Prólogo

Junio de 1820

La boda del señor y la señora Knightley de Donwell Abbey había sido una sorpresa para todos aquellos que los conocían desde hace tiempo y ninguna sorpresa para aquellos que no les conocían casi nada.

—Pero si siempre han estado enfrentados —protestó su hermana, Isabella, una mujer discreta y delicada, en cuanto leyó la carta con la noticia.

—Quieres decir que se pelean como perros y gatos. —Fue la respuesta contundente de su marido.

Como no era solo el cuñado de la novia sino también el hermano pequeño del novio, había sido testigo de todas sus riñas con cierta exasperación.

Ambos tenían parte de razón. Emma Woodhouse y George Knightley discrepaban en muchos aspectos: la necesidad de que un caballero bailase en las fiestas, el decoro de llegar en carruaje en vez de a caballo y, sobre todo, las perspectivas matrimoniales de todos los que les rodeaban. Las ilusiones de Emma la habían llevado a menudo a cometer errores, pero al final no había dudado en unir a la pareja más improbable de todas: la suya.

Sin embargo, la gente común de la villa de Highbury estaba mucho menos sorprendida. El señor Knightley era el hombre más rico y codiciado del lugar; Emma Woodhouse, la dama más rica y codiciada. Esa clase de individuos solían enamorarse el uno del otro con bastante frecuencia. ¿Por qué habría de extrañar que esto demostrase ser tan cierto en Highbury como en cualquier otra parte?

En lo que todos habrían estado de acuerdo si se les preguntaba era en lo feliz que estaba el matrimonio. Durante dieciséis años habían vivido como marido y mujer. Emma Knightley le había dado a su esposo dos hijos preciosos: una niña llamada Henrietta, que nació en su segundo aniversario, y un niño llamado Oliver, que la siguió cinco años después. A estas alturas estaban bien instalados en Donwell Abbey, eran la imagen de armonía familiar… excepto ese día.

—¿Por qué no debería un hombre hospedar a nadie en su casa? —dijo Knightley desde el aparador sirviéndose el desayuno—. Darcy y yo éramos buenos amigos en Oxford, y es un hombre con un patrimonio considerable. ¿Por qué su mujer no sería bienvenida en Donwell?

—¡Oh! Sigues malinterpretándome —replicó Emma, cabreada—. No es que el señor y la señora Darcy no sean bienvenidos de por sí. ¡Es que les has invitado a la vez que al resto de nuestros huéspedes!

—¿No le puede ofrecer Donwell camas y techo a todos? ¿Somos tan pobres que una casa llena de huéspedes nos llevará a la bancarrota?

Emma le dedicó una mirada severa, una que había aprendido de él, hacía mucho tiempo.

—Lo que quiero decir es que no podemos atender a tantos huéspedes al mismo tiempo.

Knightley suspiró.

—Quizá no deberías haber invitado a tu primo…

—Pero Brandon se acaba de casar y he oído que su mujer es una joven particularmente encantadora. Debemos conocerla, ¿verdad?

—O a la hija de esa salvaje novelista de la que te hiciste amiga en Bath…

—Catherine Tilney no es para nada salvaje, y tampoco sus libros. Es una mujer completamente respetable y la esposa de un vicario. Su hija Juliet está tan sola en Gloucestershire… debería ver más mundo.

—O a nuestros arrendatarios. ¿Quién habría imaginado invitar a que se quedasen sus arrendatarios?

Ahora Emma sabía que estaba en su terreno.

—¡Cualquiera que haya oído hablar del horroroso estado de Hartfield insistiría en que les debemos un lugar decente donde quedarse mientras esperan a que terminen las obras!

(Su anciano padre se había negado a hacer cambios en la casa en sus últimos años, incluso los que concernían la seguridad).

Esto, Knightley se detuvo a considerarlo.

—En ese caso, lo entiendo. Solo es una por una obra…

—Una escalera se derrumbó. —Emma se cruzó de brazos para enfatizar su mensaje, aunque no necesitaba ningún énfasis para su argumento.

Knightley asintió lentamente.

—Este verano es demasiado caluroso para que surjan más problemas. ¿No están sufriendo ya demasiado? Además, el capitán Wentworth y su mujer parecen amables e inteligentes. Espero con ansias conocerlos.

En un momento como ese, Emma nunca dejaba pasar la oportunidad de aferrarse a su ventaja.

—¿Y quién fue el que invitó a sus parientes a quedarse?

—Sin embargo, mi invitación no tenía fecha alguna. No podía anticipar que Bertram traería a su mujer a vernos ahora.

Con unos puntos ganados, pensó que sería más inteligente dejar atrás el tema. No era de las que se lamentaba cuando las cosas se complicaban, disfrutaba de los retos.

—Debemos sacarle todo el partido que podamos. En vez de unos pocos invitados deberíamos dar una fiesta de verdad. Esa sería la mejor solución.

—Incluso aunque no sea «la mejor solución» —dijo Knightley—, daremos una fiesta y haremos que sea la mejor de todas.

Si la boda de Emma y Knightley les había sorprendido a algunos, el anuncio del compromiso entre Elizabeth Bennet y Fitzwilliam Darcy les había dejado a todos anonadados.

Por aquel entonces, todos los que rodeaban a Elizabeth sabían que Darcy era un hombre orgulloso y desagradable, tan impresionado por su propia riqueza y patrimonio que escasamente se dignaba a hablar en actos sociales. También sabían aquellos que frecuentaban la compañía de Darcy que Elizabeth Bennet no era más que una chica de campo sin relaciones de valor, sin dote de ningún tipo y, por lo tanto, sin esperanza de casarse bien.

Si no hubiese sido por el señor George Wickham probablemente nunca hubieran descubierto la verdadera naturaleza del otro, ni tampoco la suya propia. Ciertamente, no habrían pasado los últimos veintidós años felizmente casados.

Bueno, pensó Elizabeth Darcy, veintiún años felizmente casados. Ese último año no contaba.

Estaba sentada en su cama, mirando fijamente el vestido que su doncella le había preparado. Era amarillo, el color favorito de Elizabeth. Sin duda por eso lo había escogido. El tono era un intento para ayudarla que dejase de vestir de negro, gris y lavanda.

Han pasado ocho meses, se recordó. Es hora de dejar atrás el duelo.

Pensando en eso se levantó del colchón. Sin embargo, antes de que pudiese llamar a la doncella para que la ayudase a vestirse, Darcy entró en el dormitorio.

Tenía el mismo aspecto de siempre. La ropa de caballero no cambiaba demasiado al entrar o salir del periodo de duelo. Para su marido, había poco que hubiese cambiado. A veces, a Elizabeth le parecía que no le había afectado en absoluto la tragedia del invierno pasado.

Ella, en cambio, se sentía completamente distinta; pasó de ser esa persona alegre y entusiasta para convertirse en una sombra de lo que había sido. Pasiva, insignificante, oscura.

No le extrañaba que Darcy y ella ya no tuviesen casi nada que decirse.

—Aún no estás lista —dijo.

Otros maridos podrían haber hecho que ese comentario sonase mordaz. Pero viniendo de Darcy tan solo era una constatación de los hechos, sin juicio alguno.

—Si prefieres que nos marchemos mañana…

—No, no —insistió Elizabeth—. Ya deben de haber recibido nuestra carta. Sería descortés llegar tarde.

¡Si tan solo no hubiese aceptado la invitación a esa fiesta con gente que no conocía y a tener que pasar semanas fuera de su propia casa! En aquel momento había pensado que cambiar de aires les ayudaría. Dejaría atrás lo que conocía por un tiempo, se permitiría ver un condado que nunca había visitado y haría nuevos amigos. (Elizabeth pensaba que los nuevos conocidos solían caer en una de dos categorías principales: aquellos a quienes merecía la pena conocer y aquellos que eran una constante fuente de diversión). Sin embargo, ahora que había llegado la hora, el mero esfuerzo de prepararse para el viaje le parecía insalvable. ¿Cuánto peor podría ser la visita en sí?

La mirada de Darcy se posó en su vestido. Comprendía el significado que tenía tan bien como ella.

—Siempre he creído que el amarillo era tu color —murmuró, sin alzar la vista hacia ella.

Bajo el horrible frío que se había instalado en su matrimonio como la nieve en invierno, él seguía siendo su Darcy. Para ella, que antes se reía todos los días, una sonrisa ahora le resultaba algo desconocido, pero bienvenido.

—Entonces lo llevaré para ti.

La ternura en su mirada como respuesta la llenó de algo parecido a la esperanza. Cuando Darcy abrió la boca para volver a hablar, ella se inclinó hacia delante con avidez, pero entonces escuchó cómo llamaban a la puerta, seguido del sonido de las bisagras al abrirse.

—¿Madre? —Su hijo mayor, Jonathan, entró en la habitación—. Oh, perdonadme. No quería molestar.

—No molestas —le dijo Elizabeth amablemente—. Nunca podrías hacerlo.

A decir verdad, ya lamentaba el cambio de comportamiento de su marido: formal en vez de familiar, distante en vez de cercano. Se había apartado, casi como si acabasen de dejar entrar a un extraño. Jonathan sacaba eso de su padre.

¿O era él quien sacaba eso de su hijo?

Elizabeth se había preguntado más de una vez cómo podía haber dado a luz a un hijo que hiciese que su padre pareciese… informal. Tranquilo. Incluso, relajado. Siempre había sabido que su vivacidad ablandaba a su marido, mejorando su estado de ánimo; había creído ingenuamente que sus personalidades se mezclarían al crear las de sus hijos, con el mismo resultado. En cambio, sus hijos menores, Matthew y James, a veces parecían haber heredado su buen humor (probablemente el doble en el caso de James).

Pero Jonathan… oh, él era tanto inteligente como educado, un hijo obediente y un hermano generoso, su orgullo y alegría. Era la viva imagen de su padre cuando era joven, si los cuadros de Pemberley mostraban la verdad, lo que le convertía en un joven extremadamente apuesto. La rigidez que tanto le había disgustado al principio de Fitzwilliam Darcy también estaba presente en su hijo. Con Jonathan, sin embargo, ese rasgo dominaba tanto su carácter en público que temía que nunca siguiese el ejemplo de su padre.

Siempre se saca un poco del carácter de tu madre o de tu padre, se recordaba Elizabeth de vez en cuando. ¿Por qué entonces te sorprendes continuamente del comportamiento de tu hijo mayor?

A veces, Elizabeth deseaba que algo, o alguien, cambiase el comportamiento de Jonathan del mismo modo que ella había cambiado el de su padre. Pero después pensaba en su hijo, tan honesto, fiel y completamente él mismo, y odiaba pensar que pudiese tener que cambiar. Si tan solo pudiese transformar el mundo que le rodeaba para que todos pudiesen ver al Jonathan que ella conocía.

Pero el mundo no era fácil de cambiar.

—El mozo quiere llevar mi baúl al carruaje. Creí que primero debía preguntarles a ambos si están completamente seguros de que he de ir con ustedes —dijo Jonathan.

—Ciertamente, debes —le urgió Elizabeth. Viajar, conocer a nuevas personas, eso seguro ayudaría a que su hijo estuviese más relajado y a ampliar sus cocimientos. Vivir en Pemberley podía hacer que sus habitantes olvidasen que el mundo era mucho más grande y hermoso—. Hemos estado esperando emprender este viaje juntos.

Jonathan inclinó levemente la cabeza.

—Me preocupa Pemberley. Están a punto de traer las flores de sauco para infusionarlas y alguien debería quedarse en casa para actualizar los libros de contabilidad…

—El señor Abbott tiene los asuntos bien controlados —dijo Darcy, con un toque de severidad en su tono—. He confiado en su supervisión durante varios años. Si te quedases para supervisarlos junto a él lo tomaría como una señal de desconfianza y, por lo tanto, el mayor de los insultos.

—Yo… no había pensado en eso —dijo Jonathan. Elizabeth vio cómo se sonrojaba, mortificado—. No tenía intención de difamar al señor Abbott.

Darcy hizo un sonido que, en un hombre de menor rango, se habría considerado un suspiro.

—Por supuesto que no. Aunque me acabas de recordar que he de hablar con Abbott antes de partir. Deberías venir conmigo, para conocer mejor todo lo que hace por nosotros.

Jonathan no se movió, pero Elizabeth pudo ver cómo las sombras caían sobre sus hombros. Su hijo mayor se esforzaba por hacer siempre lo correcto, por estar a la altura de las expectativas de su padre y de la sociedad… y, aun así, a pesar de su inteligencia, parecía que siempre había algo que no entendía.

Padre e hijo salieron y el breve momento íntimo que Elizabeth había compartido con Darcy se marchó con ellos.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Edmund Bertram por tercera vez en varias horas—. El calor es insoportable. Si estás fatigada podemos parar en una posada cercana.

Su esposa, Fanny, negó con la cabeza. No le gustaba molestar al resto con sus problemas, ni siquiera a su querido Edmund.

—No, no. Me encuentro perfectamente.

—Dirías eso incluso aunque te cayeses y te abrieses la cabeza.

Fanny se las apañaba para estar alegre para su marido.

—Entonces sería una inconsciente, ¿no?

—Además de incapaz de decir nada. Tienes razón. —Edmund tenía una sonrisa pequeña y cuidada.

Ella siguió mirando por las ventanas del carruaje. Fanny siempre había encontrado su mayor consuelo en la naturaleza, en los bosques y en el campo, en cada árbol y flor. Normalmente habría sentido una enorme curiosidad al observar el follaje desconocido, pero hoy no podía permitirse el perderse en él. El miedo se aferraba a ella con sus garras, negándose a soltarla.

Fanny siempre había sido una mujer asustadiza. De pequeña la habían sacado de su caótica familia para que viviese con sus familiares más ricos, Sir Thomas y Lady Bertram. Su mansión y sus modales la habían intimidado tanto que había pasado de su tranquilidad habitual a un silencio absoluto. Solo una persona había sido realmente amable y cariñoso con ella: su primo Edmund.

A medida que se hacían adultos, la profunda gratitud de Fanny hacia él se había transformado en amor. Sin embargo, la preocupación y admiración de Edmund hacia ella, no. En cambio, cayó bajo el hechizo de una nueva y alegre joven del barrio, una tal Mary Crawford. Ni todos los celos del mundo podían ocultar el hecho de que Mary brillaba con luz propia, era ingeniosa, tenía talento musical y, a veces, era profundamente cariñosa con Fanny. Pero bajo todo ese brillo, Fanny tenía claro que la moral de Mary no era como debía ser.

Edmund no lo había visto. Continuó ajeno a los defectos de Mary durante muchos meses, excusando lo que no podía pasarse por alto, mientras que el ánimo de Fanny se hundía cada día un poco más. Habían llegado incluso hasta casi comprometerse, la petición estaba casi en boca de Edmund, antes de que Mary mostrase finalmente cómo era en realidad. Y después de aquello…

Era lo que ocurrió «después» lo que Fanny no llegaba a comprender. En un año, Edmund se había recuperado de su enamoramiento con Mary Crawford lo suficiente como para proponerle matrimonio a Fanny. Ella había aceptado su propuesta con lágrimas de felicidad. Pero incluso siendo tan feliz seguía siendo consciente de que Edmund nunca la había cortejado como había hecho con Mary. Su rostro nunca había adquirido esa delatadora mezcla de deleite y vulnerabilidad que le gritaba al mundo que estaba enamorado. Sus rutinas diarias apenas se habían alterado. Un día Fanny era su prima; al siguiente era su esposa, viviendo en la vicaría con él al igual que habían vivido juntos en Mansfield Park.

(La diferencia principal de la que no podía hablar, ni apenas podía pensar, era que por la noche se acostaban en la misma cama. Lo que ocurría allí… era placer, Fanny no podía negarlo, pero seguía siendo un misterio para ella. Algo que pertenecía a la oscuridad. Algo que Dios había querido que sucediese entre esposos por razones que Fanny no intentaba comprender).

Sin duda, estaba mal querer algo más. Edmund era su marido, el resultado de todas las esperanzas que siempre había tenido pero de las que no se había permitido hablar. Su vida era modesta pero cómoda. Dios no les había bendecido con hijos, lo que después de cuatro años de matrimonio era preocupante, pero aun así Fanny rezaba en la iglesia por ello con la certeza de que sus oraciones algún día tendrían respuesta. No dudaba de que Edmund la amaba. Pero no pensaba que la amase tanto como ella lo amaba a él.

Ciertamente haría falta un amor grande y poderoso para poder enfrentar los problemas que la atormentaban.

—Estás muy callada —dijo Edmund, rompiendo el silencio.

Inclinando la cabeza, Fanny asintió.

—Es como soy.

Algunas veces, en los instantes más sombríos, se preguntaba si Edmund echaba de menos el rápido ingenio de Mary Crawford que, aunque a veces fuese insensible o incluso inmoral, nunca cesaba de ser interesante.

—Es cierto, pero no es eso, Fanny —la reprendió Edmund con cariño—. Algo te ha estado preocupando estas últimas semanas, ¿no es así?

—No, no.

—Una esposa debe ser sincera con su marido. —La voz de Edmund había adquirido el tono sermoneador propio de un vicario, lo que no era de extrañar, ya que esa era su profesión—. Los vínculos sagrados del matrimonio lo exigen.

Fanny, profundamente devota, por lo general disfrutaba de sus sermones. Hoy, en cambio, las lágrimas brotaron de sus ojos.

—Estoy bien, no desconfíes de mí.

—Confío en ti más que en nadie —dijo Edmund con cariño—. Está bien, Fanny. No te preguntaré más por ello de momento.

De momento. Esas palabras la golpearon como dos latigazos, o como ella pensaba que se sentiría al recibir un latigazo por la vívida descripción de William en una de sus cartas más preocupantes. Edmund volvería a preguntarle, tendría que contárselo y, aun así, no podía hacerlo. ¿Cómo podría ser fiel a su marido y a su hermano a la vez?

La carta más reciente de William descansaba en su maleta de viaje, a los pies de Edmund, dolorosamente presente como si fuese una tercera persona cabalgando con ellos, mirándola fijamente, juzgándola.

—Sí, eso está mejor —dijo Marianne Brandon, agradecida por respirar el aire fresco que se colaba por la ventana que acababan de abrir en el vagón —. Viajar en verano puede ser tan odioso. Qué suerte tenemos de que las carreteras no estén llenas de polvo.

Su marido tenía la mirada grave y preocupada que tan a menudo mostraba cuando intentaba cuidar de ella.

—¿Entonces no te preocupa la luz del sol?

Marianne tardó un momento en comprender lo que quería decir Brandon.

—Yo no me rebajo, como hacen algunos, a ridiculizar a los que se broncean en verano. Quizá no sea refinado, pero muestra su amor por el aire fresco y la naturaleza, y eso lo considero más que agradable. ¿Así que por qué me debería preocupar? —dijo sorprendiéndose a sí misma. Su matrimonio aún era algo nuevo—. ¿Pero tanto te disgusta cuando una mujer está bronceada?

—Pienso lo mismo que tú. Aquellos que aman la naturaleza no deberían reprimirse —coincidió Christopher Brandon. ¿Eso era un indicio de cariño en su tono? Si tan solo estuviese segura—. No te contengas por mí.

Marianne no tenía intención de hacerlo. Solo deseaba saber qué pensaba su marido sobre… bueno, sobre cualquier cosa, además de sobre ella.

Llevaban cinco meses casados y este continuaba siendo un misterio. Encerrado en sí mismo. Lejos de ella. Iba en contra de todo lo que sabía sobre el matrimonio y mucho más de aquello que se basaba en el amor más profundo. ¿Cómo podía un hombre irse con ella a la cama cada noche y, en cambio, ser incapaz de hablarle abiertamente, sin reservas? Marianne había creído una vez que eso era imposible.

No hacía ni dos años que Marianne había conocido a un joven llamado Willoughby que parecía personificar todos sus ideales del héroe romántico: guapo, elegante, apasionado por la poesía y el arte. Luego supo que Willoughby había jugado con los sentimientos de una joven y la había dejado embarazada, de hecho, esa joven era la protegida del coronel Brandon. La tía de Willoughby le había desheredado y sus ideales románticos habían quedado desechados en favor de otra esposa, una que venía con una dote de cincuenta mil libras bajo el brazo.

El corazón de Marianne había quedado destrozado. Y lo que es peor, había permitido que su propio desamor la debilitase. Cuando contrajo una fiebre severa no había tenido la fuerza suficiente para luchar contra ella. Así que se había puesto terriblemente enferma, tanto, que incluso estuvo a punto de morir.

Su hermana Elinor siempre la instaba a aprender de este incidente. Gracias a su enfermedad, Marianne había aprendido dos valiosas lecciones: que tenía que ser dueña de sus emociones, tanto por su bien como por el de su familia; y que el coronel Brandon, mayor y más callado como era, había demostrado ser un hombre en el que podía confiar plenamente.

¿No podía la confianza llevar al amor? Tenía esperanzas de que así fuera.

Elinor finalmente había conseguido influir sobre Marianne, y por lo tanto, los factores prácticos habían intervenido en su decisión de aceptar la propuesta de matrimonio de Brandon. El coronel Brandon tenía un buen hogar y carácter. Era respetado por sus amigos y apreciado por su familia. Con un marido así, Marianne sabía que siempre la tratarían con bondad y respeto. Era demasiado fácil, pensó, subestimar el valor de sentirse totalmente segura.

Sin embargo, había jurado hacía tiempo que nunca se vendería al matrimonio solo por riqueza. Marianne había aceptado la propuesta de Brandon después de que empezase a sentir por él aquello que una mujer debía de sentir hacia su marido.

Ya no le incomodaba su edad (treinta y siete, dieciocho años más que ella), ni su naturaleza taciturna y firme, tan distinta a la suya. Aun así, seguía siendo consciente de que ella había sido la primera en enamorarse, no del hombre en sí, sino del amor que él sentía por ella. Ser objeto de una devoción tan gentil y desinteresada, sentirse protegida con tanta ternura y sin intención de obtener una recompensa a cambio, ¿quién no se sentiría atraído? Era el amor de Brandon, su fervor, que aunque estaba enterrado en lo más profundo de su ser, como las brasas encendidas en la ceniza de una hoguera, lo que la había convencido de convertirse en su esposa.

Sentía que una mayor comprensión e intimidad se despertarían con el tiempo. De hecho, su cariño hacia Brandon aumentaba cada día.

Sin embargo, cinco meses después de su boda, él seguía completamente cerrado a ella.

De niña, Marianne siempre había respondido ante una puerta cerrada lanzándose contra ella. Los corazones cerrados habían demostrado ser algo más complicado.

El término economizar sugiere las admirables cualidades de la prudencia y el ahorro. Sin embargo, también sugiere una pérdida, que por muy intachable que sea, nunca es de admirar. Eso fue lo que le ocurrió al capitán y a la señora Wentworth.

Su fortuna de veinticinco mil libras se había desvanecido casi al completo de la noche a la mañana.

Uno podría haber esperado que la pérdida le pesase más a Anne Wentworth. Como hija de Sir Walter Elliot, estaba acostumbrada a vivir a lo grande desde su juventud. Sin embargo, nunca le habían gustado los lujos, y había pasado más momentos felices en las casas humildes de los marineros que en la elegante Kellynch Hall de su infancia. Cuando se casó con un hombre de la marina, pasó varios años en el mar con él y no sintió como si le arrebatasen nada. El camarote de un capitán podía ser cómodo y agradable para una joven pareja, incluso aunque no fuese lujoso.

Fue el capitán Frederick Wentworth quien se sentía más descontento con su cambio de circunstancias. Su riqueza no había sido hereditaria, se la había ganado sirviendo valientemente a la nación. Conseguirla había sido su mayor orgullo, y perderla su mayor vergüenza.

El dolor era la peor parte porque no se lo merecía. Por ley debería haberle pertenecido a otra persona, a un individuo que parecía totalmente inmune al aguijón de la vergüenza.

Por eso, que la escalera de su hogar temporal se hubiese derrumbado para Anne era un inconveniente, pero para Wentworth era indignante.

—Permitir que los inquilinos se muden a una casa insegura, ¡a una casa que está a punto de caerse abajo sobre nuestras cabezas! —Wentworth echaba humo por las orejas mientras su único criado cargaba las maletas en el carruaje—. Es inconcebible. Ningún hombre decente dejaría una casa en esas condiciones.

—Ningún hombre decente atribuiría a la malicia lo que se puede explicar fácilmente por la ignorancia —respondió Anne.

Escarmentado, Wentworth bajó la cabeza.

—Sí, nos dijeron que no había vivido nadie en la casa en dos años. El señor Knightley no lo podía haber sabido. Pero cuando pienso en lo que podría haber pasado si hubieses estado en la escalera cuando se cayó…

No lo estaba —dijo Anne con firmeza, pero posando suavemente la mano sobre el brazo de su marido. Sabía que no podía soportar pensar en decepcionarla o hacerle daño de nuevo.

Aunque la culpa de eso la tenía otro…

—Gracias a Dios, Anne —pronunció Wentworth con un tono bajo que dejaba entrever su emoción—. No sé cómo podría soportarlo sin ti.

—No necesitas saberlo —prometió—. Me quedaré a tu lado mientras el destino lo permita.

Aquello no fue tan reconfortante como pretendía, ya que ambos sabían lo cruel que podía ser el destino.

—Ojalá hubiésemos podido comprarte ropa nueva —dijo la señora Tilney mientras ataba la cinta de la capa de su hija—. Pero tienes muy buen aspecto, querida.

—Gracias, mamá —respondió Juliet.

Juliet Tilney, que acababa de cumplir diecisiete años, se había vuelto mucho más consciente de su aspecto en el último año. Cuando era más joven había sido más bien lo que llamaban marimacho, atraída por los juegos de niños y aficionada a trepar a los árboles. Su padre la había regañado unas cuantas veces, pero su madre siempre había dicho que era exactamente igual a ella cuando era joven. ¿Y es que ella no había desarrollado interés por las muselinas y los bailes —y por los vicarios jóvenes y guapos— cuando era propio que una chica lo hiciese?

En realidad, a Juliet aún le gustaban los juegos de niños, y continuaría escalando los árboles si se lo permitiesen sus vestidos. Al contrario que su madre, y como el resto de los adultos, no entendía por qué no le gustaban las muselinas, bailar y una emocionante partida de petanca. Quizá cuando fuese mayor la respuesta sería tan clara para ella como lo era para el resto.

Juliet era consciente de que la llevaban a esta visita no únicamente porque viese más mundo, sino con la esperanza de que se relacionase con gente que, con el tiempo, le presentase a un joven prometedor. Ciertamente, iba a conocer a gente muy interesante, al menos según la carta de la señora Knightley, que su madre había leído en voz alta más de una vez. Un capitán de la marina, eso sonaba emocionante. Un coronel que había servido en las Indias Occidentales y que podía hablarle de lo grande que era el mundo. El vicario no sonaba tan interesante; al final, Juliet era la hija de un vicario. Pero lo compensaba un tal señor Darcy que poseía Pemberley, una finca tan grande que su fama había llegado incluso hasta Gloucestershire.

Y, por supuesto, sus esposas. Juliet también estaba deseando conocerlas. Los hombres interesantes solían casarse con mujeres interesantes. Si no, había aprendido que era un indicio de que el hombre no era tan interesante como sus credenciales.

—Surrey —dijo la señora Tilney, pensativa—. Debes decirme si está lleno de setos.

Las preguntas sobre el paisaje solo significaban una cosa.

—¿Estás pensando en ambientar una novela en Surrey? —preguntó Juliet.

—Es una posibilidad. —La señora Tilney siempre se imaginaba al detalle todos los lugares sobre los que escribía.

Juliet se rio. Admiraba la imaginación ilimitada de su madre, pero nunca cesaba de sorprenderle cómo podían surgir sus ideas de la más mínima chispa.

—¿Voy a ser tu investigadora, entonces? ¿Para ambientar tu próxima gran aventura?

La señora Tilney posó la mano sobre la mejilla de su hija.

—Espero que la próxima aventura sea la tuya.

Durante los cinco años anteriores, por fin habían relegado permanentemente a Napoleón Bonaparte a la isla de Santa Elena. Aunque Gran Bretaña, y toda Europa, aún recordaban cómo se había escapado de Elba, no parecía probable que pudiese volver a hacerlo. El antes gran Napoleón se había hecho mayor y los informes coincidían en que su salud seguía empeorando. Las guerras que habían marcado tan profundamente a tantas naciones habían terminado.

Vendrían otras guerras, por supuesto. Puede que incluso llegasen pronto. Pero serían guerras como las de antaño, entre las familias gobernantes, que se batían en duelo por territorios previamente definidos. Seguramente nunca más habría un conflicto tan impactante como la campaña de Bonaparte.

La Marina Real británica había demostrado ser la gloria de la nación y la mejor del mundo. Nadie podía desafiarles en los mares, algo que habían demostrado más de una vez. En cuanto a sus victorias, en Europa también las celebraban. Sin embargo, había quienes no habían elegido bando en las guerras: las milicias. Napoleón nunca había conseguido la fuerza, o la oportunidad, necesaria para invadir Inglaterra. Los miles de jóvenes que se habían unido a las milicias destinadas para protegerse de una invasión de este tipo llevaban uniformes, habían entrenado y les admiraban y, además, sufrieron pocas bajas. Algunos de esos hombres simplemente estaban agradecidos de que nunca hubiesen llegado a invadirlos. Otros, menos conscientes de los horrores de la guerra y más ávidos de reconocimiento, lamentaban profundamente la paz.

Los que más la lamentaban eran los más avaros. Había fortunas que se podían ganar en tiempos de guerra y que, de otro modo, estarían fuera del alcance de un hombre de clase media que quería hacerse rico.

Pero uno siempre se podía hacer con una fortuna si se tenía voluntad. George Wickham lo sabía bien.

Wickham se alisó el chaleco y se pasó una mano por el cabello. Estaba surcado de canas y su chaleco le apretaba más en la cintura que antaño, pero todavía tenía una buena percha. Lo sabía por las miradas interesadas que se seguía ganando de las mujeres… aunque ahora estas no fuesen tan jóvenes, e incluso aunque se fijasen en él menos que antes. Si tuviera que casarse de nuevo, podría hacerlo de forma más ventajosa que antes. Sin embargo, Wickham ya no necesitaba casarse por dinero. Había conseguido probar la riqueza y no tenía intención de vivir sin ella nunca más.

De hecho, su próxima aventura podría darle unos cientos de libras más, si cierto señor y señora Knightley de Surrey amaban de verdad a su familia.