CAPÍTULO 1 UN
REINO
PERDIDO

¡Que nos están robando! —gritaron unos ancianos que paseaban por el mercadillo.

—¿Has visto eso, Koa? —preguntó Jardred sobresaltado.

—Otra vez —se sorprendió ella. Por más que lo estuviera viendo, sus ojos transparentes no se lo podían creer.

El ladrón era escurridizo y pasó a su lado corriendo, saltando y con una sonrisa de satisfacción.

—¡Eh, no escaparás!

Como si tuviera un resorte en los pies, Jardred se lanzó a su persecución sin pensárselo ni un segundo. El ladrón, en cambio, lo que tenía en los pies eran llamas, lo cual no era extraño, pues aquel era el reino del Fuego. Con una pequeña explosión, aceleró y desapareció por un recodo.

¡Vuelve aquí, desgraciad…! —gritaba mientras, sin dejar de correr, se subía a una mesa y saltaba hacia delante con el impulso.

—¿Qué haces, Jardred? —dijo Koa con cara de susto—. ¡Que esas son las escaleras de bajada!

¡… Oooooooooo! —siguió gritando Jardred, que ya se había dado cuenta.

Había una buena caída y Jardred ya se veía a sí mismo con la cabeza contra el suelo. Eso sería un problema para cualquiera, pero cuando tienes una calabaza por cabeza, la cosa se pone aún más seria. Si no hacía algo, terminarían recogiendo trozos de calabaza por todo el mercadillo, así que buscó al ladrón mientras caía. Allí estaba, bajando los escalones a saltos.

—Tal vez con un pequeño empujoncito…

Jardred calculó la distancia y el movimiento de ambos. Sin pensarlo mucho, hizo lo que tan bien se le daba: se lanzó de cabeza. Esta vez literalmente. El ladrón apenas tuvo tiempo de girarse para ver cómo Jardred caía desde las alturas con la cabeza en llamas directo hacia él.

¡Ya te tengo! —gritó triunfal mientras agarraba al delincuente inconsciente en el suelo.

—¡¡Mis vasijas!! —gritó a su vez un vendedor.

El cuerpo del ladronzuelo había amortiguado la caída de Jardred, pero luego ambos habían caído sobre un puesto de cerámicas que, prácticamente, se había desintegrado. Como el corazón del vendedor, que rompió a llorar.

¡Adiós, adiós! Pero ¿qué ha pasao? —dijo Jardred, como si no viera la relación entre su alocado salto y la destrucción que había provocado.

—¿Es que nunca vas a pensar antes de actuar, Jardred? —lo regañó Koa cuando llegó flotando a su lado—. Tú solo tienes una vida, ten más cuidado.

Jardred la miró molesto. Claro, ella era una gatita fantasma y ya no podía morir. Él, en cambio, estaba vivo, muy vivo, y el fuego le corría por las venas. Pero tenía algo de razón, así que suspiró y se limpió su largo traje de color morado amatista.

—Ya lo sé. Tenía que detener a este desgraciado, ya lo sabes.

—¿Quién va a pagarme todo esto? —seguía llorando el vendedor.

Y no fue el único que tenía problemas. A lo lejos vieron a Bob el Desalmado, el vendedor de collares, gritando en el suelo:

¡Me están robando el puesto! ¡Ayuda!

Bob el Desalmado era capaz de vender a su madre por unas monedas, pero al menos eso era legal en la dimensión Vacío. Robar no. Jardred y Koa se miraron por un segundo. Entonces Jardred salió corriendo de nuevo directo a atrapar a los ladrones.

—Al menos esta vez ha dedicado un segundo a pensar antes de lanzarse a lo loco. Eso es un progreso —admitió Koa.

Para cuando llegaron al puesto de collares de Bob, ya no había ni collares ni ladrones.

—¿Adónde habrán ido? —se preguntó Jardred impaciente.

Oyeron que un ciudadano con ropas elegantes se quejaba de que, con toda aquella confusión, alguien le había robado sin que se enterara.

¿Cómo no te has dado cuenta, Rufus? —le gritaba su mujer—. ¡Que te han quitado un diente de oro!

—Creo que tenemos una pista —dijo Koa.

Pero Jardred no estaba. Su cabeza de calabaza ya se había perdido entre el gentío… otra vez. Aquel era un día como otro cualquiera en la dimensión Vacío.

Jardred y Koa ya volvían a casa. Empezaba a anochecer, o eso se imaginaron, pues es difícil acertar cuando vives en una dimensión que no tiene sol, sino el brillo de millones de estrellas moribundas recortado sobre una constante oscuridad.

—Adiós, esto es una locura —decía Jardred—. Estoy hecho polvo y no he conseguido vender nada en el mercadillo. En casa no les va a hacer ninguna gracia.

—Quizá si te dedicaras a vender y no a detener a todos los ladrones… —sugirió Koa.

¿Y qué quieres que haga? Tú misma lo has visto, cada vez hay más. ¡Y no puedo quedarme de brazos cruzados mientras roban a mis vecinos! Bastante difíciles tenemos ya las cosas.

Jardred señaló las casas del vecindario. Estaban hechas de paja y barro, no como las de la ciudadela de la reina, donde todas eran a prueba de fuego. Su casa no era diferente del resto, aunque una vez, mucho tiempo atrás, estuvo hecha de madera.

—Vale, mis padres vuelven a estar de mal humor —observó Jardred.

—Es verdad, ha ardido el techo del porche —se fijó Koa—. Otra vez.

Y es que vivir en casas tan inflamables cuando la gente podía invocar fuego de sus cuerpos podía llegar a ser muy complicado.

¡Vivir aquí es un infierno! —gritó su madre. Efectivamente, estaba de mal humor. Entonces vio a Jardred—. ¡Menudas horas! Venga, que te estamos esperando para cenar.

Jardred prefirió no echar más combustible a su enfado y se dio prisa. Además, tenía muchísima hambre.

—¡Papá! ¡Estas patatas están carbonizadas! —se quejó Jardred en la mesa.

—Otra vez —comentó Koa, que se dedicaba a cazar ratones fantasmales.

—Mira, hijo, no hemos tenido un buen día —se justificó su padre.

—Ya veo que no he sido el único —dijo Jardred más comprensivo y señaló el techo—: ¿Qué ha pasado aquí?

—Es nuestra condenada reina Raven, ¡que me tiene harta! —contestó su madre.

—Se está pasando de la raya —añadió el marido.

¿De qué habláis? ¿Es por lo de la invasión? —quiso saber Jardred.

Su padre gruñó y Jardred advirtió que tenía más arrugas en la cáscara y su tono naranja había perdido el brillo de la juventud, no era la misma calabaza de tiempo atrás. Fue su madre la que contestó:

—Sí, la condenada invasión. Quiero volver a la dimensión Origen como todos, pero estas no son formas. No paramos de trabajar para que todo esté listo, pero cada vez nos piden más, cada vez tenemos menos, y nada nos asegura que podamos salir de esta dimensión.

—¿Por qué se llama dimensión Vacío? ¡Si está llena de gente! —preguntó Jardred.

—Dimensión del Estómago Vacío, querrás decir —comentó su padre—. Cada vez somos más y aquí no hay nada que echarse a la boca. No sé cómo sobreviviremos otro invierno.

—Aj, odio el invierno —dijeron todos. En el reino del Fuego, la gente era más de verano. Aunque la estación favorita de Jardred era el otoño.

—Yo también quiero salir de esta dimensión, pero no me parece bien que la reina quiera destruir el resto de los reinos. ¡Es malvada! —se indignó Jardred.

—No te haces una idea —aseguró el padre—. ¿Por qué te crees que nos exiliaron?

Jardred lo miró con curiosidad.

¿Fue por su culpa?

—¡Buf! —gruñó el padre—. ¡No me hagas hablar!

—Aunque resulte sorprendente —empezó la madre, que ya estaba más calmada—, hubo un tiempo en el que los reinos eran un lugar maravilloso y los reyes se ayudaban entre sí. Los de Viento y Agua trabajaban juntos para llevar agua de lluvia donde hiciera falta. Incluso nuestra reina cooperaba con el rey de la Tierra para cambiar el paisaje con algún que otro volcán en erupción. Pero aquella alianza era frágil como un sueño.

—Y cuando se rompió, empezó la pesadilla —añadió el padre—. La reina Raven los engañó a todos. Dijo al rey de la Tierra que el reino del Agua dominaba casi toda la superficie del mundo. ¿Y quiénes se creían esos merluzos para reinar sobre tanto espacio? ¿Acaso el reino de la Tierra no merecía más? Así que el rey hizo crecer su reino y alzó imponentes acantilados para contener el mar.

—Y encima tuvo la cara dura de decir que solo fue una pequeña broma…

Pero no acabó ahí —siguió tras asentir a su mujer—. Después hizo creer al rey del Viento que lo que hacía el reino de la Tierra era una escalera hasta su ciudad aérea, pues sus habitantes tenían envidia de ellos. ¿Cómo no iban a tenerla, si los ciudadanos del reino de la Tierra eran tontos como rocas? ¡Qué osadía creer que podrían vivir sobre las nubes como ellos! Así que el rey del Viento atacó con fuertes tormentas los acantilados y estos comenzaron a caerse piedra a piedra sobre el mar.

—¡No veas la que se lio! —exclamó la madre, que volvía a encenderse.

—Nuestra reina, al final, habló con la del Agua y le dijo que al rey del Viento le había dado uno de sus famosos cambios de humor y había decidido bombardear su ciudad submarina. «¿Acaso vas a dejar que haga siempre lo que quiera? ¡Alguien debería enseñarle modales!», dijo. Y la reina del Agua se enfadó tanto que se llevó el agua de las nubes, y una gran sequía se extendió por la dimensión Origen.

—Ahora entiendo por qué el lema de la reina Raven es «Quiero ver el mundo arder». ¡Está loca! —comentó Jardred, que estaba asombrado por aquella historia—. Entonces, ¿fue por eso por lo que los tres reinos nos exiliaron? ¿No fue porque nos tenían envidia?

—Oh, no, esa es la mentira que su flamante Raven —dijo la madre con retintín— repitió luego. Pero es que la historia no acaba ahí. Desde ese momento, los reinos se enemistaron y fueron incapaces de volver a trabajar juntos. Y entonces, aprovechando el caos, nuestra reina atacó. Estuvo a punto de lograr la conquista de Origen, pero los tres reyes consiguieron que se retirara a su reino y, una vez que volvió, nos exiliaron a todos a esta dimensión estercolero.

Jardred aún estaba temblando de rabia cuando sus padres se fueron a la cama, pero él no podía dormir, no paraba de darle vueltas a aquella historia. Contemplaba la luz muerta del cielo desde el tejado (o lo que quedaba de él) cuando oyó un golpe tremendo en la puerta.

¡Pum!

—¿Qué ha sido eso? —Se levantó de un salto.

Y luego siguieron otro pum, un blam y, finalmente, un crac. ¡Estaban entrando en su casa!

—¡Por orden de la reina, todo el mundo debe venir con nosotros para un ingreso voluntario! —oyó que decía un oficial de la reina.

Allí abajo había varias carroprisiones, carruajes donde la reina transportaba a sus prisioneros. También vio decenas de soldados por todas partes, que se llevaban a sus vecinos y amigos.

Oiga, que nosotros no queremos ingresar… —trató de razonar uno de sus vecinos.

El soldado le enseñó el filo de la espada.

—Vale, ingresamos voluntariamente.

Jardred estaba conmocionado, y solo reaccionó cuando vio que uno de los soldados se llevaba a sus padres.

—¡Eh, desgraciados! —gritó—. ¡Dejad en paz a mis padres!

—¿Adónde nos llevan? ¿Al asilo? —preguntó una pobre anciana desorientada.

¡Y dejad a mis vecinos! —añadió después.

—Vete, hijo, que tenemos algo que discutir con estos señores —dijo su padre, y junto con su madre tumbaron de un puñetazo doble al soldado. Pero detrás aparecieron cinco más y se los llevaron a rastras.

El oficial que había hablado al principio, de mayor rango, miró a Jardred con desprecio y dijo:

—Vais a venir todos con nosotros para las pruebas finales antes de la invasión. Serviréis a vuestro reino. No hace falta que hagáis las maletas.

¿Cómo? —preguntó Jardred, completamente alucinado.

De repente todo comenzó a arder. Las llamas se extendían por todas las casas, incluida la de Jardred.

—Se acabó, ya no aguanto más —gritó enfadado.

Con la cabeza en llamas, saltó desde el tejado y corrió hacia el soldado que amenazaba a sus padres.

—¡Espera, Jardred! —exclamó Koa horrorizada—. No puedes hacer nada contra los soldados.

Pero a Jardred le daba igual y siguió corriendo. No iba a dejar que aquellos abusones se salieran con la suya.

—Debéis desalojar la zona. Todo esto va a ser convertido en zona de entrenamiento para los guerreros de la reina —dijo el oficial con una sonrisa maliciosa—. ¿Acaso eres tú un guerrero?

La risa del oficial encendió aún más la ira de Jardred, que avanzó con el puño en llamas hacia el primer soldado que se le puso por delante. Este, ya preparado, se apartó antes de que el puño de Jardred se estrellara contra el suelo. Allí no volvería a crecer nunca una planta.

No está mal —admitió el oficial con su molesta sonrisa—. Pero nosotros no obligamos a nadie. Quien no quiera venir, puede irse libremente. Soldados, ya sabéis lo que tenéis que hacer.

Jardred se hacía una idea de lo que significaba «irse libremente». Aun así, una docena de soldados se acercaba para explicárselo con las armas desenvainadas.

—Jardred, ¡huye! —gritó Koa.

Sus padres y el resto de los vecinos estaban ya encerrados en las carroprisiones, y los caballos pesadilla, negros como la noche y de crines de fuego, comenzaron a tirar de ellas. Mientras los soldados lo rodeaban, Jardred vio cómo se alejaban rumbo al castillo de la reina.

¡Jardred! —repitió Koa, desesperada.

Una pequeña claridad se abrió paso en su cabeza de calabaza y le hizo comprender que Koa tenía razón. No podía enfrentarse a ellos.