Capítulo uno

Esto no es como Northanger, pensó Juliet, con la emoción aumentando a medida que el carruaje se acercaba a la mansión donde iba a pasar las próximas semanas. ¡Donwell es una abadía de verdad!

No tenía las torres desmoronándose, ni aleros los góticos, pero Donwell Abbey lucía su antigüedad con más orgullo que la casa de su tío. A medida que el carruaje se acercaba cada vez más a la puerta principal, los ojos de Juliet contemplaban las vidrieras, los árboles antiguos y escarpados, una capilla a la distancia y lo que con suerte parecía ser la figura de una gárgola.

Respiró profundamente para tranquilizarse. Ya habría tiempo para entusiasmarse y emocionarse después. Primero tenía que causar buena impresión, parecer obediente, tranquila, educada y complaciente. Juliet no estaba segura de ser ninguna de esas cosas; pero tenía que parecer que lo era, o nadie querría conocerla. Su institutriz se lo había explicado infinidad de veces. Lo que no le había explicado era qué sentido tenía pretender ser alguien que no era para que la gente se acercase a ella. Una vez que la conociesen se darían cuenta de que estaba actuando, lo que para Juliet iba en contra del objetivo en sí mismo.

Si les preguntaba a sus padres por ello, su padre le diría que estaba siendo una tonta. Su madre la miraría de esa manera tan suya que decía: el mundo es un lugar ridículo, hija mía. Aprovéchalo.

Juliet tenía la intención de aprovechar al máximo la visita. Había esperado demasiado tiempo vivir su propia aventura.

No hay nada tan estimulante para la sociedad establecida de un vecindario como un nuevo conocido. La familia del recién llegado había de ser identificada, debía ser evaluado su carácter, persona y fortuna, y habían de invitarle a bailes y cenas. Si estaba casado, habría una esposa y quizá hijos que conocer, si no, habría que empezar a encontrarle pareja. Un recién llegado proporcionaba un nuevo oído comprensivo para escuchar las historias de lamentos que ya han perdido su poder en aquellos que ya las habían escuchado antes; o se reía de los chistes que para el resto ya están demasiado manidos. Incluso puede que tenga sus propias historias que contar.

Aun así, no siempre es agradable ser el recién llegado. Se le presenta a demasiada gente al mismo tiempo y, al principio, tiene problemas para recordar correctamente sus nombres y circunstancias. Está de forma constante bajo el escrutinio del resto y es consciente de ello. Mientras que hay a quienes les encantan ese tipo de atenciones, a otros les parecen inquietantes.

¿Lo peor que puede pasar? Una reunión donde prácticamente todos son recién llegados para el resto. Todo el mundo está bajo escrutinio; nadie está realmente relajado. Ese es el estado en el que se encuentra la fiesta en Donwell cuando llegaron los primeros carruajes. Pero Emma Knightley fue la anfitriona ejemplar, que ayudó a que se formaran las primeras conexiones sin problema alguno.

—Ambas son grandes amantes de la poesía por lo que sé —dijo Emma—. Y de las novelas. Me temo que nunca he sido una ávida lectora, sin importar todas las listas de libros que he hecho.

Marianne se las apañó para no reírse. Con el amor que sentía por su hermano Edward había aprendido que era posible poseer un alma refinada y, aun así, no amar la poesía. Sin embargo, mientras Emma se paseaba por el grupo, Marianne no se pudo resistir a hablar.

—No me puedo imaginar mirando los títulos de las grandes novelas y poemas de nuestro tiempo y no encontrar algo de mi interés.

—Yo tampoco —coincidió Juliet, quizá con demasiado entusiasmo—. A veces me paso la mitad de mi día leyendo. Madre dice que debería reprenderme por ello, pero ella era igual a mí cuando era joven, y lo sigue siendo, la verdad.

Juliet estaba ansiosa porque le gustase la señora Brandon y por gustarle a ella también. Eran las más cercanas en edad de todas las mujeres presentes, con tan solo dos años de diferencia. (La señora Knightley tenía una hija de prácticamente su edad, pero sus hijos estaban visitando Brighton con unos amigos de la familia). Así que Juliet anhelaba que la señora Brandon se convirtiese en su principal amiga en esa fiesta. Era muy guapa y elegante, pero no de la manera rígida y formal que Juliet odiaba. Había fuego en su interior, uno que escaseaba entre sus conocidos.

La curiosidad brillaba en los ojos de la señora Brandon.

—He oído que su madre es autora y que, si ella es la «Dama» entre ciertos títulos, entonces algunas de mis historias favoritas son suyas.

Juliet deseaba poder coincidir con su entusiasmo. Pero el decoro no permitía que una mujer reconociese su propia autoría, ni la de su madre. Esto le parecía una regla innecesaria y desagradable, pero sus padres le habían enseñado a seguirla.

—Oh, no podría decirlo.

Aun así sintió cómo el orgullo sonrosaba sus mejillas y estaba segura de que la señora Brandon lo había notado.

Su sonrisa se amplió.

—No importa, puedo decir que su madre aprecia lo poético e inteligente. ¿Quién más llamaría a su hija Juliet? Es encantador.

—Gracias.

El nombre poco común de Juliet había atraído de vez en cuando comentarios desagradables; no era bíblico ni tradicional y, por lo tanto, era sospechoso. Tampoco se podía considerar a la señorita Capuleto como el ideal de la belleza de una mujer joven. Sin embargo, la admiración de la señora Brandon parecía sincera, así que Juliet siguió hablando.

—Mi hermana se llama Theodosia y nuestro hermano pequeño, Albion.

—Qué espléndido —el rostro de la señora Brandon se iluminó de satisfacción y Juliet supo que ya eran amigas.

En el otro extremo del salón se estaban llevando a cabo más presentaciones.

—Coronel Brandon, ¿tengo entendido que estuvo algunos años en el ejército? —La sonrisa de Emma se relajó mientras su invitado asentía—. ¡Bueno! Entonces tiene que hablar con nuestro buen inquilino, el capitán Wentworth de la marina.

Brandon y Wentworth intercambiaron una mirada que ningún ciudadano de a pie podría haber interpretado. Era la mutua comprensión de que estaban ante aquellos que nunca habían estado en el ejército. Del tipo de personas que hacían suposiciones extrañas, como si la idea de que servir en la marina y en el ejército fuesen lo mismo, a excepción de que uno era en tierra y el otro en el mar.

En realidad, había múltiples diferencias. Por ejemplo, el rango en los escalafones de la marina estaba determinado en gran medida por los méritos, los oficiales del ejército se solían elegir más por su riqueza que por sus habilidades. Esto significaba que muchos oficiales del ejército miraban a los marineros como si fuesen advenedizos, demasiado orgullosos de su posición en la vida. También significaba que la mayoría de los marineros asumían que los oficiales del ejército eran… bueno, el término más educado era zoquetes.

Ni Brandon ni Wentworth hicieron tales suposiciones. Brandon era un juez astuto del carácter de los demás; sus primeras impresiones de Wentworth no eran infalibles, pero reconocía el buen sentido común cuando lo veía en los ojos de un hombre.

—¿Cuándo volverá a la mar? —preguntó Brandon.

Era una pregunta lo bastante común para hacérsela a un hombre de la marina, por lo que no estaba preparado para la forma en la que la mandíbula de Wentworth se tensó o para el ligero cambio en el tono de voz en su respuesta.

—Esperaba permanecer en casa con mi familia durante más tiempo, pero nuestra situación actual no lo permite.

Si Wentworth había esperado alguna vez una estancia más larga en Inglaterra, entonces su suerte había decidido que no sucedería. Brandon conocía a algunos oficiales de la marina que habían perdido los galardones que ganaron en la guerra, tales galardones podían ser impugnados y los barcos que antes se consideraban justos se demostraba más tarde que eran buques con derecho de paso. Pensaba que esos asuntos se habían resuelto hacía años, pero él no era marinero.

—Todavía espero que mis asuntos se arreglen de una manera más satisfactoria. —Wentworth no sonaba como un hombre con demasiada esperanza, pero una sombría determinación remarcaba cada una de sus palabras—. Si fracaso… entonces tendré que embarcarme en el próximo barco que merezca la pena con destino a las Indias, y mi mujer e hijo habrán de pasar más tiempo solos.

Brandon miró a su mujer, Marianne. Hablaba animadamente con la señorita Tilney, su sonrisa le parecía más cálida que una hoguera. Conocía la crueldad de que te apartasen de aquellos a los que amabas.

—Serví durante varios años en las Indias —dijo Brandon. Aunque simpatizaba con Wentworth, tan solo podía ofrecerle un consejo. Un consejo era mejor que nada—. Si aún no ha viajado allí estaré encantado de responder a todas sus preguntas.

Wentworth sonrió de forma desigual.

—De hecho, tengo varias.

—¿He oído al señor Bertram decir que tiene un hermano en la marina? —Emma intentó hacer contacto visual con Fanny Bertram, pero la joven apartó la mirada—. El marido de la señora Wentworth también está en la marina. ¡Es capitán, nada menos!

Fanny alzó la mirada inmediatamente; cualquier conexión con William, aunque fuese leve, captaba toda su atención, especialmente ahora. Pero no había soñado con que encontraría una simpatía tan instantánea y sincera como la que vio en el rostro de Anne Wentworth.

—¿Dónde se encuentra su hermano? —preguntó Anne con dulzura—. ¿Ha tenido alguna noticia de él últimamente?

—Oh, sí —se apresuró a responder Fanny—. William es un corresponsal fiel. Es teniente a bordo del Tiberius, patrulla las aguas que rodean Santa Elena.

La sonrisa de Anne era tan dulce como su mirada.

—Mientras que los corsos respiren, necesitaremos que haya barcos en esos mares, pero creo que su hermano está tan a salvo como es posible para un oficial de la marina.

William estaba en un peligro tan grande como el que podría enfrentar en cualquier batalla. Al menos si un hombre sobrevivía a la batalla, volvía a estar a salvo…

Las lágrimas brotaron de los ojos de Fanny y Anne le apretó la mano.

—Se encuentra mal. Permítame que le traiga una copa de vino.

Iba en contra de la naturaleza de Fanny el aceptar favores en vez de ofrecerlos ella. Tampoco bebía mucho vino, pero si esto desviaba la mirada perspicaz de Anne Wentworth durante un momento…

—Sí, por favor. Es muy amable.

Algo en la expresión de Anne le sugería que entendía la verdadera razón por la que Fanny había aceptado su oferta. Pero tan solo dijo:

—Por supuesto. Volveré con su vino con la siguiente campanada.

Según el fino reloj dorado que había en la repisa de la chimenea, no serían en punto hasta dentro de cinco minutos; eso era mucho más tiempo del necesario para ir a buscar una copa de vino. Afortunadamente, Anne parecía estar dándole a Fanny un maravilloso tiempo a solas.

¡Qué bien se sentía que te comprendiesen!

Fanny casi siempre era tímida con sus nuevos conocidos. Anne Wentworth, sin embargo, parecía una persona tanto genuina como comprensiva, alguien en quien se podía confiar. Estaba agradecida de que esa fiesta, una reunión tan grande y desconocida, y por lo tanto aterradora para ella, le hubiese dado una potencial amiga.

Sin embargo, seguía sin tener a nadie en quien poder confiar plenamente.

En general las mujeres de la fiesta lograron conversar fácilmente entre ellas. Cuando los intereses personales no coincidían, hablaban de sus familias. Emma encontraba nuevas razones para reírse con todos los juegos y caprichos de sus hijos, la voz de Anne se endulzaba todavía más cuando hablaba de la hija que había tenido con Wentworth, una niña llamada Patience, que se encontraba en esos momentos con su familia en Uppercross. A Fanny le interesaba tanto oír hablar sobre los hijos del resto que Juliet se preguntó si estaría embarazada. La cintura de los vestidos se había bajado un poco en el último año, pero aún permitía que una madre pudiese guardar el secreto por unos meses más.

Juliet se habría sentido fuera de lugar en una conversación tan centrada en las preocupaciones de una mujer casada si no hubiese sido por Marianne Brandon. Ni las mujeres solteras ni las recién casadas se esperaba que se quedasen embarazadas de inmediato o que centrasen sus vidas en aquellos hijos que aún no habían nacido. Y aunque escuchaban con educación y hablaban civilizadamente con el resto, también tenían conversaciones privadas sobre los vestidos. (Marianne había pedido hace poco su vestido de novia, y le hizo mucha gracia oír que el padre de Juliet era un experto de las muselinas, más que cualquier mujer que hubiera conocido). Se bebió té y todo el mundo sonreía; sí, la fiesta había empezado con buen pie para las damas.

Los hombres del evento no tuvieron tanta suerte. A nadie le disgustaba nadie, pero los temas de conversación eran más bien escasos.

—Seguro que pueden cazar mucho en estos terrenos, señor Knightley —dijo Brandon.

Cualquier caballero habría estado de acuerdo o le habría explicado dónde se podía encontrar la mejor caza. Pero Knightley negó.

—Me temo que no, Coronel. La caza nunca ha estado entre mis aficiones. Le ahorra a uno el gasto en armas y perros, aunque, por supuesto, tengo un perro a pesar de todo. —Sonrió con cariño hacia el pequeño mestizo blanco y negro que dormitaba frente a la lumbre—. Pierre se gana su sustento durmiendo mucho la siesta y moviendo la cola cuando algo le divierte.

Eso le ganó una tenue sonrisa de Brandon, que valoraba el cariño hacia los animales, pero provocó miradas de preocupación de los menos sentimentales Edmund Bertram y del capitán Wentworth.

El resto de los temas resultaron igual de poco inspiradores. Bertram habló de sus sermones con una piedad que los demás admiraban de lejos, pero para los que no podían encontrar ningún tipo de fervor evangélico. A Wentworth le decepcionó ver que ninguno de ellos era especialmente aficionado a la pesca. Los silencios se prolongaban entre las palabras hasta el punto de sentirse incómodos.

Se esperaba que la fiesta durase al menos un mes. Knightley esperaba en silencio que se les ocurriera algo de lo que poder hablar en ese tiempo.

Entonces su mirada se fijó en Emma, que reía a carcajadas con Anne Wentworth. Su mujer conseguía encontrar la manera de que todo pareciese fácil. Normalmente lo conseguía. Pocos se podían resistir al encanto de Emma; Knightley lo sabía bien, porque lo había intentado. En vez de eso, ahora él sonreía obligado y Emma llevaba un anillo de boda.

Knightley había predicho que la cena les daría algo de lo que hablar, aunque solo fuese para alabar la sopa blanca. Poco antes de la comida, sin embargo, la salvación llegó de un modo mucho más bienvenido. Se animó en el momento en el que se escucharon las ruedas de un carruaje en el camino de la entrada.

Unos minutos después, el mayordomo entró en el salón y anunció:

—El señor y la señora Darcy de Pemberley, junto con el señor Jonathan Darcy.

Knightley solo había visto a Darcy tres veces tras sus días en Oxford y no le había visto en absoluto en la última década. Se sorprendió momentáneamente al ver las canas plateadas que surcaban sus sienes o las líneas de expresión en las esquinas de sus ojos. Sin duda, se recordó, es doblemente asombroso con ese aspecto. (A veces Knightley echaba de menos la moda de las pelucas empolvadas, que habían sido tan frecuentes en su juventud; habían ocultado tan elegantemente el cabello canoso de un hombre cuando este se hacía mayor o incluso la pérdida de dicho cabello).

Pero ningún cambio por la edad podría haber evitado la sonrisa que se extendió por el rostro de Knightley.

—¡Darcy! Mi querido amigo. Gracias a Dios que has conseguido llegar.

—El tiempo parece estar cambiando —dijo Darcy, observando a través de una de las ventanas, más allá de las cuales se podía apreciar el cielo oscureciéndose. Él también estaba sonriendo—. Es un placer volver a verte, Knightley. Supongo que recordarás a mi mujer.

Knightley recordaba muy bien a Elizabeth Darcy. Tan solo la había visto una vez, poco después de su boda. Al principio le había sorprendido que Darcy decidiese casarse con una mujer sin que le importasen ni su familia ni su fortuna, un enlace imprudente para un hombre altamente prudente. Sin embargo, después de hablar por primera vez con la señora Darcy, Knightley lo entendió todo. Sí, era amable, pero la amabilidad era la última de sus cualidades. Su luz era el contraste perfecto para las sombras de Darcy, y su carácter fuerte brillaba tanto como su ingenio.

El rostro de Elizabeth seguía siendo tan bello como hacía años, pero parecía que su chispa se había apagado. No había sentimiento en su cordial saludo; a Knightley le dio la impresión de que simplemente se dejaba llevar mientras su mente se encontraba en algún lugar lejano, sin mirar a su marido a los ojos. ¿Es que tenían problemas Darcy y su mujer?

Es más probable que solo esté cansada por el viaje, se reprendió Knightley. Estás siendo tan fantasioso como Emma.

Y ahora tenía el placer de conocer al hijo de su viejo amigo.

—Qué bien que también nos acompañe el joven Darcy.

Jonathan se irguió rápidamente. Muy tieso. Un criado habría estado más relajado.

—Su esposa me honró con una invitación, señor. No podía rechazarla.

Knightley no había estado al tanto de ese detalle en la invitación de los Darcy. Su mirada se dirigió al momento hacia la joven señorita Tilney, de cabello oscuro y hermosa, sentada en la silla que mejor se veía desde la entrada a la sala. Su mirada se encontró con la de su mujer, y esta agachó la cabeza ligeramente, sin temer que hubiese descubierto sus verdaderas intenciones.

Haciendo de casamentera de nuevo, pensó. ¡Oh, Emma!

—Por supuesto, esperaba que hubiese más jóvenes aquí para que los conociera —murmuró la señora Knightley al oído de Juliet, a medida que el grupo comenzaba a desplazarse al comedor para cenar—. Pero se dice que Jonathan Darcy es de la mejor clase de joven. Diligente con sus estudios, heredero de un gran patrimonio, y bastante apuesto, ¿no cree?

—Bastante —dijo Juliet, y fue recompensada con una gran sonrisa, como si hubiese dicho algo gracioso.

En realidad, decir que Jonathan Darcy era apuesto era tan digno de mención como decir que la hierba era verde. Alto, con el pelo casi tan oscuro como el suyo, de porte aristocrático: ¿Quién no le encontraría apuesto?

Juliet no estaba segura de poder aspirar a tan buen partido. Tan solo tenía una pequeña dote que ofrecer y no tenía intención de pasarse el resto de su vida disculpándose por ese hecho. Aun así, cuando se dio cuenta de que las normas de etiqueta exigían que Jonathan la acompañase a cenar, sintió un aleteo en el estómago por la anticipación que debió hacer que sus mejillas se sonrojasen.

Pasaron al comedor los últimos como requerían las normas de etiqueta. Jonathan se colocó junto a ella —¡tan alto!— y dobló el brazo ofreciéndoselo a ella para que lo tomara. Su antebrazo era firme y musculoso incluso a través de la tela de su elegante chaqueta, un detalle del que Juliet nunca se había percatado en ningún otro hombre.

—¿Practica esgrima, señor Darcy? —se aventuró.

Jonathan medio giró la cabeza hacia ella, aparentemente sorprendido.

—¿Disculpe?

—Tan solo pensé… —Juliet sabía que no podía admitir que sentía curiosidad por sus brazos musculados—. Es un pasatiempo bastante común entre los jóvenes caballeros…

Las finas y afiladas facciones de Jonathan podrían haber estado fácilmente cinceladas en mármol.

—El momento para hablar es durante la cena, ¿no es así?

Juliet giró la cabeza para mirar al frente. Esperaba que sus mejillas sonrojadas disimularan la indignación que sentía. ¡Menudo presumido! Un presumido maleducado, además. ¿No se suponía que los presumidos debían al menos prestar atención a las normas de etiqueta? Eso era lo único bueno que tenían.

Cree que está por encima de su compañía, pensó Juliet. Al menos, por encima de mí.

Oh, bueno. Sin importar lo que la señora Knightley hubiese pretendido, Juliet no había acudido a Donwell Abbey con la intención de conseguir un marido. Había venido para aprender más sobre el mundo. De momento había descubierto que los jóvenes caballeros podían ser muy apuestos y muy groseros a la vez.

Se había equivocado.

Jonathan solía hacerlo. A veces pensaba que la gente fuera de su familia eran especies totalmente diferentes, como los absurdos hombres que describe Plinio el Viejo que tenían los pies vueltos del revés. ¿Por qué le resultaba tan sencillo hablar con Madre y Padre, con sus hermanos, o incluso con los sirvientes de Pemberley, y en cambio le resultaba tan complicado mantener una conversación con cualquier otro?

En sus primeros años de vida había estado rodeado de aquellos que le conocían y amaban, incluyendo a los sirvientes más ancianos, que lo adoraban; e incluso de los habitantes de la pequeña ciudad cercana de Lambton. Cualquier persona con la que hablase tendría que presentarse primero, y en el cálido santuario que le ofrecía la casa de su infancia, rara vez había alguien que requiriese presentación. Jonathan se había sentido vagamente inquieto ante la idea de tener que ir a la escuela lejos de casa, pero Padre le había asegurado que era totalmente normal. A Jonathan le dijeron que sus compañeros serían tan cercanos como sus hermanos.

En vez de eso, la escuela había sido un infierno. Las caras desconocidas, la nueva manera de hablar, la jerarquía incierta, todo parecía estar diseñado para confundirle y desestabilizarle. Cuando sus compañeros se dieron cuenta de ello, se tomaron la libertad de usarlo para hacer que esa experiencia fuese un infierno que no parecía tener final. Jonathan había mantenido la cabeza gacha lo mejor que pudo y había trabajado duro para ganarse la aprobación del director, la única persona que le entendía.

Sus padres le habían asegurado que su situación mejoraría al año siguiente. Por lo tanto, sería mejor en la universidad. Oxford era un poco mejor, sobre todo porque las peores burlas ahora se consideraban un juego de niños. Pero Jonathan aún no tenía ni idea de cómo hablar con extraños, al menos no más que antes.

Por eso importaban las normas.

La sociedad tenía reglas. Era seguras, sólidas, inamovibles. Pasos dentro de un baile que él mismo había aprendido a ejecutar. Sí, el resto podría pensar que era… rígido, o incluso frío, si se aferraba firmemente a tan solo mantener una conversación dentro de esos límites. Pero no pensarían que fuese ridículo. No pensarían que estuviese equivocado. Cuando Jonathan seguía las normas, estaba a salvo.

Contaba con que esas normas le ayudasen a conocer mejor a la señorita Tilney, una chica bastante guapa. Las normas también se suponía que le guiarían más allá de cuando ella le tomase del brazo, no le gustaba que le tocasen extraños, aunque al menos ese contacto se lo esperaba, por lo que se podía preparar mentalmente para ello. En vez de eso, en cuanto se habían tocado, la señorita Tilney se había desviado de lo que dictaban las normas y le había descolocado completamente. Había tenido la intención de volver a llevarlos hacia la seguridad de las reglas sobre los tiempos y las conversaciones convencionales. Y en cambio, a juzgar por sus mejillas sonrojadas, la había ofendido. Lo único peor que el miedo de ofender a alguien era el saber que ya lo había hecho. ¿Cómo iban a pasar una comida entera así?

No tan solo una, se recordó Jonathan. Un mes entero. Rodeado de extraños. Pensó que sería mucho más fácil pasar tiempo con amigos de sus padres, más que con los suyos; siempre se había relacionado con más facilidad con los adultos. Hasta ahora se sentía tan miserable como siempre. Esperaba desanimado una hora interminable de conversación tensa, con miedo a meter la pata, y una comida deliciosa que sería incapaz de digerir a causa del nudo en su estómago.

Se suponía que debía mantener una conversación con aquellos que se encontrasen a sus lados, pero nunca al otro lado de la mesa, exceptuando cualquier cosa que quisiese decirles a todos los presentes. Jonathan había esperado sentarse entre dos personas extremadamente habladoras. Se había dado cuenta de que con tales individuos a los lados a veces no necesitaba hacer nada más que asentir con la cabeza y murmurar monosílabos de vez en cuando. Y en cambio, aunque pareciese extraño, eran esas personas las que luego hablaban con más cariño sobre él con sus padres, que le transmitían los cumplidos con la sugerencia implícita de que eso, lo que quiera que acabase de hacer, era exactamente lo que tenía que hacer. Jonathan no les había explicado la paradoja, en primer lugar porque no la terminaba de comprender. Parecía que a la gente no le gustaba escuchar tanto como que los escuchasen.

Por desgracia, en esa cena, Jonathan se encontraba entre la amable señora Wentworth y la silenciosa señora Bertram. Parecía que tenía por delante una larga e incómoda cena.

Sin embargo, en cuanto se pusieron las primeras soperas sobre la mesa, apareció el mayordomo, con aspecto desconcertado.

—Señor Knightley… hay un caballero que desea verle, señor.

Knightley frunció el ceño, como no podía ser de otra manera.

—Esto es bastante extraño, Greene.

—En efecto, señor. —El mayordomo parecía preferir estallar en llamas que mantener esa conversación, pero las miradas hacia atrás indicaban que no tenía elección—. Se lo he dicho, pero es muy insistente.

—Sí, lo soy. —Una voz masculina resonó a su espalda mientras una figura salía de entre las sombras en el umbral del comedor—. Muy insistente.

Se había abierto paso a la fuerza, sin esperar siquiera a que el mayordomo regresase, un acto descortés que resultaba bastante alarmante. Jonathan miró a su padre, a quien le disgustaba la descortesía casi tanto como a él.

Pero su padre no parecía ofendido o disgustado. Parecía… furioso. Su madre, en cambio, se había puesto cenicienta, tanto que Jonathan se preguntó si iba a desmayarse.

El hombre se acercó un poco más para que le viesen claramente. Tendía la edad del padre de Jonathan, vestía prendas a la moda, aunque quizá demasiado, lo suficiente como para considerarse llamativas. Su sonrisa era fina y fría. Al otro lado de la mesa, Jonathan vio cómo Anne Wentworth intentaba llamar la atención de su marido, que parecía estar hirviendo de rabia.

¿Se lo estaba imaginando o este hombre le resultaba… vagamente familiar?

La sonrisa del hombre se amplió.

—Bueno, bueno. Parece que no me faltan conocidos sentados a la mesa. Qué suerte habernos reencontrado.

Algunos miraban a su alrededor preocupados, pero Darcy simplemente inclinó levemente la cabeza y habló, con un tono tan frío como el hielo.

—Buenas noches, señor Wickham.