Mi mundo se vino abajo cuando yo era pequeño, pero no tanto como el de Harristan. Siendo el heredero al trono y un muchacho que enfermaba a menudo, lo mimaban y cuidaban, en todo momento rodeado de enfermeras y médicos. Si él estaba en una habitación, encendían el fuego con fuerza, y siempre le daban los caballos más fiables, los carruajes menos oscilantes y los tutores y profesores más geniales. Siendo el hijo segundo, y el hijo más sano, a mí no me cuidaban tanto. Pude cabalgar en cacerías por todas las zonas boscosas de Kandala, galopando detrás de otras monturas nobles que eran demasiado animadas para la realeza. ¿Ir en carruaje? Nunca le di importancia. ¿Estudiar? Los profesores me abroncaban a menudo. En el campo de entrenamiento, podía luchar con quien quisiese, porque los maestros de armas nunca debían preocuparse por si me dejaban una cicatriz.
Aun así, estaba protegido. Rodeado por guardias y consejeros que me ataban en corto, aunque a veces yo no fuera consciente.
Pero Harristan lo sabía. Fue él quien me enseñó a escabullirnos del palacio y a perdernos en la Selva. Y por eso me costó tanto mantener en secreto mis aventuras nocturnas con Tessa.
A menudo me sorprende que mi hermano no lo descubriera. Siempre ha sido más listo de lo que creían nuestros padres.
Ahora también. Creía que querría ir de inmediato a la sala del trono para recibir allí a nuestros visitantes, pero le ha pedido a Quint que pusiera cómodo al emisario, y acto seguido me ha invitado a sus aposentos privados.
—¿Crees que podría ser cierto? —le pregunto.
—Si es cierto —se desploma en una silla junto a la mesa y mira hacia la ventana—, al emisario lo envió Padre.
—Hace seis años, tú tenías diecisiete. ¿Recuerdas alguna mención sobre barcos que llegaran a Ostriario?
Espero que me fulmine con la mirada y que suelte un sufrido suspiro. «Ya sé la edad que tenía, Cory». Pero guarda silencio, reflexiona durante unos instantes y se forma un surco entre sus cejas al observar la luz del sol. Está preocupado.
—No —contesta al fin—. Padre no me llevaba con él a todas las reuniones de Estado.
Pero sí lo llevaba a casi todas. Me acuerdo. Yo no me uní a ellos hasta que tuve catorce años, y para entonces estaba desesperado por saber qué clase de trabajo fascinante se hacía en esas reuniones. Enseguida descubrí que eran interminables y aburridas.
Bueno, hasta un año más tarde, cuando en la estancia irrumpieron varios asesinos y mataron a nuestros padres delante de nosotros.
—Allisander recuerda que se habló de mandar emisarios, pero no sabe que ninguno se dirigiese hacia Ostriario —dice Harristan—. Pero por aquel entonces el cónsul era su padre. Les he escrito a los demás para saber si alguno recuerda que Padre lo dispusiera.
—Desde que ocupas el trono, no he oído nada al respecto —comento—. Algunos cónsules han cambiado, pero un diplomático desaparecido es una cuestión que se habría comentado un par de veces.
—Estoy de acuerdo. —Harristan reflexiona durante un rato—. Y no tengo ni idea de quién pudo haber sido. Muchos estibadores consideran que el Río Llameante es casi infranqueable. No sé si disponemos de muchos marineros capaces de arriesgarse sin un baúl lleno de plata que haga que el viaje merezca la pena.
No le falta razón. Hace semanas, Tessa me preguntó directamente si Ostriario podría ser una nueva fuente de pétalos de flor de luna. Recuerdo la esperanza con que me lo dijo y lo doloroso que me resultó rechazar su idea. En la Selva, pude llegar a ser un héroe. Siendo el príncipe Corrick, tengo las manos atadas por una docena de nudos distintos.
Le dije que sería caro —y difícil— preparar a alguien para que hiciera el viaje hacia Ostriario. Se ha cruzado el río alguna vez, pero muy pocas. La mitad norte tiene rápidos profundos y témpanos de hielo. La mitad sur cuenta con rocas inesperadas bajo la superficie que han destrozado tantos barcos que hay alguna canción dedicada al Río Llameante y a cómo convierte a las amantes nostálgicas en viudas.
—El emisario ha atracado en Artis —digo—. No ha atravesado el Río Llameante. Debe de haber navegado por el Río de la Reina.
—¿Crees que ha llegado desde Ostriario por el océano? Eso es más difícil de creer incluso. Y, de ser así, ¿por qué ha atracado en Artis? Hay puertos en Solar y en Tierras del Tratante. Para llegar hasta Artis, debe de haber rodeado casi todo Kandala y subido por el Río de la Reina.
Es cierto. Medito unos instantes.
—Artis tiene el puerto más cercano al Sector Real. Según Quint, el emisario ha atracado en el puerto y se ha anunciado a sí mismo. Es una entrada bastante osada como para tener un objetivo malvado en mente.
—He enviado a guardias a buscar el cuaderno de bitácora del barco —dice Harristan—. Y la bandera. Si ha pasado tanto tiempo, debe de haber amarilleado un poco. Seguro que hay alguna prueba de que originariamente salió de Kandala.
Toma aire para añadir algo, pero al final tose sobre su codo y frunce el ceño.
—Sigues tosiendo —me preocupo—. Me he dado cuenta durante la reunión.
—Estoy bien.
—Voy a buscar a Tessa. —Me levanto de la silla—. Ella te hará entrar en razón.
—La despacharé en cuanto entre. Tenemos asuntos más urgentes. —Vuelve a toser, pero solo un poco, y me fulmina con la mirada al ver que no me siento—. En serio, Corrick. El emisario no podría haber llegado en peor momento. Después del modo en que se ha comportado Allisander con los rebeldes, Lochlan regresará a la Selva con historias acerca de que pretendemos utilizar a los pobres para probar teorías absurdas.
—No creo que Lochlan diga nada de eso —le aseguro.
—¿No? —Mi hermano levanta la vista.
—No. Creo que dirá cosas peores. —Cruzo los brazos y me recuesto en la mesa—. Le dirá a todo el mundo que no nos importan sus aprietos, que sus esfuerzos son en vano, que no tenemos planes para cambiar nada de verdad, solo para embaucarlos.
—Ah, y ¿ya está? —Harristan está exasperado.
—Por supuesto que no. Es probable que hoy pida iniciar una revolución.
—Y volveremos al punto de partida. —Suspira y se pasa una mano por el pelo.
Debería decir que no estoy de acuerdo, pero no puedo. Lleva razón.
Tessa estaba muy esperanzada, pero en esta situación no hay nada que sea fácil ni simple. De lo contrario, la habríamos solucionado hace tiempo. Un día me insinuó que mi hermano podría chasquear los dedos y hacer que sus sueños fueran leyes. Ojalá pudiera. Ojalá pudiera conseguirlo yo. No quiero que vivir en el palacio le chamusque las esperanzas como ha hecho con tantas otras personas.
La expresión de Harristan es seria. La mía no debe de ser mucho mejor, seguro.
—¿Vamos a ver qué nos trae el emisario? —le propongo—. A lo mejor viene con un barco lleno de pétalos de flor de luna y podremos arrojar a Allisander del tejado del palacio.
Es broma, pero él no se ríe. Tampoco hace amago de moverse. Vuelve a concentrarse en la ventana.
Cualquier otra persona pensaría que está intentando ganar tiempo a propósito, pero yo lo conozco muy bien. Es el rey, y el mundo tiende a girar obedeciendo su voluntad, pero Harristan nunca utiliza su estatus para manipular a nadie. Conforme se alarga el silencio, me pregunto si la decisión de mi hermano de venir hasta aquí, en lugar de ir a recibir de inmediato a los visitantes, se debía a otra cosa.
—¿No quieres reunirte con el emisario? —digo en voz baja.
—No me fío de esto.
—¿Por qué?
—Ha pasado demasiado tiempo. —Niega lentamente con la cabeza—. Es demasiado… inesperado. ¿Por qué justo ahora? —Hace una pausa—. Ya nos han atacado otras veces. A Padre y a Madre también los sorprendieron.
No digo nada. Lo recuerdo.
Un guardia llama a la puerta.
—Adelante —exclama Harristan.
La puerta se abre de par en par.
—El intendente Quint pide una audiencia, majestad —anuncia el guardia.
—Hazlo pasar, Thorin.
Harristan responde con tono suave, lo cual no debería sorprenderme, pero así es. Quint ha sido un buen amigo mío desde hace años, por lo que mi hermano siempre lo ha tolerado a regañadientes por mí, pero ellos nunca han sido amigos. He presenciado más de una ocasión en que Harristan le ha dicho a Quint, con palabras inconfundibles, que se marchase al infierno. Quint a veces es un poco disperso y melodramático, y hay mucha gente en el palacio para quien es… un tanto excesivo.
Cuento con los dedos de una sola mano las veces que mi hermano le ha permitido entrar sin por lo menos preguntar qué diantres quiere el intendente de palacio.
El barco de Ostriario sí que lo ha dejado agitado, sí.
Quint entra en la estancia. Si está sorprendido, no lo demuestra.
—Al capitán Rian Blakemore lo han llevado a la Sala Blanca junto a su primer oficial. —Abre la libretita de notas que siempre lo acompaña—. La teniente Gwyn Tagas.
«El capitán Rian Blakemore». No es un nombre que me suene, y conozco a todo aquel que es importante en el Sector Real. Lanzo una mirada a Harristan para ver si el nombre le resulta familiar.
Me lanza una mirada y niega con la cabeza.
—¿Los guardias han regresado con el cuaderno de bitácora del barco? —le pregunta a Quint.
—No, majestad. —Quint cierra la libreta de golpe—. El capitán Blakemore informa de que va acompañado de una pequeña tripulación, que por el momento permanece a bordo. Les he pedido a los guardias que nos lo confirmasen.
—¿Parece sincero? —me intereso.
—De hecho, sí. Sus declaraciones iniciales no han cambiado: hace seis años se fue a Ostriario como parte de un contingente para determinar si las relaciones con la corte ostriarina podrían ser una posibilidad. Y ahora regresa con las novedades de su viaje.
—¿Qué novedades? —pregunta Harristan. Quint se aclara la garganta.
—Dice que le han indicado que debe reunirse con el rey a solas.
—De ninguna de las maneras —protesto.
—Los guardias lo han registrado y no han encontrado armas. No ha hecho ninguna petición. Ha sido paciente y educado. Bastante cordial, de hecho.
—El cónsul Barnard nunca alzó la voz —dice Harristan— y conspiró para matar a nuestros padres.
—Yo me reuniré primero con él —me ofrezco—. ¿Qué información puede tardar seis años en llegar hasta aquí?
—Seguramente mi padre no esperaba que el viaje durase tanto —añade Harristan—. ¿Qué explicaciones ha dado?
—Bueno, el rey Lucas no mandó al capitán Blakemore en concreto —contesta Quint—. Él tan solo formaba parte de la tripulación. A consecuencia de la inestabilidad de la corte real de Ostriario, por lo visto ha tardado bastante tiempo en poder emprender el camino de vuelta.
—¿Qué significa eso? —Vuelvo a lanzarle una mirada a Harristan.
—Significa que era un muchacho cuando se marchó de Kandala. El diplomático al que el rey Lucas envió era su padre.
A pesar de lo que ha dicho Quint, esperaba encontrarme con alguien mayor. Entre la palabra «muchacho» y el hecho de que es un capitán de una embarcación, imaginaba que me reuniría con alguien cercano a la treintena. Pero al entrar en la Sala Blanca, veo que el capitán Blakemore no es mucho mayor que yo. Sin duda, no es mayor que Harristan. Tiene el pelo negro y espeso, y unos ojos brillantes que son más grises que azules. Cuenta con una mandíbula afilada y está afeitado, con la piel bronceada típica de los hombres que pasan los días al sol. Si no supiera que es a la inversa, habría deducido que la mujer que espera junto a él es la capitana. La teniente Gwyn Tagas sobrepasa con creces los cuarenta años, tiene la piel curtida del color de la madera y un pelo corto y oscuro que está salpicado de trazos grisáceos.
Los dos se ponen en pie cuando entro en la habitación junto a Quint, y sus ojos se clavan en los seis guardias que nos siguen y que forman junto a la pared. Presto atención para ver si el capitán o su oficial están asustados o sorprendidos, pero o no es así o se les da muy bien disimularlo. Los dos visten como si acabaran de llegar del mar, con pesados pantalones de lona y una guerrera fina, aunque el capitán lleva una chaqueta sin abrochar. En ellos no hay nada que indique riqueza; tampoco un papel diplomático, la verdad sea dicha. Aunque, claro, están en la mejor estancia de la planta superior del palacio y ninguno de los dos contempla boquiabierto la opulencia que nos rodea. Durante la fracasada reunión, tanto Lochlan como Karri parecían a punto de desmayarse al ver la presentación de la comida.
—Capitán Blakemore —dice Quint—. Permita que le presente al justicia del rey, el príncipe Corrick.
Si le decepciona reunirse conmigo en lugar de con mi hermano, no lo demuestra. Se coloca una mano en la cintura y hace una reverencia como si hubiese estado toda la vida ante la realeza.
—Alteza —me saluda.
—Capitán. —Observo a la mujer que está a su lado—. La teniente Tagas, supongo.
—Sí, alteza. —Ella también hace una reverencia, pero no tan elegante como la del capitán Blakemore. Alrededor de sus ojos percibo una tensión que no detecto en él. Aunque el supuesto emisario no es ella. Quizá está acostumbrada a estar en tensión.
—¿Nos sentamos? —Extiendo una mano.
Nos sentamos, y Quint se aleja unos pasos para dar órdenes a un asistente. Pedirá comida, sin duda. No tengo hambre, pero la comida suele derribar fronteras, así que picotearé un poco de lo que traigan.
—Tengo entendido que ha sido un larguísimo trayecto —empiezo a decir—. El intendente Quint nos ha informado de que llevas seis años viajando. Debes de estar hambriento.
Hay una leve mordacidad en mi tono, y veo el momento exacto en que el capitán Blakemore se da cuenta, porque curva una de las comisuras de los labios.
—Constato que nuestra historia ya ha generado algunas dudas.
—Unas cuantas, sí.
—Responderé todas las preguntas que me formulen —dice—. Comprendo su precaución.
Ahora entiendo por qué Quint ha dicho que era un hombre cordial y educado. No hay nada en su actitud que resulte sospechoso. Si acaso, es más directo que la mayoría de los cónsules y cortesanos, quienes cargan sus gentiles palabras con dobles significados.
Pero si él está dispuesto a ser directo, yo también.
—Tu padre era el emisario enviado a Ostriario —digo—. A petición de mi padre, el rey Lucas.
—Correcto.
—¿Dónde está ahora tu padre?
—Murió —contesta como si tal cosa, sin emoción alguna—. Igual que el suyo.
Quint se estaba acercando a la mesa, pero se queda paralizado al oírlo. Seguro que se pregunta cómo me voy a tomar la respuesta.
—Rian —dice entre dientes la teniente Tagas, y luego suspira.
—Es verdad —insiste el capitán Blakemore. No aparta los ojos de los míos, y se encoge de hombros—. Están los dos muertos.
No sé si ese hombre me cae bien o si me apetece arrojarlo del tejado del palacio junto al cónsul Sallister.
—Y ¿has heredado sus deberes? —digo.
—Por supuesto. Un hijo tiene la obligación de perpetuar el legado de su padre, ¿no cree?
Responde con la misma firmeza con que ha hablado hasta ahora, pero detecto cierta ironía, como la que le he lanzado yo antes. Aguarda unos instantes para asegurarse de que la asimilo y prosigue como si no esperara que le contestase:
—Sé que el viaje original resultó bastante caro —dice—. Aunque fuese joven, no ignoraba la importancia de la misión de mi padre.
—Al parecer, yo sí ignoro la importancia de la misión de tu padre. Tu apellido no me suena de nada, capitán Blakemore. Mi hermano tampoco lo recuerda.
—Por favor, llámeme Rian, alteza.
Claramente, pretende dar pie a que yo le pida que me llame Corrick, pero soy lo bastante listo como para ignorar su velada petición.
—A quien llamaré es a la guardia para que te detenga como no expliques un poco mejor a qué has venido.
A mi lado, oigo que Quint suspira de un modo parecido a la teniente Tagas. No dirá ni una palabra, pero mentalmente oigo su voz: «Vamos, Corrick».
—Tenía intención de ser educado, no de engañar a nadie. —Rian sonríe—. Reconozco que la muerte de su padre y del mío nos deja en una especie de punto muerto. Entiendo que sus guardias ya se dirigen hacia mi barco para registrarlo. Allí encontrarán el cuaderno de bitácora de mi padre con su viaje inicial hacia Ostriario, así como el mío en mi trayecto hasta aquí. Mi tripulación está formada del todo por ciudadanos ostriarinos, por lo que allí hallará pocas respuestas, pero no dude en interrogarlos a todos si lo desea.
—Así lo haré.
—Bien. —Asiente y luego titubea—. Son buenos hombres y mujeres. Son sinceros. No deberían padecer ningún castigo si a usted no le gusta lo que vayan a decir.
—¿Por qué iban a padecer un castigo? —Arqueo las cejas.
—Me han llegado rumores de su reputación —contesta con voz firme—. Alteza —añade en voz baja, pero me parece más bien como si hubiera prendido una mecha.
Quint se aclara la garganta.
—Creo que a todo el mundo le sentaría bien una taza de…
Levanto una mano y lo interrumpo, pero no aparto la mirada de Rian.
—Llevas tan solo cinco minutos aquí. ¿Te han llegado rumores de mi reputación?
—Así se hace una idea de lo impresionante que es.
Dice «impresionante» como si significara otra cosa. Aunque me ha facilitado una debilidad, si bien pequeña: le preocupa su tripulación. A ellos les preocupa él, como indica la forma en que la teniente Tagas ha pronunciado su nombre.
—Me da la sensación de que estás hablando sin ton ni son —digo—. Si no quieres que tu tripulación padezca ningún castigo, ve al grano, Rian. Si tu padre era un emisario, si tu padre era un miembro de esta corte, entonces tu apellido debería sonarme. Mi hermano debería conoceros. No os conocemos.
—Ah. —Una chispa prende en sus ojos—. Bueno, permítame que borre cualquier tipo de confusión. Yo no he dicho que mi padre fuese un emisario, alteza. No era diplomático ni cortesano. Como usted era un muchacho, supongo que por eso no recuerda su presencia. —Barre la estancia con la mirada—. Deduzco que no encontrará a mucha gente en su palacio que sepa cómo se llamaba.
Frunzo el ceño y miro hacia Quint, que está tan perplejo como me siento yo por dentro.
—Entonces, ¿quién era?
—Un espía —sonríe Rian.