De niño, los compañeros preferidos de Christo eran los árboles que crecían en la granja de su padre. Estaba el falso olivo, con unas hojas tan pálidas que parecían espolvoreadas con plata; los árboles de la fiebre, con su corteza verde lima; y doce clases diferentes de acacia, desde los arbustos sarmentosos con más pinchos que hojas hasta las de espina de camello, que llegaban a medir quince metros y cuyas copas eran más anchas que altas. A pocos pasos de la granja de Christo se alzaba una acacia de espina de camello. Cuando se sentaba debajo, muchas veces oía a su hermana practicando al piano, y un golpeteo rítmico en el garaje, que indicaba que su padre reparaba una furgoneta. Qué decepción. Él deseaba sentirse solo. Pero los fines de semana casi nadie pasaba en coche por delante de la granja, a pesar de que desembocaba en una carretera importante. Y si cerraba los ojos, aislaba los otros ruidos y volvía a abrirlos, y entonces, entornándolos, miraba los campos, no veía más casas y podía imaginar que se encontraba solo, sin vigilancia, en un lugar remoto y deshabitado.
Llegué con un conocido, un verano, a la granja de la familia de Christo. Las zonas agrícolas de Sudáfrica son de una belleza de libro de ilustraciones: un tapiz de maíz amarillo y alfalfa verde salpicado de molinos de viento y altos cipreses. Desde el centro de ese paisaje, en dirección norte, hacia la frontera con Botsuana, las carreteras son tan rectas que parecen trazadas con regla, y la tierra es tan llana que las nubes se convierten en montañas: imponentes, hinchadas, se rasgan para dejar pasar haces de luz que se posan sobre los campos como focos en un escenario de Broadway.
Cuanto más nos alejábamos de Johannesburgo, más criaturas surgían de los campos: langostas, tortugas, lagartos monitor, y un antílope diminuto que llaman steenbok, cuyas astas apenas son más grandes que una mano. Cuando una sale de las ciudades sudafricanas, no tarda mucho en sentirse como una simple diplomática entrando en un reino gobernado por la naturaleza. Una noche, iba por una autopista cuando algo enorme golpeó el parabrisas y lo resquebrajó. Paré como pude en el arcén, inspeccioné el vidrio roto y recogí una gran pluma azul y lustrosa: era de una gallina de guinea silvestre. En otra ocasión, también era tarde y me detuve en busca de un sitio donde orinar, y moví circularmente la linterna del móvil: vi lo que parecían ser luces de Navidad, de esas que usan para adornar los restaurantes de Brooklyn. Pero entonces oí un chasquido. Las luces eran el reflejo de los pares de ojos de unos cincuenta ñus, unos animales con cuernos que son algo así como un cruce entre un caballo y un buey pero de una tonalidad zafiro apagado. Estaban tan cerca de mí que los oía respirar.
Cuando llegamos a nuestro destino —una pequeña población cercana al desierto de Kalahari, donde Johannes, el padre de Christo, me había pedido que quedáramos—, el cielo estaba muy negro, y unos relámpagos lo cuarteaban. Johannes me invitó a montarme enseguida en su camioneta y me dijo que quería ir a su casa por el camino más largo, precisamente porque se había puesto a llover. Me contó que le encantaban los camiones, y que lo que más le gustaba era conducirlos en dongas embarradas.
Una donga es un valle creado por la erosión, que el agua va excavando en el suelo polvoriento de Sudáfrica. La palabra procede del zulú udonga. Y por ello no suelen usarla los blancos. Los blancos llevan ya cuatrocientos años en Sudáfrica, pero han tomado prestadas pocas palabras de las lenguas negras. Incluso los términos que usaban para describir la cultura negra eran importados de Europa: assegais, knockberries, que son las palabras que usan para referirse a las armas que manejaban los sudafricanos negros, derivan del portugués y el holandés, respectivamente, aunque los negros tenían sus propias palabras para ellas. A las gachas de sorgo que comían muchos negros las llamaban pap, término que procede del bajo alemán.
Cuando, en el siglo XX, los dirigentes de Sudáfrica segregaron formalmente a los blancos de los negros, a las zonas rurales de estos últimos las llamaron tuislande, del holandés «tierras natales».
Pero una donga era una donga. Una cosa era la comida; pero había aspectos de la propia tierra que, al principio, solo los negros podían enseñar a nombrar a los blancos. Johannes señaló una donga y se adentró en ella a toda velocidad. La camioneta derrapó y se inclinó cuarenta y cinco grados hacia la izquierda, y yo tuve miedo. Pero él se reía a carcajadas.
Cuando llegamos a la verja de entrada de su granja, ya solo chispeaba, y Johannes me pidió que esperara bajo la acacia de espina de camello. Regresó con una caja de zapatos llena de botellines de Baileys que sus amigos le traían de recuerdo cuando regresaban de sus viajes al extranjero. Me comentó que él casi nunca abandonaba la granja por lo mucho que quería a su ganado. Los animales reaccionaban al sonido de su voz. Todas las mañanas conducía hasta los confines de sus tierras, sacaba la cabeza por la ventanilla de su camioneta y llamaba a las vacas como si fuera san Francisco de Asís.
Después de brindar y beber un poco, Trudie, la madre de Christo, me hizo entrar en casa y me mostró las fotografías que había ido colgando en el oscuro pasillo principal de la casa. Las había dispuesto tan pegadas unas a otras que parecía que eran las fotos las que sostenían las paredes, y no al revés: eran imágenes de sus nietos encaramándose a ella como si fuera un árbol; retratos de Christo el día de su boda; y otros de este con su hermano, Jaco, los dos con sus uniformes escolares de rugby, en cuclillas, abrazados en formación.
A la mañana siguiente, mientras tomábamos café en la cocina de la granja, Trudie me confesó que había sido un alivio acabar teniendo una familia tan «normal». Su padre, Piet, llevaba una gasolinera en una ciudad cercana llamada Vryburg, un pequeño cruce de caminos donde se detenían camioneros en sus largas rutas. Por trabajar en una gasolinera, se diría que Piet había caído en desgracia. Sus primos eran rancheros de éxito, y la familia Botha (ese era su apellido) era muy conocida. Louis Botha, un famoso general de principios del siglo XX, era pariente suyo. Pero Piet era tan pobre que su familia tenía que vivir en un solo cuarto, en la parte trasera de la casa de otra familia. La madre de Trudie colgaba una cortina del techo para separar la «cocina» del «dormitorio», y en su familia solo comían carne cuando el dueño de la gasolinera se dignaba a darles los restos que habían empezado a estropeársele en la nevera.
Para compensar aquella degradación en el trabajo, Piet en su casa era tan estricto que resultaba aterrador. Entre las cuatro paredes de aquella habitación, se convertía en el Dios del Antiguo Testamento, su implacable creador e impartidor de castigos. Trudie debía ponerse de pie enseguida cuando él entraba en casa, y antes de acostarse exigía que todos los miembros de la familia dejaran todos y cada uno de los objetos (incluidos los dedales) en el lugar que él les había asignado.
«Yo era una niña bondadosa», me explicó Trudie. Quería ser enfermera. Por las tardes, se ponía a cuatro patas a buscar conejos entre los setos. Construyó un hospital de campaña para insectos heridos, y recogía mariposas maltrechas para acurrucarlas en cajas de cerillas que había acolchado con bolas de algodón, «como camitas para que se acostaran en ellas». Cuando se morían, Trudie lloraba. Pero su padre se metía con ella, la llamaba «llorona» o «lagrimitas». Cuando Piet murió, Trudie descubrió un relato de su vida escrito a mano por él mismo cuando ya era un hombre de mediana edad, que llevaba a todas partes en su maletín. El Piet que asomaba en aquellas páginas no era el simple empleado de gasolinera, sino el vástago de una saga de cazadores, aventureros y conquistadores. Cuando su tatarabuelo se instaló en el desierto del Kalahari para dedicarse al ganado, los animales salvajes le arrebataban las reses. Y aun así acabó imponiéndose y creó un rebaño de cien cabezas. Según lo que dejó escrito Piet, cuando un arrogante burócrata colonial intentó cobrarle un peaje a su antepasado al llegar a un puente, este ató un buey al pilar de valla del peaje, lo azotó para que se moviera y la arrancó de cuajo.
Esas actitudes desafiantes eran vitales para los antepasados de Piet. A mediados del siglo XVII, el director de una empresa dedicada al comercio de especias llamada la Compañía Holandesa de las Indias Orientales (la VOC, por sus siglas en holandés), estableció la primera colonia en la punta más meridional de África. En un principio, se suponía que Ciudad del Cabo debía ser solo una «estación de avituallamiento» para los barcos holandeses que se dirigían a mercados de especias más ricos en Oriente. Uno de los antepasados de Christo, Johan Depner, fue soldado de la VOC al que destinaron al cabo de Buena Esperanza para defender las viñas y las granjas de trigo que la compañía había establecido allí. Depner procedía de un pueblo prusiano cercano a la ciudad que hoy pertenece a Rusia y se conoce por el nombre de Kaliningrado. Se había criado en una granja, lo que probablemente hizo que su infancia fuera bastante cómoda. Pero la Guerra de los Treinta Años había devastado las cosechas y Depner abandonó Prusia y, a pie o subido en carros de otros, recorrió mil quinientos kilómetros por la Europa del norte para poder embarcar en un buque de la VOC.
Incluso en un lugar tan alejado como era Prusia, la gente había oído hablar de la Compañía de las Indias Orientales. Los historiadores consideran que la importancia de esta en el siglo XVII era comparable al de toda la potencia empresarial de Estados Unidos en el siglo XXI. Creó la primera bolsa, el primer mercado de valores de la era moderna, y estableció una flota de cien mil marineros. En los miles de posadas alineadas en los callejones que partían de la plaza principal de Ámsterdam se contrataba diariamente a nuevo personal para la gestión de sus colonias. La Compañía reclutaba a sus propios ejércitos, acuñaba su moneda y celebraba sus propios juicios. Y a menudo se decía que las tierras lejanas a las que enviaba hombres eran lugares edénicos.
Era algo que estaba en consonancia con las esperanzas de entonces. Unas décadas antes de que Depner llegara a Ámsterdam, un médico holandés empezó a publicar unos panfletos en los que describía los milagros de las colonias europeas de ultramar. Las definía como lugares en que los hombres podían empezar de nuevo, sin la carga de los errores que sus antepasados les habían legado. Según él, allí los animales eran tan grandes que resultaba imposible que los pobres pasaran hambre, y la tierra era tan fértil que sería absurdo que se desatara la guerra alguna vez. Algunos de los informes más detallados se referían a las colonias de un continente llamado América. Según escribió impresionado uno de los primeros colonos, América «sobrepasaba todo lo imaginable». Los ciervos «acuden cuando se les llama», y los cangrejos y las ostras «se arrojan ellos solos a la cazuela». El predicador inglés John Winthrop comparaba a los pasajeros que se sumaron a él en una de las primeras travesías a América con los discípulos que se sentaron a los pies de Cristo durante el sermón de la montaña, dando a entender que eran, en sentido figurado o literal, los agentes del segundo advenimiento.
Esa idea de partir de cero era importante. La Europa del siglo XVII que atravesó Depner era un lugar peculiar, movido por la convicción de que todos los días la humanidad traspasaba unos límites que hasta entonces solo traspasaban los dioses. Andreas Vesalius, un médico flamenco, dio un vuelco a la comprensión de la anatomía que Galeno había establecido mil años antes. Los astrónomos Johannes Kepler, Galileo Galilei y Nicolás Copérnico aplicaron las matemáticas para desmitificar los cielos, y consiguieron predecir con precisión movimientos de cometas y planetas.
Y entonces, en 1687, sir Isaac Newton publicó sus Principia. Los Principia tuvieron un impacto en el mundo tan radical como la Biblia. En ellos proponía que el universo —que hasta entonces se creía que era un regalo dado por una fuente divina— era algo racionalmente comprensible por la mente humana y movido por la pura premisa de que «para cada acción hay una reacción igual y en sentido inverso». Filósofos como John Locke aplicaron la lógica de los Principia a la ética y a los asuntos humanos, y sugirieron que con ellos se demostraba que el ser humano podía crear unas sociedades más perfectas, pues en cada persona se hallaba la capacidad de entender la verdad y, por extensión, la mejor manera de proceder.
Los poetas europeos empezaron a componer odas heroicas a los ingenieros en vez de a los héroes de guerra. Los holandeses se dedicaron a desmitificar el paisaje, lo que dio origen al microscopio y a un sistema de diques para gestionar las inundaciones que periódicamente anegaban su país. La idea era conquistar la naturaleza, pero de un modo que daba a entender que eran aliados de esta, y no sus adversarios. A su proyecto de alterar el curso de los ríos lo llamaban «persuasión», un término tomado directamente de la filosofía de la razón de Locke. Es algo que suele olvidarse, pero Newton y la mayoría de aquellos pensadores ilustrados también eran profundamente cristianos. Su esperanza era que la ilustración supusiera la confirmación de que los europeos habían aprendido a ser lo bastante buenos a ojos de Dios como para convertirse en sus socios. Por eso resulta raro que Europa estuviera tan poseída por la duda respecto de sí misma. Cada descubrimiento venía acompañado del terror correspondiente de estar desaprovechando una oportunidad única, histórica, o de que la nueva fuente de energía no estuviera motivada por una lógica sagrada sino por la avaricia; de no ser menos egoístas que sus antepasados. Mientras circunnavegaban la tierra, los marineros de la VOC ejecutaban un ritual consistente en arrojar por la borda sombreros caros. Se trataba de una especie de diezmo desesperado nacido de la angustia que les provocaba pensar que se estaban enriqueciendo en exceso, que lo que perseguían no era el progreso, sino la avaricia.
Los pintores paisajistas holandeses de los siglos XVII y XVIII representaban al típico holandés como un granjero austero, virtuoso, vestido de negro, cuidando de un rebaño de cabras felices. En realidad, el paisaje holandés de la época estaba lleno de árboles talados, ríos violentamente drenados, e impregnado de olor a alquitrán y sulfuro, empleados en la construcción de barcos. A finales del siglo XVIII, el crecimiento económico de Holanda se debía al comercio y a la industria, no a la agricultura. Los mercaderes competían para adquirir porcelana, especias y azúcares en Oriente, y bolsos de piel de cocodrilo en África. Todo ese mercantilismo empezaba a acrecentar las desigualdades económicas. Los mercaderes salían de sus casas en Ámsterdam, decoradas con pinturas cargadas de optimismo, y se tropezaban con niños harapientos que pedían limosna al pie de las escaleras.
A los europeos acomodados de esa época también les encantaba diseñar jardines botánicos. Entre ellos, los más lujosos intentaban reproducir el jardín del Edén. Pero en el siglo XVII, estos comenzaron a adoptar una apariencia extraña y pasaron a incluir el infierno, y posteriormente a verse dominados por su visión. El jardín botánico de un aristócrata presentaba una «tormenta eléctrica» con su lluvia falsa y efectos de sonido de pecadores que gritaban. En otro, los visitantes eran situados en una caverna tenebrosa en la que un Satán de cera profería unos insultos que en realidad pronunciaba un jardinero oculto.
Los europeos ricos acudían en masa a aquellos jardines infernales. Los eruditos advertían de unos portentos que, a medida que la humanidad se acercaba a su máximo potencial, la exponían a una condena eterna. La gente murmuraba que, en los confines de Europa, había plebeyos que veían cometas con forma de ataúd o, en palabras de un escritor, «un brazo que sostenía una gran espada, como a punto de abatirnos». Circulaban informes sin verificar sobre «nacimientos monstruosos» y brotes, estos sí confirmados, de peste bubónica. «El humo denso de los pecados humanos, que se eleva todos los días, a todas horas, a cada momento» va avivando «la ira ardiente y fiera del Juez Supremo», predijo un obispo luterano. Newton enumeraba sus pecados (como el de «colocar una ratonera el día del Señor») en preparación ante lo que creía inminente: tener que rendir cuentas ante Dios.
La promesa de un nuevo mundo en alguna otra parte era un importante faro de esperanza. Locke llamaba a la mente que nacía una tabula rasa, una pizarra en blanco. Por desgracia, esa pizarra solía llenarse de garabatos sin sentido e ideas equivocadas cuando su dueño era un niño, lo que lo condenaba de adulto al prejuicio, la confusión y el pecado. Se creía que la propia Europa era como el adulto sometido a esas cargas: afirmaba que podía crear un mundo perfecto, pero constantemente se le recordaban sus fracasos a la hora de lograrlo, que se cifraban en guerras persistentes, epidemias, burbujas económicas y pésimos dirigentes.
Muchos europeos concebían Asia, África y América como sus últimas oportunidades. «Cualquier cosa que deseemos en el paraíso de Holanda está aquí», explicaba entusiasmado un colono holandés. Algunos viajeros emprendían el camino de África en pos de un relato muy poderoso: el del Preste Juan, un emperador cristiano del que se decía que gobernaba en una tierra cuyas calles estaban empedradas con oro y en cuyas plazas brotaba la fuente de la eterna juventud. También se decía que el Preste Juan vivía amenazado por «paganos» decididos a destruir su reino. Al trasladarse hasta África al rescate del Preste Juan, los europeos conseguirían la cuadratura de un terco círculo: alcanzar asombrosas riquezas, incluso la inmortalidad, al tiempo que confirmaban su virtud cristiana.
Las teorías ilustradas planteaban que cualquiera podía aspirar a la grandeza, independientemente de la posición de sus padres. Benjamin Franklin, en concreto, ensalzaba el sistema de los burgueses holandeses, según el cual unos ciudadanos «corrientes» escogidos ostentaban el poder en las ciudades, y afirmaba que ese debía ser el modelo de la democracia estadounidense. Pero en realidad era muy difícil llegar a ser burgués. Había que tener dinero.
La mayoría de los primeros colonos del cabo de Buena Esperanza eran personas rechazadas por la sociedad europea. Al principio, Sudáfrica no era un destino demandado por los aventureros con las mayores ambiciones. Contaba con pocos puertos naturales, lo que implicaba que los viajeros que sobrevivían a los largos meses de la travesía —viajes en los que, de media, moría una cuarta parte de los pasajeros— a veces perdían la vida cuando ya avistaban tierra, porque sus barcos naufragaban al estrellarse contra las rocas. La VOC envió allí al primer gobernador de Ciudad del Cabo como castigo, después de caer en desgracia en Oriente por especulación. Según dejó escrito Hermann Giliomee, historiador del pueblo afrikáner, casi todos los que se dirigían allí eran «analfabetos, criminales y bribones».
Ciudad del Cabo se convirtió en un lugar en que los empleados de la VOC podían darse a conocer: como personas que quizá fueran más nobles y virtuosas que sus correligionarios de más alcurnia. Los soldados y los peones empezaron a referirse a sí mismos como burgueses por su propia cuenta, y después como Boers, «granjeros» en holandés, no como súbditos, y más tarde aún como Afrikaners, o «africanos». El primero que usó la palabra Afrikaner era un peón al que encontraron borracho mientras trabajaba. Reprendido por un juez de la Compañía de las Indias Orientales con peluca, masculló: «Usted no puede decirme qué tengo que hacer: yo soy Afrikaner»; es decir, no europeo y, por tanto, excepcional.
Y un número considerable de colonos empezó a dirigirse al interior, a menudo sin permiso. Doce años después de que Johan Depner arribara a Ciudad del Cabo, renunció a su empleo de soldado, contrajo matrimonio con la hija de un granjero, adquirió unas herramientas de zapatero y una cama, y emprendió el camino hacia una cadena montañosa que aún no era gobernada por los blancos.
Antes de que los antepasados de Trudie llegaran al desierto, vivían en una ciudad más rica de la costa meridional. Oudtshoorn estaba separada del mar por unos montes. La ladera norte era seca, ideal para la cría de avestruces y, en el siglo XIX, la demanda de las plumas de esas aves era creciente en una Europa en vías de industrialización.
La localidad vivió una especie de fiebre del oro: el tatarabuelo de Trudie contaba historias de su padre, que de niño recorría muchos kilómetros hasta llegar a las vías del tren de la costa, y se encajaba entre los raíles y veía pasar las locomotoras apenas un palmo por encima de su cuerpo, que avanzaban escupiendo cenizas de camino a Ciudad del Cabo.
Y sin embargo, la familia abandonó el lugar. A mediados del siglo XIX, grupos mucho más numerosos de europeos se dirigieron hacia el interior en convoyes de carretas tiradas por bueyes. Llegaron a conocerse como voortrekkers, «los que abren camino». A medida que se adentraban en el interior, llegaban noticias de que casi todos los hombres de aquellos grupos de pioneros morían de malaria. Pero aquello no hacía sino aumentar la emoción. Esos eran los avatares que permitían demostrar que los siervos podían ser iguales que los reyes.
A medida que se dispersaban, los afrikáners iban dando nombre a los lugares que encontraban. A las poblaciones y elementos naturales alrededor del cabo de Buena Esperanza los bautizaban con nombres aspiracionales como Eerstehoop, «Primera Esperanza». Más allá, recurrían a los nombres de sus descubridores, remedando a los aristócratas europeos que ponían sus nombres a las fincas de su propiedad. Qué emocionante resultaba que un holandés que había sido pobre y que se llamaba Meurel pudiera poner su nombre a una montaña, bautizada como Meurelkasteel, «castillo de Meurel». Más lejos aún, los nombres reflejaban el asombro y las hazañas de la exploración. Estaba Verkeerdevlei, «la ciénaga donde nos equivocamos al girar», y Knersvlakte, «la llanura donde nos rechinaron los dientes».
El desierto del Kalahari, en el que los antepasados de Trudie acabaron instalándose, estaba envuelto en las leyendas más aterradoras. Los primeros europeos que llegaron hasta allí enviaron noticias sobre la existencia de unos salares tan inmensos y monótonos que uno llegaba a perder el sentido de la orientación y a confundir el este con el oeste, el arriba con el abajo; de noche, a la luz de la luna, podía pensarse que uno estaba varado en los imponentes páramos nevados de Escocia. En la década de 1870, un viajero inglés llamado Parker Gillmore recorrió el Kalahari durante semanas. No encontraba agua, y su caballo estuvo a punto de morir de sed. Veía bandadas de pájaros pasar sobre su cabeza, y bosques de acacias de espina de camello, pero aunque cavaba tres metros bajo sus raíces, solo encontraba polvo.
A veces, los lugareños se presentaban en su campamento y le vendían huevos de avestruz colmados de agua. Los avestruces silvestres eran conocidos por su agresividad, y Gillmore no entendía cómo aquellos hombres lograban acercarse a ellos lo bastante para robarles los huevos. Pero abundaban las historias que decían que los nativos de la zona adivinaban dónde se encontraban los cauces subterráneos de agua, o que eran capaces de seguir a ciertos animales durante días sin beber. «Poseen [facultades de las que nosotros], en nuestra gran mayoría, carecemos», dejó anotado otro viajero. «Incluso un niño de diez años de edad, alejado de sus padres más de ciento cincuenta kilómetros, [es capaz de] regresar sin equivocarse.» Para Gillmore, el Kalahari tenía algo a la vez mágico y enervante. Las plantas —y la gente— florecían de una manera que él, vástago de la Inglaterra ilustrada, no podía concebir.
Algunos jóvenes europeos de la nobleza empezaron a viajar hasta el sur de África en una especie de vacación aventurera. Escribían sobre los colonos blancos a los que se encontraban, y que eran tan distintos a ellos, con desprecio mal disimulado. Un lord que visitó la zona consideraba que los afrikáners corrían el riesgo de degradar su herencia y quedar por debajo del nivel de los negros, pues haraganeaban en sus casuchas destartaladas mientras mascullaban órdenes a «unos tristes esclavos» como si fueran reyes. «La señora de la familia [afrikáner] tiene poca idea de lo que, en la buena sociedad, constituye la delicadeza femenina», sentenciaba otro. Los hombres comían «carnero hervido y apelmazado... Casi ninguno sabe leer ni escribir.»
De hecho, esos diarios de viaje contienen más que un atisbo de envidia. Gillmore comentaba con tristeza en su cuaderno que, de niño, había soñado con perseguir osos majestuosos. Pero cuando creció, la caza que quedaba en Inglaterra era menor. Sentía desprecio por aquellos anémicos aristócratas de tres al cuarto que se pasaban el día pertrechados como Enrique V para dar caza a una única y atemorizada perdiz.
En todo caso, aquellas descripciones dolían a los colonos afrikáners. En su contraataque, algunos consideraban que su epopeya emprendida en carretas tiradas por bueyes era «el último viaje», el trayecto final, figurativo, que los europeos debían emprender para demostrar su derecho a ejercer el dominio sobre la tierra. Se contaba la historia de una mujer afrikáner que, obligada a dejar de avanzar por orden de cierta prepotente autoridad colonial, había gritado: «¡Estamos dispuestos a cruzar descalzos [las montañas] y a morir en libertad!».
Crearon media docena de repúblicas independientes que, como constataron algunos observadores internacionales, eran de las primeras en surgir después de la Revolución estadounidense. Y a las ciudades que fundaron tierra adentro las bautizaron con los nombres más triunfales. No muy lejos de lo que algún día llegaría a ser Johannesburgo, dieron a una aldea el nombre de Nylstroom, «río Nilo», para expresar su creencia de que se estaban aproximando, literalmente, a una tierra de abundancia. Vryburg, la ciudad natal de Trudie, significa, simplemente, «ciudad de libertad».
Trudie logró alejarse de la tiranía de Piet cuando este la envió a un internado para chicas en Vryburg. Algunas de sus compañeras tenían padres más cosmopolitas, que habían adquirido tocadiscos y LP de Estados Unidos. Allí se enamoró de Elvis Presley.
Para entonces, el gobierno de su país había impuesto una censura artística estricta y moralista. No permitía que llegara la televisión al país, y los que ponían discos en la radio no podían emitir «Blowin’ in the Wind», de Bob Dylan. Pero como la gente no veía a Elvis actuar en la tele, no sabía hasta qué punto era sensual y transgresor en su lenguaje corporal. Trudie admiraba las imágenes de su rostro, que veía en las portadas de los discos: los párpados caídos, la nariz cincelada, el desenfadado tupé sobre la frente. Y su voz. Aquella mezcla de calidez y vulnerabilidad la hacía estremecer.
Los deportes —competiciones de atletismo, partidos de rugby, encuentros en que los adolescentes se medían en juegos informales como tirar de una cuerda— eran un punto central de la vida de un pueblo agrícola. Los padres de los chicos asaban chuletas en parrillas que preparaban sobre bidones de gasolina, mientras madres y hermanas servían tartas. Sin que su padre lo supiera, Trudie le pidió a su madre que le cosiera un vestido provocativo para llevarlo a una de aquellas competiciones de atletismo, un vestido blanco corto, ceñido, que le llegaba donde le llegaban las puntas de los dedos cuando extendía los brazos rectos a ambos lados de los muslos.
Sus amigas le secaron el pelo castaño rojizo con secador y la peinaron con unos tirabuzones a los que anudaron cintas blancas; iba descalza, con más cintas atadas a los dedos de los pies. Al llegar al acto, se fijó en un chico que era exactamente igual que el rostro que veía en los discos de Elvis. Resultó ser músico; tenía una voz grave y masculina, «y a la vez casi ligeramente frágil», recordaba Trudie, como la de Elvis Presley. Trudie me enseñó un par de fotografías de Johannes de joven. El parecido era notable: llevaba patillas, las cejas oscuras, apuntadas; y unos labios con forma de arco de Cupido.
Empezaron a salir. Meses después, bajo la luna llena, Johannes le propuso matrimonio. Trudie me contó que, mientras esperaba frente a la iglesia con el vestido de novia, se mareó y tuvo ganas de vomitar. Johannes tenía veintiún años; ella diecinueve, y apenas se conocían. Pero al avanzar por el pasillo, camino del altar, la invadió una oleada de paz. Sentía que estaba a punto de conseguir lo que se suponía que debía conseguir una chica afrikáner: un matrimonio con un hombre estable que algún día heredaría cabezas de ganado, y algo que no todas conseguían. Algunas de sus amigas del colegio, mayores que ella, le habían comentado de pasada que ellas apenas hablaban con sus maridos. Pero cuando Trudie se instaló en la granja del abuelo de Johannes, su marido y ella compartían juegos de mesa y se quedaban conversando hasta tarde. Le parecía que Johannes no era solo su esposo, sino su pêl, palabra afrikáans que significa algo así como «amigo íntimo».
Al principio solo hubo una experiencia que le resultara inquietante. Ocurrió durante su luna de miel. Johannes y ella habían planificado un viaje por carretera en su furgoneta Toyota. La idea era recorrer el país visitando playas y parques de safari. Pero salieron más tarde de lo que habían previsto. Empezó a llover a cántaros y no tardaron en perderse.
Intentaban ver algo entre los mares de lluvia que cubrían el parabrisas, pero todo les resultaba desconocido. Hasta las carreteras parecían de otro mundo, llenas de baches y de gravilla bajo los neumáticos. Los faros del Toyota iluminaban siluetas de mujeres y hombres negros que huían de la lluvia. Johannes y Trudie habían entrado sin querer en un bantustán negro, lo que se conocía como homeland.
Muchos misioneros europeos, e incluso algunos de los primeros líderes afrikáners, decían respetar a los negros con los que se encontraban. Gillmore, el viajero inglés, quedó maravillado al conocer al «rey» negro llamado Kama, en el Kalahari. Se presentaba «erguido, como si lo hubieran clavado al suelo», y mostraba una gran «compostura», según dejó escrito. Además, sus conocimientos científicos de botánica eran «perfectos. No podía evitar pensar en su perfección aristocrática».
Pero Gillmore también hizo una observación inquietante: que poco después de su encuentro con europeos, algunos africanos indígenas se atrevían a intentar superarlos. Kama, por ejemplo, prefería los trajes de estilo inglés a las ropas «nativas» y, tal como observaba Gillmore disgustado, le quedaban mejor que a los ingleses jóvenes.
En 1867, un muchacho afrikáner encontró un diamante en el lecho de un río. En menos de veinte años, decenas de miles de buscadores y especuladores acudieron en masa al sur de África en busca de diamantes, oro y platino. Cuando Gillmore llegó al más rico de los campos de diamantes del país, vio a unos capataces blancos y gordos dando órdenes con indolencia a peones negros. El viajero descubrió que para hacer realidad sus sueños de riqueza, muchos de los trabajadores negros recorrían a pie centenares de kilómetros, ida y vuelta, entre sus pueblos natales y las minas. «Infatigables, caminan día tras día, de la noche a la mañana, soportando el calor, la sed y el hambre.»
Los buscadores negros le parecieron más fuertes que hombres procedentes de Europa, según los propios parámetros europeos, y quizá, incluso, más virtuosos. Los afrikáners, a veces, seguían llamándose a sí mismos bóers, granjeros, para expresar la idea de que Dios los había escogido para hacer de África un nuevo jardín del Edén. Pero los negros se convirtieron en los primeros granjeros comerciales importantes en el interior de Sudáfrica a finales del siglo XIX, y hacían llegar maíz hasta las minas en sus propias caravanas. Uno de los primeros poemas compuestos en Sudáfrica que se ha conservado era una coplilla que expresaba el temor a que los negros, con el tiempo, superasen a los blancos, que ganaran a los colonos en su propio terreno.
El negro llega primero; el blanco llega después.
El blanco se apodera de la tierra; el negro lo hace después.
El blanco vive ahora; el negro vive después.
El blanco se ríe ahora; el negro se ríe después.
A los encargados de las minas se les ocurrió el primer sistema organizado para frenar la competencia. A los trabajadores negros se los confinaba en dormitorios, en recintos cerrados, y solo podían viajar con un permiso firmado por un jefe blanco. Pero entre los afrikáners y los británicos los problemas empezaron por esa misma época. Después de que se descubrieran metales preciosos en territorios afrikáners, los británicos declararon la guerra.
Tras su victoria en 1902, los británicos se mostraron brutales. Encerraron a treinta mil mujeres y niños afrikáners a campos de concentración y destruyeron más de la mitad de los aperos y herramientas de granjeros y ganaderos.
A principios del siglo XX, los afrikáners (que constituían poco más de la mitad de la población blanca del país) iban convirtiéndose, de manera creciente y cada vez más visible, en una clase marginal. Muchas familias blancas pobres se hacinaban a las afueras de Johannesburgo en tiendas de campaña, junto a los negros, con quienes competían por el trabajo. No estaba claro qué iba a ocurrir con los blancos en una colonia que «permite que su herencia se les escurra entre los dedos [y se hunda] convertida en una clase de obreros no cualificados», se inquietaba un inspector de escuela. En todo caso, en ningún otro lugar del mundo colonial los blancos se habían «desprestigiado» de manera tan clara.
Al constatarlo, un grupo de líderes afrikáners decidieron intentar revertir la situación. Desarrollaron el dialecto holandés que hablaban, el afrikáans, hasta convertirlo en una lengua académica, y crearon sociedades de ayuda mutua para que unos afrikáners pudieran invertir en los negocios de otros. Y entonces, en 1938, organizaron un acontecimiento.
Se suponía que debía consistir en un par de carromatos tirados por bueyes, como los que los voortrekkers habían montado hacía un siglo; los cocheros iban calzados con unos zapatos de gamuza suave, de piel de un antílope de cornamenta en espiral, y llevaban armas de fuego por si se encontraban con hombres de tribus hostiles. El mensaje era: no estáis hundidos. Vuestra identidad tosca os ennoblece.
Aquella idea cuajó de una manera que los organizadores no habían imaginado siquiera. El día de la partida de la caravana, decenas de miles de afrikáners se congregaron en la plaza de Ciudad del Cabo en que estaban unciendo los bueyes, todos vestidos de pioneros. Y otros grupos independientes organizaron sus propias travesías por todo el país.
Algunos iban precedidos por antorchas que representaban la luz de la civilización; a otros, los curiosos les entregaban reliquias como por ejemplo viejos mangos de arados. En una ciudad de la costa sur, las mujeres salieron en pijama a las tres de la mañana para escuchar la declaración del alcalde: «Los afrikáners prosperarán mientras Dios siga en su trono».
Ese evento marcó el inicio de un renacimiento político que culminó con la toma del poder político por parte de los afrikáners, a nivel nacional, en detrimento de los políticos de lengua inglesa. Los afrikáners se empeñaron en hacer de la segregación racial algo más explícito aún, y enviaron a emisarios al sur de Estados Unidos.
Los sudafricanos veían los autobuses y las escuelas segregadas de Alabama y pensaban: «¡Eureka! ¡Esta sí es una respuesta!». Y formalizaron un «sistema de homelands» que revocaba la ciudadanía de las personas negras y les atribuía la de esos nuevos «países», que supuestamente correspondían a sus orígenes tribales.
Políticamente, ese sistema de homelands o bantustanes siempre fue una farsa. Estos contaban con dirigentes títeres y apenas despertaban lealtad patriótica entre sus «ciudadanos». Tenían asignado solo el 13 por ciento del territorio de Sudáfrica, a pesar de que los negros ya eran más de dos tercios de la población. Ninguna otra nación reconoció nunca aquellos bantustanes, y los negros no podían viajar al extranjero con los inservibles pasaportes que se expedían en ellos. Muchos ni se molestaban en solicitarlos. «Dijeron que ahora era ciudadano de “Bofutatsuana” y que debía obtener el pasaporte de Bofutatsuana —le contó amargamente a un periodista un residente de Johannesburgo—. Yo no sabía siquiera dónde estaba Bofutatsuana.»
El gobierno intentaba ocultar esos bantustanes, así como los barrios negros, a los ciudadanos blancos. Esculpía el paisaje para darles la impresión de que Sudáfrica era un país «blanco». Situaba los barrios negros detrás de montañas, o en valles, para que los blancos, desde sus casas, no los vieran fácilmente. Un blanco al que conocí me confesó que, a pesar de criarse cerca de un barrio negro a finales de la década de 1970, creía de verdad que, demográficamente, el país era «blanco en un 90 por ciento». Así se lo parecía a él desde la escalera de su casa de campo, y desde la calle principal del pueblo más cercano: que vivía en un país blanco. Solo cuando subía a la cima del monte que quedaba detrás de la granja de su padre, le surgía la duda. Veía columnas de humo que se elevaban al otro lado de la montaña más lejana. ¿Quién generaba tanto humo?
El sistema de bantustanes buscaba concretar lo que los líderes blancos proponían en abstracto: que los negros eran los extranjeros, casi como seres imaginarios que solo se materializaban cuando se los llamaba. Pero aquella primera noche de su luna de miel, Trudie tuvo la poderosa sensación de ser ella la extranjera. De que era ella la que no conocía el país. Con su marido, había accedido a un mundo en el que los dos se sentían completamente perdidos. Y, sin embargo, habían viajado menos de dos horas.