Hay cinco hombres sentados a la mesa, y la mayoría de ellos quieren matarse unos a otros. Por eso las negociaciones son difíciles.
También hay otra mujer joven, pero no creo que ninguna de las dos esté pensando en asesinar a nadie. Karri parece abrumada por el hecho de estar dentro del palacio. Ha abierto como platos sus ojos marrones, y con los dedos delgados no deja de juguetear con la costura de sus faldas. Hace un mes, hablábamos entre susurros acerca de esta situación, compartíamos nuestras inquietudes e intentábamos ayudarnos mutuamente a sobrellevar todo lo que había ocurrido. Pero ahora se ha enamorado de uno de los líderes de los rebeldes, mientras que yo estoy con el hermano del rey. Ahora entre nosotras hay una barrera que me encoge el corazón, pero no sé cómo derribarla. En estos momentos, parece más gruesa que la muralla que rodea el Sector Real.
Es probable que Quint tampoco quiera matar a nadie. El intendente de palacio está sentado en el extremo opuesto, en teoría para apuntar todo lo que se diga en la reunión. Lleva la chaqueta abotonada solo hasta la mitad y un mechón de pelo rojizo le cae sobre la frente. Con una pluma, está escribiendo notas en una carpeta con tapas de cuero.
Lochlan, el líder de los rebeldes, está sentado a mi izquierda y cada pocos segundos lanza una mirada hacia Quint. Si de él dependiese, seguro que los mataría a todos. Ya lo ha intentado.
—¿Qué estás escribiendo? —dice Lochlan—. ¿Qué estás haciendo?
Quint termina lo que estuviese anotando y levanta la vista.
—Estoy aquí para documentar vuestras peticiones —responde con voz calma—. Y la respuesta resultante.
—Todavía no he hecho ninguna petición —gruñe Lochlan.
Quint no se acobarda con facilidad. Lo he visto mantener la compostura mientras algunas zonas del Sector Real ardían literalmente, así que una ligera agresión verbal apenas hace mella en él. También es uno de los hombres más considerados que he conocido y tiene un curioso talento para conseguir que la gente esté tranquila durante los momentos más difíciles.
Tras dejar la pluma sobre la mesa, le da la vuelta a la hoja para que resulte más visible.
—Estaba escribiendo los nombres de los aquí presentes —explica sin rastro alguno de condescendencia—, además de la fecha y el lugar de la reunión. Estaré encantado de preparar una copia para todos, si así lo desean.
Lochlan observa el papel y luego se concentra de nuevo en Quint. Aprieta la mandíbula.
—Solo está tomando nota —murmura Karri, y me lanza una mirada pesarosa. Le pone una mano a Lochlan en el antebrazo, pero él no se relaja.
Delante de Karri se encuentra Allisander Sallister, el cónsul de Prados de Flor de Luna. Debería estar en la cárcel o, mejor dicho, colgando de una soga, pero consiguió eludir una sentencia de muerte cuando afirmó que nadie sería capaz de gestionar la cosecha y la distribución de los pétalos de flor de luna con tanta eficiencia como exigía la tregua con los rebeldes. Lo peor de todo es que es probable que tenga razón. Es el único motivo por el cual está ahí sentado. Ocho semanas no es mucho tiempo para distribuir medicinas. Ya han hecho falta dos para que todos nos reuniéramos en la misma sala.
La expresión de Allisander es una mezcla entre aburrimiento y arrogancia. Suspira y saca un reloj de bolsillo de oro de debajo de la mesa para echarle un vistazo.
—¿Tienes prisa por ir a algún sitio, cónsul? —le pregunta Corrick, sentado en uno de los extremos de la mesa, justo a mi derecha. Habla con frialdad y lo mira con sus gélidos ojos azules. Es el príncipe Corrick que a mí antes me daba miedo. El que a mucha gente de Kandala le sigue dando miedo.
Si pudiese, prendería fuego al cónsul Sallister en este mismo instante.
El cónsul levanta la vista.
—Hay muchos sitios en los que preferiría estar. Bien podríais haber esperado para hacerme llamar hasta que estos ignorantes conocieran con todo detalle cuáles son las disposiciones típicas de una reunión.
A Lochlan se le eriza el vello y empieza a levantarse.
—¿Me estás insultando, pedazo de…?
—¿De verdad lo preguntas? —El cónsul Sallister se acaricia la barba—. Supongo que no debería sorprenderme.
—Basta —exclama el rey Harristan, y no sé si se dirige al cónsul Sallister, a Lochlan o a los guardias que se han apartado de la puerta para evitar que haya algún altercado. Pero el rey habla con voz grave, fría y sosegada. Es una orden serena de un hombre que está acostumbrado a provocar una obediencia inmediata. Sus ojos, de un azul más oscuro que los de su hermano, se dirigen hacia mí—. Tessa, puedes empezar.
—Vale —digo—. Claro. —Me paso las manos por las faldas para calmar los nervios, pero la seda resbaladiza no logra mitigar mi ansiedad. Seguro que he dejado huellas en la tela.
Ojalá me encontrase de vuelta en el dispensario, calculando dosis con los médicos de palacio. A los pesos, las medidas y los frascos les trae sin cuidado la diplomacia.
En realidad, si pudiera desear algo, desearía regresar a la Selva para escabullirme entre las sombras junto a Wes. Forzar cerrojos y robar medicinas tal vez fuera peligroso —e ilegal—, pero siempre tuve la sensación de que suponía un cambio.
Aquí, en el palacio, intentando convencer a todo el mundo para que colabore, tengo la sensación de que no hago más que liar las cosas. El rey Harristan y el príncipe Corrick hace tiempo que son considerados crueles y desalmados, y será complicado lograr que alguien de esta mesa esté de acuerdo en algo.
Allisander suspira y vuelve a contemplar el reloj. Harristan se aclara la garganta.
Corrick no me mira, pero agarra la pluma y garabatea unas cuantas palabras en su propio folio antes de dejar la pluma con gesto veloz. Su movimiento me llama la atención.
No pierdas los nervios.
Casi me sonrojo. Es algo que solía decirme cuando éramos forajidos, en los momentos en que corríamos peligro o cuando la enfermedad era casi insoportable. Esas palabras siempre me ayudaban.
Ahora también.
Asiento ligeramente y miro a las personas sentadas a la mesa.
—El cónsul Sallister ha prometido medicinas durante ocho semanas, pero más allá de eso…
—Deberían haber sido dos semanas —protesta el cónsul.
—Pues son ocho —insiste Harristan.
—Deberían haber sido dos. Cuando Corrick hizo esa absurda promesa, le dije que ocho era imposible. Antes de que ocurriera lo que ha ocurrido, dije que las lluvias habían provocado un problema con las provisiones…
—Dijiste que podría haber un problema con las provisiones —lo corrige Corrick.
—Y lo ha habido —prosigue Allisander—. Si no vais a hacer ningún pago por las ocho semanas de medicinas, no tengo suficiente presupuesto para retribuir a mis trabajadores, así que es normal que hayan decidido abandonar los campos.
—Es decir, ¿no habrá ocho semanas de medicinas? —pregunta Karri.
—Sí las habrá —asegura el rey con un dejo de rotundidad en la voz—. El cónsul Sallister lo prometió, hay testigos y está registrado. Si has dejado de pagar a tus agricultores, cónsul, ponte tú a cosechar los campos. Tessa, continúa.
Respiro hondo.
—He compartido mis descubrimientos con los médicos de palacio, y tenemos la impresión de que combinar la flor de luna con el aceite de semillas de rosa para crear un elixir que dure más podría permitir que las medicinas tuvieran mayor efecto en una menor cantidad.
—Y moriría más gente —dice el cónsul Sallister, como si no le importara en absoluto.
—A lo mejor podrías esperar en el presidio —le espeta Corrick—. Seguro que Quint estará encantado de prepararte una copia de las notas de la reunión.
—Tessa —tercia Harristan como si ninguno de los dos hubiera pronunciado palabra—. Continúa.
—Si ajustáramos las dosis de esta forma, las ocho semanas de medicinas podrían convertirse en doce…
—¿Está en lo cierto el cónsul? —pregunta Lochlan—. ¿Moriría más gente?
—No lo creo —respondo con sinceridad—. Cuando repartía medicinas en la Selva, dábamos una dosis parecida, y vimos que funcionaba.
—Eso es lo que dices tú. —Lochlan me fulmina con la mirada.
—¡Lo viste tú mismo! —No me afecta su mal genio—. Sabes que la gente confiaba en nosotros.
—La gente confiaba en ti. —Mira fijamente a Corrick—. Nadie confía en el justicia del rey cuando no lleva una máscara.
Espero que Corrick le conteste con aspereza, igual que a Allisander, pero se limita a sostenerle la mirada.
—Mi objetivo es cambiar esa opinión. —Hace una pausa—. En esto no es necesario que confíes en mí. No afirmo ser un boticario. Tessa tiene razón. Vi que su medicina funcionaba.
Lochlan no se mueve. Está claro que no confía en nadie.
La pluma de Quint rasga el papel, un verdadero estruendo en el silencio de la estancia. Me pregunto si solo escribe lo que se dice o si hay más. Quint se fija en todo. Supongo que está documentando cada mirada, cada cambio de postura.
—Yo confío en Tessa —murmura Karri.
Lochlan le lanza una mirada penetrante. En este momento, en sus ojos hay algo que se suaviza. Después de que instigara a una multitud que casi acaba matando a Corrick y, más tarde, condujera una revuelta violenta hacia el Sector Real, me cuesta encontrar algo en él que no sea desagradable. Pero siempre que mira a Karri de esa forma, noto un nudo en el corazón y recuerdo que sí que le importa. No solo le importa ella. Le importa todo el mundo.
Como a mí.
—Así que esa solución nos proporciona más tiempo —termina diciendo—. ¿Y luego? ¿Qué sucederá cuando hayan pasado las doce semanas?
—Si conseguimos demostrarles a los demás que en la Selva funciona una dosis inferior —digo—, podremos animar a más gente de los sectores a tomarse una dosis inferior. Así podremos distribuir más medicinas entre más gente.
—En resumidas cuentas, vas a probar tu medicina con gente que es demasiado pobre e ignorante —se queja Lochlan.
—¡No! Yo no he dicho…
—Sí —salta Allisander.
—Con él también la estamos probando —dice Corrick—. Pero todavía no lo sabe.
El cónsul inhala una buena bocanada de aire echando chispas por los ojos.
—¿Qué? —añade el príncipe—. ¿Creías que íbamos a engañar a la gente mientras en el palacio tomábamos una dosis completa?
—¡Es ridículo! —grita el cónsul Sallister—. Estáis… estáis comprando lotes de dosis completas y luego…
—Hacemos que duren más —resume el rey Harristan.
Karri sonríe. Mira hacia Lochlan.
—¿Lo ves? —dice, alegre—. Yo confío en Tessa.
Le devuelvo una sonrisa de agradecimiento.
Lochlan no sonríe.
—Yo no confío en ninguno de ellos. —Hace una pausa—. No puedo trasladarles esta información a los demás. No se van a fiar. Dadnos a nosotros la dosis completa. Probad vuestra medicina aquí.
—La confianza debe ser mutua —afirma Harristan.
—Todavía no habéis dicho qué pasará cuando hayan transcurrido las doce semanas —insiste Lochlan.
—Tenemos la esperanza de que la gente vea que una dosis menor nos permitirá mantener sanas a más personas, y luego estarán dispuestos a…
—¿No lo ves? —resopla Lochlan mirándome fijamente—. La mitad de los habitantes de este sector están sentados sobre pétalos de flor de luna, que llevan meses acumulando. Y ¿tenéis la esperanza de que utilicen menos en cuestión de unas semanas? ¿Por el simple hecho de que dices que funciona con la gente de la Selva? —Fulmina a Allisander con la mirada—. A ti no se te ve demasiado esperanzado.
—A mí no me importa lo que le pase a la gente de la Selva —responde el aludido—. Si queréis más medicinas de las que me obligáis a proporcionar, compradlas. —Contempla el brazo izquierdo del rebelde, que sigue partido y vendado del día que Corrick se lo rompió en la cárcel—. Ah, supongo que ya no puedes volver a trabajar en una forja, ¿verdad? Por eso necesitas suplicar. Con la excusa de ayudar…
Lochlan se abalanza hacia delante.
O cuando menos lo intenta. Dos de los guardias lo sujetan antes de que pueda ponerle una mano encima al cónsul, pero no antes de que vuelque dos vasos que lanzan sendos regueros de agua sobre la madera pulida de la mesa. Agraviado, Allisander arquea una ceja y se echa un poco atrás con la silla, pero más allá de eso no hace nada para poner fin al altercado. Un asistente se acerca desde la pared con un paño en las manos.
Los guardias retienen a Lochlan, quien no deja de maldecir. Deben de haberle retorcido el brazo herido, porque de pronto suelta un jadeo y se le perla la frente por el sudor.
—Haz algo —le susurro a Corrick.
—¿Colgarlos a los dos? —Sus ojos azules se clavan en los míos.
—Corrick —murmuro. No sé a ciencia cierta si está bromeando.
—Los dos son culpables —dice en alto para que lo oigan todos los presentes—. Nunca llegaremos a un acuerdo si no dejáis de atacaros mutuamente.
—Vale —gruñe Lochlan—. Soltadme.
Karri se ha levantado de la silla y lanza una mirada a Lochlan y luego a mí. Los guardias observan al rey.
—Soltadlo —dice Harristan—. A partir de ahora, guardarás silencio, cónsul. Si no hablas de buena fe, no hablarás.
—Hablo de buena fe, majestad. —Las palabras de Allisander están teñidas de desprecio—. Podéis prohibirme la entrada a las reuniones, reducir mis dosis y decidir todas las disposiciones que queráis, pero en esto el rebelde y yo estamos de acuerdo. Los sectores no aceptarán una hipótesis que habéis probado en quienes no tienen nada que perder. En quienes no dudarán en mentir si eso significa recibir más donativos. No solo debéis ganaros la confianza de los rebeldes.
Corrick y Harristan intercambian una mirada. Quint no deja de escribir en ningún momento.
—La gente no mentirá —asegura Karri con cierto ardor en la voz.
—Vosotros estabais dispuestos a prenderle fuego a todo el sector. —Allisander la contempla con desprecio—. Dudo de que la mentira no sea una de vuestras habilidades.
Aunque odio al cónsul Sallister, no está del todo equivocado. No se trata solo de lograr que los rebeldes confíen en Harristan, en Corrick y…, en fin, en mí. Todos deben confiar en nosotros.
Lochlan se alisa la ropa y se desploma en una silla.
—Nadie está mintiendo. Nosotros también hemos venido aquí de buena fe, ¿queda claro?
—Porque escapaste por los pelos de ser ejecutado —bufa Allisander.
—Igual que tú —le espeta Lochlan.
—Ya basta —los interrumpe Harristan con una pizca de rabia en la voz. Respira hondo y luego se aclara la garganta. Dos veces.
Veo que Corrick presta toda su atención a su hermano. El rey lleva semanas ocultando su tos. Al principio, pensé que era porque necesitaba más medicina que los demás a consecuencia de una enfermedad de cuando era pequeño. Allisander admitió que engañó al palacio con envíos de pétalos de flor de luna fraudulentos, pero ese problema se solucionó hace semanas. Debería habérsele marchado la tos.
Pero no.
Quint deja de escribir. Levanta la vista, analiza la situación a toda prisa y anuncia:
—Finn, creo que a todos nos irían bien unos refrigerios.
Un criado se aleja de la pared, y la tos del rey queda tapada por el repentino traqueteo de la porcelana y la plata.
Corrick sigue contemplando a su hermano. Un destello de preocupación le atraviesa la cara, casi demasiado veloz como para reparar en él.
Agarro mi propia pluma y trazo un círculo sobre las palabras que me ha escrito antes:
Me mira a los ojos y asiente brevemente, pero la inquietud no le abandona la mirada. Ojalá pudiera ponerle una mano sobre la suya o susurrarle palabras de consuelo, pero no serviría de nada. Todo es muy incierto. No quiero debilitarlo.
Finn dispone una taza de té delante de todos los presentes en la mesa, además de una bandejita con elaboradas pastas bañadas de chocolate, un trozo de manzana junto a un tarrito de miel y fresas cortadas en rodajas espolvoreadas con azúcar rosa.
Karri observa el plato con los ojos muy abiertos. Recuerdo haber hecho lo mismo.
Lochlan lo contempla crispado.
Allisander está aburrido.
El rey ha bebido un sorbo de té, y por lo visto le ha calmado la tos. Ojalá no la ocultara. No quiere que lo vean débil, de acuerdo, pero creo que lo contrario sería más auténtico: lo acercaría al pueblo si la gente viese que es tan vulnerable como cualquiera.
Aunque entiendo por qué no quiere que lo sepan, claro. Los padres de Harristan y Corrick fueron asesinados delante de ellos, así que comprendo sus preocupaciones.
A los míos también los asesinaron.
Karri parece tener miedo a tocar la comida, así que le lanzo una sonrisa, agarro mi trozo de manzana y lo hundo en la miel.
—Las manzanas son lo mejor —le digo.
Me devuelve la sonrisa antes de dar cuenta de su propia comida.
Lochlan duda, pero quizá el atractivo de un plato tan decadente resulte irresistible, porque termina haciendo lo mismo. No es una concesión, pero se le parece.
En el pasillo se oyen voces, pero las puertas están cerradas y no captamos las palabras. Aun así, es infrecuente que alguien alce la voz cerca de una estancia que esté ocupada por el rey. Además de los guardias que hay en el salón, hay otra docena al otro lado de la puerta. Quizá más.
Harristan observa a Corrick, que mira hacia uno de los guardias y luego hacia Quint; es una extraña comunicación en silencio que siempre parece llevarse a cabo en el espacio de tiempo que separa un par de latidos.
Quint deja a un lado la pluma y se levanta de la mesa.
—Vuelvo dentro de unos instantes. —Uno de los guardias se reúne con él junto a la puerta.
—¿Qué está pasando? —me susurra Karri.
No quiero alarmarme, pero se me acelera el corazón. Estuve en el palacio la primera vez que los rebeldes lo bombardearon.
—No… no lo…
—Asuntos de palacio. —Corrick me pone una mano sobre la mía—. Nada preocupante —dice con tranquilidad.
A pesar de sus palabras, en su mano noto tensión.
Ahora ya nadie está comiendo. Incluso el cónsul Sallister está inquieto.
Por suerte, Quint regresa al cabo de menos de un minuto. Se inclina para susurrarle algo al oído al rey. Harristan está muy bien entrenado en la política de la corte, así que su expresión no revela nada, pero vuelve a mirar a Corrick a los ojos.
—Por lo visto, debemos posponer la reunión —anuncia Quint—. Hay un asunto que requiere la atención del rey.
—¿Qué asunto? —quiere saber Lochlan.
—Me temo que no estoy en disposición de…
—Hemos tardado dos semanas en concertar esta reunión. No me engañaréis a esperar más. —Mira a los congregados—. Sobre todo porque estoy seguro de que todos los demás presentes van a oír eso que es tan importante.
Quint toma aire, pero Harristan levanta una mano.
—Tienes razón. No solo los presentes en esta estancia. Si el barco ha atracado hace varias horas, es probable que los rumores ya se hayan extendido por el Sector Real.
—¿Barco? —pregunta Corrick—. ¿Qué barco?
—Un emisario que ha llegado desde Ostriario.
Giro la cabeza hacia Corrick. Ostriario es el país que se encuentra al noroeste de Kandala, al otro lado de un río ancho y peligroso. Debido a la dificultad para viajar y a la gravedad de las fiebres, nunca ha habido ningún tipo de acuerdo comercial entre los dos países. Hace semanas, le pregunté a Corrick si había alguna posibilidad de que Ostriario pudiera proporcionarnos medicinas, y me dijo que sería casi imposible descubrirlo. Como mínimo, sería caro intentarlo siquiera.
Me mira brevemente, y sé que está acordándose de nuestra conversación.
—¿Ostriario ha enviado a un emisario?
—No del todo —contesta Quint.
—Ellos no han enviado a un emisario. —Harristan se pasa una mano por la nuca, la primera señal de tensión que noto en él—. Al parecer, hace seis años nosotros enviamos a uno.