CAPÍTULO UNO
El forajido

Cuando era joven, las noches de verano que pasaba en la Selva siempre me olieron a aventura. A ramas de pino. Al dulzor empalagoso de la madreselva. Alguien siempre encendía una hoguera, y nos pasábamos cerveza unos a otros. El ambiente hervía de conversaciones animadas, de canciones obscenas de borrachos o de las maldiciones de los hombres cuando perdían monedas en una apuesta.

Hoy en día, las noches de verano traen consigo el hedor subyacente a cuerpos en descomposición. La mayoría de las hogueras son piras funerarias. Casi nunca se oyen canciones.

La gente sigue bebiendo igualmente. Quizá más que antes.

Se ha prometido distribuir pétalos extra de flor de luna, pero el goteo está siendo lentísimo. Ya nadie se fía de la gente de palacio. Pocas personas confían en los cónsules. Incluso los rebeldes que en teoría negociaban para tener mejor acceso a las medicinas han empezado a sospechar.

Los rumores, y hay muchísimos, son indignantes.

Cuando vengo a la Selva, agacho la cabeza y hago lo que puedo.

A estas horas de la noche, los caminos serpenteantes del bosque están vacíos, pero me aferro a la oscuridad como si fuera un fantasma. No quiero que me sorprenda una patrulla nocturna. Me pesa la riñonera que llevo en la cintura con mis propias monedas de cobre, pero me he puesto una máscara roja sobre los ojos y me he calado un sombrero sobre la frente. Vestido así, y a estas horas, me detendrían. O, peor aún, me encerrarían en el presidio a la espera de ser interrogado. Y eso es lo último que me interesa.

Me salgo del camino y extraigo unas cuantas monedas de la riñonera. La primera casa es más pequeña que las demás; es probable que solo contenga una habitación, pero detrás veo un gallinero y una jaula para conejos. Nunca he visto quién vive aquí, pero los animales están bien cuidados. Pretendo dejar unas cuantas monedas en el tonel del grano, pero entonces veo un paquetito envuelto en muselina junto a un mensaje mal escrito en el polvo.

GRASIAS.

Al desenvolver la tela, descubro un par de galletitas blandas que huelen a queso y a ajo.

No es el primer regalo que encuentro, pero cada vez que recibo uno me da un vuelco el estómago. Quiero dejarlo porque no necesito regalos. No lo hago para recibir nada a cambio.

Pero ese regalo significa algo para la persona que lo ha dejado. No quiero ser un maleducado.

Envuelvo de nuevo las galletitas con la tela y me guardo el paquete en la mochila. Después de dejar unas cuantas monedas sobre el tonel, me marcho.

En la casa siguiente viven varios niños, incluido un recién nacido. A veces lo oigo lloriquear en medio de la noche, y avanzo con paso liviano para que nadie repare en mí. Meto monedas en los bolsillos de la ropa que han puesto a secar en un cordel. En la casa siguiente, dejo monedas delante de la puerta. En otra, las monedas las coloco sobre el alféizar de la ventana.

En la quinta casa, dejo monedas cerca de un hacha que está clavada en un tocón, y entonces una silueta emerge entre las sombras.

—¡Ajá! —susurra una voz—. Te he atrapado.

Me llevo tal sobresalto que las monedas caen sobre la hierba. Agarro el mango del hacha y me doy la vuelta.

No sé qué haré si se trata de la patrulla nocturna. Un hacha no servirá de gran cosa contra un arco. En teoría, no deben disparar nada más divisar a alguien, pero he oído suficientes historias de rebeldes y forajidos acerca de la violencia de los guardias como para saber que lo que en teoría no deben hacer no siempre termina siendo lo que hacen.

De todos modos, me mantengo firme con el hacha preparada.

—¡Ostras! —La silueta retrocede con las manos en alto.

No es la patrulla nocturna. Es… es una chica. Muy alta, casi tanto como yo, lo cual me lleva a pensar que es mayor, pero sus rasgos siguen luciendo la blandura de la infancia y sus extremidades son delgadas y gráciles. Lleva un pálido camisón que deja al descubierto sus brazos, y cuyo dobladillo se arrastra por la hierba. Su cabellera rubia está recogida en una descuidada trenza que le llega por debajo de la cintura.

—No quiero problemas —le digo.

—Tienes un hacha. —Habla con voz baja, pero no parece asustada—. Conmigo no conseguirás nada.

Dejo de sujetar la empuñadura con tanta fuerza y permito que el filo del hacha caiga al suelo.

—Pues regresa al lugar del que vienes, y me marcharé.

Ahora que ya no blando un arma, baja las manos, pero no aparta la vista. Me mira con los ojos entornados antes de contemplar la oscuridad que se alza tras de mí.

—Estás solo.

—Sí.

—Cuando empezaron a aparecer las monedas, mi primo creía que Weston y Tessa habían vuelto a hacer sus rondas. Tú no eres Wes, ¿verdad?

—No. —Contemplo las sombras y me pregunto si hay alguien más escondido entre los árboles. No ha dejado de martillearme el corazón desde que la muchacha ha aparecido de la nada.

—Bueno —prosigue en voz baja—, aunque se rumorea que Weston Lark en realidad era el hermano del rey, el príncipe Corrick.

—He oído esos rumores.

—Uno de los rebeldes lo atrapó —continúa—. En Artis, creo. Iba vestido como un forajido. Con máscara y tal. El ejército del rey tuvo que ir a rescatarlo.

Esa historia se rumorea por todas partes. Miro hacia el cielo, que no ha empezado a aclararse, pero no falta demasiado. Pronto será de día y tengo que volver. Dudo, medito y, acto seguido, clavo el hacha en el tocón. El ruido retumba en el bosque, y pongo una mueca. A la chica le arden los ojos y respira hondo, pero deposito varias monedas en el tronco y me giro para irme.

Con los hombros encorvados, me preparo para que ella haga sonar la alarma, pero me olvido de que en la Selva se tienden a cuidar unos a otros. Al final, echa a trotar por la hierba para caminar a mi lado.

—Si no eres Weston Lark —dice—, ¿cómo te llamas?

—No es importante.

—Pero llevas una máscara roja —parlotea, despreocupada. Yo pensaba que tendría catorce o quince años, pero ahora creo que es todavía más joven—. Con la máscara roja pareces un zorro. He oído decir que la máscara de Weston era negra.

—Vete a casa.

No funciona.

—Hay quien piensa que tus monedas son una trampa —dice andando junto a mí—. Mi tío dice que…

—¡Una trampa! —Me giro para lanzarle una mirada—. ¿Cómo iban a ser una trampa unas monedas dejadas en medio de la noche?

—Es que algunos rumores aseguran que el príncipe Corrick fingía ser Weston Lark para así poder engañar a la gente y que le confesaran los nombres de los contrabandistas. —Abre los ojos como platos, ingenua—. Y así poder ejecutarlos.

—Me parece demasiado esfuerzo siendo un hombre que puede ejecutar a quien quiera —resoplo, y sigo caminando.

—Entonces, ¿no crees que sea cierto?

—Me cuesta muchísimo imaginarme al hermano del rey disfrazándose de forajido en secreto para atrapar a contrabandistas.

—A ver, lo llaman Corrick el Cruel por algo. ¿O piensas que es el rey el que…? ¡Ay! —Tropieza y me agarra del brazo para no perder el equilibrio mientras da saltos con una pierna.

Está haciendo tanto ruido que una parte de mí desea zafarse y dejarla allí. Pero tengo corazón. Me trago un suspiro y bajo la mirada.

Va descalza y levanta un pie. Un reguero de sangre resplandece sobre la pálida piel de su talón, oscurecida por la luz de la luna.

—¿Es grave? —pregunta, y percibo un leve temblor en su voz.

—No lo sé. Siéntate.

Me obedece y se pone una pierna encima de la rodilla opuesta. La sangre gotea hasta la hierba. Algo brilla en la herida, una piedra afilada o bien un trozo de acero.

—Mi madre me va a matar. —Tuerce los labios.

—Haces tanto ruido que es posible que la patrulla nocturna se le adelante. —Dejo mi mochila en el suelo y me arrodillo para examinar su herida—. Deberías haberte ido a casa.

—Quería saber quién eres. Mi primo no se va a creer que te he atrapado.

—Es que no me has atrapado. No te muevas. —Extraigo las galletitas envueltas en muselina de la mochila y despliego la tela. Le tiendo la comida—. Toma.

Frunce el ceño, pero acepta las galletas. Me dispongo a retirarle lo que se ha clavado, pero luego me lo pienso mejor. Le lanzo una mirada serena.

—Puede que te haga daño. Tienes que estar quieta.

Aprieta los dientes y asiente fervientemente.

Rodeo el objeto con los dedos y lo saco. La chica gimotea y casi aparta el pie de mí, pero se lo aferro y la fulmino con la mirada. Ella se queda sin aliento, está paralizada.

Ahora la sangre ya le recorre el pie, pero aprieto la herida con un trozo de muselina y, a continuación, le vendo el pie a toda prisa. Rasgo el extremo de la tela para poder hacer un nudo.

La muchacha parpadea para contener las lágrimas y consigue no verter ninguna.

—¿Qué ha sido? ¿Una piedra?

—No. —Niego con la cabeza—. La punta de una flecha.

—¿De la patrulla nocturna?

—De alguien que lleva zapatos, más bien. —Me encojo de hombros.

—¿Eso qué ha sido?, ¿una broma?

—Tendrás que lavarte la herida cuando vuelvas a casa —le indico. Me pongo en pie y luego me cuelgo la mochila al hombro. Me tocará encontrar una nueva ruta. No necesito que la gente se quede sentada en la oscuridad, esperándome; ni siquiera una chica que apenas ha dejado de ser una niña pequeña—. Cuídate ese pie —digo—. Me tengo que ir.

—Pero ¡sigo sin saber cómo te llamas! —Se levanta deprisa y cojea sobre el pie herido.

—Llámame como quieras. No volveré a pasar por aquí.

—¡No! —protesta—. Espera. Por favor. Ha sido culpa mía. Tú no… —Se le rompe la voz como si fuera a echarse a llorar—. No sabes cuánto necesitamos…

Me giro y le tapo la boca con una mano.

—¿De verdad quieres llamar la atención de la patrulla nocturna o qué?

Niega con la cabeza aprisa, avergonzada.

—Pero tu comida… —murmura tendiéndome las galletas que le he dado.

«No sabes cuánto necesitamos…».

Sí que sé cuánto necesitan. Los forajidos Wes y Tessa antes proveían a esta gente. He oído tantas historias al respecto que me da vueltas la cabeza. No voy a compensar su desaparición dejando unas cuantas monedas por aquí y otras por allí. No estoy seguro del todo de por qué lo sigo intentando.

—Quédate las galletas. —Bajo el brazo y meto una mano en la riñonera para sacar más monedas—. Y quédate callada. —Se las ofrezco.

Se queda mirando las monedas de mi palma antes de asentir y aceptarlas.

Una campana de alarma empieza a sonar en el Sector Real, y la muchacha da un brinco. Suspiro.

—Vete a casa.

—¿Volverás? —me pregunta.

—Siempre y cuando la próxima vez no haya nadie esperándome en las sombras. —La miro con expresión seria.

—Te lo prometo. —Me sonríe, un gesto que le ilumina la cara.

—¿Cómo te llamas tú?

—Violet.

—Ten cuidado con el pie, Violet.

—Gracias, Zorro —asiente.

Su comentario me hace sonreír. Me toco el ala del sombrero en su dirección y corro hacia la oscuridad.