En el valle del Nilo, hacia el año 3200 a.C., el Rey Escorpión une el norte y el sur de Egipto, y el faraón de la Primera Dinastía, Narmer, consigue que la unión permanezca en el tiempo
Al suroeste de Sumer, más allá de las costas del mar Mediterráneo, el primer creador de imperios atraviesa el valle del Nilo.
Al igual que los primeros reyes de Sumer, el Rey Escorpión se mueve en la frontera entre la historia y el mito. No aparece en ningún listado de reyes; existe únicamente en forma de imagen tallada sobre la cabeza de un arma ceremonial. Pero, frente a los primeros reyes sumerios, que ocupan un lugar en el pasado distante, el Rey Escorpión vivió prácticamente en lo aledaños de la historia escrita. Su intento de conquistar el mundo se remonta al año 3200 a.C.
El Rey Escorpión descendía de un pueblo africano que había vivido a las orillas del Nilo. Siglos antes de su nacimiento, en los días en que el legendario Alulim gobernaba sobre una Sumer más fría y húmeda, el valle del Nilo era, con toda probabilidad, una tierra inhabitable. Todos los años, cuando las lluvias caían torrencialmente sobre las montañas del sur, las aguas acumuladas caían en cascada al Nilo y se dirigían hacia el Mediterráneo situado más al norte, inundando las tierras circundantes. Las crecidas eran tan violentas que el número de cazadores y recolectores que vivían en las inmediaciones del río era muy escaso: preferían habitar las tierras situadas al este y al oeste (más hospitalarias), asentarse a orillas del mar Rojo, o vagar por el desierto del Sahara. En aquellos tiempos, más suaves y húmedos, el Sahara era un territorio en el que abundaban el agua y la vegetación. Los arqueólogos han descubierto hojas, árboles y restos de animales debajo de la arena.
Sin embargo, los patrones climáticos que transformaron la llanura mesopotámica en un lugar más caluroso y seco afectaron también al Sahara. Sus gentes viajaron hacia el este, hacia las aguas del Nilo. Gracias al descenso en las lluvias, las crecidas del Nilo se habían moderado; los refugiados comprobaron que podían hacer frente a las inundaciones anuales, y comenzaron a excavar reservas de agua para contener el agua de las crecidas y canales para irrigar sus campos en los meses más secos. Construyeron asentamientos a orillas del río, cultivaron cereales en el cieno oscuro que dejaban las corrientes de agua y cazaban en las zonas pantanosas: ganado salvaje, cabras montesas, cocodrilos, hipopótamos, peces y aves. Otras gentes se les unieron, procedentes de la orilla occidental del mar Rojo. Ellos fueron los primeros ocupantes con carácter permanente del valle del Nilo: los primeros egipcios.*
Frente a lo que ocurría en Sumer, en el valle del Nilo había animales de caza y peces, piedra, cobre, oro, lino y papiro; de todo, menos madera. Los egipcios realizaban intercambios comerciales al oeste para obtener marfil, y al este para conseguir conchas; con el norte intercambiaban piedras semipreciosas, pero para sobrevivir, únicamente necesitaban lo que el Nilo les ofrecía.
El Nilo, el auténtico corazón de Egipto, atraviesa un valle de más de cinco mil kilómetros de largo, rodeado de acantilados en algunos lugares y terreno llano en otros. Las crecidas anuales comenzaban corriente arriba, en lo que hoy son las tierras altas de Etiopía, y seguían río abajo pasada la segunda catarata en dirección a la primera, carenando alguna curva en la que algún día serían enterrados los reyes, para después correr como el trueno por la llanura hasta convertirse en una docena de corrientes diferentes: el delta del Nilo.
Dado que el Nilo fluía de sur a norte, los egipcios consideraban que todos los demás ríos corrían al revés. A juzgar por los jeroglíficos tardíos, utilizaban una palabra para señalar el «norte», «corriente abajo», y «nuca», y otra para «corriente arriba», «sur», y «cara».1 Los egipcios se orientaban simpre volviéndose hacia el sur, mirando hacia la corriente del Nilo que venía de aquella dirección. Desde los tiempos de los primeros asentamientos, los egipcios enterraron a sus muertos al borde del desierto, con la cabeza apuntando al sur y sus rostros mirando al oeste, hacia las tierras baldías del Sahara. La vida procedía del sur, pero la Tierra de los Muertos se situaba al oeste, hacia el desierto del que habían huido a medida que la vegetación y el agua desaparecían.
Los egipcios daban a su país dos nombres distintos: la tierra sobre la que las crecidas anuales depositaban el cieno recibía el nombre de Kemet, la Tierra Negra. El negro era el color de la vida y la resurrección. Pero más allá de la Tierra Negra yacía Deshret, la mortífera Tierra Roja. La línea que separaba la vida de la muerte era tan visible que un hombre podía inclinarse y colocar una mano sobre la fértil tierra negra mientras colocaba la otra sobre el rojo desierto abrasador.
Esta duplicidad, una existencia vivida entre dos extremos, tuvo su eco en la incipiente civilización egipcia. Al igual que ocurrió en las ciudades sumerias, las ciudades egipcias conocieron la llegada de «invasores» alrededor del 3200 a.C. La ciudad de Nubt (llamada también Naqada), situada en la ruta este-oeste que conducía a las minas de oro, se convirtió en la ciudad más fuerte del sur junto con Hieracómpolis, hogar de al menos diez mil almas, situada no muy lejos de la primera. Desde muy pronto, estas ciudades sureñas se identificaron no como ciudades soberanas y separadas, sino como parte de un reino: era el reino de la Corona Blanca, llamado también el Alto Egipto puesto que se localizaba corriente arriba visto desde el Mediterráneo. Lo gobernaba un rey tocado con una corona blanca cilíndrica. Al norte de Egipto (el denominado «Bajo Egipto») las ciudades se agrupaban en una alianza que adoptó el nombre de Reino Rojo. Las ciudades de Heliópolis y Buto adquirieron un protagonismo creciente. El rey del Bajo Egipto lucía la Corona Roja; de su frente salía una figura en forma de cobra (la primera representación de la corona se data en el 4000 a.C.);2 lo protegía una diosa-cobra que escupía veneno sobre los enemigos del rey.3 Los dos reinos, el Blanco y el Rojo, representaban, al igual que lo hacían las tierras negra y roja, la realidad egipcia: un mundo compuesto por fuerzas opuestas y equilibradas entre sí.
Al contrario que la lista de los reyes sumerios, cuyo propósito parece haber sido documentar el principio de los tiempos, las listas de reyes egipcios más antiguas no se retrotraen hasta los primeros tiempos de estos dos reinos, de manera que los nombres de sus primeros gobernantes se han perdido. Pero en el caso del Rey Escorpión, contamos con un testimonio distinto: una cabezal en forma de maza encontrada en el templo de Hieracómpolis. En ella, el Rey Blanco, tocado con la Corona Blanca distintiva, celebra su victoria sobre los soldados del Reino Rojo; en la mano sostiene una herramienta de regadío, mostrando su poder para dar sustento a su pueblo. A su derecha, un jeroglífico muestra su nombre: Escorpión.*
El propio Rey Escorpión podría haber nacido en Hieracómpolis, que era a su vez una ciudad con carácter doble. Inicialmente Hieracómpolis había sido dos ciudades situadas a ambas orillas del Nilo: Nejen, situada en la margen oeste, estaba dedicada al dios-halcón; Nejab, al este, estaba custodiada por la diosa-buitre. Con el tiempo, las dos ciudades se convirtieron en una, bajo la custodia de la diosa-buitre. Quizás el Rey Escorpión, al ver unidas a ambas ciudades, concibió su plan para unir los reinos Blanco y Rojo en un único dominio.
Su victoria, que probablemente aconteció alrededor de 3200 a.C., fue temporal. Otra escultura da testimonio de la unión de los dos reinos bajo la égida de otro Rey Blanco, quizá cien años más tarde. Esta segunda escultura se encontró también en el templo de Hieracómpolis. Está realizada sobre una espátula (una superficie plana que servía de «lienzo»); la escultura muestra un rey adornado con una Corona Roja en la parte delantera, y una Corona Blanca en la parte trasera. Un jeroglífico da nombre al monarca: Narmer.
Narmer significa «bagre fiero» o, de forma más poética, «bagre torvo». El apelativo no dejaba de ser un cumplido, teniendo en cuenta que el bagre es el pez más fiero y agresivo de todos. En la parte anterior de la Paleta de Narmer, el rey Narmer, en su papel de Rey Blanco, sostiene a un guerrero del Reino Rojo por los pelos. En la parte frontal, despojado de su Corona Blanca, viste una Corona Roja y marcha victorioso sobre los cuerpos de guerreros decapitados. Por fin el Reino Rojo había sido sometido por el Reino Blanco.
Es probable que Narmer sea otro nombre para llamar a Menes, que aparece en las listas de los reyes de Egipto como el primer rey humano.** El sacerdote egipcio Manetón nos dice de él:

Ilustración 4.1. Maza ceremonial del Rey Escorpión. En esta maza se identifica al Rey Escorpión por el escorpión situado a la izquierda de su cabeza. Ashmolean Museum, Oxford. Fotografía: Werner Forman /Art Resource, NY.
Después de los [dioses] y los semidioses
Viene la Primera Dinastía, con ocho reyes.
Menes fue el primero.
Condujo a su ejército a través de frontera y se ganó la gloria.4
El cruce de la frontera entre los dos reinos creó el primer imperio, uno de los más longevos del mundo y, sin lugar a dudas, un imperio glorioso.

Mapa 4.1. El Alto y el Bajo Egipto.

Ilustración 4.2. Paleta de Narmer. El unificador de Egipto golpea a su enemigo, mientras el halcón de Horus le entrega un nuevo cautivo. Museo Egipcio de El Cairo. Fotografía: Werner Forman /Art Resource, NY.
La historia que nos cuenta Manetón fue escrita con posterioridad a los hechos. Manetón prestó sus servicios en el templo del dios-sol Ra de Heliópolis veintisiete siglos más tarde, alrededor de 300 a.C. Asumió la responsabilidad de reconciliar las diferentes versiones existentes en las diferentes listas de los reyes egipcios en un solo documento; para ello utilizó, entre otros documentos un papiro que hoy llamamos el Canon de Turín, en el que se identifica a Menes («Hombres») como el primer rey de Egipto.* Al compilar su listado, Manetón organizó los numerosos gobernantes que habían regido Egipto desde el año 3100 a.C. en varios grupos; cada grupo daba comienzo cuando una nueva familia llegaba al poder o cuando la sede del reino cambiaba de lugar. Manetón bautizó a estos grupos con el nombre de dinastía, una palabra griega. Las «dinastías» de Manetón no siempre son correctas, pero se han convertido en la designación tradicional más utilizada en la historia egipcia.
Según Manetón, la I Dinastía da inicio cuando las dos partes de Egipto se unificaron bajo la égida del primer rey de Egipto. Según el historiador griego Heródoto, Menes/Narmer celebró su victoria con la construcción de una nueva capital en Memfis, que se convertiría en el centro neurálgico de su nuevo reino. Memfis significa «Murallas blancas», porque las murallas de la ciudad se enlucieron de manera que brillaran cuando las diera el sol. Desde la ciudad blanca, el gobernante de este Egipto unificado podía controlar tanto el valle situado al sur como el delta más al norte. Menfis se convirtió en el eje alrededor del cual pivotaban ambos reinos.
Otra escena, esculpida sobre una cabezal, muestra a Narmer/Menes tocado con la Corona Roja y participando en una ceremonia muy similar a una boda; es posible que el victorioso fundador de la I Dinastía contrajera matrimonio con la princesa del Reino Rojo para unificar ambos reinos en la figura de los herededos de las Dos Coronas.

Nota: En todas las tablas cronológicas, los nombres de los gobernantes aparecen en negrita.
A lo largo de la historia egipcia, la duplicidad de sus orígenes quedó consagrada en la figura del rey, que recibió el nombre de Señor de las Dos Tierras y cuya Doble Corona estaba formada por la Corona Roja del Bajo Egipto colocada sobre la Corona Blanca del Alto Egipto. El buitre sureño y la cobra del norte, la una reptando por la tierra y el otro surcando los cielos, velaban por la unidad del reino. Los poderes opuestos se habían unificado en un todo poderoso y equilibrado.
El mismo Narmer gobernó durante sesenta y cuatro años hasta que salió a cazar hipopótamos, una empresa tradicionalmente reservada a los reyes como muestra de su poderío sobre los enemigos de la civilización. Según Manetón, Narmer fue arrinconado por un hipopótamo, que le dio muerte al instante.