Habían sido tres veces ya en las que Fitzwilliam Darcy pensaba haberse librado para siempre de la odiosa presencia de George Wickham. Y las tres se había equivocado. Cuando se habían despedido hacía ocho meses parecía haber sido la última vez que se verían, pero no. El destino podía ser pernicioso.
—Ah —dijo Wickham, acercándose—. Veo que he sido un tanto inoportuno. En la ciudad, como sabe, está de moda cenar más tarde.
Knightley se puso de pie, pálido y erguido. Parecía como si odiase a Wickham tanto como Darcy.
—No se le ha invitado a venir en ningún momento.
La sonrisa de Wickham se ensanchó. De algún modo, en medio del enfrentamiento, el hombre parecía estar aún más tranquilo.
—Si esperase recibir una invitación para lo que me pertenece por ley… sí, señor Knightley, imagino que sería una espera bastante larga.
Los labios de Knightley se apretaron con más fuerza. El rostro de Emma estaba sonrojado con la ira mal reprimida. Pero no eran los únicos: la expresión de Wentworth era sombría, y su mujer estaba tensa, como si estuviese esperando tener que levantarse de un salto de su asiento para retenerlo en cualquier momento. La que peor estaba era su querida Elizabeth, completamente congelada en su asiento; tenía los dedos aferrando la empuñadura de su cuchillo. La desconfianza en el rostro de Jonathan hacia su tío contrastaba claramente con la preocupación por su madre.
En cuanto a los Brandon, los Bertram y la joven señorita Tilney todos parecían confundidos por el súbito y severo cambio de ánimo de sus compañeros. Ninguno había conocido a George Wickham y Darcy envidiaba ese privilegio.
Un sonoro trueno retumbó por el aire, la casa e incluso el suelo. Un instante después las gotas de lluvia comenzaron a golpear las ventanas y el terreno, sacudiendo los cristales.
Darcy podría haber maldecido en voz alta. A juzgar por el golpeteo de los cascos que había escuchado antes, Wickham había llegado a caballo en vez de en carruaje, y ni la más odiosa compañía se podía echar a la calle con ese tiempo. Especialmente en un lugar tan montañoso como ese rincón de Surrey, al intentar montar a caballo con una tormenta así uno arriesgaba la salud y los nervios del caballo, e incluso su propia vida.
Wickham alzó una ceja, como si supiese lo que dictaban las normas de etiqueta que tenían atados de pies y manos a sus anfitriones.
—Parece que me quedaré un tiempo.
—Me temo que no podemos hacerle hueco en la mesa, señor Wickham. —La señora Knightley empujó su silla hacia atrás tan bruscamente como un niño maleducado. A Jonathan al menos le habrían regañado por ello de niño—. Permítame que le muestre su dormitorio, y que pida a los sirvientes que le lleven algo para cenar —dijo y con eso salió de la sala. Tras un instante Wickham inclinó la cabeza hacia la mesa, una media reverencia irónica, y la siguió.
¿Había hecho lo correcto? Las normas tradicionales no se podían aplicar en una situación como aquella. Jonathan les habría preguntado después por ello a sus padres si no pareciesen tan afectados. No, tendría que interpretarlo él solo.
Se extendió el silencio por la sala, completamente vacío de palabras y, sin embargo, asfixiante. Al final, Knightley se aclaró la garganta.
—Mis queridos invitados, debo pedirles disculpas. El caballero que acaba de llegar… no es amigo de esta casa. Sin embargo, hay asuntos entre nosotros que debemos resolver.
—Parecía extremadamente insolente —dijo la señora Brandon, de manera muy directa—. Qué persona más desagradable.
En otras circunstancias, Jonathan habría pensado que ese comentario era grosero; esa noche, los invitados parecían libres de decir lo que opinaban, y a toda la mesa, además. Era comprensible, quizás, pero en su opinión sentaba un peligroso precedente.
—George Wickham es ciertamente desagradable —convino Knightley—, por muy hábil que sea en fingir no serlo.
Brandon habló por primera vez en toda la cena.
—¿Ha dicho… el señor George Wickham?
Knightley asintió.
—Un antiguo oficial del ejército, que ahora se cree administrador de inversiones. ¡Bah! Tan solo de las inversiones que funcionan para su propio beneficio y detrimento del resto.
—Ciertamente para el nuestro —dijo Wentworth, con la voz hueca.
Jonathan vio cómo la señora Wentworth hacía una mueca.
Pero se recuperó con rapidez, volviéndose hacia Darcy y preguntándole educadamente.
—¿De qué conoce usted al señor Wickham, señor Darcy?
—Crecimos juntos en Derbyshire —dijo Darcy. El tenedor de Brandon se estrelló contra el plato y Jonathan se preguntó: ¿Cómo puede seguir comiendo en esta situación?—. Era el hijo del administrador de mi difunto padre. Cuando nos hicimos adultos nuestros caminos se separaron durante muchos años.
Para su sorpresa, fue Madre quien siguió el relato.
—Entonces el señor Wickham se casó con mi hermana Lydia.
Y Lydia y George Wickham habían tenido una hija.
Durante un momento, Jonathan recordaba a Susannah de forma tan vívida que podría haber estado sentada a su lado, riéndose como normalmente hacía, los rizos oscuros enmarcando su rostro redondo y sonriente. Para él siempre había sido más una hermana que una prima. Para sus padres, Susannah había sido más una hija que una sobrina. Sabía que los amaban profundamente, a él y a sus hermanos, pero también sabía que durante muchos años su madre y su padre habían querido tener una niña que nunca llegó.
Entonces, hacía ocho años, nació Susannah, la primera y única hija de sus tíos. Ni la tía Lydia ni el tío George habían estado demasiado interesados en el tedioso día a día de criar a un hijo; tan pronto como Susannah nació la dejaron con su nodriza y la habían llevado a Pemberley para que pasase largos periodos con ellos. De hecho, Susannah había pasado más parte de su corta vida en aquella casa que en la de sus padres. Esto les beneficiaba a todos: a Madre y a Padre, que adoraban a la niña; a Jonathan y sus hermanos, que eran lo suficientemente mayores como para ver que sus rarezas podían ser tan divertidas como molestas; a la tía Lydia y al tío George, que no daban muestra alguna de echar de menos a su hija; y a la propia Susannah, que lloraba desconsolada antes de tener que volver a su casa y siempre se escapaba hacia Pemberley tan rápido como se lo permitían sus cortas piernecitas.
Nunca volvería a cruzar aquellas puertas.
De todas las insolencias, Emma estaba que echaba humo. Presentarse en nuestra casa, ni corto ni perezoso, ¡y encima durante la cena! En la primera noche de una fiesta que estaba destinada a alegrar a las personas más perjudicadas por este hombre vanidoso y sin escrúpulos…
—Nunca había sido huésped en Donwell Abbey, señora Knightley —dijo Wickham. La falsa cortesía se deslizaba por sus palabras como el aceite—. Parece un espléndido edificio antiguo, de la mejor clase.
—Preferiría que no fuese una abadía —dijo Emma, subiendo a toda prisa por la escalera mientras él trotaba a su espalda. Quizá se tropezase, se cayese y se abriese la cabeza. ¡Qué suerte sería aquello!—. Si mi querido marido hubiese heredado un castillo puede que hubiese tenido una mazmorra.
Al parecer, el señor Wickham no se sentía tan seguro como para responder.
Llegaron a lo alto del primer tramo de escaleras. Donwell, como muchas otras abadías, tenía en su interior una cámara con un techo altísimo que cubría tres pisos. Aparte de la escalera trasera de los sirvientes, este era el único camino para subir o bajar por la casa. Las habitaciones inferiores y las superiores ofrecían intimidad incluso con los arcos de mármol que enmarcaban cada una de las puertas y las gruesas columnas que se alzaban como árboles creciendo en medio de ellas, pero no importaba cuánta calidad o comodidad le ofreciesen a Emma aquellas habitaciones, ninguna estaba nunca a más de dos pasos de esa gigantesca sala. Era uno de los pocos aspectos que a Emma no le gustaban de la casa, la manera en la que todos los pasillos llevaban el sonido, haciendo eco, arrojándolo hacia extraños rincones y recovecos, hasta que resultaba difícil saber de dónde provenía.
Emma bajó la voz hasta casi un susurro, para no molestar a sus invitados con más pruebas de la presencia del señor Wickham.
—Uno de los sirvientes no tardará en llegar para disponerle la habitación. ¿Ha traído algo de equipaje? ¿Algo más de ropa? Dado que ha llegado montando a caballo, parece algo improbable, pero la educación me exige preguntarlo.
—Solo tengo una pequeña maleta en mi alforja, que confío en que un sirviente hará llegar a mi habitación en breve. El resto de mis pertenencias me espera en Londres, señora.
Ella mordió el anzuelo con demasiada facilidad, demasiado rápido para reaccionar.
—Al igual que docenas de abogados, supongo.
Wickham se enderezó, con su sonrisa despreocupada aún más exasperante.
—Pueden pedir en vano. La ley está firmemente de mi lado, como muchas otras docenas de abogados han explicado ya.
—La ley —dijo Emma con desprecio—. Unos engaños con el lenguaje pueden absolverle de toda responsabilidad moral. Sabía desde el principio que estas inversiones tan solo conseguirían endeudar a aquellos que confiaron en usted.
El señor Wickham inclinó levemente la cabeza.
—Me duele molestarla más, señora Knightley. Aunque debo señalar que la naturaleza incierta de mi empresa se le dejó totalmente clara a los inversores, incluyendo a su cuñado. Él conocía los riesgos. Decidió asumirlos. No todos los riesgos acarrean una recompensa.
Lo más irritante era el hecho de que Wickham… no estaba del todo equivocado. ¿Cómo pudo John arriesgarse tanto con su dinero? Era el hijo menor, sí, pero lo que había heredado era más que suficiente para mantener a Isabella y a los niños con comodidad y elegancia. No tenía ningún motivo para aspirar a una mayor riqueza.
Y, aun así, a John siempre le había gustado saber algo que el resto no sabía. Quizá, pensó Emma, esa había sido la verdadera tentación: el deseo de demostrar que era más listo que los que le rodeaban.
En vez de eso, el resultado fue la ruina. Solo la dote de Isabella les mantenía alejados de la pobreza más absoluta. En un año o dos se verían obligados a abandonar la casa de Londres. Hartfield les esperaría: el alquiler de los Wentworth solo duraría un año. ¿Pero podrían John e Isabella permitirse mantener la casa familiar de Emma?
Pensando aquello, era complicado que siguiese siendo una mujer civilizada. Lo mejor era terminar con ese encuentro tan rápido como pudiese.
—Por las escaleras, segunda puerta a la derecha —dijo. Dejar al señor Wickham en la segunda planta le mantendría alejado del resto de huéspedes, lo que beneficiaría a todos—. Se puede marchar de Donwell al alba.
—Sois la generosidad personificada, señora. —La burla en la voz de Wickham llevaba a Emma hasta el límite, oh, si tan solo pudiese empujarle por las escaleras, haciéndole caer hasta…
Emma se detuvo. Sin mediar ni una palabra más con Wickham, bajó corriendo por las escaleras hacia sus invitados.
En todas las cenas ocurren algunos imprevistos. Se derrama la salsa, la disposición de los asientos es incómoda. Una anfitriona experimentada y unos invitados simpáticos pueden suavizar esas pequeñas imperfecciones y permitir que la fiesta se desarrolle de forma agradable.
No había manera de suavizar la repentina aparición del señor Wickham.
Después de que la llama de la indignación se hubiese enfriado, siguieron cenando bajo incómodos fragmentos de conversaciones. Nadie se divirtió. Sin embargo, Marianne Brandon sospechaba que la conversación que mantendrían las mujeres después sería mucho más interesante.
Cuando las damas entraron en el salón de las mujeres, la joven Tilney se sentó cerca de Marianne, lo que a esta le permitía acercarse a ella y murmurarle en el oído.
—Que terrible situación. Compadezco a nuestra anfitriona y al resto de los invitados.
—El señor Wickham parece un hombre bastante malvado —respondió Juliet, bajando la voz—. ¿Cómo es posible que tanta gente respetable haya sido engañada por su carácter?
El rostro de John Willoughby cruzó la mente de Marianne como una visión de un farolillo mágico, sombría y efímera.
—No toda la maldad se revela inmediatamente. A veces se disfraza de encanto al principio. Y el disfraz puede ser más convincente de lo que uno imagina.
Juliet apartó la mirada, como si intentase no ver algo que no debía reconocerse en la sociedad educada. Sin duda el tono de voz de Marianne la había traicionado más de una vez. Ya no amaba a Willoughby; su corazón le pertenecía a su marido. Pero algunas de las heridas que Willoughby le había infligido aún sangraban de vez en cuando.
Marianne buscó a su marido con la mirada, pero los hombres se habían internado en la habitación contigua para fumar sus puros. Sin embargo, Brandon estaba lejos para escucharla, y el presumido señor Bertram estaba contándole algo mientras Knightley los sacaba de la habitación. Mientras Marianne les observaba se dio cuenta de que su marido no estaba tranquilo. Tenía el semblante preocupado y la mirada oscura. ¿Estaba… enfadado? ¿Triste? No conseguía leerlo del todo como para saberlo, no todavía.
Quizá jamás lo conseguiría.
—Uno desearía saber más sobre lo que el señor Wickham ha hecho —dijo Juliet, bajando todavía más la voz. Antes de terminar de pronunciarlo ya se había sonrojado—. Aunque supongo que eso sería entrometerse, y no un tema del que merezca la pena hablar, especialmente si molestase a nuestros anfitriones.
—Por supuesto que no se debe curiosear, pero… es imposible no querer saberlo —admitió Marianne—. ¡Si tan solo tuviésemos algún modo de averiguarlo! Por supuesto, los hombres están hablando sobre el tema con sus puros y brandy de por medio. Ellos tienen el privilegio de preguntar sin tapujos. Nosotras estamos maniatadas con las normas de etiqueta.
La mirada de Juliet se afiló con curiosidad.
—¿Lo estamos? —preguntó.
Entonces la señora Bertram se sentó junto a ellas. Aunque no parecía estar entrometiéndose en su conversación, tampoco habría podido evitar escuchar a hurtadillas, y Marianne sospechaba que lo desaprobaba.
Volvieron a los murmullos educados en torno al té y los pasteles. Con un suspiro, Marianne se preparó para preguntar sobre el tiempo en Northamptonshire. Otra vez.
—Maldito negocio —maldijo Frederick Wentworth mientras que su anfitrión, el señor Knightley, le encendía el puro—. ¿Con qué derecho se cree de pedir nada?
Había maldecido. ¡Había usado el nombre de Dios en vano! Jonathan Darcy se sonrojó. Pero ninguno de los otros hombres en aquella sala se mostró sorprendido y el rechazo tan solo se podía entrever en el rostro del señor Bertram. ¿Cómo podía ser?
Jonathan le dio vueltas al rompecabezas antes de recordar una norma de la sociedad que quizá lo explicase: Wentworth era un hombre de la marina. Los marineros eran conocidos por su lenguaje soez, tanto dentro como fuera del mar; pero era un elemento que no terminaba de encajar con una profesión por lo demás noble. Derbyshire no le había dado demasiadas oportunidades a Jonathan para conocer a hombres de la marina. En el futuro, decidió, no se dejaría sorprender tan fácilmente.
Para entonces, su padre había comenzado a hablar.
—El señor Wickham cree que el mundo le ha tratado de modo injusto —respondió Darcy—, aunque precisamente cuándo o en qué manera sería complicado de identificar para el más objetivo de los observadores. Siempre está buscando venganza por este trato injusto, contra la sociedad en sí misma, y en particular contra cualquier persona que haya tenido la mala fortuna de cruzarse alguna vez en su camino.
El señor Bertram debía estar desconcertado por el giro que la tarde había tomado, y por la animosidad del grupo hacia un completo extraño, pero mantuvo el decoro mientras le daba una buena calada a su puro.
—¿Un plan de inversión, dijo?
—Uno al que confié el dinero que había conseguido en las guerras —respondió Wentworth. Su expresión era sombría y mientras que se estaba conteniendo, no podía ocultarla.
El dinero que había conseguido, pensó Jonathan. Para los hombres de la marina este podía marcar la diferencia entre una vida llena de privaciones y una más holgada. Durante las presentaciones habían mencionado que la señora Wentworth era la hija de Sir Walter Elliot, y por lo tanto de alta alcurnia. Quizá el d