Las ciencias del bosque

Con las botas puestas y la mochila preparada, nuestro viaje comienza por los bosques biológicos y su realidad física. Para ello, acudiremos a distintas áreas de conocimiento. Gracias a la ecología vegetal conoceremos los diferentes tipos de bosques que existen en el planeta, para después identificar el entorno que nos rodeará. De la ecología del fuego aprenderemos que no todo es lo que parece a la hora de estudiar los incendios forestales. De las ciencias ambientales, el funcionamiento complejo de estos ecosistemas y el impacto que se produce sobre ellos. De igual modo, nos apoyaremos en los conocimientos sobre gestión y estrategias de la ingeniería forestal y de montes.

Dentro del seno de la ciencia siempre habrá puntos de vista diferentes, diversas maneras de abordar un supuesto, y el estudio de los bosques no es una excepción. Es habitual encontrar opiniones discordantes en torno a un mismo tema, como el polémico rewilding, un enfoque basado en una restauración de los hábitats para devolverlos a una condición anterior a su antropización, de forma que sean capaces de autorregularse con intervención humana nula o mínima. Otros ejemplos son las estrategias sobre repoblación o conservación y gestión de los bosques. Afortunadamente, la investigación actual se nutre cada vez más de grupos mixtos de trabajo, lo que ayuda a conseguir una visión más completa del tema a tratar.

Todas estas ramas científicas van a servir de mucha ayuda a la hora de acercarnos a estudiar los bosques desde el punto de vista de las humanidades. La dendrocronología, disciplina que se encarga de estudiar los cambios ambientales registrados en los anillos de crecimiento de los árboles, será una de las disciplinas afines más relevantes, así como la palinología, rama de la botánica que estudia el polen y las esporas, y la arqueobotánica, disciplina que se encarga de recuperar, analizar e interpretar los restos vegetales provenientes de sitios arqueológicos. Gracias a ellas, los investigadores pueden llegar a conocer la historia concreta de un bosque y recrear mapas históricos de vegetación.

Pero antes de adentrarnos en las espesuras, debemos preguntarnos: ¿qué es un bosque? Según la primera de las dos acepciones que recoge el Diccionario de la lengua española, un bosque es un ‘sitio poblado de árboles y matas’, pero este ecosistema es mucho más que eso. La definición de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) es más específica: «terrenos que se extienden por más de 0,5 hectáreas, con árboles de más de 5 metros de altura y una cubierta canopea de más del 10 %, o árboles que sean capaces de alcanzar esos requisitos in situ» (FAO, 2018). Esta definición, aunque más definida que la del diccionario, sigue siendo escasa y, además, excluyente —esto se evidencia mucho más en las humanidades ambientales—, porque ¿qué ocurre con las zonas arboladas que no se ajustan a estos parámetros, los bosques de monte bajo o las dehesas? Como vamos a ver a continuación, no hay un único tipo de bosque, sino muchos, y con características propias definidas.

En El estudio sobre el estado de los bosques del mundo 2020, realizado por la FAO, se apuntaba que la masa forestal cubría un 30,8 % de la superficie terrestre, un total de 4.060 millones de hectáreas. Aunque extensas, su concentración geográfica no es equitativa, pues solo la mitad de esta superficie se encuentra repartida entre cinco países: la Federación de Rusia, Brasil, Estados Unidos, Canadá y China. En el caso peninsular, según los últimos datos publicados por el Anuario de Estadística Forestal en el pasado 2021, la superficie forestal española ocupa un 55,3 % del total, pero, teniendo en cuenta los parámetros ya descritos por la FAO, de ese porcentaje solo un 36,6 % sería arbolado. Las provincias cuya superficie arbolada se encuentra entre el 50 y el 63 % del total de su territorio son (de norte a sur): A Coruña, Bizkaia, Gipuzkoa, Girona, Barcelona, Cáceres y Huelva. Respecto al tipo de bosque predominante en España, encabeza la lista la dehesa, que ocupa un 14 %; seguido por el encinar (Quercus ilex), con un 13 %, y por el pinar (Pinus halepensis), que ocupa un 10 % de la superficie forestal arbolada.

Por tanto, un bosque es mucho más que un conjunto de árboles, su aspecto depende en gran medida de la geografía, la geología y el relieve de su ubicación. Son ecosistemas complejos y ricos en biodiversidad —botánica, zoológica, fúngica y micróbica—. Además de esto, desempeñan algunas funciones que son indispensables para el planeta: regulan el ciclo del agua, crean suelo fértil y evitan la erosión, producen oxígeno y acumulan dióxido de carbono, además de influir sobre el clima, entre otras cosas. De igual modo, su importancia también radica en lo social, ya que del bosque dependen muchos seres humanos, bien porque sea su hogar, su tierra ancestral, su santuario, su zona de retiro, o porque este sea su lugar de trabajo.

Entonces, si tenemos en cuenta todas estas particularidades…, ¿cuántos tipos de bosque se conocen?

No existe un modelo único de clasificación biológica, sino varios, los cuales han ido aumentando o disminuyendo en popularidad con el paso de los años, según demandaban los avances y actualizaciones científicas de la disciplina en cuestión. Esto, por supuesto, también influye en la categorización de los bosques. Por ello, para este apartado he decidido basarme en la distinción por ecozonas desarrollada por los profesores Jörg S. Pfadenhauer y Frank A. Klötzli en Global Vegetation (2020), quienes, a su vez, siguen el modelo planteado en 2005 por Jürgen Schultz en The Ecozones of the World: The Ecological Divisions of the Geosphere. Su planteamiento partía de la clasificación de los ecosistemas terrestres en nueve ecozonas, distinguidas y descritas en base a su distribución, clima, relieve e hidrología, vegetación terrestre, fauna y uso del suelo.

Una ecozona puede definirse como «una amplia región en la superficie terrestre donde factores físicos como el clima, los suelos, los accidentes geográficos o las rocas interactúan para formar un ecosistema original en el cual crezca vida vegetal y se proporcione un hábitat adecuado para la vida animal»1 (Pfadenhauer y Klötzli, 2020, p. 67). Atendiendo a esta tesis, la división global de la vegetación estaría formada por trece ecozonas. Como podréis imaginar, dentro de cada grupo existen más subcategorías, pero como nuestro camino solo atraviesa bosques, con unas pinceladas sobre cada tipo será suficiente para identificar los entornos que conoceremos a lo largo de estas páginas.

Tras esta pequeña introducción, no quiero dejar pasar la oportunidad de incluir en esta lista a los bosques submarinos. No me voy a detener a explicarlos en este momento, porque nos están esperando al final de la espesura; así que, si eres una persona muy curiosa y no puedes esperar hasta llegar, solo tienes que avanzar hasta las últimas páginas para sumergirte entre las algas.

¿BOSQUE NATURAL O ARTIFICIAL?

Esta dicotomía es una de las polémicas que más ríos de tinta hacen correr tanto dentro del sector ambiental y forestal como en la opinión pública. El 20 de marzo de 2021, coincidiendo con la celebración del Día Internacional de los Bosques, Víctor Resco de Dios, doctor ingeniero técnico forestal y de montes y profesor en la Universidad de Lleida, y Daniel Moya Navarro, doctor en Ciencias Agrarias y Ambientales, profesor en la UCLM e investigador en ECOFOR, publicaron un artículo muy certero en la web The Conversation que tenía un título con mucho gancho: «Diez bulos sobre los bosques que lastran el futuro del planeta». Ahí estaba, en el punto número uno, una frase que, seguro, hemos escuchado en algún momento: «La mano humana no debe tocar los bosques» (Moya Navarro y Resco de Dios, 2021). La respuesta de los investigadores es contundente, pues apuntan que entre el 80 y el 99 % de los bosques del planeta no son naturales —término que, como bien dice Aina S. Erice, «tiene poco de científico, aunque lo usemos continuamente»—, sino culturales; es decir, han sido gestionados en mayor o menor medida por las poblaciones humanas. Los únicos lugares del mundo que aún conservan parte de bosque primario son los trópicos.

La actividad humana en los bosques no es negativa en sí misma y no siempre trae aparejados excesos y pérdida de biodiversidad. La estampa insertada en el imaginario occidental de bosques extensos y vírgenes es propia de eso, de la imaginación. Incluso en las áreas tropicales, que en un primer momento se identificaron como el Paraíso Terrenal, se trabajaba y se gestionaba la superficie forestal. Emmanuelle Kreike, doctor en Historia Africana y en Ciencias, especializado en silvicultura tropical, acuñó el término «Palenque Paradox» (Kreike, 2009), aplicable a cualquier terreno boscoso de los trópicos. En la ciudad mexicana de Palenque, ubicada en el actual estado de Chiapas, la selva cobija un conjunto arqueológico considerado como uno de los enclaves más importantes de la cultura maya. En su época de esplendor, esta ciudad gozaba de mucha actividad, y a su alrededor se ubicaban campos de cultivo y aldeas limítrofes desde las que abastecer al centro neurálgico. Para construir y estructurar el territorio fue necesaria una cuidada gestión de la selva durante casi cuatro siglos, ganando terreno al bosque para dedicarlo a las actividades agrícolas y la extracción de recursos. A partir del siglo IX, la ciudad comenzó a sufrir un progresivo abandono y, cuando los europeos llegaron a principios del siglo XVI, esta ya había sido completamente devorada por la selva. ¿Significa esto que las poblaciones mayas que vivieron en aquel territorio durante cuatro siglos únicamente lo hicieron en base a una economía de supervivencia? Quizás en contextos animistas más reducidos o en sociedades de estadios históricos anteriores, sí se pueda aplicar esta categorización, pero no es correcta en este caso. Pensar que las poblaciones que habitaban los trópicos en épocas precoloniales no desarrollaron sus propias estrategias de gestión de sus bosques y sus recursos, además de ser algo tremendamente condescendiente, es erróneo. Esta primera visión de una ciudad ruinosa devorada por la selva caló sobremanera dentro del imaginario occidental, tanto que ha perdurado hasta la actualidad, y junto a ella ha prevalecido el discurso asociado del buen salvaje.

Volviendo al artículo anterior, los autores también recogen otro de los puntos candentes en lo que a bosques se refiere: «Las repoblaciones son bosques artificiales o cultivos» (Moya Navarro y Resco de Dios, 2021). ¿Por qué esta premisa es tan conflictiva? Entre otras cosas, porque en este debate siempre aparecen dos especies vegetales que arrastran desde hace años una mala reputación en la península ibérica, debido a las campañas de reforestación llevadas a cabo entre los años 50 y 80, el pino y el eucalipto. «Cuando un monte está muy degradado y precisa de cirugía forestal en forma de restauración, el ecosistema no pasa a ser un cultivo, sino que mantiene su condición de bosque» (Moya Navarro y Resco de Dios, 2021). Así de claros se muestran los investigadores e inciden en recalcar que uno de los objetivos principales de las restauraciones actuales es la inclusión, conservación y mejora de la biodiversidad de los bosques, con la introducción de árboles, arbustos y matojos de especies locales.

En el caso español, las críticas hacia los procesos restauradores se centraban en el bajo número y la escasa variedad de especies que se emplearon, así como la densidad de las plantaciones y las consecuencias que estas tuvieron para los suelos. La cuestión de las repoblaciones en España es de todo menos simple, pues en ella influyen muchos factores, entre ellos ecológicos y políticos. En el año 2017 se publicó La restauración forestal en España: 75 años de una ilusión, un extenso estudio sobre el tema editado por el Ministerio de Agricultura y Pesca, Alimentación y Medio Ambiente que pretendía actualizar y dilucidar el contexto, contenido y forma de aquellas estrategias. En el capítulo doce, redactado por los ingenieros forestales Inés González-Doncel y José Luis Vicente González, se habla sobre la correlación entre las reforestaciones del Plan Nacional de Repoblaciones y la posterior creación de los Espacios Protegidos, y resulta curioso comprobar cómo un alto porcentaje de algunas de estas zonas protegidas tiene su origen en esas repoblaciones de pino. Este es un tema espinoso en el que no nos vamos a detener en este momento pero que, sin duda, necesita de revisiones objetivas y debe alejarse de una visión sesgada; de hecho, los investigadores del sector forestal, desde ingenieros hasta ambientólogos, cada vez son más críticos con esa idea de discriminación entre especies buenas y malas.

Ante este ejemplo tan paradigmático en territorio español, me pregunto si los no profesionales del sector, que opinamos con tanta libertad sobre restauración de ecosistemas, sabemos verdaderamente de lo que estamos hablando. En primer lugar, restaurar no es forestar; de hecho, hay zonas en las que la plantación masiva de árboles puede hacer más mal que bien. De ello discutieron largo y tendido en el pódcast Actualidad y Empleo Ambiental Juan María Arenas y Enoch Martínez con Daniel Moya, en 2019, sobre la iniciativa Gran Bellotada Ibérica, donde no se criticó la intencionalidad de esta, sino sus estrategias de implantación. El invitado incidió en recalcar que, para llevar a cabo una iniciativa como la propuesta, debe haber una planificación previa y contar con una base de conocimientos sólida, con acciones coordinadas, para evitar agravar un daño en el ecosistema que se pretende restaurar.

En el año 2020, los podcasteros también hablaron con Víctor Resco sobre otra propuesta a nivel global para plantar más de un billón de árboles contra el cambio climático, la mayoría en territorio africano. De este tema, el entrevistado también escribió un artículo, «Plantar un billón de árboles no va a frenar el cambio climático», donde argumentaba lo erróneo de esta propuesta, ya que la iniciativa se apoyaba en la teoría de que la sabana y demás pastos de zonas tropicales son el fruto de la degradación y la deforestación. Pero, nada más lejos de la realidad. Resco destaca, además, que, de llevarse a cabo, sería contraproducente y podría agravar el daño climático, por lo que cree más acertado «destinar los fondos de los programas de creación de nuevos bosques a conservar los ya existentes, a frenar la deforestación tropical y a desarrollar medidas que fomenten el cese de emisiones» (Resco de Dios, 2020b).

La reforestación es una técnica de ingeniería que se emplea en la restauración de ecosistemas degradados. Su implantación puede obedecer a diversos factores, entre ellos ayudar a aumentar la biodiversidad de un ecosistema que ha sufrido injerencias, apoyar la restauración hidrológico-forestal, proteger el suelo forestal tras un incendio, producir recursos como el corcho o la madera, generar servicios ambientales para uso público o generación de carbono. Hay que tener en cuenta que el ritmo del bosque es lento, tan pausado como los ent-cuentros tolkienianos, así que de nada sirven las iniciativas cortoplacistas y el greenwashing —que crea falsas ilusiones con poca base científica, o total ausencia de la misma, y mucho marketing y que pueden llegar a ser peligrosas— a la hora de intervenir en un ecosistema forestal. En resumen, es tan importante saber qué se planta, como dónde y cómo se planta, pero, sobre todo, tener previsto un meticuloso plan de acción para la futura gestión de esas plantaciones. Relacionado con este último punto se encuentran las consecuencias de las repoblaciones, y es que de nada sirve que se lleven a cabo este tipo de estrategias si a posteriori se abandonan y quedan huérfanas de gestión. Como ocurre en algunos espacios protegidos, pues la acumulación de biomasa sin gestionar en su interior aumenta la probabilidad de que dentro se produzca un gran incendio, más que en sus zonas circundantes.

Por tanto, a corto plazo, un bosque restaurado nunca llegará a acoger el porcentaje total de la biodiversidad que contenía previo a su degradación, pero la cosa cambia si se alargan los plazos, pues la regeneración de estas zonas depende de muchos factores —biológicos, químicos, geográficos, etc.— y este proceso puede llevar décadas, incluso siglos.

Sin duda, estas dicotomías entre natural y artificial, primario y secundario, y demás categorizaciones seguirán protagonizando debates tanto dentro como fuera del ámbito científico, sobre todo en un contexto de crisis climática como el que vivimos. La conservación de los bosques es un tema muy sensible desde hace años, toda iniciativa que se plantee en aras de este objetivo será bien recibida, pero, como acabamos de comprobar, es muy importante que esta se base en la experiencia y en los datos científicos. En resumen: no queramos tanto a los bosques, querámoslos mejor.

LA ACCIÓN ANTRÓPICA Y EL PODER DEL FUEGO

Un incendio forestal es aquel que se propaga por la vegetación, bien sean bosques, sabanas, turberas u otro tipo de ecosistema terrestre. Según su origen, puede dividirse en dos grupos, natural o antrópico, y para que se genere fuego hace falta la conjunción de varias condiciones, interruptores, como los denomina Resco de Dios en su último libro, Plant-Fire Interactions. Applying Ecophysiology to Wildfire Management (2020), un completo estudio que versa sobre las interacciones entre planta y fuego y el manejo del combustible silvestre para con el comportamiento de los fuegos. Estas condiciones son las siguientes:

El verano de 2022 en el sur de Europa fue especialmente nefasto en lo que a incendios forestales se refiere. A finales de año se hablaba de cifras tan abrumadoras como 80.000 evacuaciones, pérdidas de hogares, cinco personas fallecidas y un total de casi 460.000 hectáreas calcinadas. A principios de 2023, varios investigadores peninsulares publicaron en la revista Science of the Total Environment un estudio sobre sus causas y consecuencias, cuyos resultados exigen un cambio de paradigma en las interrelaciones humanas con los bosques para prevenir o por lo menos mitigar los efectos de los incendios que están por venir. Según apuntan, el mayor problema de estos megaincendios se encuentra en el combustible, y es que la gestión de los montes no debe enfocarse solo en los ejemplares arbóreos, sino también en el control de hojarasca y matorral del sotobosque. El cambio climático también influirá en estos incendios, pero no como causa, sino como catalizador: «nos impone una mayor urgencia a la necesidad de gestionar el combustible para disminuir el riesgo de megaincendios futuros» (Balaguer Romano et al., 2022).

¿Y tras el incendio, qué? Se puede optar tanto por la regeneración natural de los entornos, si es que se pudiera, como por las restauraciones mencionadas en el apartado anterior. Pero, ante unas condiciones climáticas cambiantes, se están planteando nuevas estrategias de repoblación adaptadas no tanto a recuperar el estado del bosque en cuestión previo al incendio, sino a elegir especies más adaptadas al clima futuro.

Cuando se habla de bosques y fuego, habitualmente se introduce al ser humano como el causante de las quemas descontroladas, pero esto no es del todo verdad, pues recordemos que para que se inicie y se propague el fuego hace falta que se produzca una conjunción específica de factores. Sin obviar la existencia de negligencias y de la piromanía, lo cierto es que los incendios no aparecieron cuando el género Homo comenzó a modificar su entorno. Aunque comúnmente se asocia a desastres ecológicos, la verdad es que el fuego ha acompañado a las plantas desde hace unos 420 millones de años, cuando ya formaba parte de los procesos ecológicos del planeta. Según los resultados científicos en el estudio de los carbones, se sabe que durante el Carbonífero y el Cretácico hubo picos de alta concentración de oxígeno, lo que implicó un aumento en la inflamabilidad de la vegetación. Juli G. Pausas, investigador del CSIC, apunta en su libro, Qué sabemos de incendios forestales (2012), que los procesos ligados a la distribución de los vegetales terrestres estarían muy relacionados con los incendios recurrentes, y pone como ejemplo la dominancia de las angiospermas, plantas con flores y frutos, a partir del Cretácico, hace unos 65 millones de años.

Como cabe esperar, gran parte de la vegetación planetaria se adaptó a estos cambios; de hecho, la flora pirófita, de la que hay mucha variedad en Australia, necesita del fuego para regenerarse. La vegetación tropical se presenta como la excepción, pues es más vulnerable a los estragos causados por los incendios. El doctor en Biotecnología y Agricultura Jorge Poveda Arias recoge en su artículo, «De crecer bajo tierra a autopodarse: los secretos de las plantas para sobrevivir a las llamas», algunas de las estrategias evolutivas desarrolladas por las plantas para sobrevivir al fuego, entre ellas: crecer en lugares alejados de las zonas más vulnerables, como bajo el agua o en las paredes verticales de barrancos; reforzar sus cortezas, o autopodarse, como algunos pinos, que se deshacen de sus ramas inferiores para evitar que las llamas alcancen fácilmente las copas.

Por tanto, en palabras de Pausas, «los incendios forestales no son perjudiciales para la biodiversidad, pero algunos regímenes de incendios sí pueden serlo. Entender los regímenes de incendios y las causas de los cambios de estos es fundamental para una gestión sostenible de los ecosistemas» (Pausas, 2012, p. 8). La pregunta ¿es el ser humano el principal causante de los incendios forestales? queda respondida, pero es innegable que nuestra historia ha estado íntimamente ligada al fuego desde sus primeros estadios.

Existen evidencias claras del uso de fuego en Oriente Medio que datan de casi 800.000 años. El cambio de dieta que trajo consigo cocinar alimentos supuso grandes avances evolutivos en los homínidos. Gracias al fuego, pudieron calentarse y protegerse de las injerencias climáticas, ver en la oscuridad o cocinar, y una vez controlado, se aplicó para la gestión del entorno y para crear espacios dedicados a la actividad agrícola. Uno de estos usos del fuego son las quemas controladas de superficie forestal, una técnica habitual que lleva practicándose desde hace miles de años por la gran mayoría de sociedades humanas del planeta. Por ejemplo, las tribus nativas del este de Norteamérica llevaban a cabo quemas prescritas de maleza con el objetivo de adecuar terrenos para la caza de ciervos y demás animales.

Hasta ahora, hemos conocido los pasos previos al incendio y aquellos que siguen a su extinción, pero una vez se han propagado, ¿quién los apaga? Para que un incendio se controle y se extinga hace falta medios y personal cualificado, homologado y no precarizado. De hecho, en esta línea se mueven las reivindicaciones de los bomberos y bomberas forestales españoles, recogidas en la PASBF (Plataformas de Asociaciones y Sindicatos de Bomberos Forestales), entre las que se encuentran el reconocimiento de su categoría profesional 5932, una formación continua y homogénea o una mayor estabilidad laboral. 

Está claro que el ser humano ha influido mucho en la actividad de los incendios, a través de la modificación del entorno, de su explotación y de su gestión. Que en ocasiones se encuentra detrás de las igniciones es algo innegable —y las selvas tropicales son las que más están sufriendo estos estragos—, pero lejos de perpetuar la falsa idea de que la acción antrópica siempre conllevará males al bosque, prefiero recordar que, de hecho, la vida rural puede hacer mucho por ayudar en la prevención de incendios. Ese conocimiento, esa experiencia conseguida tras años y generaciones trabajando el monte, puede formar una simbiosis con la investigación científica para conseguir bosques más resilientes que puedan soportar mejor las condiciones climáticas que están por venir.