III

Algún whisky después, el culo de la botella de champán que la azafata había abierto ante la insistencia de su jefa asomaba vacío por la cubitera. Mercedes mantenía su semblante impertérrito mientras la joven Carlota hacía verdaderos esfuerzos porque no se le notara su incipiente borrachera. En ese momento el avión atravesó un lecho de nubes y ante sus ojos apareció la abigarrada arquitectura de cientos de edificios modernos. El mar de China se abría paso imponente, la joven miró por la ventanilla y observó cómo lo surcaban navíos inmensos y pequeños: cargueros y barcos de pesca dibujaban estelas a su paso. Estaban llegando a Hong Kong. Óscar se acercó a Mercedes para avisarle de que iba a comenzar el aterrizaje.

—Señora, parece que tendremos tormenta y vamos a atravesar bastantes turbulencias, va a ser movidito.

Al escucharlo, Mercedes agarró el brazo de la joven y miró al piloto asintiendo, como si aquella extremidad y la persona a la que pertenecía fueran su antídoto. Óscar miró a Carlota con cierto desdén, aunque no llegó a notar su ligero estado de embriaguez.

De sus temores cuando volaba, el aterrizaje era sin duda el que a Mercedes le generaba un desagradable retorcimiento de estómago. A pesar de haberse pasado las últimas décadas subida a un avión, ser propietaria de uno de los mejores jets privados del mercado y tener a Óscar, un piloto con infinidad de horas de vuelo a su entera disposición, no acababa de sentirse cómoda hasta que el tren de aterrizaje estaba encarrilado en la pista. Hasta ese momento permanecía completamente en tensión, con las manos empapadas en sudor. El avión comenzó a moverse y a temblar. Se recostó en el asiento y comenzó a calmar su respiración. Carlota se percató rápidamente y trató de tranquilizarla haciéndole más preguntas.

—¿Y tu hija se quedó muchos años en el Ramiro de Maeztu, Mercedes? —A pesar de haberse negado en un principio, la joven empezó a tutearla espontáneamente después de aquella conversación llena de confidencias—. Yo tenía un primo allí, ¿sabes? Jugaba muy bien al baloncesto.

—Bueno... En realidad, con trece años, Clara se fue a vivir a Le Rosey, un colegio suizo un poco elitista. —Mercedes mantenía su mirada fija en la ventana y agarró fuerte el brazo de la joven al notar el primer temblor de la nave.

—¿La mandaste a Suiza? Qué suerte para Clara, deben de ser unos colegios increíbles.

Carlota disimuló lo que realmente pensaba de los colegios suizos, pues en las películas los ponían como centros para niños ricos donde los padres desterraban a sus hijos delegando con alivio y sin muchos remordimientos la responsabilidad de su educación para dedicarse a exprimir sus carreras profesionales o a disfrutar de sus fortunas. Carlota había escuchado hablar de Le Rosey; aquel impoluto colegio con campus de invierno en Gstaad era conocido por ser uno de los centros educativos más avanzados del mundo. Intentó hurgar en aquella historia para mantener a Mercedes distraída de las turbulencias.

—Cuando tomé la decisión de enviarla allí, tuve una gran discusión con Carlos, como te puedes imaginar, porque no era partidario de sacarla del Ramiro, y mucho menos de llevarla a Suiza a confraternizar con jóvenes que podrían desestabilizar el tembloroso equilibrio emocional de Clara. A él no le gusta la confrontación cara a cara conmigo porque se me da mejor debatir, y como me puse muy testaruda, acabó por ceder, de muy mala leche, eso sí, pues salió del cuarto dando un portazo.

Mercedes defendía aquella decisión pensando más en el desarrollo personal de su hija y en las oportunidades que aquel cambio conllevaba, y Carlota no dudó en darle la razón ipso facto.

—Claro, te entiendo perfectamente, Mercedes. Una niña que se estaba convirtiendo en mujer, a punto de descubrir el mundo, que, aunque haya tenido algún problemilla, ya parecía recuperada, necesitaba algo más que un instituto de barrio.

—Así es. Aunque he de decir que le dio una magnífica educación durante un tiempo y que le estaré eternamente agradecida por hacerle pisar la realidad de un mundo muy alejado de sus privilegios. —Parecían dos amigas que se daban la razón la una a la otra.

—Y el colegio ¿qué tal era? El suizo, digo...

—Le Rosey es un colegio elitista, sí, pero complejines al margen, tiene una gran filosofía que sustenta un modelo educativo con muchos valores y un gran espíritu innovador. —Había un deje de pasión en la voz de Mercedes y parecía distraída de las turbulencias—. A principios del siglo XXI era de los pocos que ofrecía una experiencia verdaderamente global en la que la diversidad jugaba un rol clave, pues había conseguido tener más de sesenta nacionalidades entre unos mil estudiantes, con el añadido de que no había más de un diez por ciento de una sola nacionalidad.

La riqueza cultural que permitía este diseño era enorme, pensaba Mercedes, y sin duda Clara podría entender la infinidad de situaciones a las que se enfrentaban los niños de su edad con orígenes geográficos y culturales dispares, muy útil en un mundo cada vez más interconectado. Además, el colegio recientemente había iniciado un fondo de becas que aseguraba que habría un porcentaje significativo, en torno a un treinta por ciento, de niños brillantes de estratos socioeconómicos poco favorables, a los que la Fundación Le Rosey pagaría matrícula y gastos.

—Tomaste una decisión extraordinaria —siguió Carlota, decidida a animarla—. Además de un colegio de prestigio, era solidario.

—¿Sabes que yo puse medio millón en el fondo de becas? —Levantó un dedo índice inquisitivo ante la mirada abrumada de Carlota, para la que aquella cantidad era enorme.

—¿Medio millón? —tartamudeó.

—Así es. Me convertí en benefactora de ese fondo por solidaridad, por supuesto, aunque tengo que confesar que también lo hice por el temor a que Clara pudiera liar una de las suyas. E hice bien —puntualizó alzando la barbilla orgullosa—, pues el aterrizaje, como cabía esperar, no fue bueno. Como Clara había estado muy protegida desde que nació y ahora tenía que sacarse las castañas del fuego, pasó sus primeros dos meses llorando por las esquinas.

—Estaba homesick, ¿no? Echaba de menos su casa, yo la entendería, Mercedes.

—Era comprensible, y aunque trataron de llenarla de actividades que le pudieran divertir, nada funcionaba y mi hija deambulaba como un alma en pena..., hasta que por fin algo la sacó de su letargo.

—¿Una amiga?

—¡Qué va! Los caballos, niña. Mi hija siempre ha preferido esos animales a la más bondadosa y divertida de las personas. Le Rosey está dotado de unas cuadras magníficas que le han granjeado cierta fama en el mundo de la hípica, también por sus jóvenes jinetes, que compiten fundamentalmente en la modalidad de salto —continuó explicando la empresaria a la joven—. Con ese ímpetu que heredó sin duda de mí —señaló, orgullosa—, Clara se obsesionó con los equinos, con su cuidado, con montarlos, con pasar todo el tiempo que podía con ellos... Era feliz siempre y cuando estuviera junto a ellos, y viceversa.

Un enorme estruendo provocado por un trueno envolvió la nave y a los pocos segundos un rayo se asomó por la ventana de Mercedes, como si quisiera entrar, furioso, por el ala de estribor. El avión parecía deslizar su panza por una pista de hielo, resbalando de derecha a izquierda, como tratando de enderezar el rumbo. A Mercedes el susto pareció hacerle un nudo en el estómago que se le hubiera subido a la nuez, pues, como por arte de magia, perdió el habla y solo conservó su habilidad para emitir sonidos, ya que los labios se seguían moviendo sin éxito vocal. Carlota, que estaba muy acostumbrada a volar, también se encogió levemente, y cuando Mercedes agarró su brazo, se estremeció y apretó su mano en respuesta. Óscar sonó tranquilizador por la megafonía del jet. Todo parecía estar bajo control, según él, aunque a juzgar por los tonos blanquecinos de la cara de la asistente de vuelo y los verdosos del rostro de Mercedes, nadie lo hubiera dicho.

—¿Qué diablos ha sido eso, niña? Ve a preguntarle a Óscar, hazme el favor.

—Ya le has escuchado, parece que lo tiene todo controlado, son turbulencias normales y corrientes. —Carlota disimulaba como podía el susto que también llevaba en el cuerpo, y enseguida volvió a refugiarse en la conversación como quien se dirige a un oasis que se abre en el desierto de sobresalto que la tormenta acababa de generar—. ¿Entonces los caballos le hicieron volver a estar bien?, a tu hija en Suiza, digo... —Era obvio que ambas habían perdido el hilo de la conversación.

—Para nada. —Mercedes vivía tan intensamente aquellos recuerdos que recuperó milagrosamente el habla a pesar del susto—. Mi hija tenía muchos problemas en el colegio, su desempeño académico, por ejemplo, era pésimo, por no hablar de las irascibilidades, el aislamiento y, sobre todo, la agresividad. No es un colegio que se ande con demasiadas tonterías —precisó—, por lo que la primera vez que Clara se pegó con un compañero de su clase (¡un chico que ya casi era un hombre!) le retiraron cualquier acceso a las cuadras. A ella no se la chantajeaba fácilmente... pero, por alguna mosca que le había picado, sucumbió y aquel castigo la domesticó. Comenzó a ir a clase con normalidad, sacaba adelante, raspadas, todas sus asignaturas, y hacía los mínimos esfuerzos por tener amigos; estaba un poco aislada, pero siempre se sentía acompañada por sus caballos.

Terminó de hablar a duras penas y echó mano del whisky, que había sobrevivido sin que se derramara una sola gota, para darle un buen trago y entregárselo vacío a Carlota en señal de necesitar uno nuevo urgentemente.

—De los polvos cuando era una niña en el British Council, llegaron los lodos premonitorios de la adolescencia en Le Rosey —continuó narrando, mientras la joven la escuchaba desde el minibar que tenían justo al lado—. El problema de mi hija tuvo nombre propio, su primer noviete cuando tenía diecisiete, se llamaba Ian. —Miró a la joven recuperando una sonrisa pícara—. Tú, con lo guapa que eres, seguro que habrás sucumbido a uno de esos malotes por los que haces cosas de las que luego te arrepientes toda la vida, ¿verdad?

—Uy, no, no. Yo, desde los quince años, estoy con mi Juanma, que es un pedazo de pan. A ver si ya se decide a hincar rodilla, que vamos a hacer diez años juntos. —Mercedes rio porque la chica tenía una vis cómica, mezcla de inocencia y bondad, a veces hasta ridícula, pero sin duda muy auténtica.

—Bueno, pues imagínate al típico malote, carismático y dominador. Un chulo, en definitiva. En fin, que mi pobre Clara, con la mala cabeza que tenía, era carne de cañón para un tipo así y, como era previsible, se enamoró locamente de él.

—Pues vaya lío, ¿no? —A Carlota se le escapó un salivazo directo al whisky de Mercedes, aunque ninguna de las dos se dio cuenta.

—Y tanto... Él tenía como veintitantos cuando empezaron a salir. Mi hija solo dieciséis, imagínate lo vulnerable que era, con todos sus follones psicológicos, además —prosiguió y le dio un pequeño sorbo a la copa rebosante que la chica le acababa de entregar.

—Sería muy guapo, por lo menos...

—Nunca lo llegué a conocer en persona, ¿te puedes creer? Lo que sé es que Ian era suizo, antiguo alumno de Le Rosey, y todavía estaba vinculado al colegio porque montaba los caballos de competición del centro. Pronto empezaron a salir juntos y mi hija se sumergió en un tobogán de nuevas emociones. Nuevas emociones aliñadas con sustancias de lo más desestabilizadoras. Comenzó a salir por la noche y a escaparse del colegio los fines de semana con Ian. Así fue como se metió en el mundo de las drogas.

—Qué horror, Mercedes. Cuánto lo siento, pobre Clara.

—Yo no soy tonta y me percaté muy pronto de que mi hija estaba empezando a tontear con las drogas... Curiosamente, en su último año, su desempeño académico fue magnífico, destacó por encima de la mayoría de sus compañeros y sin dedicar apenas esfuerzo, puesto que, aunque salía de fiesta a diario, a veces hasta llegando a clase sin dormir, se encontraba enérgica, efervescente. «Estaba, obviamente, dopada», recordó sin mencionarlo.

Mercedes enmudeció repentinamente, atrapada por aquel pensamiento que le cruzó la mente como un rayo. Ella supo entonces que las drogas interrumpirían para siempre la inocencia de la cortísima adolescencia de Clara, y también cómo acababan esas historias, sobre todo en una personalidad como la de su hija.

—Según me pude enterar —continuó rompiendo el breve lapso de silencio—, la primera vez que a Clara le dieron un porro ella lo rechazó porque le daba mucho asco el humo, pero preguntó a Ian si tenía coca. Así, doblando la apuesta para no dar la impresión de que era la primera vez que lo hacía... El efecto de la coca le produjo una sensación de felicidad irreal pero única. Se sentía en absoluto control de su cuerpo, de sus sensaciones y de sus fantasmas, siendo capaz de desplegar todos sus encantos, de seducir a quien fuera. Se aceptaba a sí misma y aceptaba con fascinación a personas a las que antes no hubiera mirado a la cara. Había encontrado la llave que permitía al mundo entrar en su laberinto y a ella entrar en la sala de mandos de su propia felicidad. Ese año se graduó de Le Rosey y, nada más terminar los estudios, aquel mismo verano, decidió viajar por el mundo con Ian.

—¿Y la dejaste ir, a pesar de todo? —Carlota jugaba con el abridor del vino haciéndolo girar sobre su dedo pulgar.

—¿Qué podía hacer si no? —Se encogió de hombros Mercedes, algo a la defensiva, lo cual era muy desconcertante en una mujer que se jactaba de tenerlo siempre todo controlado—. Querían ir a Filipinas, donde trabajarían en un hotel de lujo situado en un pequeño islote cerca de la isla de Corón.

—Qué difícil es ser madre... Hablaste con ella antes, ¿no?

—Así es, tuvimos una de esas conversaciones sinceras que una madre y una hija tienen en ciertos momentos. —Carlota asintió como si entendiera perfectamente a qué se refería—. Le advertí de que, según en qué ríos, meter los dos pies de golpe puede ser peligroso.

—Le dijiste que cuidado con las drogas, entiendo...

—No solo eso, me parecía importante mostrarle mi confianza, a pesar de lo cual la avisé de que, además de las drogas, estaba expuesta a un riesgo emocional importante al ser Ian su primer amor, y que sería una bomba mezclar drogas con ese sentimiento. Por supuesto, mi hija negó que consumiera nada y me habló de él como de un joven bueno y honesto, poco dado a los excesos.

Mercedes miró su iPhone un momento. No había mensajes ni llamadas, por alguna razón el wifi del avión no estaba funcionando. Pareció reflexionar mientras lo miraba. Cuando su hija se fue a Filipinas, usaba otro dispositivo que desapareció del mercado arrollado por el éxito de Apple. Era una BlackBerry. Recordó perfectamente el fatídico día que recibió una llamada de Ian mientras leía informes en su habitación de Navaluenga. Aquel teléfono vibró y ella solo tuvo que apretar la ruedecita central que tenía el aparato para contestar al número oculto que aparecía en la pantalla.

—Cuando contesté, escuché la voz de un chico con un terrible acento francés que parecía de lo más alterado.

—¿Era Ian el que estaba al otro lado? —Carlota parecía estar sumergida en una novela rosa.

—Así es. Se presentó, se disculpó por que nos tuviéramos que conocer de esa forma tan poco convencional, y luego empezó a vomitar cosas sobre mi hija.

Mercedes se agachó a coger de su bolso un pañuelo y de nuevo notó un fuerte golpe del avión contra una bolsa de aire, por lo que se refugió veloz en el brazo de la asistente, agarrándolo con fuerza. Su mirada se clavó en la ventanilla mientras se sentaba muy erguida y nerviosa. La nave había sido golpeada por el choque de las corrientes de aire frías y calientes, y en la oscuridad del ventanuco se iluminaban esporádicamente los relámpagos, que mostraban la silueta de unas nubes grises y cargadas.

—No te preocupes, Mercedes. De nuevo es solo una turbulencia, sigue contándome, que me vas a dejar con la intriga...

Hubo un silencio mientras Mercedes, asustada, pegaba la cabeza a la ventanilla creando un leve vaho.

—Pues... —La empresaria le dio un trago a su whisky para despejar el nuevo nudo en la garganta que se le había formado del susto—. Me dijo, muy melodramático, que mi hija no estaba bien en absoluto. Que tenía serios problemas, que era una mentirosa compulsiva y que incluso le preocupaba su salud mental.

—¿Habían discutido? ¿Qué les había pasado? —Carlota estaba ansiosa por saber qué había ocurrido.

—Me vino a decir —continuó recordando, agarrada a la joven azafata— que mi hija tenía una doble vida, que seguramente todo lo que sabíamos Carlos y yo era mentira. Para él, aunque confesó no tener ni idea de medicina, tenía una enfermedad de algún tipo porque se pasaba el día contando historias que él, al principio, daba por ciertas, pero que con el tiempo dejaron de encajarle.

Carlota usó el silencio que se produjo en ese instante para pensar bien adónde podría llegar la historia y cuánto quería ella meterse. Aunque no lo pareciera, se estaba enterando de muchas cosas muy sensibles de la señora De Grijalba, la dueña del avión donde trabajaba, y eso tenía una parte de responsabilidad: tenía que andarse con cierto cuidado.

—Me dijo que, cuando se conocieron, Clara le confesó que yo le hacía la vida imposible, que sentía un odio enfermizo hacia ella, que la había maltratado psicológicamente, e incluso que, cuando era niña, había sufrido malos tratos físicos: guantazos, baños de agua congelada, que le obligaba a comerse su propio vómito...

En aquel momento, Mercedes describía la historia con la piel pálida y no era debido a las turbulencias. Carlota, por su parte, también palideció: después de todo el vuelo hablando del tema, no entendía a dónde quería llegar Mercedes con aquello: ¿por qué la estaba utilizando a ella para desahogarse? ¿Qué pretendía contarle ahora?

—Pero eso era mentira... —titubeó Carlota ligeramente, aunque le hubiera gustado que su afirmación fuera más contundente.

—No te imaginas lo duro que es eso para una madre, niña. —La empresaria, que tenía un aspecto rudo e impenetrable, deslizó su pañuelo muy discretamente por la carúncula de su ojo izquierdo.

Carlota dio por negadas las acusaciones con ese comentario, aunque no sin ciertas dudas, algo fantasiosas, quizá.

—Luego, Ian me explicó que, cuando supo de aquello, él estaba muy enervado y trató de convencer a Clara para que me denunciara, ofreciéndole incluso que hablara con su padre, un conocido abogado suizo, pero Clara siempre se negó, pues argumentaba que yo tenía demasiado poder y que no conseguirían nada, que la única forma era esperar a que fuera mayor de edad para escaparse con él a algún lugar remoto donde yo no volvería jamás a verla.

—¿Qué tal se llevaba usted con su hija entonces? ¿Hablaban? ¿Se veían algo? —Carlota iba y volvía del tú al usted, y la miraba buscando pistas que revelaran alguna señal de raciocinio en la forma de actuar de su hija.

Mercedes tenía la voz algo rota, permanecía muy recta en su asiento y con las manos sudorosas, como si le costara verdaderamente procesar aquello.

—Yo con mi hija me llevaba bastante bien por aquel entonces. Ella me había puesto al corriente de todos los detalles del viaje y hablábamos casi a diario, la notaba contentísima.

—No entiendo nada... ¿Por qué le contó esa milonga a su novio entonces?

—Comprendes que yo me quedara también a cuadros, como se suele decir. Estaba muy confusa porque, aunque mi relación con Clara no era perfecta, en ese momento sí podía decir que era bastante buena. Al poco de llegar a Corón, Ian se fue dando cuenta de que todo lo que contaba Clara sobre mí era probablemente mentira. Lo descubrió un día que escuchó casualmente una conversación entre nosotras sin que Clara supiera que estaba ahí, pues se encontraba en el cuarto de baño cuando ella entró en el bungaló. Tanto el tono como el contenido de la conversación no podían ser más cariñosos y cordiales. Él la escuchó hablar de su día, de él, de su padre, de Navaluenga, de sus caballos... Y se debió de quedar tremendamente extrañado, nada tenía que ver lo que escuchaba con la imagen terrorífica que ella le había pintado de mí y de las insoportables conversaciones que teníamos cada vez que nos enfrascábamos en una discusión, según fantaseaba Clara. Cuando salió del cuarto de baño, mi hija se debió de quedar pasmada al verlo, pues se le cayó el castillo de naipes que había construido con sus mentiras.

El iPhone comenzó a recibir decenas de mensajes y emails, lo que desvió la atención de Mercedes de nuevo hacia el dispositivo. El wifi todavía no funcionaba, pero ya estaban tan cerca de tierra que la cobertura de datos empezó a funcionar con normalidad. Mientras revisaba en diagonal los mensajes importantes (casi todos relacionados con el anuncio del doctor Shu), se quedó imaginando el momento en qué Ian descubrió las mentiras de su hija. Ella empezó a gritar al novio, acusándolo de espiarla, incluso de estar a sueldo de la propia Mercedes para tenerla controlada... Mientras tanto fue Clara, con ese genio violento que tenía, quien le propinó guantazos y lo mordió. Incluso le tiró un cenicero de cristal a la cabeza que acabó por hacerle una brecha, según se enteró Mercedes después. Tras aquella discusión, Clara desapareció, y el exnovio se fue enterando de aspectos cada vez más oscuros de ella, pues Francesca, la dueña del hotel que los acogía, le confesó que las reacciones de Clara eran muy viscerales, a veces hasta violentas, con otros empleados del hotel. Además, parecía que Francesca le habría contado al novio que era un cornudo, puesto que Clara se había acostado tanto con el barman como con el socorrista. Ian advirtió a Mercedes, para su mayor preocupación, de que una chica que trabaja en un restaurante cercano dio la voz de alarma cuando vio a su hija en una playa de Corón en toples teniendo una discusión muy agresiva con la dueña de un restaurante, pues se negaba en redondo a taparse. Mercedes levantó la mirada de su móvil ante la pregunta de la azafata, que aguardaba impaciente el fin de la historia.

—¿Ian no podría haberte contado una mentira típica del desamor? —Carlota hizo la pregunta lógica para cuya respuesta consideró que Mercedes tendría una respuesta rápida.

—Desde luego. Tuve mucho cuidado en dar por ciertas sus acusaciones. Yo, al chico, ni siquiera lo conocía... ¡Imagínate! Podrían haber discutido y que él se hubiera vuelto majara llamando a la madre de su novia para verter sobre ella toda clase de infundios quién sabe con qué propósito.

—Y ¿qué hiciste? La llamaste de inmediato, entiendo.

—Correcto.

No dijo más, volvió a mirar su móvil como si repentinamente estuviera evitando conversar con la chica a la que llevaba varias horas confesando una parte íntima de su vida. Mientras parecía embobada leyendo todos aquellos correos, con la cabeza en piloto automático, recordó lo sucedido. Cuando Ian le contó esta historia, Mercedes simplemente no dio crédito. Llamó corriendo a su hija, como por instinto. Extrañamente —no se lo esperaba, sin duda— respondió a la primera, con un tono amable y normal, quizá un poco forzado, pensó en aquel momento. Tuvieron una conversación de lo más cordial; ella le contó con mucha efusividad que estaba paseando por Coron Island, adonde había ido a pasar unos días... sola. Cuando su madre le preguntó por qué Ian no estaba, ella no dudo en decirle, con una naturalidad pasmosa, que lo habían dejado, que el joven se había vuelto loco y que era un mentiroso compulsivo.

—Veo que ya te llegan los mensajes, seguro que estarás muy liada, Mercedes. Te voy a dejar tranquila contestando. —Carlota fijó la mirada en el exterior, donde ya se veían los edificios muy cercanos: estaban a punto de tomar tierra—. Solo una pregunta, ¿qué le dijiste a tu hija cuando la llamaste?

—Me cogió el teléfono como si nada fuera con ella... y, claro, conociéndola, rápidamente supe que aquella efusividad era bastante forzada, que Clara estaba huyendo de algo... Aunque le di la razón y le quite hierro a la llamada de Ian, enseguida le organicé el viaje de vuelta, necesitaba tener una conversación mirándola a los ojos para saber qué había ocurrido realmente.

El tren delantero del avión tocó violentamente la pista de aterrizaje del aeropuerto de Hong Kong. El avión se detuvo delante de un radiante BMW X5 con los cristales tintados. En la escalerilla la esperaban Óscar, de quien se despidió cordialmente, y Carlota, a la que le dio un pellizco cariñoso en la mejilla y después le plantó un beso ante la mirada algo extrañada del piloto.

—Gracias, niña.

Carlota bajó levemente la cara algo ruborizada y Mercedes desapareció con una frialdad irreconocible después de aquel vuelo lleno de confidencias, como si hubiera vuelto a entrar en la infranqueable coraza de la que solo la altura de las nubes la hubiera liberado.

Le esperaban unos días duros con la crisis de Shu.