941, págs. 77 y sigs.)

Las concepciones de Russell, claro está, son discutibles. Algunos filósofos recientes han elaborado una doctrina de la impotencia esencial y la ausencia de importancia práctica de toda filosofía genuina y, por lo tanto, cabe suponer, de la epistemología. La filosofía, afirman, no puede tener, por su misma naturaleza, consecuencias significativas y, por consiguiente, no puede influir en la ciencia ni en la política. Pero yo creo que las ideas son entidades peligrosas y poderosas, y que hasta los filósofos, a veces, han producido ideas. En verdad, no me cabe duda alguna de que esta nueva doctrina de la impotencia de toda filosofía se halla ampliamente refutada por los hechos.

La situación es, realmente, muy simple. Las creencias de un liberal —la creencia en la posibilidad de un imperio de la ley, de una justicia equitativa, del establecimiento de derechos fundamentales y de una sociedad libre— pueden sobrevivir fácilmente al reconocimiento de que los jueces no son omniscientes y pueden cometer errores acerca de los hechos, y de que, en la práctica, la justicia absoluta nunca se realiza en un juicio legal particular. Pero esta creencia en la posibilidad de un imperio de la ley, de la justicia y de la libertad difícilmente puede sobrevivir a la aceptación de una epistemología para la cual no haya hechos objetivos, no solamente en caso particular, sino en cualquier caso, y para la cual un juez no puede cometer un error fáctico porque en materia de hechos no puede estar acertado ni equivocado.

III

El gran movimiento de liberación que se inició con el Renacimiento y condujo, a través de las muchas vicisitudes de la Reforma y las guerras religiosas y revolucionarias, a las sociedades libres en las que los pueblos de habla inglesa tienen el privilegio de vivir, se hallaba inspirado en su totalidad por un inigualado optimismo epistemológico, por una concepción optimista del poder del hombre para discernir la verdad y adquirir conocimiento.

En el corazón de esta nueva concepción optimista de la posibilidad del conocimiento se encuentra la doctrina de que la verdad es manifiesta. Quizás se pueda cubrir la verdad con un velo, pero ella puede revelarse.2 Y si no se revela por sí misma, puede ser revelada por nosotros. Quitar el velo puede no ser fácil, pero una vez que la verdad desnuda se yergue revelada ante nuestros ojos, tenemos el poder de verla, de distinguirla de la falsedad y de saber que ella es la verdad.

El nacimiento de la ciencia moderna y de la tecnología moderna estuvo inspirado por este optimismo epistemológico cuyos principales voceros fueron Bacon y Descartes. Ellos afirmaban que nadie necesita apelar a la autoridad en lo que concierne a la verdad, porque todo hombre lleva en sí mismo las fuentes del conocimiento, sea en su facultad de percepción sensorial, que puede utilizar para la cuidadosa observación de la naturaleza, sea en su facultad de intuición intelectual, que puede utilizar para distinguir la verdad de la falsedad negándose a aceptar toda idea que no sea clara y distintamente percibida por el intelecto.

El hombre puede conocer; por lo tanto, puede ser libre. Tal es la fórmula que explica el vínculo entre el optimismo epistemológico y las ideas del liberalismo.

Al vínculo mencionado se contrapone el vínculo opuesto. El escepticismo hacia el poder de la razón humana, hacia el poder del hombre para discernir la verdad, está casi invariablemente ligado con la desconfianza hacia el hombre. Así, el pesimismo epistemológico se vincula, históricamente, con una doctrina que proclama la depravación humana y tiende a exigir el establecimiento de tradiciones poderosas y a la consolidación de una autoridad fuerte que salve al hombre de su locura y su perversidad. (Puede encontrarse un notable esbozo de esta teoría del autoritarismo y una descripción de la carga que sobrellevan quienes poseen autoridad en la historia del Gran Inquisidor de Los Hermanos Karamazov, de Dostoievsky.)

Puede decirse que el contraste entre el pesimismo y el optimismo epistemológicos es fundamentalmente el mismo que entre el tradicionalismo y el racionalismo epistemológicos. (Uso esta última expresión en su sentido más amplio, el que lo opone al irracionalismo, y que no solamente abarca al intelectualismo cartesiano, sino también al empirismo.) En efecto, podemos interpretar el tradicionalismo como la creencia según la cual, en ausencia de una verdad objetiva y discernible, nos enfrentamos con la opción entre aceptar la autoridad de la tradición o el caos; mientras que el racionalismo, claro está, ha defendido siempre el derecho de la razón y de la ciencia empírica a criticar y rechazar toda tradición y toda autoridad, por considerarlas basadas en la mera sinrazón, el prejuicio o el accidente.

IV

Es inquietante el hecho de que hasta un tema abstracto como la epistemología pura no sea tan puro como podría pensarse (y como creía Aristóteles), sino que sus ideas, en gran medida, puedan estar motivadas e inconscientemente inspiradas por esperanzas políticas y sueños utópicos. Esto debe ser tornado como una advertencia por el episteurólogo: ¿Cómo podrá remediar esto? Como epistemólogo, solamente me interesa discernir la verdad en lo que respecta a los problemas de la epistemología, se adecue o no esta verdad a mis ideas políticas. Pero ¿no corro el riesgo de sufrir, inconscientemente, la influencia de mis esperanzas y creencias políticas?

Sucede que no sólo soy un empirista y un racionalista al mismo tiempo, sino también un liberal (en el sentido inglés de la palabra); pero justamente porque soy un liberal siento que pocas cosas son tan importantes para un liberal como someter las diversas teorías del liberalismo a un minucioso examen crítico.

Al embarcarme en un examen crítico de este género descubrí el importante papel desempeñado por ciertas teorías epistemológicas en el desarrollo de las ideas liberales, especialmente por las diversas formas de optimismo epistemológico. Descubrí también que, como epistemólogo, debía rechazar estas teorías epistemológicas por ser insostenibles. Esta experiencia mía puede ilustrar el hecho de que nuestros sueños y esperanzas no controlan necesariamente los resultados a los que lleguemos, y que, en la búsqueda de la verdad, el mejor plan podría ser comenzar por la crítica de nuestras más caras creencias. Puede parecer un plan perverso, pero no será considerado así por quienes desean hallar la verdad y no la temen.

V

Al examinar la epistemología optimista inherente a ciertas ideas del liberalismo me encontré con un conjunto de doctrinas que, si bien a menudo son aceptadas implícitamente, no han sido —que yo sepa— explícitamente discutidas o siquiera observadas por filósofos o historiadores. La más importante de ellas es una que ya he mencionado: la doctrina de que la verdad es manifiesta. La más extraña de ellas es la teoría conspiracional de la ignorancia, que es un curioso desarrollo de la doctrina de la verdad manifiesta.

Por doctrina de la verdad manifiesta entiendo, como se recordará, la concepción optimista de que la verdad, cuando se la coloca desnuda ante nosotros, es siempre reconocible como verdad. Si no se revela por sí misma, sólo es necesario develar esa verdad, o descubrirla. Una vez hecho esto, no se requiere mayor discusión. Tenemos ojos, para ver la verdad, y la “luz natural” de la razón para iluminarla.

Esa doctrina está en el centro mismo de la enseñanza de Descartes y de Bacon. Descartes basaba su epistemología optimista en la importante teoría de la veracitas dei. Lo que vemos clara y distintamente que es verdadero debe serlo realmente; pues, de lo contrario, Dios nos engañaría. Así, la veracidad de Dios hace manifiesta a la verdad.

En Bacon encontramos una doctrina similar. Se la podría llamar la doctrina de la veracitas naturae, la veracidad de la naturaleza. La Naturaleza es un libro abierto. El que lo lee con mente pura no puede equivocarse. Sólo puede caer en el error si su mente está envenenada por el prejuicio.

La última observación del párrafo anterior muestra que la doctrina de que la verdad es manifiesta plantea la necesidad de explicar la falsedad. El conocimiento, la posesión de la verdad, no necesita ser explicado. Pero ¿cómo podemos caer en el error, si la verdad es manifiesta? La respuesta es la siguiente: por nuestra pecaminosa negativa a ver la verdad manifiesta; o porque nuestras mentes albergan prejuicios inculcados por la educación y la tradición u otras malas influencias que han pervertido nuestras mentes originalmente puras e inocentes. La ignorancia puede ser la obra de poderes que conspiran para mantenernos en ella, para envenenar nuestras mentes instilando en ellas la falsedad, y que ciegan nuestros ojos para que no podamos ver la verdad manifiesta. Esos prejuicios y esos poderes son, pues, las fuentes de la ignorancia.

La teoría conspiracional de la ignorancia es bien conocida en su forma marxista como la conspiración de la prensa capitalista, que pervierte y suprime la verdad, a la par que llena las mentes de los obreros de ideologías falsas. También se destacan entre las teorías conspiracionales las doctrinas religiosas. Es notable descubrir qué poco original es esa tesis marxista. El cura malvado y fraudulento que mantiene al pueblo en la ignorancia era una imagen común del siglo XVIII y, me temo, una de las inspiraciones del liberalismo. Se la puede rastrear hasta la creencia protestante en la conspiración de la Iglesia Romana, y también hasta las creencias de aquellos disidentes que sostenían concepciones semejantes acerca de la Iglesia Establecida. (En otra obra he rastreado la prehistoria de esta creencia hasta el tío de Platón, Critias; ver el capítulo 8, sección II de mi libro The Open Society and its Enemies.)3

Esta curiosa creencia en una conspiración es la consecuencia casi inevitable de la concepción optimista según la cual la verdad y, por ende, el bien deben prevalecer sólo con que se les dé una oportunidad. “Dejadla que se trabe en lucha con la falsedad; ¿quién vio nunca que la verdad llevara la peor parte, en un encuentro libre y abierto?” (Aeropagítica. Compárese con el proverbio francés La vérité triomphe toujours.) De modo que cuando la Verdad de Milton llevaba la peor parte, la inferencia necesaria era que el encuentro no había sido libre y abierto: si la verdad manifiesta no prevalece es porque se la ha suprimido malévolamente. Puede verse, así, que una actitud de tolerancia basada en una fe optimista en la victoria de la verdad puede tambalear fácilmente. (Ver el artículo de J. W. N. Watkins sobre Milton en The Listener del 22 de enero de 1959.) En efecto, es propensa a convertirse en una teoría conspirativa difícil de reconciliar con una actitud de tolerancia.

Yo no sostengo que no haya habido nunca un grano de verdad en esta teoría conspiracional. Pero, fundamentalmente, se trata de un mito, como lo es la teoría de la verdad manifiesta de la cual surgió. Pues la simple verdad es que, a menudo, es difícil llegar a la verdad, y que, una vez encontrada, se la puede volver a perder fácilmente. Las creencias erróneas pueden tener un asombroso poder para sobrevivir, durante miles de años, en franca oposición a la experiencia, y sin la ayuda de ninguna conspiración. La historia de la ciencia, especialmente de la medicina, puede suministrar muchos claros ejemplos de ello. En realidad, un ejemplo lo constituye la misma teoría general de la conspiración, es decir, la concepción errónea de que cuando ocurre algo malo, ello se debe a la mala voluntad de un poder maligno. Formas diversas de esta concepción han sobrevivido hasta nuestros días.

Por consiguiente, la epistemología optimista de Bacon y Descartes no puede ser verdadera. Sin embargo, quizás lo más extraño de todo esto es que tal epistemología falsa fue la principal fuente de inspiración de una revolución intelectual y moral sin paralelo en la historia. Estimuló a los hombres a pensar por sí mismos. Les dio la esperanza de que, a través del conocimiento, podrían liberarse, a sí mismos y a otros, de la servidumbre y la miseria. Hizo posible la ciencia moderna. Se convirtió en la base de la lucha contra la censura y la supresión del librepensamiento, así como de la conciencia no conformista, del individualismo y de un nuevo sentido de la dignidad del hombre; de las demandas de educación universal y de un nuevo sueño en una sociedad libre. Hizo sentirse a los hombres responsables por sí mismos y por los otros, y les infundió el ansia de mejorar, no sólo su propia situación, sino también la de sus congéneres. Es el caso de una mala idea que ha inspirado muchas ideas buenas.

VI

Pero esa epistemología falsa también ha tenido desastrosas consecuencias. La teoría de que la verdad es manifiesta —de que puede verla quienquiera que desee verla— es también la base de casi todo tipo de fanatismo. Pues, entonces, sólo por la más depravada maldad puede alguien negarse a ver la verdad manifiesta; sólo los que tienen toda clase de razones para temer la verdad pueden negarla y conspirar para suprimirla.

Pero la teoría de que la verdad es manifiesta no sólo engendra fanáticos —hombres poseídos por la convicción de que todos aquellos que no ven la verdad manifiesta deben de estar poseídos por el demonio—, sino que también conduce, aunque quizás menos directamente que una epistemología pesimista, al autoritarismo. Esto se debe, simplemente, a que la verdad no es manifiesta, por lo general. La verdad presuntamente manifiesta, por lo tanto, necesita de manera constante, no sólo interpretación y afirmación, sino también re-interpretación y re-afirmación. Se requiere una autoridad que proclame y establezca, casi día a día, cuál va a ser la verdad manifiesta, y puede llegar a hacerlo arbitraria y cínicamente. Así muchos epistemólogos desengañados abandonarán su propio optimismo anterior y construirán una resplandeciente teoría autoritaria sobre la base de una epistemología pesimista. Creo que el más grande de los epistemólogos, Platón, ejemplifica esta trágica evolución.

VII

A Platón le corresponde un papel decisivo en la prehistoria de la doctrina cartesiana de la veracitas dei, la doctrina de que nuestra intuición intelectual no nos engaña porque Dios es veraz y no puede engañarnos; o, en otras palabras, la doctrina de que nuestro intelecto es una fuente de conocimiento porque Dios es una fuente de conocimiento. Esta doctrina tiene una larga historia, que puede ser rastreada fácilmente hasta Homero y Hesíodo.

Para nosotros, el hábito de referirse a las fuentes utilizadas es natural en un sabio o un historiador, pero quizás resulte un tanto sorprendente descubrir que tal hábito proviene de los poetas; sin embargo, es así. Los poetas griegos se refieren a las fuentes de su conocimiento. Esas fuentes son divinas: son las Musas. “… los bardos griegos —observa Gilbert Murray en The Rise of the Greek Epic, 3.ª ed., 1924, pág. 96— siempre atribuyen a las Musas, no sólo lo que nosotros llamaríamos su inspiración, sino también su conocimiento de los hechos. Las Musas ‘están presentes y saben todas las cosas’… Hesíodo… siempre explica que su conocimiento depende de las Musas. También reconoce otras fuentes de conocimiento… Pero lo más frecuente es que consulte a las Musas… Lo mismo hace Homero en temas tales como el Catálogo del ejército griego.”

Como muestra la cita anterior, los poetas acostumbraban aducir no sólo fuentes divinas de inspiración, sino también fuentes divinas de conocimiento, garantes divinos de la verdad de sus relatos.

Precisamente lo mismo aducían los filósofos Heráclito y Parménides. Heráclito, al parecer, se consideraba como un profeta que “habla con boca delirante… poseído por el dios”, por Zeus, fuente de toda sabiduría (DK,4 B 92, 32; cf. 93, 41, 64, 50) Y de Parménides casi podríamos decir que constituye el eslabón perdido entre Homero y Hesíodo, por un lado, y Descartes, por el otro. Su estrella guía y su inspiradora es la diosa Diké, descrita por Heráclito (DK, B 28) como la guardiana de la verdad. Parménides la describe como la guardiana y depositaria de las llaves de la verdad y como la fuente de todo su conocimiento. Pero Parménides y Descartes tienen más en común que la doctrina de la veracidad divina. A Parménides, por ejemplo, su garante divino de la verdad le dice que, para distinguir entre la verdad y la falsedad, sólo debe confiar en el intelecto, con exclusión de los sentidos de la vista, el oído y el gusto. (Cf. Heráclito, B 54, 123; 88 y 126 sugieren cambios inobservables que se manifiestan en opuestos observables.) Y aun el principio de su teoría física —que, como Descartes, funda sobre una teoría intelectualista del conocimiento— es el mismo que el adoptado por Descartes: es la imposibilidad del vacío, la necesaria plenitud del mundo.

En el Ion de Platón se establece una clara distinción entre la inspiración divina —el divino frenesí del poeta— y las fuentes u orígenes divinos del verdadero conocimiento. (Este tema es desarrollado además en el Fedro, especialmente desde 259e en adelante; y en 275b-c Platón hasta insiste, como me lo señaló Harold Cherniss, en la distinción entre cuestiones de origen y cuestiones de verdad.) Platón admite la inspiración de los poetas, pero niega toda autoridad divina a su presunto conocimiento de los hechos. Sin embargo, la doctrina de la fuente divina de nuestro conocimiento desempeña un papel decisivo en la famosa teoría platónica de la anamnesis, que, en cierta medida, asigna a cada hombre la posesión de fuentes divinas de conocimiento. (El conocimiento considerado en esta teoría es conocimiento de la esencia o naturaleza de una cosa y no de un hecho histórico particular.) Según el Menón (81b-d) de Platón, no hay nada que nuestra alma inmortal no conozca, antes de nuestro nacimiento. Pues, dado que todas las naturalezas están emparentadas y son afines, nuestra alma debe ser afín a todas las naturalezas. Por consiguiente, las conoce a todas: conoce todas las cosas. (Sobre la afinidad y el conocimiento ver también Fedón, 79d; República, 611d; Leyes, 899d.) Al nacer, olvidamos; pero podemos recuperar nuestra memoria y nuestro conocimiento, aunque sólo parcialmente: sólo si vemos la verdad nuevamente la reconocemos. Todo conocimiento es, por tanto, re-conocimiento, recuerdo o remembranza de la esencia o verdadera naturaleza que una vez conocimos. (Cf. Fedón, 72e y sigs., 75e.)

La teoría expuesta supone que nuestra alma se encuentra en un divino estado de omnisciencia en tanto permanece, o participa, en un mundo divino de ideas, esencias o naturalezas, anterior al nacimiento. Éste es la pérdida de la gracia, es su caída desde un estado natural o divino de conocimiento; es, por consiguiente, el origen y la causa de su ignorancia. (Puede verse en esta teoría la simiente de la idea según la cual la ignorancia es pecado…; o está al menos relacionada con el pecado; cf. Fedón, 76d.)

Es evidente que hay un vínculo estrecho entre esta teoría de la anamnesis y la doctrina del origen o la fuente divinos de nuestro conocimiento. Al mismo tiempo, existe también un vínculo estrecho entre la teoría de la anamnesis y la doctrina de la verdad manifiesta: aun en nuestra depravada condición de olvido, si vemos la verdad, no podemos sino reconocerla como la verdad. Así, como resultado de la anamnesis, la verdad recupera el status de lo que no es olvidado ni está oculto (alethes): es aquello que es manifiesto.

Sócrates demuestra lo que antecede en un hermoso pasaje del Menón, cuando ayuda a un joven esclavo sin educación a “recordar” la prueba de un caso especial del teorema de Pitágoras. Encontramos aquí, realmente, una epistemología optimista y la raíz del cartesianismo. Pareciera que, en el Menón, Platón era consciente del carácter sumamente optimista de su teoría, pues la describe como una doctrina que considera al hombre ansioso de aprender, investigar y descubrir.

Sin embargo, Platón debe de haber sufrido un desengaño, pues en la República (y también en el Fedro) hallamos los comienzos de una epistemología pesimista. En la famosa alegoría de los prisioneros en la caverna (514 y sigs.) indica que el mundo de nuestra experiencia es sólo una sombra, un reflejo, del mundo real. Y muestra que, aun cuando uno de los prisioneros escapara de la caverna y enfrentara el mundo real, tendría dificultades casi insuperables para verlo y comprenderlo, para no hablar de las dificultades que hallaría al tratar de hacer que lo comprendan los que quedaran en ella. Las dificultades que se alzan en el camino de la comprensión del mundo real son casi sobrehumanas, y sólo muy pocos —si es que hay alguno— pueden llegar al estado divino de la comprensión del mundo real, al estado divino del verdadero conocimiento, de la episteme.

La anterior es una teoría pesimista con respecto a casi todos los hombres, aunque no con respecto a todos. (Pues sostiene que la verdad puede ser alcanzada por unos pocos, los elegidos. Con respecto a éstos podría decirse que es aún más radicalmente optimista que la doctrina de la verdad manifiesta.) Las consecuencias autoritaristas y tradicionalistas de esta teoría pesimista fueron elaboradas in extenso en las Leyes.

Así, encontramos en Platón la primera transición de una epistemología optimista a otra pesimista. Cada una de ellas constituye la base de una de las dos filosofías diametralmente opuestas acerca del Estado y de la sociedad: por una parte, un racionalismo antitradicionalista, antiautoritario, revolucionario y utópico de tipo cartesiano; por la otra, un tradicionalismo autoritario. Este desarrollo puede ser relacionado con el hecho de que la idea de una caída epistemológica del hombre puede ser interpretada no solamente en el sentido de una doctrina optimista de la anamnesis, sino también en un sentido pesimista.

Según la última interpretación, la caída del hombre condena a todos los mortales —o casi a todos— a la ignorancia. Creo que es posible discernir en la alegoría de la caverna (y también, quizás, en el párrafo sobre la declinación de la ciudad; ver República, 546d) un eco de una interesante forma más antigua de esa idea. Me refiero a la doctrina de Parménides de que las opiniones de los mortales son ilusiones y el resultado de una elección mal guiada, una convención mal aconsejada. (Ésta, a su vez, puede provenir de la doctrina de Jenófanes de que todo conocimiento humano es conjetura, y de que sus propias teorías son, en el mejor de los casos, sólo similares a la verdad.)5 La idea de una caída epistemológica del hombre quizás pueda hallarse, como sugirió Karl Reinhardt, en las palabras de la diosa que señalan la transición del camino de la verdad al camino de la opinión ilusoria.6

Pero también sabrás cómo sucedió que la opinión ilusoria, abriéndose paso a través de todas las cosas, estaba destinada a pasar por lo real…

Ahora te explicaré este mundo así ordenado para que presente la apariencia de la verdad; de este modo, nunca más te intimidarán las ideas de los mortales.

Así, aunque la caída afecta a todos los hombres, la verdad puede ser revelada a los elegidos por un acto de gracia, aun la verdad acerca del mundo irreal de las ilusiones y las opiniones, las nociones y las decisiones convencionales de los mortales, el mundo irreal que estaba destinado a ser aceptado y aprobado como real.7

La revelación recibida por Parménides y su convicción de que unos pocos pueden alcanzar la certeza acerca del mundo inmutable de la realidad eterna, así como acerca del mundo irreal y cambiante de la apariencia y el engaño, fueron dos de las principales fuentes de inspiración de la filosofía platónica. Se trata de un tema al que Platón siempre volvió, oscilando entre la esperanza, la desesperanza y la resignación.

VII

Pero lo que aquí nos interesa es la epistemología optimista de Platón, la teoría de la anamnesis que se encuentra en el Menón. Ella contiene, según creo, no sólo el germen del intelectualismo cartesiano, sino también el de la teoría de la inducción de Aristóteles y, en especial, de Bacon.

El esclavo de Menón es ayudado por las juiciosas preguntas de Sócrates a recordar o recuperar el conocimiento olvidado que poseía su alma en su estado prenatal de omnisciencia. Creo que es a este famoso método socrático, llamado en el Teeteto el arte de la partera o mayéutica, al que alude Aristóteles cuando dice (en la Metafísica, 1017b 17-33; ver también 987b 1) que Sócrates fue el creador del método de la inducción.

Es mi intención sugerir que Aristóteles, y también Bacon, entendían por “inducción” no tanto la inferencia de leyes universales a partir de la observación de casos particulares como un método por el cual llegamos a un punto en el que podemos intuir o percibir la esencia o la verdadera naturaleza de una cosa.8 Pero, como hemos visto, tal es precisamente el propósito de la mayéutica de Sócrates: su objetivo es ayudarnos a llegar a la anamnesis, conducirnos a ella; y ésta es la facultad de ver la verdadera naturaleza o esencia de una cosa, la naturaleza o esencia con la que estábamos familiarizados antes del nacimiento, antes de nuestra caída de la gracia. Así, los objetivos de ambas, de la mayéutica y de la inducción, son los mismos. (Aristóteles, dicho sea de paso, enseñaba que el resultado de una inducción, la intuición de la esencia, debía expresarse en una definición de tal esencia.)

Examinemos ahora más detalladamente los dos procedimientos. El arte mayéutico de Sócrates consistía, esencialmente, en plantear interrogantes destinados a destruir prejuicios, creencias falsas que son a menudo creencias tradicionales o de moda, respuestas falsas enunciadas con un espíritu de suficiencia ignorante. Sócrates no pretende saber. Aristóteles describe su actitud con las siguientes palabras: “Sócrates hacía preguntas, pero no daba respuestas; pues confesaba que no sabía.” (Ref. de los Sof., 183b 7; cf. Teeteto, 150c-d, 157c, 161b.) La mayéutica de Sócrates, entonces, no es un arte que pretenda enseñar creencia alguna sino que tiende a purificar o limpiar (cf. la alusión a la Amphidromia en el Teeteto 160e) el alma de sus creencias falsas, su conocimiento aparente, sus prejuicios. Logra ese objetivo enseñándonos a dudar de nuestras convicciones.

El mismo procedimiento, fundamentalmente, forma parte de la inducción de Bacon.

IX

El esquema de la teoría de la inducción de Bacon es el siguiente. En el Novum Organum distingue entre un método verdadero y un método falso. El nombre que da al método verdadero es el de “interpretatio naturae”, traducido comúnmente por la expresión “interpretación de la naturaleza”, y el nombre que aplica al método falso es “anticipatio mentis”, traducido por “anticipación de la mente”. Por obvias que parezcan estas traducciones, no son adecuadas. Mi sugerencia es que lo que Bacon entiende por “interpretatio naturae” es la lectura o, mejor aún, el estudio del libro de la naturaleza. (Galileo, en un famoso pasaje de Il saggiatore, sección 6, sobre el cual Mario Bunge ha tenido la amabilidad de llamar mi atención, habla de “ese gran libro que está ante nuestros ojos, quiero decir, el universo”; cf. Descartes, Discurso, sección 1.)

El término “interpretación” tiene en el castellano moderno un matiz decididamente subjetivista o relativista. Cuando hablamos de la interpretación de Rudolf Serkin del Concierto del Emperador, está implícita la afirmación de que hay interpretaciones diferentes y que nos estamos refiriendo a la de Serkin. No queremos significar, claro está, que la de Serkin no sea la mejor, la más fiel y la más cercana a las intenciones de Beethoven. Pero aunque no podamos imaginar que haya una mejor, al usar el término “interpretación” está implícito que hay otras interpretaciones o lecturas, dejando abierta la cuestión de si algunas de esas otras lecturas pueden o no ser igualmente fieles.

He usado aquí la palabra “lectura” como sinónimo de “interpretación” no solamente porque los dos significados son similares, sino también porque “lectura” y “leer” han sufrido una modificación análoga a la de “interpretación” e “interpretar”; sólo que en el caso de “lectura” ambos significados son de uso corriente. En la frase: “He leído la carta de Juan” encontramos el significado común, no subjetivista. Pero las frases: “Leo este pasaje de la carta de Juan de manera muy diferente” o también “Mi lectura de este pasaje es muy diferente” pueden ilustrar un ulterior significado subjetivista o relativista de la palabra “lectura”.

Sostengo que el significado de “interpretar” (aunque no en el sentido de “traducir”) ha cambiado exactamente de la misma manera, sólo que el significado original —quizás el de “leer en voz alta para los que no pueden leer por sí mismos”— prácticamente se ha perdido. Hoy, hasta la frase: “el juez debe interpretar la ley” significa que tiene un cierto margen para interpretarla, mientras que en la época de Bacon habría significado que el juez tiene el deber de leer la ley tal como es, así como de exponerla y aplicarla de la única manera correcta. Interpretatio luris (o legis) significa esto o, alternativamente, la exposición de la ley al lego. (Cf. Bacon, De Augmentis, VI, xlvi, y T. Manley, The Interpreter:… Obscure Words and Terms used in the Lawes of this Realm, 1672.) No deja al intérprete legal ninguna amplitud; al menos no más de la que se permitiría, por ejemplo, a un intérprete que traduce bajo juramento un documento legal.

Por ello, la traducción “la interpretación de la naturaleza” es engañosa y se la debe reemplazar por algo así como “la (verdadera) lectura de la naturaleza”, análogamente a “la (verdadera) lectura de la ley”. Y mi sugerencia es que lo que Bacon quiere decir es “leer el libro de la naturaleza tal como es” o, mejor aún, “estudiar el libro de la naturaleza”. El quid de la cuestión es que la frase debe sugerir que se elude toda interpretación en el sentido moderno y no debe contener, sobre todo, nada que sugiera un intento de interpretar lo que es manifiesto en la naturaleza a la luz de causas o hipótesis no manifiestas, pues esto sería una anticipatio mentis, en el sentido de Bacon. (Creo que es un error atribuir a Bacon la doctrina de que de su método inductivo pueden resultar hipótesis —o conjeturas—, ya que la inducción baconiana da por resultado conocimiento cierto, y no conjeturas.)

En cuanto al significado de “anticipatio mentis” nos bastará con citar a Locke: “los hombres se dejan llevar por las primeras anticipaciones de sus mentes” (Conduct. Underst., 26). Estas palabras son, prácticamente, una traducción de Bacon y dejan bien en claro que “anticipatio” significa “prejuicio” y hasta “superstición”. También podemos remitirnos a la expresión “anticipatio deorum” que significa abrigar concepciones primitivas o supersticiosas acerca de los dioses. Pero, para dar aún mayor claridad a la cuestión: “prejuicio” (cf. Descartes, Princ., 1, 50) también deriva de un término legal, y según el Oxford English Dictionanary, fue Bacon quien introdujo el verbo “to prejudge” en el idioma inglés, en el sentido de “juzgar adversamente de antemano”, esto es, en violación de los deberes del juez.

Así, los dos métodos son: (1) “el estudio del libro abierto de la Naturaleza”, que conduce al conocimiento o episteme, y (2) “el prejuicio de la mente que erróneamente prejuzga, y quizás juzga mal, a la Naturaleza”, que conduce a la doxa, o mera presunción, y a la lectura errada del libro de la Naturaleza. Este último método, rechazado por Bacon, es en realidad un método de interpretación, en el sentido moderno de la palabra. Es el método de la conjetura o hipótesis (método del cual, dicho sea de paso, soy un convencido defensor).

¿Cómo podemos prepararnos para leer de manera adecuada o fiel el libro de la Naturaleza? La respuesta de Bacon es la siguiente: purificando nuestras mentes de toda anticipación, conjetura, presunción o prejuicio (Nov. Org. I, 68, 69 al final). Para purificar de tal manera nuestras mentes debemos hacer varias cosas. Tenemos que desembarazarnos de toda clase de “ídolos”, o creencias falsas de curso corriente, pues ellos deforman nuestras observaciones. (Nov. Org. I, 97). Pero, al igual que Sócrates, también debemos buscar toda clase de contraejemplos con los cuales destruir nuestros prejuicios concernientes al tipo de objeto cuya esencia o naturaleza verdaderas deseamos comprender. Como Sócrates, debemos preparar nuestras almas, purificando nuestro intelecto, para contemplar la luz eterna de las esencias o naturalezas (cf. S. Agustín, Civ. Dei, VIII, 3): nuestros prejuicios impuros deben ser exorcizados mediante la invocación de contraejemplos (Nov. Org. II, 16 sigs.).

Sólo después de haber limpiado nuestras almas de la manera indicada podemos comenzar la labor de estudiar diligentemente el libro abierto de la Naturaleza, la verdad manifiesta.

Por todo lo que antecede sugiero que la inducción baconiana (y también la aristotélica) es, fundamentalmente, lo mismo que la mayéutica socrática; vale decir, la preparación de la mente, purificándola de prejuicios, con el fin de permitirle reconocer la verdad manifiesta, o leer el libro abierto de la Naturaleza.

El método cartesiano de la duda sistemática es también, en esencia, el mismo que el anterior: es un método para destruir todos los falsos prejuicios de la mente, para llegar a las bases inconmovibles de la verdad evidente por sí misma.

Podemos ahora comprender más claramente cómo, en esta epistemología optimista, el estado de conocimiento es el estado natural o puro del hombre, el estado del ojo inocente que puede ver la verdad, mientras que el estado de ignorancia tiene su fuente en el daño sufrido por el ojo inocente al perder el hombre la gracia, daño que puede ser parcialmente reparado mediante un método de purificación. También podemos ver más claramente por qué esta epistemología, no sólo en su forma cartesiana sino también en la baconiana, sigue siendo esencialmente una doctrina religiosa en la cual la fuente de todo conocimiento es la autoridad divina.

Podría decirse que, estimulado por las “esencias” o “naturalezas” de Platón y por la tradicional oposición griega entre la veracidad de la naturaleza y el carácter engañoso de las convenciones humanas, Bacon pone en su epistemología la “Naturaleza” en lugar de “Dios”. Ésta puede ser la razón por la cual tenemos que purificarnos antes de abordar a la diosa Natura: cuando hayamos purificado nuestras mentes, hasta nuestros sentidos —poco dignos de confianza a veces y que para Platón son irremediablemente impuros— serán puros. Es menester mantener puras las fuentes del conocimiento, porque toda impureza puede convertirse en una fuente de ignorancia.

X

A pesar del carácter religioso de sus epistemologías, los ataques de Bacon y Descartes contra los prejuicios y las creencias tradicionales que mantenemos inadvertida y negligentemente son, sin duda, antiautoritarios y antitradicionalistas, pues exigen de nosotros que abandonemos todas las creencias excepto aquellas cuya verdad hayamos percibido por nosotros mismos. Y esos ataques apuntaban, ciertamente, a la autoridad y la tradición. Formaban parte de la guerra contra la autoridad que estaba de moda en esa época, la guerra contra la autoridad de Aristóteles y la tradición de las escuelas. Los hombres no necesitan de tales autoridades, si pueden percibir la verdad por sí mismos.

Yo no creo que Bacon y Descartes hayan logrado liberar sus epistemologías de la autoridad; y ello no tanto porque apelaran a una autoridad religiosa —a la Naturaleza o a Dios— como por otra razón más profunda.

A pesar de sus tendencias individualistas, no osaban apelar a nuestro juicio crítico, al juicio vuestro o al mío; esto quizás se debía al temor de que ello condujera al subjetivismo o la arbitrariedad. Sin embargo, cualquiera que haya sido la razón, ciertamente fueron incapaces de renunciar a pensar en términos de autoridad, por mucho que quisieran hacerlo. Sólo podían reemplazar una autoridad —la de Aristóteles o la de la Biblia— por otra. Cada uno de ellos apelaba a una nueva autoridad; uno a la autoridad de los sentidos, el otro a la autoridad del intelecto.

Ello significa que no lograron resolver el gran problema: ¿cómo podemos admitir que nuestro conocimiento es humano —demasiado humano—, sin tener que admitir al mismo tiempo que es mero capricho y arbitrariedad individuales?

Sin embargo, ese problema había sido advertido y resuelto hacía ya largo tiempo; apareció por primera vez en Jenófanes, y luego en Demócrito y en Sócrates (el Sócrates de la Apología, más que el del Menón). La solución reside en comprender que todos nosotros podemos errar, y que con frecuencia erramos, individual y colectivamente, pero que la idea misma del error y la falibilidad humana supone otra idea, la de verdad objetiva: el patrón al que podemos no lograr ajustarnos. Así, la doctrina de la falibilidad no debe ser considerada como parte de una epistemología pesimista. Esta doctrina implica que podemos buscar la verdad, la verdad objetiva, aunque por lo común podamos equivocarnos por amplio margen. También implica que, si respetamos la verdad, debemos aspirar a ella examinando persistentemente nuestros errores: mediante la infatigable crítica racional y mediante la autocrítica.

Erasmo de Rotterdam intentó revivir esa doctrina socrática, la importante aunque modesta doctrina del “¡Conócete a ti mismo y admite, por ende, cuán poco sabes!”. Pero dicha doctrina fue desplazada por la creencia de que la verdad es manifiesta y por la nueva autoconfianza ejemplificada y enseñada de diversas maneras por Lutero, Calvino, Bacon y Descartes.

Es importante comprender, a este respecto, la diferencia entre la duda cartesiana y la duda de Sócrates, Erasmo o Montaigne. Mientras que Sócrates duda del conocimiento o sabiduría humanos y se mantiene firme en el rechazo de toda pretensión de conocimiento o sabiduría, Descartes duda de todo, pero sólo para llegar a la posesión de un conocimiento absolutamente seguro, pues descubre que su duda universal lo conduciría a dudar de la veracidad de Dios, lo cual es absurdo. Después de demostrar que la duda universal es absurda, concluye que podemos conocer con certeza, que podemos ser sabios, distinguiendo, a la luz natural de la razón, entre ideas claras y distintas, cuya fuente es Dios, y todas las otras, cuya fuente es nuestra propia imaginación impura. La duda cartesiana, como vemos, es meramente un instrumento mayéutico para establecer un criterio de verdad y, junto con él, una manera de obtener conocimiento y sabiduría indudables. Pero para el Sócrates de la Apología, la sabiduría consiste en la conciencia de nuestras limitaciones, en saber cuán poco sabemos, cada uno de nosotros.

Fue esa doctrina de la esencial falibilidad humana la que revivieron Nicolás de Cusa y Erasmo de Rotterdam (quien alude a Sócrates); y fue sobre la base de esa doctrina “humanista” (en contraposición a la doctrina optimista a la que adhería Milton, la de que la verdad siempre prevalece) sobre la cual Nicolás, Erasmo, Montaigne, Locke y Voltaire, seguidos por John Stuart Mill y Bertrand Russell, fundaron la doctrina de la tolerancia. “¿Qué es la tolerancia?” — pregunta Voltaire en su Diccionario Filosófico—; y responde: “Es una consecuencia necesaria de nuestra humanidad. Todos somos falibles y propensos al error. Perdonémonos unos a otros nuestros desvaríos. Éste es el primer principio del derecho natural”. (Más recientemente, se ha convertido a la doctrina de la falibilidad en la base de una teoría de la libertad política; ésta es la libertad de la coerción. Véase F. A. Hayek, The Constitution of Liberty, especialmente págs. 22 y 29.)

XI

Bacon y Descartes instauraron a la observación y la razón como nuevas autoridades, y las instauraron como tales dentro de cada hombre. Pero al hacerlo, dividieron a éste en dos partes: una superior, con autoridad en lo referente a la verdad —las observaciones en Bacon, el intelecto en Descartes—, y otra inferior. Es esta parte inferior la que constituye nuestro yo común, el viejo Adán que hay en nosotros. Pues somos siempre “nosotros mismos” los responsables del error, si la verdad es manifiesta. Es a nosotros, con nuestros prejuicios, nuestra negligencia y nuestra testarudez, a quienes hay que acusar; nosotros mismos somos la fuente de nuestra ignorancia.

Así, quedamos divididos en una parte humana, nosotros mismos, la parte que es la fuente de nuestras opiniones (doxa) falibles, de nuestros errores y de nuestra ignorancia, y una parte sobrehumana, los sentidos o el intelecto, la parte que es la fuente de conocimiento (episteme) real y que tiene sobre nosotros una autoridad casi divina. Pero esta doctrina no es correcta. Pues sabemos que la física de Descartes, por admirable que fuera en muchos aspectos, era equivocada; sin embargo se basaba exclusivamente en ideas que, según él creía, eran claras y distintas, y que, por consiguiente, tendrían que haber sido verdaderas. Y el hecho de que tampoco los sentidos son de confiar y, por ende, carecen de autoridad era ya sabido por los antiguos, aun antes de Parménides, por ejemplo, por Jenófanes y Heráclito, y por Demócrito y Platón. (cf. págs. 164 y sig.)

Es extraño que la mencionada enseñanza de la antigüedad fuera casi ignorada por los empiristas modernos, incluyendo a los fenomenalistas y positivistas; sin embargo, es ignorada en la mayoría de los problemas planteados por positivistas y fenomenalistas, así como en las soluciones que ofrecen. La razón de esto es la siguiente: ellos aún creen que no son nuestros sentidos los que se equivocan, sino que somos siempre “nosotros mismos” quienes nos equivocamos en nuestra interpretación de lo que nos es “dado” por los sentidos. Nuestros sentidos dicen la verdad, pero podemos equivocarnos, por ejemplo, cuando tratamos de verter al lenguaje lenguaje convencional, humano, imperfecto— lo que nos dicen. Es nuestra descripción lingüística la que falla, porque ella puede estar teñida por el prejuicio.

(Así, se vio la falla en el lenguaje construido por el hombre. Pero luego se descubrió que también el lenguaje es algo que nos es “dado”, en un sentido importante: en el de que contiene la sabiduría y la experiencia de muchas generaciones; por ende, no se debe acusar al lenguaje por el mal uso que hacemos de él. De este modo, también el lenguaje se convirtió en una autoridad veraz que nunca puede engañarnos. Y si caemos en tentación y usamos el lenguaje en vano, entonces es a nosotros a quienes hay que reprochar por los inconvenientes que resultan. Pues el lenguaje es un dios celoso y no perdona a quien invoca sus palabras en vano. sino que lo arroja a las tinieblas y la confusión.)

Acusándonos a nosotros y a nuestro lenguaje (o al mal uso del Lenguaje), es posible defender la autoridad divina de los sentidos (y hasta del Lenguaje). Pero sólo es posible al costo de profundizar el abismo entre esta autoridad y nosotros, entre las fuentes puras en las que podemos obtener un conocimiento autorizado de la veraz diosa Natura y nuestros yos impuros y culpables, entre Dios y el hombre. Como indicamos antes, esta idea de la veracidad de la naturaleza que, según creo, se puede discernir en Bacon, deriva de los griegos. Forma parte de la oposición clásica entre naturaleza y convención humana que, de acuerdo con Platón, se debe a Píndaro, puede discernirse en Parménides y es identificada por éste —como también por algunos sofistas (Hipias, por ejemplo) y, en parte, por el mismo Platón— con la oposición entre verdad divina y error humano, o hasta falsedad. Después de Bacon, y por su influencia, la idea de que la naturaleza es divina y veraz, y de que todo error o falsedad se debe al carácter engañoso de nuestras propias convenciones humanas continuó desempeñando un papel importante, no solamente en la historia de la filosofía, de la ciencia y de la política, sino también en la de las artes visuales. Esto puede observarse, por ejemplo, en las interesantísimas teorías de Constable sobre la naturaleza, la veracidad, el prejuicio y la convención, citadas por E. H. Gombrich en Art and Ilusion [Arte e ilusión, Barcelona, Gustavo Gili, 5980]. También ha tenido un papel destacado en la historia de la literatura y hasta en la de la música.

XII

La extraña concepción de que es posible decidir acerca de la verdad de un enunciado investigando sus fuentes —es decir, su origen—, ¿puede explicarse como debida a un error lógico que puede ser eliminado? ¿O no podemos hacer nada mejor que explicarla en función de creencias religiosas o en términos psicológicos, remitiéndonos quizás a la autoridad paterna? Creo que es posible, en este caso, discernir un error lógico que está conectado con la estrecha analogía entre el significado de las palabras, términos o conceptos y la verdad de los enunciados o proposiciones. (Véase el cuadro en las páginas siguientes.)

Es fácil comprobar que el significado de las palabras tiene alguna conexión con su historia o su origen. Lógicamente considerada, una palabra es un signo convencional; desde un punto de vista psicológico, es un signo cuyo significado es establecido por el uso, la costumbre o la asociación. Desde el punto de vista lógico, su significado, en efecto, queda establecido por una decisión inicial, semejante a una definición o convención primera, a una especie de contrato social original; psicológicamente, su significado quedó establecido cuando aprendimos a usarla, cuando se formaron nuestros hábitos y asociaciones lingüísticos. Así, tiene alguna razón el escolar que se queja de la innecesaria artificiosidad del francés, en el que “gâteau” significa torta, mientras que el castellano, piensa él, es mucho más natural y directo al llamar “gato” al gato y “torta” a la torta. Quizás comprenda perfectamente bien la convencionalidad del uso, pero expresa el sentimiento de que no hay razón alguna para que las convenciones originales — originales para él— no sean obligatorias. Por ello, su error puede consistir solamente en olvidar que puede haber diversas convenciones originales igualmente obligatorias. Pero ¿quién no ha cometido alguna vez, implícitamente, el mismo error? La mayoría de nosotros hemos tenido un sentimiento de sorpresa al observar que en Francia hasta los niños pequeños hablan fluidamente el francés. Por supuesto que hemos sonreído por nuestra ingenuidad; sin embargo, no sonreímos ante el policía que descubre que el verdadero nombre de la persona llamada “Pedro Rodríguez” es “Juan Pérez”, aunque, sin duda, se trata de un último vestigio de la creencia mágica por la cual adquirimos poder sobre un hombre o un dios al obtener el conocimiento de su verdadero nombre; al pronunciarlo lo requerimos o citamos.

Entonces, hay realmente un sentido familiar y lógicamente defendible en el cual el significado “verdadero” o “propio” de un término es su significado original, de modo que si lo comprendemos, ello se debe a que lo hemos aprendido correctamente, de una verdadera autoridad, de alguien que conoce la lengua. Esto muestra que el problema del significado de una palabra está vinculado, en verdad, con el problema de la fuente autorizada, o el origen, del uso que hacemos de ella.

Pero el problema de la verdad de un enunciado acerca de hechos, de una proposición, es diferente, pues cualquiera puede cometer un error fáctico, aun en cuestiones en las que tenga autoridad, como las referentes a la propia edad o al color de una cosa que perciba clara y distintamente en ese momento. Y en cuanto a los orígenes, un enunciado puede muy bien haber sido falso cuando se lo afirmó y cuando se lo comprendió adecuadamente por vez primera. Una palabra, en cambio, debe tener ya un significado propio desde el momento en que se la comprende.

Si reflexionamos, pues, en la diferencia entre las maneras en que el significado de las palabras y la verdad de los enunciados se relacionan con sus orígenes, no podemos sostener que la cuestión del origen tenga mucho que ver con la cuestión del conocimiento o de la verdad. Sin embargo, existe una profunda analogía entre el significado y la verdad, así como existe una concepción filosófica —a la que he llamado “esencialismo”— que trata de vincular el significado y la verdad tan estrechamente que la tentación de considerarlos de la misma manera se hace casi irresistible. Con el fin de explicar esto brevemente debemos mirar primero el cuadro de las páginas siguientes, observando la relación entre sus dos partes.

¿De qué manera están relacionadas las dos partes de ese cuadro? Si miramos la parte izquierda del cuadro, hallamos la palabra “Definiciones”. Pero una definición es un tipo de enunciado, juicio o proposición, y, por lo tanto, uno de los elementos que están a la derecha del cuadro. (Digamos de paso que este hecho no destruye la simetría del cuadro, pues también las derivaciones trascienden el tipo de cosas —enunciados, etc.— que están del lado en el que aparece la palabra “derivaciones”: así como se formula una definición mediante un tipo especial de secuencia de palabras, y no por una palabra, así también se formula una derivación mediante un tipo especial de secuencia de enunciados, y no por un enunciado.) El hecho de que las definiciones, que aparecen en el lado izquierdo del cuadro, sean también enunciados sugiere que pueden constituir, de alguna manera, un nexo entre el lado izquierdo y el derecho del cuadro.

En verdad, la afirmación de que las definiciones pueden constituir tal nexo forma parte de la doctrina filosófica a la que he dado el nombre de “esencialismo”. Según ésta (especialmente en su versión aristotélica), una definición es un enunciado sobre la esencia o la naturaleza propia de una cosa, que al mismo tiempo enuncia el significado de una palabra, es decir, del nombre que designa a la esencia. (Por ejemplo, Descartes, y también Kant, sostienen que la palabra “cuerpo” designa algo que es, esencialmente, extenso.)

Además, Aristóteles y todos los otros esencialistas sostienen que las definiciones son “principios”; es decir, son proposiciones primitivas (ejemplo: “Todos los cuerpos son extensos”) que no pueden ser derivadas de otras proposiciones y que constituyen la base, o forman parte de la base, de toda demostración. Por consiguiente, constituyen la base de toda ciencia. (Cf. mi libro Open Society, especialmente las notas 27 a 33 del capítulo 11.) Debe observarse que esta afirmación particular, aunque es parte importante del credo esencialista, no contiene ninguna referencia a “esencias”. Esto explica por qué fue aceptada por algunos opositores nominalistas al esencialismo, como Hobbes o Schlick. (Véase la obra de este último Erkenntnislehre, 2.ª edición, 1925, pág. 62.)

Creo que disponemos ahora de los medios para explicar la lógica de la concepción según la cual las cuestiones relativas a los orígenes pueden ser decisivas para las cuestiones relativas a la verdad fáctica. Pues si los orígenes permiten determinar el verdadero significado de un término, o una palabra, entonces también permitirán determinar la verdadera definición de una idea importante y, por consiguiente, de algunos —por lo menos— de los “principios” básicos que son descripciones de las esencias o naturalezas de las cosas y que subyacen en nuestras demostraciones y, por ende, en nuestro conocimiento científico. Así, parecería entonces que hay fuentes autorizadas de nuestro conocimiento.

Pero es menester comprender que el esencialismo se equivoca al sostener que las definiciones agregan algo a nuestro conocimiento de los hechos (aunque como decisiones acerca de convenciones pueden sufrir la influencia de nuestro conocimiento de los hechos, y aunque permitan crear instrumentos que, a su vez, puedan influir en la formación de nuestras teorías y, por lo tanto, en la evolución de nuestro conocimiento de los hechos). Una vez que comprendemos que las definiciones nunca suministran conocimiento fáctico alguno acerca de la “naturaleza”, o acerca de la “naturaleza de las cosas’’, también comprendemos la ausencia de nexo lógico entre el problema del origen y el de la verdad fáctica, nexo que algunos filósofos esencialistas han tratado de fraguar.

XIII

En lo que sigue, dejaré de lado estas reflexiones, que son en gran medida históricas, para abordar los problemas mismos y su solución.

Esta parte de mi conferencia puede ser descrita como un ataque al empirismo, tal como fue formulado, por ejemplo, en el siguiente párrafo clásico de Hume: “Si le pregunto a usted por qué cree en una determinada cuestión de hecho… usted debe darme alguna razón; y esta razón será algún otro hecho relacionado con el anterior. Pero como no puede seguir de esta manera in infinitum, finalmente debe terminar en algún hecho que esté presente en su memoria o en sus sentidos; o debe admitir que su creencia carece totalmente de fundamento”. (Enquiry Concerning Human Understanding, Sección V, Parte I; Selby-Bigge, pág. 46; ver también el epígrafe del comienzo de este capítulo, tomado de la Sección VII, Parte I, pág. 62.)

El problema de la validez del empirismo puede ser planteado, en líneas generales, de la siguiente manera: ¿es la observación la fuente última de nuestro conocimiento de la naturaleza? Y si no es así, ¿cuáles son las fuentes de nuestro conocimiento?

Estos interrogantes siguen en pie, sea lo que fuere lo que yo haya dicho de Bacon y aun en el caso de que haya logrado hacer poco atractivas para los baconianos y otros empiristas aquellas partes de su filosofía que he comentado.

El problema de la fuente de nuestro conocimiento ha sido reformulado recientemente del siguiente modo. Si hacemos una afirmación, debemos justificarla; pero esto significa que debemos estar en condiciones de responder a las siguientes preguntas:

¿Cómo lo sabe? ¿Cuáles son las fuentes de su afirmación?”

Según el empirista esto, a su vez, equivale a la pregunta:

“¿Qué observaciones (o recuerdos de observaciones) están en la base de su afirmación?”

Considero que esta serie de preguntas es totalmente insatisfactoria.

Ante todo, la mayoría de nuestras afirmaciones no se basan en observaciones, sino en otras fuentes de toda clase. “Lo leí en The Times” o “Lo leí en la Enciclopedia Británica” son respuestas más confiables y más definidas a la pregunta “¿Cómo lo sabe?” que “Lo he observado” o “Lo sé por una observación que hice el año pasado”.

“Pero —responderá el empirista— ¿cómo cree usted que The Times o la Enciclopedia Británica obtuvieron su información? Si usted lleva bastante lejos su investigación, seguramente terminará en informes de observaciones de testigos presenciales (llamados a veces ‘oraciones protocolares’ o, por usted mismo, ‘enunciados básicos’). Admitimos —continuará el empirista— que los libros se hacen en gran medida a partir de otros libros y que un historiador, por ejemplo, trabaja con documentos. Pero finalmente, en último análisis, esos otros libros o esos documentos deben basarse en observaciones, en caso contrario, tendrían que ser considerados como poesía, invenciones o mentiras, pero no como testimonios. Es éste el sentido en el que nosotros, los empiristas, afirmamos que la observación debe ser la fuente última del conocimiento.”

Hemos esbozado la argumentación empirista, tal como aún la formulan algunos de mis amigos positivistas.

Trataré de mostrar que esa argumentación es tan poco válida como la de Bacon, que la respuesta a la cuestión de las fuentes del conocimiento es adversa al empirismo y, finalmente, que toda esta cuestión acerca de las fuentes últimas —a las que se puede apelar como se apela a una corte superior o a una autoridad superior— debe ser rechazada por basarse en un error.

Para empezar, quiero mostrar que si realmente cuestionamos a The Times y a sus corresponsales por las fuentes de su conocimiento, nunca llegaremos a todas esas observaciones de testigos presenciales en cuya existencia cree el empirista. Encontraremos, en cambio, que, con cada paso que damos, la necesidad de pasos adicionales aumenta como una bola de nieve.

Tomemos por caso el tipo de afirmación para el cual las personas razonables aceptarían simplemente como respuesta suficiente: “Lo leí en The Times”; por ejemplo, la afirmación: “El Primer Ministro ha decidido volver a Londres varios días antes de lo programado”. Supongamos ahora, por un momento, que alguien duda de esta afirmación o que siente la necesidad de investigar su verdad. ¿Qué hará para ello? Si tiene un amigo en la oficina del Primer Ministro, la manera más simple y directa de calmar sus dudas sería llamarlo por teléfono; y si su amigo corrobora la información, entonces ésta es correcta.

En otras palabras, el investigador tratará, si le es posible, de verificar o examinar el hecho mismo afirmado, en lugar de rastrear la fuente de la información. Pero según la teoría empirista, la afirmación “Lo he leído en The Times” es simplemente un primer paso en un procedimiento de justificación consistente en rastrear la fuente última. ¿Cuál es el paso siguiente?

Hay por lo menos dos pasos siguientes. Uno sería reflexionar que “Lo he leído en The Times” es también una afirmación y que podríamos también preguntar: “¿Cuál es la fuente última de su conocimiento de que lo leyó en The Times y no, por ejemplo, en un diario de aspecto muy similar a The Times?”. El otro es preguntar a The Times por la fuente de su conocimiento. La respuesta a la primera pregunta podría ser: “Sólo estamos abonados a The Times y siempre lo recibimos en la mañana”, respuesta que da origen a una cantidad de otras preguntas acerca de las fuentes, aunque no las formularemos aquí. La segunda pregunta puede provocar en el director de The Times la respuesta: “Recibimos una llamada telefónica de la oficina del Primer Ministro”. Ahora bien, de acuerdo con el procedimiento empirista, al llegar a este punto debemos preguntar: “¿Quién es el caballero que recibió la llamada telefónica?”, y luego pedirle a éste el informe basado en su observación; pero también deberíamos preguntarle a este señor: “¿Cuál es la fuente de su conocimiento de que la voz que usted oyó provenía de un funcionario de la oficina del Primer Ministro?”, y así sucesivamente.

Hay una razón simple por la cual esta tediosa sucesión de preguntas nunca llega a una conclusión satisfactoria, y es la siguiente: todo testigo debe siempre hacer uso frecuente, en su informe, de su conocimiento de personas, lugares, cosas, hábitos lingüísticos, convenciones sociales, etc. No puede confiar simplemente en sus ojos o sus oídos, en especial si su afirmación va a ser usada para justificar alguna afirmación que valga la pena justificar. Pero este hecho, claro está, debe siempre dar origen a nuevas cuestiones relativas a aquellos elementos de su conocimiento que no son de observación inmediata.

Por lo antedicho, el programa de rastrear todo conocimiento hasta sus fuentes últimas es lógicamente imposible de realizar, ya que conduce a una regresión infinita. (La doctrina de que la verdad es manifiesta interrumpe la regresión. Este hecho es interesante porque puede ayudar a explicar el gran atractivo de esta doctrina.)

Quiero observar, de paso, que este argumento se halla estrechamente relacionado con otro según el cual toda observación supone una interpretación realizada a la luz de nuestro conocimiento teórico,9 o sea que todo conocimiento observacional puro, no adulterado por la teoría, sería —si fuera posible— básicamente estéril y fútil.

El hecho más sorprendente del programa observacionalista de preguntar por las fuentes —aparte de su carácter tedioso— es su flagrante violación del sentido común. Pues si tenemos dudas acerca de una afirmación, el procedimiento normal es ponerla a prueba, en lugar de preguntar por sus fuentes; y si hallamos una corroboración independiente, entonces, por lo general, aceptaremos dicha afirmación sin preocuparnos en modo alguno por las fuentes.

Hay casos, por supuesto, en los cuales la situación es diferente. Tratar de verificar una afirmación histórica significa siempre remontarse a las fuentes; pero no, por regla general, a los informes de testigos presenciales.

Sin duda, ningún historiador aceptará de manera no crítica los datos de los documentos. Hay problemas de autenticidad, problemas de subjetividad y también problemas como los relativos a la reconstrucción de fuentes anteriores. Indudablemente que hay también problemas que llevan a plantear: ¿estaba el autor presente cuando ocurrieron tales sucesos? Pero no son los problemas característicos del historiador. Puede preocuparse por la confiabilidad de un informe, pero raramente se preocupará por saber si el autor de un documento fue o no un testigo presencial del suceso en cuestión, aun suponiendo que tal suceso no perteneciera al tipo de los sucesos observables. Una carta que diga: “Ayer cambié de parecer en lo que respecta a esta cuestión” podría ser del mayor valor como dato histórico, aun cuando los cambios de opinión son inobservables (y aunque podamos conjeturar, en presencia de otros datos, que el autor de la carta estaba mintiendo).

En cuanto a los testigos presenciales, son importantes casi exclusivamente en un tribunal de justicia, donde se los puede someter a un interrogatorio. Como la mayoría de los abogados sabe, los testigos presenciales a menudo se equivocan. Esto ya ha sido investigado experimentalmente, con los resultados más sorprendentes. Los testigos más deseosos de describir un suceso tal como ocurrió pueden cometer una cantidad de errores, especialmente si se producen con rapidez hechos muy emocionantes; y si un suceso sugiere alguna interpretación tentadora, entonces, por lo común, esta interpretación deforma lo que se ha visto realmente.

La concepción de Hume del conocimiento histórico es diferente: “creemos —escribe en el Treatise (Libro I, Parte III, Sección IV; Selby-Bigge, pág. 83)— que César fue asesinado en el Senado durante los idus de Marzo… porque ese hecho se halla establecido sobre el testimonio unánime de los historiadores, quienes concuerdan en asignar esa fecha y ese lugar precisos a tal acontecimiento. Tenemos presentes en nuestra memoria o en nuestros sentidos ciertos caracteres y letras: caracteres de los que también recordamos que han sido usados como signos de ciertas ideas; y estas ideas estaban, o bien en las mentes de los que estuvieron inmediatamente presentes en esa acción —y recibieron las ideas directamente de su existencia—, o bien derivaron del testimonio de otros, y éstos a su vez de otro testimonio… hasta que llegamos a aquellos que fueron testigos presenciales y espectadores del suceso”. (Ver también Enquiry, Sección X; Selby-Bigge, págs. 111 y sigs.)

Considero que esta concepción conduce al regreso infinito ya descripto. Pues el problema, claro está, es si se acepta “el testimonio unánime de los historiadores” o si se lo rechaza por estar basado en una fuente común espuria. La remisión a “letras presentes en nuestra memoria o en nuestros sentidos” no es en modo alguno atinente a este ni a ningún otro problema importante de la historiografía.

XIV

Pero ¿cuáles son, entonces, las fuentes de nuestro conocimiento? La respuesta, según creo, es ésta: hay toda clase de fuentes de nuestro conocimiento, pero ninguna tiene autoridad.

Podemos decir que The Times puede ser una fuente de conocimiento, o que puede serlo la Enciclopedia Británica. Podemos decir que ciertos artículos de Physical Review acerca de un determinado problema de la física tienen más autoridad y más carácter de fuente que un artículo sobre el mismo problema de The Times o de la Enciclopedia. Pero sería totalmente erróneo decir que la fuente del artículo de Physical Review debe estar constituida total o parcialmente por observaciones. La fuente puede ser el descubrimiento de una incoherencia lógica en otro artículo o de que una hipótesis propuesta en otro artículo puede ser sometida a prueba mediante tal o cual experimento: todos estos descubrimientos ajenos a la observación son “fuentes” en el sentido de que aumentan nuestro conocimiento.

No niego, por supuesto, que un experimento puede aumentar nuestro conocimiento, y ello de una manera sumamente importante. Pero no es una fuente, en ningún sentido último. Siempre debe ser controlado: como en el ejemplo de la noticia de The Times, por lo común no dudamos del testigo de un experimento, pero, si dudamos del resultado, podemos repetir el experimento o pedirle a algún otro que lo repita.

El error fundamental de la teoría filosófica de las fuentes últimas de nuestro conocimiento es que no distingue con suficiente claridad entre cuestiones de origen y cuestiones de validez. Admitimos que en el caso de la historiografía esas dos cuestiones a veces pueden coincidir. Pero, en general, las dos cuestiones son diferentes; y, también en general, no ponemos a prueba la validez de una afirmación o de una información rastreando sus fuentes o su origen, sino, mucho más directamente, mediante un examen crítico de lo que se afirma, de los mismos hechos afirmados.

Así, las preguntas del empirista: “¿Cómo lo sabe? ¿Cuál es la fuente de su afirmación?” son incorrectas. No están formuladas de una manera inexacta o descuidada, pero obedecen a una concepción totalmente errónea, pues exigen una respuesta autoritaria.

XV

Podría sostenerse que los sistemas tradicionales de epistemología surgen de las respuestas, afirmativas o negativas, que den a las preguntas acerca de las fuentes del conocimiento. Nunca ponen en tela de juicio esas preguntas o discuten su legitimidad, sino que las toman como muy naturales y nadie parece ver ningún peligro en ellas.

El hecho mencionado es muy interesante, pues tales preguntas son de un espíritu claramente autoritario. Se las puede comparar con la tradicional pregunta de la teoría política: “¿Quién debe gobernar?”, que exige una respuesta autoritaria tal como: “los mejores”, o “los más sabios”, o “el pueblo”, o “la mayoría”. (Dicho sea de paso, sugiere alternativas tontas, como “¿Quiénes quiere usted que gobiernen: los capitalistas o los obreros?”, análoga a “¿Cuál es la fuente última del conocimiento: el intelecto o los sentidos?”) El planteo de esta pregunta es erróneo y las respuestas que provoca son paradójicas (como he tratado de mostrar en el capítulo 7 de The Open Society). Se la debe reemplazar por una pregunta completamente diferente: “¿Cómo podemos organizar nuestras instituciones políticas de modo que los gobernantes malos e incompetentes (a quienes debemos tratar de no elegir, pero a quienes, sin embargo, elegimos con tanta frecuencia) no puedan causar demasiado daño?” Creo que sólo planteando así la cuestión podemos abrigar la esperanza de llegar a una teoría razonable de las instituciones políticas.

La pregunta por las fuentes de nuestro conocimiento puede ser reemplazada de manera similar. La pregunta que siempre se ha formulado es, en espíritu, semejante a ésta: “¿Cuáles son las mejores fuentes de nuestro conocimiento, las más confiables, las que no nos conducen al error, y a las que podemos y debemos dirigirnos, en caso de duda, como corte de apelación final?”. Propongo, en cambio, partir de que no existen tales fuentes ideales —como no existen los gobernantes ideales— y de que todas las fuentes pueden llevarnos al error. Y propongo, por ende, reemplazar la pregunta acerca de las fuentes de nuestro conocimiento por la pregunta totalmente diferente: “¿Cómo podemos detectar y eliminar el error?”.

La pregunta por las fuentes de nuestro conocimiento, como tantas otras preguntas autoritarias, es de carácter genético. Inquiere acerca del origen del conocimiento en la creencia de que éste puede legitimarse por su genealogía. La nobleza del conocimiento racialmente puro, del conocimiento inmaculado, del conocimiento que deriva de la autoridad más alta, si es posible de Dios: tales son las ideas metafísicas (a menudo inconscientes) que están detrás de esa pregunta. Puede decirse que la pregunta que he propuesto en reemplazo de la otra, “¿Como podemos detectar el error?”, deriva de la idea de que tales fuentes puras, inmaculadas y seguras no existen, y de que las cuestiones de origen o pureza no deben ser confundidas con las cuestiones de validez o de verdad. Puede afirmarse que esta concepción es tan antigua como Jenófanes. Éste sabía que nuestro conocimiento es conjetura, opinión —doxa, más que episteme, como lo revelan sus versos (DK, B 18 y 34):

Los dioses no nos revelan, desde el comienzo,

Todas las cosas; pero en el transcurso del tiempo,

A través de la búsqueda los hombres hallan lo mejor.

Pero en cuanto a la verdad segura, ningún hombre la ha conocido,

Ni la conocerá; ni sobre los dioses,

Ni sobre todas las cosas de las que hablo.

Y aun si por azar alguien dijera

La verdad final, él mismo no lo sabría;

Pues todo es una maraña de presunciones.

Sin embargo, la pregunta tradicional por las fuentes autorizadas del conocimiento se repite todavía hoy, y a menudo la plantean positivistas y otros filósofos que se creen en rebelión contra la autoridad.

La respuesta adecuada a mi pregunta. “¿Cómo podemos detectar y eliminar el error?”, es, según creo, la siguiente: “Criticando las teorías y presunciones de otros y —si podemos adiestrarnos para hacerlo— criticando nuestras propias teorías y presunciones”. (Esto último es sumamente deseable, pero no indispensable; pues si nosotros no criticamos nuestras propias teorías, puede haber otros que lo hagan.) Esta respuesta resume una posición a la que propongo llamar “racionalismo crítico”. Se trata de una concepción, una actitud y una tradición que debemos a los griegos. Es muy diferente del “racionalismo” o “intelectualismo’ de Descartes y su escuela, y hasta es muy diferente de la epistemología de Kant, aunque en el campo de la ética, o conocimiento moral, éste se aproximó a ella con su principio de autonomía. Este principio sostiene que no debemos aceptar la orden de ninguna autoridad, por elevada que ella sea, como base de la ética. Pues siempre que nos enfrentamos con una orden que emana de una autoridad, debemos juzgar críticamente si es moral o inmoral obedecerla. La autoridad puede tener el poder de obligar a cumplir su orden, y nosotros podemos carecer de él para resistirla. Pero si tenemos el poder físico de elegir, entonces la responsabilidad final es nuestra; depende de nuestra propia decisión crítica obedecer o no un mandamiento, someternos o no a una autoridad.

Kant transportó audazmente esa idea al campo de la religión: “… de cualquier manera — escribe— que la Deidad se haga conocer por ti y aunque… Ella se revele a ti, eres tú… quien debe juzgar si puedes creer en ella y adorarla”.10

Considerando esa audaz afirmación, parece extraño que Kant no adoptara la misma actitud de examen crítico, de búsqueda crítica del error, en el campo de la ciencia. Tengo la certidumbre de que fue su aceptación de la autoridad de la cosmología newtoniana —resultado de su éxito casi increíble al resistir las pruebas más severas— lo que impidió a Kant dar ese paso. Si esta interpretación de Kant es correcta, entonces el racionalismo crítico (y también el empirismo crítico) que propugno no hace más que dar el toque final a la filosofía crítica de Kant. Esto ha sido posible gracias a Einstein, quien nos ha enseñado que la teoría de Newton bien puede estar equivocada, a pesar de su abrumador éxito.

De modo que mi respuesta a las preguntas “¿Cómo lo sabe? ¿Cuál es la fuente o la base de su afirmación? ¿Qué observaciones lo han conducido a ella?” sería: “Yo no lo sé; mi afirmación era meramente una presunción. No importa la fuente, o las fuentes, de donde pueda haber surgido. Hay muchas fuentes posibles y yo quizás no conozca ni la mitad de ellas; en todo caso, los orígenes y las genealogías son poco atinentes al problema de la verdad. Pero si usted está interesado en el problema que yo trato de resolver mediante mi afirmación tentativa puede usted ayudarme criticándola lo más severamente que pueda; si logra idear alguna prueba experimental de la que usted piense que puede refutar mi afirmación, lo ayudaré gustosamente, en todo lo que de mí dependa, a refutarla”.

Esta respuesta11 es aplicable, hablando estrictamente, sólo si la pregunta planteada se refiere a una afirmación científica, a diferencia de las afirmaciones históricas. Si mi conjetura fuera de carácter histórico, las fuentes (aunque no en el sentido de fuentes “últimas”) deberán ser sometidas a una discusión crítica para determinar su validez. Pero, fundamentalmente, mi respuesta será la misma, como hemos visto.

XVI

Ha llegado el momento, creo, de formular los resultados epistemológicos de esta discusión. Los expondré en forma de diez tesis.

1. No hay fuentes últimas del conocimiento. Debe darse la bienvenida a toda fuente y a toda sugerencia; y toda fuente, toda sugerencia, deben ser sometidas a un examen crítico. Excepto en historia, habitualmente examinamos los hechos mismos y no las fuentes de nuestra información.

2. La pregunta epistemológica adecuada no se refiere a las fuentes; más bien, preguntamos si la afirmación hecha es verdadera, es decir, si concuerda con los hechos. (La obra de Alfred Tarski demuestra que podemos operar con la idea de verdad objetiva, en el sentido de correspondencia con los hechos, sin caer en antinomias.) Tratamos de determinar esto, en la medida en que podemos, examinando o sometiendo a prueba la afirmación misma, sea de una manera directa, sea examinando o sometiendo a prueba sus consecuencias.

3. En conexión con este examen puede tener importancia todo tipo de argumentos. Un procedimiento típico es examinar si nuestras teorías son compatibles con nuestras observaciones. Pero también podemos examinar, por ejemplo, si nuestras fuentes históricas son mutua e internamente consistentes.

4. Tanto cuantitativa como cualitativamente, la fuente de nuestro conocimiento que es, con mucho, la más importante —aparte del conocimiento innato— es la tradición. La mayor parte de las cosas que sabemos la hemos aprendido por el ejemplo, porque nos las han dicho, por la lectura de libros, porque hemos aprendido a criticar, a recibir y aceptar la crítica, a respetar la verdad.

5. El hecho de que, en su mayor parte, las fuentes de nuestro conocimiento sean tradicionales, condena el antitradicionalismo como fútil. Pero no se debe aducir este hecho para defender una actitud tradicionalista: toda parte de nuestro conocimiento tradicional (y hasta de nuestro conocimiento innato) es susceptible de examen crítico y puede ser abandonada. Sin embargo, sin la tradición el conocimiento sería imposible.

6. El conocimiento no puede partir de la nada —de una tabula rasa— ni tampoco de la observación. El avance del conocimiento consiste, principalmente, en la modificación del conocimiento anterior. Aunque a veces podemos avanzar gracias a una observación casual, por ejemplo en arqueología, la significación del descubrimiento habitualmente depende de su capacidad de modificar nuestras teorías anteriores.

7. Las epistemologías pesimistas y optimistas están igualmente equivocadas. La pesimista alegoría de la caverna, de Platón, es correcta, pero no lo es su optimista doctrina de la anamnesis (aunque debemos admitir que todos los hombres, como todos los animales, poseen conocimiento innato). Pero aunque el mundo de las apariencias sea, en realidad, un mundo de meras sombras reflejadas sobre las paredes de nuestra caverna, siempre llegamos más allá; y si bien la verdad se halla oculta en las profundidades, como decía Demócrito, también es cierto que podemos sondear las profundidades. No hay ningún criterio a nuestra disposición, y este hecho da apoyo al pesimismo. Pero sí poseemos criterios que, si tenemos suerte, pueden permitirnos reconocer el error y la falsedad. La claridad y la distinción no son criterios de verdad, pero la oscuridad y la confusión pueden indicar el error. Análogamente, la coherencia no basta para establecer la verdad, pero la incoherencia y la inconsistencia permiten establecer la falsedad. Y cuando se los reconoce, nuestros propios errores nos suministran las tenues lucecillas que nos ayudan a salir a tientas de las oscuridades de nuestra caverna.

8. Ni la observación ni la razón son autoridades. La intuición intelectual y la imaginación son muy importantes, pero no son confiables: pueden mostrarnos muy claramente las cosas y, sin embargo, conducirnos al error. Son indispensables como fuentes principales de nuestras teorías; pero la mayor parte de nuestras teorías son falsas, de todos modos. La función más importante de la observación y el razonamiento, y aun de la intuición y la imaginación, consiste en contribuir al examen crítico de esas audaces conjeturas que son los medios con los cuales sondeamos lo desconocido.

9. Aunque la claridad es valiosa en sí misma, no sucede lo mismo con la exactitud y la precisión: puede no valer la pena tratar de ser más preciso de lo que nuestro problema requiere. La precisión lingüística es un fantasma, así como los problemas relacionados con el significado o definición de las palabras carecen de importancia. Así pues, nuestro cuadro de ideas (véase más arriba), a pesar de su simetría, cuenta con un lado importante y uno carente de importancia: mientras el lado izquierdo (las palabras y sus significados) es irrelevante, el derecho (las teorías y los problemas relacionados con su veracidad) es de importancia extrema. Las palabras sólo son significativas en tanto que instrumentos para la formulación de teorías, por lo que deberían evitarse a cualquier precio los problemas verbales.

10. Toda solución de un problema plantea nuevos problemas sin resolver, y ello es tanto más así cuanto más profundo era el problema original y más audaz su solución. Cuanto más aprendamos acerca del mundo y cuando más profundo sea nuestro aprendizaje, tanto más consciente, específico y articulado será nuestro conocimiento de lo que no conocemos, nuestro conocimiento de nuestra ignorancia. Pues, en verdad, la fuente principal de nuestra ignorancia es el hecho de que nuestro conocimiento sólo puede ser finito, mientras que nuestra ignorancia es necesariamente infinita.

Podemos tener una idea de la vastedad de nuestra ignorancia cuando contemplamos la vastedad de los cielos; pues, aunque las dimensiones del universo no son la causa más profunda de nuestra ignorancia, son, con todo, una de sus causas. En un encantador pasaje de su Foundations of Mathematics, F. P. Ramsey escribió (p. 291): “En lo que, al parecer, difiero de algunos de mis amigos es en que atribuyo poca importancia al tamaño físico. No me siento en modo alguno humilde ante la vastedad de los cielos. Las estrellas serán grandes, pero no pueden pensar o amar, cualidades que me impresionan mucho más que el tamaño. No atribuyo ningún mérito al hecho de pesar 110 kilos”. Sospecho que los amigos de Ramsey habrían estado de acuerdo con él con respecto a la falta de importancia del mero tamaño físico; y sospecho que si ellos se sentían humildes ante la vastedad de los cielos era porque veían en ella un símbolo de su ignorancia.

Creo que vale la pena tratar de saber algo acerca del mundo. aunque al intentarlo sólo lleguemos a saber que no sabemos mucho. Tal estado de culta ignorancia podría sernos de ayuda para muchas de nuestras preocupaciones. Nos haría bien a todos recordar que, si bien diferimos bastante en las diversas pequeñeces que conocemos, en nuestra infinita ignorancia somos todos iguales.

XVII

Quiero plantear una última cuestión.

Si la buscamos, a menudo podremos hallar una idea verdadera, digna de ser conservada, en una teoría filosófica que debemos rechazar como falsa. ¿Podemos encontrar una idea de este género en alguna de las teorías que postulan la existencia de fuentes últimas del conocimiento?

Creo que podemos hallar tal idea. Sugiero que es una de las dos principales ideas que subyacen en la doctrina según la cual la fuente de todo nuestro conocimiento es sobrenatural. La primera de esas ideas es falsa, creo, pero la segunda es verdadera.

La primera, la idea falsa, es que debemos justificar nuestro conocimiento, o nuestras teorías, mediante razones positivas, es decir, mediante razones capaces de verificarlas, o al menos de hacerlas sumamente probables; en todo caso, mediante razones mejores que la simple razón de que hasta ahora han resistido la crítica. Esta idea implica, creo, que debemos apelar a alguna fuente última o autorizada de verdadero conocimiento, lo cual deja en suspenso el carácter de esa autoridad, sea humana —como la observación y la razón— o sobrehumana (y, por lo tanto, sobrenatural).

La segunda idea —cuya vital importancia ha sido destacada por Russell— es que ninguna autoridad humana puede establecer la verdad por decreto, que debemos someternos a la verdad y que la verdad está por encima de la autoridad humana.

Tomadas juntas esas dos ideas conducen casi inmediatamente a la conclusión de que las fuentes de las cuales deriva nuestro conocimiento deben ser sobrehumanas, conclusión que tiende a estimular la autosuficiencia y el uso de la fuerza contra los que se niegan a ver la verdad divina.

Algunos que rechazan, con razón, esta conclusión no rechazan, por desgracia, la primera idea, la creencia en la existencia de fuentes últimas del conocimiento. En cambio, rechazan la segunda idea, la tesis de que la verdad está por encima de toda autoridad humana, con lo cual hacen peligrar la idea de la objetividad del conocimiento y de los patrones comunes de la crítica y la racionalidad.

Sugiero que lo que debemos hacer es abandonar la idea de las fuentes últimas del conocimiento y admitir que todo conocimiento es humano; que está mezclado con nuestros errores, nuestros prejuicios, nuestros sueños y nuestras esperanzas; que todo lo que podemos hacer es buscar a tientas la verdad, aunque esté más allá de nuestro alcance. Podemos admitir que nuestro tanteo a menudo está inspirado, pero debemos precavernos contra la creencia, por profundamente arraigada que esté, de que nuestra inspiración supone alguna autoridad, divina o de cualquier otro tipo. Si admitimos que no hay autoridad alguna —en todo el ámbito de nuestro conocimiento y por lejos que pueda penetrar éste en lo desconocido— que se encuentre más allá de la crítica, entonces podemos conservar sin peligro la idea de que la verdad está por encima de toda autoridad humana. Y debemos conservarla, pues sin esta idea no puede haber patrones objetivos de la investigación, ni crítica de nuestras conjeturas, ni tanteos en lo desconocido, ni búsqueda del conocimiento.