Hago llamar a Harristan. Si las afirmaciones del capitán Blakemore van a transformarse en conversaciones acerca de espías secretos enviados por mi padre, me da la sensación de que el rey debería estar presente.
Cuando aparece mi hermano, va seguido de sus guardias personales, además de dos criados que llevan un pesado baúl de madera con un enorme candado, encima del cual hay una larga tela plegada —de un tono púrpura azulado un tanto descolorido— y varias libretas finas con tapas de cuero.
Rian y su teniente se levantan de inmediato y le hacen una reverencia a Harristan con el mismo respeto real con que me han saludado a mí. Los criados lo dejan todo sobre la mesa, y me sorprende que el baúl pese poco. Las libretitas están junto a mí, y veo que la tela no es sino una bandera kandaliana con los extremos raídos. Todo huele a mar, con trazos de agua marina y algo ligeramente agrio.
La expresión de Harristan es fría e impenetrable; al cabo de unos instantes de tensión, Quint se presta a llenar el silencio.
—Majestad —dice—, permita que le presente al capitán Rian Blakemore y a su oficial, la teniente Gwyn Tagas.
La última sílaba apenas acaba de salir de su boca cuando Harristan interviene:
—No eres un emisario, capitán Blakemore.
No tengo ni idea de cómo lo sabe, pero Harristan nunca da puntada sin hilo. Lanza puñales por los aires y espera a ver si los demás los atrapan o si terminan perforados.
—Ah. —Rian no se inmuta—. Sí. Me alegra saber que todos estamos puestos al día.
—Pero les has dicho a los agentes de los muelles de Artis que lo eras. Y así te has asegurado la entrada en el palacio.
—Como la misión de mi padre fue un tanto secreta, no me ha parecido prudente presentarme a los agentes de los muelles como un espía, majestad. —Hace una pausa—. He corregido el malentendido con el príncipe Corrick de inmediato.
—¿De verdad te ha parecido que ha sido de inmediato? —digo.
—Sí. Y encontrarán las pruebas en el primer cuaderno de bitácora.
Me inclino hacia delante y levanto la tapa de una de las libretas. El cuero es suave y está desgastado, y la primera página está llena de una letra muy elegante que no reconozco.
Debajo de la tapa veo también un grueso pergamino plegado, y lo agarro. En cuanto lo toco con los dedos, me doy cuenta de que todos los presentes están atentos a mí, sobre todo mi hermano.
—Léelo —me indica, y por su tono sé que él ya ha adivinado su contenido.
Desdoblo el pergamino con cuidado. Los bordes son muy delicados, y hay una oscura mancha en el margen inferior. Antes incluso de que empiece a leer las palabras que ocupan la página, mis ojos se quedan clavados en la firma y en el sello de la corte. Pertenecen a mi padre, así como las iniciales minúsculas que solía imprimir dentro de la curva de la «S» para evitar falsificaciones. Lo he observado en cientos de documentos distintos que han llegado a mis manos con los años, y mi corazón da un brinco. La fecha del margen superior data de hace seis años.
Con esta presente, informo de que el capitán Jarvell Blakemore es un agente del reino de Kandala que trabaja al servicio de su majestad, Lucas Ramsay Southwell, el rey de Kandala, y que procede con la total autoridad que le confiere la corona. Quienquiera que entregue esta carta a nombre del capitán Blakemore junto al sello del anillo real debe saber que actúa por la gracia de su majestad, el rey de Kandala, con todos los derechos y la autoridad que concede la corona.
Debajo de la firma de mi padre se encuentra el sello real de cera azul oscura, que solo tenemos Harristan y yo, además de un sello separado de un morado claro que está un tanto agrietado, pero que sigue siendo legible.
Levanto la vista y tomo aire para preguntar por la ubicación del anillo.
Pero Rian ya ha extendido la mano izquierda, en cuyo dedo índice brilla un anillo de oro con el mismo sello del pergamino.
Vaya, vaya.
No es prueba de nada, no del todo, pero se le acerca. Una carta que da fe de la autorización de la corona tiene muchísimo poder. Que yo sepa, Harristan nunca se la ha concedido a nadie. Como soy su hermano, yo no la necesito. Y, hasta ahora, la única persona que había recibido tales poderes por parte de mi padre fue Micah Clarke, el antiguo justicia del rey. Lo mataron junto a mis padres.
Sujeto la bandera que cubre el baúl y la desdoblo ligeramente. Los extremos están deshilachados y los azules y púrpuras hace tiempo que se decoloraron. Los ojales metálicos se han oxidado y, cuando paso una mano por las costuras, noto los efectos de haber estado expuesta al aire del océano.
—No hemos establecido una relación con Ostriario —digo—. ¿Por qué el viaje de tu padre era un secreto?
Rian duda, y percibo que esa vacilación es muy importante. Sus ojos pasan de mí a Harristan y de vuelta a mí, como si estuviera midiendo nuestras reacciones.
—No han establecido una relación con Ostriario ahora, alteza. Pero antes sí.
—No recuerdo que nos hayamos comunicado nunca con Ostriario —dice Harristan con tono firme.
Rian levanta las manos, pero sus ojos resultan igual de firmes.
—Como ya he dicho, quizá estemos en un punto muerto. Solo dispongo de mis cuadernos de bitácora y de mi tripulación. —A su lado, la teniente Tagas guarda silencio, con rostro serio y determinación.
Todos estamos siendo educados y cordiales, pero hay algo que me recuerda a un callejón sin salida. No sé si es por nuestro lado o por el suyo.
—Deben contarnos muchas cosas —dice Quint—. A lo mejor ahora sería un buen momento para servir el té. Estoy convencido de que nuestros invitados agradecerían un refrigerio.
Miro hacia mi hermano. Antes estaba nervioso; me pregunto si lo sigue estando o si la carta de Padre le ha dado un poco más de confianza. Una parte de mí quiere separar a Rian de su teniente para ver qué nos diría la mujer si no estuviese él en la estancia.
Es la misma parte de mí que arrancaba respuestas a los ladrones y a los rebeldes por la fuerza.
«Nadie confía en el justicia del rey cuando no lleva una máscara».
Le prometí a Tessa que mi comportamiento sería mejor. Le dije a Lochlan que era mi intención cambiar la opinión que tienen todos de mí.
Me muerdo la lengua. Me cuesta más de lo que probablemente debería.
—Sí —dice al fin Harristan. Señala la mesa con una mano—. Sentaos.
Nos sentamos. Mientras sirven la comida, Rian se inclina para murmurarle algo a la teniente Tagas, y esta asiente. El chasquido de platos y cubiertos es lo bastante fuerte como para que no pueda entender sus palabras, y seguro que lo han hecho a propósito.
—¿Hay algún problema? —me intereso.
Los criados han dispuesto una docena de cubiertos delante de cada uno, y sé por Tessa que las normas de la etiqueta del palacio pueden llegar a ser un oscuro laberinto para los recién llegados. Sin embargo, Rian selecciona el tenedor adecuado y lo sujeta con los dedos mientras espera a que el rey pruebe bocado primero.
—No, alteza.
—Pues cuéntanos qué comentabais.
—Gwyn está preocupada por el resto de nuestra tripulación —responde—. ¿Se les ha permitido permanecer en el barco?
Habla con voz tranquila, sin tensión, pero es la segunda vez que menciona a su tripulación. De nuevo, no sé si la tensión cae de nuestro bando o del suyo.
—Sí —dice Harristan—. He enviado a varios guardias al puerto para que se aseguren de que los dejan tranquilos. —No toca la comida, pero bebe un sorbo de té.
—Y para que no puedan marcharse —añade Rian.
Es otro dardo del capitán, pero Harristan no muerde el anzuelo.
—Sí.
—Todavía no nos habéis ofrecido demasiadas explicaciones —le digo a Rian—. Me temo que nuestras definiciones de la expresión «de inmediato» son bastante diferentes.
Sonríe, aunque es un gesto un tanto forzado, y a continuación pincha con el tenedor un pedazo de cerdo asado envuelto de jengibre y una loncha de queso.
—Estoy decidiendo por dónde empezar. No estaba preparado para darle una clase al rey de Kandala acerca de la historia de su propio país.
Harristan deja la taza sobre la mesa y pasa un dedo por el borde.
—En ese caso, tenemos algo en común. Yo no he venido a recibir ninguna clase. Dices que antes teníamos relaciones con Ostriario. —Sus ojos se clavan en la compañera de Rian—. Quizá una representante del mismo país puede hablar por sus conciudadanos. ¿Es cierto, teniente?
—Majestad —dice, y ahora que ya no reprende a su capitán con murmullos, detecto cierto acento en su voz—. Tengo entendido que Ostriario antes tenía un acuerdo comercial con Kandala que se echó a perder.
—¿Cuándo? —pregunta mi hermano—. No ha sido desde que yo estoy vivo.
—De hecho —tercia Rian—, creo que…
—Se lo he preguntado a la teniente. —Harristan levanta una mano.
A pesar de que ha guardado silencio durante tanto tiempo, a la mujer no la afecta la interrupción del rey. Mira fijamente a Harristan.
—Antes de que la embarcación del capitán Blakemore atracara en Ostriario hace seis años, no habíamos recibido ningún navío procedente de Kandala en casi treinta años —explica—. Yo era una niña pequeña. Todavía me acuerdo del último barco. —Tiende una mano y da un golpecito a la bandera raída—. Recuerdo los colores que ondeaban en su vela mayor.
De eso hace por lo menos treinta y seis años. Intento hacer los cálculos mentalmente. Por aquel entonces, mi abuelo era el rey. En el otro lado de la mesa, Quint está escribiendo notas. Irá en busca de registros náuticos en cuanto hayamos terminado, no me cabe ninguna duda. Artis está cerca, así que los recibiremos pronto, pero si los barcos zarparon de alguno de los otros dos puertos, será cuestión de unos pocos días.
Aun así, treinta y seis años no es tanto tiempo. Yo casi he cumplido veinte, por lo que creo que me acordaría de haber oído historias de barcos que cruzaron el río. Seguro que habría marineros que las recordarían.
Pero entonces reparo en el anillo que lleva Rian en el dedo. En la carta cuya existencia desconocíamos.
Quizá no. Quizá ese barco de hace treinta y seis años también se marchó de forma clandestina.
—¿Qué le ocurrió a esa embarcación? —pregunta Harristan.
La teniente Tagas duda.
—Le prendieron fuego —contesta Rian, y detecto cierto pesar en su voz—. Murió toda la tripulación.
Al oírlo, Quint levanta la vista de las notas.
—Hubo algunas desavenencias —dice la teniente Tagas—. Entre nuestro reino y el suyo. Como ya he dicho, yo era pequeña. Mi madre era contramaestre de un barco mercante. No estábamos al corriente de todos los rumores que corrían por la corte, pero recuerdo que ese barco se adentró en nuestras aguas y nuestra flota naval fue a encararlo al instante. Dispararon flechas llameantes hacia las velas. El fuego cayó cual lluvia sobre los marineros. Todo aquel que se lanzó al agua recibió un disparo de flecha.
Habla en voz baja y, como Rian, con pesar. Harristan la mira a los ojos.
—¿Por qué?
—Mi madre me dijo que hubo un escándalo que involucró a nuestro rey y al de Kandala. Pero en los muelles se comentaba que se había truncado un acuerdo comercial.
—Un acuerdo comercial —repite Harristan—. ¿Para comerciar con qué?
La mujer toma aire, pero Rian levanta una mano. Es un leve gesto, casi tan solo ha levantado los dedos, pero la teniente se interrumpe.
Rian observa a Harristan y luego a mí.
—Me temo que en esta estancia no hay suficiente privacidad.
—Quint —lo llama Harristan tras barrer la mesa con la mirada—. Despeja la sala.
Todos los criados se marchan sin que se lo exijan. La mayoría de los guardias también, pero cuatro de los guardias personales de Harristan se quedan. Rocco y Thorin están junto a la pared tras la mesa, cerca de mi hermano y de mí, mientras que Kilbourne y Grier permanecen al lado de nuestros invitados.
Quint cierra la puerta tras de sí al marcharse. Se enterará de todo por mí dentro de una hora si no se lo cuenta el mismo rey. En el palacio no sucede nada que Quint no sepa.
La estancia se queda de nuevo en silencio cuando se cierra la puerta.
—¿Confía en sus guardias, majestad? —Rian no aparta la mirada de Harristan.
—Sí.
—Y ¿confía en su hermano?
—Sí —dice Harristan, pero la pregunta me provoca un cosquilleo. Tardo unos instantes en descubrir por qué.
Recuerdo el momento en que estuve en el presidio con Allisander, cuando me encerraron en una celda después de que me atraparan siendo Weston, el forajido. Allisander me estaba amenazando y soltando de todo para sacarme de mis casillas, pero al final metió el dedo en la llaga y en mi relación con Harristan. Siempre he pensado que mi hermano y yo nos llevábamos muy bien, pero hubo algo que dijo el cónsul a lo que pasé semanas dando vueltas.
«Te ha dejado en la cárcel durante un día entero».
Harristan se aclara la garganta, y lo he oído hacerlo suficientes veces como para saber que quiere disimular un ataque de tos. Parpadeo y me concentro en el asunto que nos ocupa.
—Explica el objetivo del acuerdo comercial —digo.
—Primero debo hablarles del reino de Ostriario —responde Rian—. La mayoría de los mapas de Kandala muestran que la zona oriental de Ostriario abarca casi doscientos kilómetros de pantanos que desembocan en una vegetación muy densa. Y estoy seguro de que el Río Llameante sigue considerándose difícil de cruzar. —Arquea las cejas.
—Sí —asiente Harristan—. Pero no lo habéis cruzado. No si habéis atracado en Artis.
—No —concede Rian—. Si uno navega dejando atrás el punto más al sur, puede acercarse a Ostriario desde el oeste.
—El punto más al sur no está habitado —dice Harristan—. Tenemos registros de barcos que intentaron ir por esa ruta. Desde el sur, la costa oeste es una alargada lengua de arena que ocupa cientos de kilómetros. El punto más al norte está formado por acantilados. He leído decenas de cuadernos de bitácora que aseguran que hay una corriente insalvable o una niebla muy densa que parece interminable. Incluso a los marineros que la consiguieron atravesar les resultó imposible atracar.
—Voy a poner a prueba su definición de «imposible», majestad, porque me apuesto a que los marineros de Kandala están sobre todo acostumbrados al mar que se extiende desde Artis hasta los puertos de Solar y Tierras del Tratante, y hasta un niño sería capaz de navegar por allí.
—Disculpa a nuestros marineros inferiores —le espeto—. Así que navegaste hasta el punto más al norte y encontraste… ¿qué?, ¿más arena?
—No. Una cadena de seis islas. Tres están separadas por poco más de un kilómetro de agua en algunos puntos y están conectadas con puentes. Un puente más grande termina en tierra firme, pero no solo uno.
—No tenemos registros sobre islas, capitán Blakemore. —Harristan suspira.
—He pasado seis años en Ostriario, majestad. Yo mismo he recorrido esos puentes. —Extiende un brazo y da un golpecito al cuaderno de bitácora de su padre—. Puede leer las anotaciones de mi padre sobre el territorio.
—El clima que crea la niebla marina ha hecho que nuestro reino esté bastante aislado —interviene la teniente Tagas—. Y protegido.
—¿Protegido de quién? —intercedo.
—De todo el mundo. En las islas hay una sorprendente cantidad de…
Rian vuelve a levantar una mano, y la mujer calla.
—Esta estancia no se va a vaciar más —le aseguro.
Me sonríe, pero la mirada que me lanza es menos jovial y más precavida.
—Cuando nos fuimos de Ostriario, sus gobernantes no sabían que en Kandala había un nuevo rey en el poder. —Hace una pausa—. Su situación es un tanto agitada. Ha habido muchos años de corrupción, de peleas políticas, de enfrentamientos por el trono que condujeron a una guerra civil. Por eso en parte he tardado seis años en regresar. En Ostriario hay muchos ciudadanos que no querían que hubiese acuerdos comerciales con Kandala.
—¿Por qué? —pregunta Harristan.
—Porque al parecer su abuelo era visto como un hombre conspirador y mentiroso que no respetaba los acuerdos que firmaba. En cuanto su padre ocupó el trono, esa imagen no cambió.
—Estás hablando del antiguo rey.
—Estoy respondiendo a una pregunta, alteza. Hay un motivo por el cual el primer capitán Blakemore se marchó siendo un espía y no un emisario.
—Quizá has pasado demasiado tiempo en Ostriario —tercia Harristan—. Mi padre era muy querido por su pueblo.
—De nuevo, me han preguntado el porqué. —Rian alza las manos—. Tan solo puedo contestar con mis propias observaciones.
—Tú eres ostriarina. —Harristan mira hacia la teniente Tagas—. ¿Cuáles son tus observaciones?
—Soy una marinera. No me he movido en los círculos de la realeza. Pero Rian está en lo cierto. En los últimos años, el rey de Kandala no era considerado un aliado ventajoso. Se rumoreaba que nos habían enviado materiales fraudulentos a cambio de nuestros… —Su voz se va apagando, y lanza una mirada hacia Rian—. De nuestros recursos —termina—. El acuerdo salió mal. Por eso el último barco fue atacado.
—¿Qué recursos? —quiero saber.
—Preferiría no decirlo. —Rian se encoge de hombros.
O es muy descarado o es tan solo imprudente. Enarco una ceja.
—¿Preferirías no decirlo? ¿Aseguras ser un agente del rey y preferirías no revelar lo que has descubierto?
—No era un agente de este rey. —Sus ojos se clavan en Harristan.
Me levanto, dispuesto a… a… No sé a qué. A pedirles a los guardias que lo saquen de aquí a rastras. A lanzarlo al suelo y exigirle respuestas. A prenderle fuego casi literalmente.
Una chispa oscura se enciende en su expresión, y sé que está pensando en el momento en que ha mencionado mi reputación. Tiene los hombros tensos, los ojos fijos en los míos.
No está asustado. Está preparado.
Pero pienso en Tessa, en que le prometí que sería un mejor príncipe. Me hormiguean los músculos por la necesidad de actuar.
Si fuera Weston Lark, lucharía con el capitán. Le obligaría a contestar. Haría algo.
Pero Weston Lark está muerto. El justicia del rey no puede pelear con alguien por unos cuantos comentarios malintencionados.
—Así que no nos vas a decir qué ofrecía Ostriario. —Harristan llena mi silencio con palabras—. ¿Qué ofrecía Kandala?
—Acero —responde Rian sin más, como si no nos estuviéramos mirando a los ojos como dos hombres que se preparan para batirse en duelo—. Ostriario tiene poco acceso al hierro. Aquí hay muchísimas minas. Todo un sector recibe su nombre, de hecho.
—Ciudad Acero —digo. El capitán asiente.
—Los puentes que conectan Ostriario con las islas están construidos con acero de Kandala —prosigue—. En algunas zonas, con acero fraudulento. Están empezando a derrumbarse.
—Y necesitan más —deduzco.
—Sí —interviene la teniente Tagas—. Bastante.
Rian le lanza una mirada y la mujer se encoge de hombros.
—Es verdad.
—¿Cuál es tu objetivo? —le pregunto a él—. ¿Te has convertido en un agente de Ostriario? ¿Esa es la razón que explica tu secretismo?
—Sería estúpido si contestase afirmativamente, ¿no cree? —dice—. Pero me he pasado seis años allí, y entiendo la precaución que muestran. Ese país tiene sus propios problemas. —No aparta la mirada de mí—. Como el suyo.
No, he decidido que no me cae bien.
—De acuerdo —dice Harristan—. Ostriario necesita acero, pero no ofrece nada a cambio. No han enviado a un emisario, sino al hijo de un espía que no termina de ser del todo leal al país que lo vio nacer. A pesar de la carta que nos has enseñado, no tengo motivos para creer ni una sola de tus palabras. Dime por qué no debería mandarte de cabeza al presidio y enviar de vuelta a Ostriario a los marineros que han venido contigo.
—Ah. Yo no he dicho que Ostriario no ofreciera nada a cambio. —Rian se levanta.
Los cuatro guardias de Harristan se apartan de la pared al instante. Dos de ellos empuñan las armas.
Rian se queda paralizado y alza las manos.
—Estoy desarmado —les dice a los guardias en voz baja—. Tengo la llave del baúl. Dejen que se la muestre.
La tensión de la estancia se ha duplicado.
—Deja la llave encima de la mesa —le indica Harristan.
Rian frunce el ceño, pero se saca una llave del bolsillo y la lanza sobre la mesa. El objeto metálico traquetea contra la madera.
—Rocco, ábrelo —le ordena Harristan.
El guardia agarra la llave y se aleja con el baúl hacia la pared. Abre el candado con cuidado, como si esperara que fuese una trampa, pero el cerrojo cede con un clic, y él levanta la tapa.
Lo que ve le hace soltar un grito de sorpresa, y Rocco es uno de los guardias más estoicos de Harristan. No es un hombre que grite así como así.
—¿Qué pasa? —dice Harristan—. ¿Qué es?
Rocco da la vuelta al cofre. Está repleto de pétalos blancos. Hay suficientes como para aprovisionar a todo el palacio durante semanas. Quizá incluso a todo el Sector Real.
—Flores de luna —murmura.
—Sí —asiente Rian—. He oído decir que a lo mejor las necesitaban, ¿no?