EL GUSTO POR LA SANGRE
Todo comenzó cuando estaba en la universidad. Me había ido a descansar al departamento de mis abuelos, cuando encontré entre sus repisas un libro titulado Helter Skelter. Estaba que se desarmaba, la portada colgaba y las páginas eran de esas amarillentas con olor a viejo. Una maravilla.
De pura curiosidad empecé a leerlo y entré en un mundo desconocido, pero extremadamente envolvente. El libro, contado por el fiscal a cargo del caso, Vincent Bugliosi, y el escritor Curt Gentry, relataba momento a momento todo lo relacionado con la investigación de los asesinatos en la casa de Roman Polanski, donde murió su esposa Sharon Tate y un grupo de amigos, y del matrimonio LaBianca.
Así fue como conocí a Charles Manson y a la Familia: la secta que formó en un rancho californiano y cuyos crímenes resuenan en el cine, la literatura y la televisión, hasta el día de hoy.
El libro tenía fotos censuradas de las escenas del crimen, transcripciones de entrevistas y confesiones, y más información de la que podía procesar en una sentada. Pero además fue una puerta de entrada: nació en mí la necesidad de buscar videos sobre los juicios, entrevistas a testigos y, por supuesto, las fotos de escenas del crimen que el libro eligió censurar por buen gusto.
Aunque en teoría se trataba de un crimen resuelto, con los culpables tras las rejas, había algo que aún no estaba dicho: cómo Manson lograba que jóvenes estadounidenses le entregaran su cuerpo y alma, y fueran capaces de cometer los crímenes más terribles solo por instrucción suya. Y qué motivó a un hombre como Charlie para hacer estos requerimientos. ¿Qué vacío intentó llenar reuniendo a un grupo de personas en torno a él y a sus mandatos?
No lo sabía entonces, pero estaba entrando en un género que hoy conocemos como true crime (crímenes reales) y que se ha convertido en una industria que parece no tener límites. Miles de libros se han escrito sobre distintos casos y sobre las historias de sangrientos asesinos en serie y psicópatas. Millones sintonizan a diario un canal del cable dedicado exclusivamente a relatos criminales, y las plataformas de streaming no dejan de publicar documentales al respecto, desde que Making a murderer –un documental que logró convencer a la opinión pública sobre la inocencia de dos condenados por asesinato– rompió todos los récords de transmisión posibles.
En Instagram, la etiqueta #truecrime tiene más de 1,1 millones de publicaciones, mientras que en TikTok el contenido con #truecrime ha sido reproducido más de 12,6 mil millones de veces. En YouTube se publican cientos de videos sobre estos temas al día, y no faltan los pódcast, donde locutores con voces lúgubres relatan paso a paso cómo un asesino se convirtió en tal y cómo cometió sus terribles crímenes. Sin ir más lejos, en el 2020 las podcasteras que más lucraron con su contenido fueron las creadoras de My favourite crime, Karen Kilgariff y Georgia Hardstark. Mensualmente, su contenido se descarga treinta y cinco millones de veces y en el 2019 se llevaron un botín de quince millones de dólares. Nada mal.
Y aunque las redes sociales –como con todo– hicieron que esto explotara y le dieron un nombre, no es un género nuevo. Lo conocimos antes como crónica roja, como noticias policiales. Lo vimos en el mítico Rescate 911, o en Mea culpa, que el año pasado volvió con una nueva temporada. Y lo vemos en los matinales, donde pasan horas hablando sobre asaltos, portonazos, secuestros y otros hechos delictuales que inevitablemente impulsan el rating.
De acuerdo con un artículo publicado en la revista Time en abril del 2020, las principales consumidoras de true crime, al menos en Estados Unidos, son mujeres. Ellas componen el 75 % del público de este tipo de pódcast y son el 80 % de los participantes de los CrimeCon, o convenciones donde especialistas y aficionados se reúnen para hablar de crímenes. Sí, igual que las ComicCon pero, en vez de discutir sobre la nueva película de Batman, comentan casos de crímenes reales.
Según explican en la nota, la psicología apunta a que el interés del público femenino por este tipo de contenido responde de manera sencilla y a la vez terrible: quizás las mujeres se sienten más atraídas al true crime porque encuentran en él herramientas de supervivencia o porque les gusta pensar qué hubieran hecho ellas en esas situaciones. O qué harían si les pasara algo similar.
Y es que somos las mujeres las que aprendimos a llevar las llaves con la punta hacia afuera entre los nudillos cuando caminamos por una calle solas. Somos las que les avisamos a nuestras amigas que llegamos sanas y salvas –y vivas– y somos las que activamos el rastreo cuando andamos en Uber.
Sin duda en esta afición hay mucho morbo involucrado. Porque, a diferencia de ficciones de thriller o policiales, acá hablamos de personas reales. Hay un criminal, que tiene una historia detrás, que posiblemente lo convirtió –o jugó un rol importante– en la persona que es. Y tenemos víctimas, de distintos orígenes, edades e historias. También están los detalles terribles, como cuando nos enteramos de que el asesino en serie Israel Keyes maquilló el cuerpo de su última víctima y le pegó los párpados contra la cara, para que pareciera viva en la foto donde pedía recompensa. Y que su esposa e hija estaban a solo metros, en la casa principal.
Son detalles horribles. Son cosas que no debieron haber pasado. Y, sin duda, son situaciones que las personas cercanas a las víctimas y a los victimarios no quieren que conozcamos, y menos a través de relatos sensacionalistas. Pero es como cuando presenciamos un accidente o una situación horriblemente incómoda. No queremos mirar, pero ¿podemos evitarlo? Es como con los chismes. Nos interesan cuando tienen que ver con alguien más, pero cuando estamos en medio ya no nos parecen tan divertidos.
Para justificarnos, tratamos de darle explicaciones un poco más elevadas al gusto por la sangre. En YouTube hay videos de interrogatorios y análisis de los mismos con millones de reproducciones. Una de las partes más interesantes del caso de Chris Watts, en el que el padre asesina a la madre y ahoga a sus dos hijas pequeñas en un estanque de agua, es cuando lo vemos quebrarse frente a su padre al interior de una sala de interrogación, que por supuesto tiene cámaras de seguridad, cuyas cintas fueron publicadas.
Es ese momento, el punto de quiebre del criminal que ya no puede sostener su mentira, el que hace que esto sea más que un baño de sangre bien contado. Eso es muy interesante desde un punto de vista psicológico, porque a lo largo de la historia al asesino le cambia la expresión, el tono de voz, el semblante. Pasa de estar preocupado por su familia a estar confundido y a ser descubierto en cosa de horas. Y eso es muy interesante de observar. ¿Qué los hace confesar? En el caso de Watts fue la presencia de su padre en la sala, a quien simplemente no le pudo mentir como lo había hecho con los demás.
Porque es así cuando recordamos que no estamos frente a monstruos, por mucho que los denominemos así. No son chacales, son personas. Y son personas que, en algunos casos, antes de cometer el asesinato que los hizo famosos se desenvolvían sin problemas en la sociedad.
Por ejemplo, el asesino del Golden State. Joseph James DeAngelo cometió al menos trece asesinatos, ciento veinte robos y cincuenta y una violaciones en California, entre los años 1974 y 1986. No terminó porque lo pillaron, sino porque cambió de estilo de vida. Su identidad fue un absoluto misterio hasta el 24 de abril del 2018, cuando fue detenido luego de que se pudiera comprobar que su ADN coincidía con el encontrado en los cuerpos de sus víctimas.
DeAngelo era un sádico. En una oportunidad, tras haber dejado a una mujer con vida después de haberla violado, la llamó por teléfono. Luego de respirar de forma ruidosa y jadeante, le dijo en el oído, con el único objetivo de seguir torturándola: «Te voy a matar».
Antes de ser aprehendido por las autoridades, la vida de DeAngelo era la de un estadounidense promedio. Jugaba en el equipo de béisbol del colegio y en 1964 se unió a la Marina, con quienes luchó por casi dos años en la guerra de Vietnam. Cuatro años más tarde entró a la universidad, donde se graduó con un título en justicia criminal. Esta carrera aumentó su interés por sumarse a la fuerza policial, primero como practicante por treinta y dos semanas, y más tarde, entre 1973 y 1976, como parte de la unidad que investigaba robos y asaltos.
Tenía sus cosas, eso sí: lo despiden luego de descubrirlo robando un repelente para perros. Sus colegas no lo sabían, pero era algo que usaba para entrar sin problemas a casa de víctimas que tenían mascotas guardianas.
El mismo año que ingresó a la Policía se casó con Sharon Huddle, y en 1980 compraron la casa en la que tiempo después sería arrestado. Pero, para esas alturas, Sharon ya no viviría con él: se separaron en 1991 y, meses después del arresto, la mujer solicitó el divorcio definitivo.
DeAngelo es padre de tres hijos, quienes nacieron en paralelo a que se cometían los crímenes. Luego de la condena, su hija mayor publicó una carta para contar cómo fue crecer con el temido asesino. «Es el mejor padre que pude haber tenido y el mejor abuelo para mi hija. Todo lo que nosotras alguna vez necesitamos él nos lo dio. Mi padre sabe de amabilidad y amor, de empatía y apoyo para los demás».
Así veía la mujer de treinta y ocho años, al momento del arresto, a un hombre que fue capaz de violar y matar a Janelle Cruz, una chica de solo dieciocho años. Un hombre que, en 1977, tres años antes de que naciera su hija mayor, violó a una niña de trece años llamada Margaret Wardlow: la amarró y la amordazó, le vendó los ojos. Hizo lo mismo con su madre, que estaba en el dormitorio contiguo. Para asegurarse de que no fuera a defender a Margaret, apiló platos de loza en su espalda.
«Mi padre sabe de amabilidad y amor, de empatía y apoyo para los demás» resuena junto con el silencio aterrador que la madre de Margaret intentaba mantener, sin mover un milímetro su cuerpo que tiritaba de miedo e impotencia.
¿Cómo es que se puede formar una familia, dormir con una esposa todas las noches y, al mismo tiempo, vivir como si nunca hubiese entrado por las ventanas de chicas inocentes para amarrarlas, violarlas y asesinarlas?
Y en esa línea es que nos preguntamos ¿qué fue? ¿Qué es lo que permite que una persona pueda tener dos caras tan diferentes? ¿Cómo puedes acurrucarte con tus hijos después de haber torturado a sangre fría? ¿Cómo es que un profesional bien posicionado deja a su familia, su trabajo y sus bienes para unirse a una secta, convencido de que el mundo se va a acabar y que solo los escogidos serán salvados?
Hay algo que hace clic. Algo que se rompe dentro de esta persona, que en ciertos contextos se convierte en el rostro del diablo y en otros es un ser de luz violeta. O es que hay algo que siempre llevan guardado muy dentro de sí, que solo sacan a relucir cuando el momento es oportuno.
Hay niños que han matado porque sí. Porque estaban aburridos, porque estaban enojados o porque creyeron que con eso agradarían a sus amigos.
Alyssa Bustamante tenía quince años cuando el 21 de octubre del 2009 asesinó a Elizabeth Olten de nueve años. La víctima vivía a solo cuatro casas de la adolescente y era una de las mejores amigas de su hermana menor. Ese día, Alyssa le pidió a su hermana que invitara a Elizabeth a jugar al bosque ubicado cerca de sus casas.
Las hermanas vivían con los abuelos, porque su madre tenía problemas de adicción y el padre estaba cumpliendo una condena por un crimen menor. Esto habría generado algunos cambios de comportamiento en Alyssa, quien desde hace un par de años se notaba deprimida y que incluso en una oportunidad había intentado suicidarse.
Pero nada de eso daba como para sospechar que, esa tarde de octubre, Alyssa asesinaría a Elizabeth, a quien estranguló, acuchilló y luego sepultó en una tumba superficial que había cavado previamente. Una de las pruebas para detenerla la encontraron en su diario de vida: «Acabo de matar a alguien. La estrangulé y le corté la garganta y ahora está muerta. No sé cómo me siento en estos momentos. Cuando sales del sentimiento de “oh, dios mío, no puedo hacer esto”, empiezas a disfrutar bastante. Estoy algo nerviosa y tiritona, eso sí. Ok, ahora debo irme a misa».
Sí. La vida de Alyssa había sido dura, pese a tener solo quince años. Pero, aun así, nada indicaba que actuaría de manera tan fría y calculada. Era una adolescente que iba al colegio, que tenía amigas y que se identificaba con la estética emo. No era una asesina que de la nada decidió matar a una niñita.
Algo le hizo clic.
Es por eso que el true crime, la crónica roja, el género policial, o como le llamemos, es tremendamente interesante. Nos encantaría pensar que los asesinos, los violadores, los secuestradores son solo unos monstruos, pues así nos diferenciamos de ellos. Así no tienen nada que ver con nosotros y podemos seguir nuestras vidas tranquilas, porque esa suciedad no podría tocarnos. No a nosotros, porque no somos monstruos como ellos.
Ahí es donde nos equivocamos.
Porque mientras Alyssa confesaba el asesinato en la sala de interrogaciones, su abuela lloraba sentada en una esquina. No podía creerlo. Su nieta tenía problemas, sin duda, los que asociaba con una adolescencia difícil. Pero no era una asesina. No era un monstruo, era su nieta. Vivía en su casa, iba a la iglesia con ella, desayunaban juntas.
Ni los crímenes más horribles son cometidos por monstruos. Todos fueron llevados a cabo por personas, y, la mayor parte, en pleno uso de sus facultades. No son monstruos, pero están locos. Son personas que viven al margen de la sociedad. Esas son mentiras que nos encanta decirnos para, de nuevo, ponernos al margen. No son como nosotros.
Pero sí lo son.
Son personas que nos acompañan en el metro. Que se frustran y a veces tocan la bocina en los tacos. Hacen la fila en el casino de la empresa y, de vez en cuando, dejan una buena propina cuando salen a comer.
A veces son tu nieta. O tu hermana, o tu hija. Tu mamá o tu papá; tu mejor amigo del colegio o el vecino con el que siempre jugaste a la pelota. Quizás es la persona que duerme contigo todas las noches. O el que maneja el taxi al que te vas a subir mañana.
Cuando Truman Capote lanzó A sangre fría en enero de 1966, recibió elogios y fue un éxito rotundo. De hecho, se trata del libro de true crime más exitoso en ventas, después de Helter Skelter. Algunos lo criticaron porque, pese a ser una obra presentada como «no ficción», tendría algunas citas o situaciones fabricadas por el autor, pero eso no le quitó el título de obra maestra.
¿Qué hace de A sangre fría una joya literaria? La prosa, las herramientas que usa el autor, pero también el juego psicológico del que da cuenta y la forma en la que retrata a los criminales: como seres humanos. Algunos pensarán que incluso los humaniza demasiado –¿es eso posible cuando hablamos de personas?– y que tiende a beneficiar a los criminales pese a sus actos, pero sin duda son análisis entretenidos de generar y que se logran gracias al true crime.
Hay personas que se molestan cuando se cuenta la vida de los criminales. Que no les interesa que el psicópata de La Dehesa haya tenido una infancia llena de precariedades, lo que importa son los hechos que lo hicieron famoso. Hay quienes eligen ignorar que el ambiente en el que una persona creció va a afectar el tipo de adulto en que se convierta. Porque dicen que así se «humaniza demasiado» a un monstruo, que parece que buscamos justificarlo, que le tengamos lástima a él y no a sus víctimas.
Cuando lo cierto es que, en el true crime, cada historia tiene un prólogo, y muchas veces son esas páginas las que explican el libro completo.
Hace un tiempo hice una transmisión en vivo a través de mi cuenta de Instagram sobre Antares de la Luz y la secta que quemó y asesinó a un recién nacido en un fundo de Colliguay. Y fueron más de diez las personas que me escribieron para contarme que entre los seguidores del falso profeta había compañeros del colegio, de la universidad, expinches de amigas o la típica chica tranquila, quitada de bulla, que no se hacía notar en las fiestas.
Y es obvio, si hablamos de uno de los crímenes chilenos más conocidos, realizado por millennials con acceso a la educación superior. Pero no eran monstruos. Eran personas que conscientemente consideraron que era una buena idea aislarse de sus seres queridos y dejar sus formas de vida para vivir en comunidad, siguiendo las enseñanzas de un hombre, igual que ellos, que se decía superior.
Todo eso vuelve al true crime un género que llama mucho la atención: ¿qué hizo que una persona cambiara tan drásticamente? Y eso nos lleva a una pregunta mucho más personal: ¿qué tendría que hacer clic en mí para que yo hiciera algo así?
Pero ese no es el único motivo por el que estas historias hacen ruido y ganan en el people meter.
Hay más.
Existe la justificación de dar visibilidad a una historia, especialmente cuando son casos que no se han resuelto. En la serie Misterios sin resolver, por ejemplo, personas cercanas a víctimas piden que se hable más de sus casos para dar con respuestas. Y es que cuando historias locales llegan al mundo entero, aumentan las posibilidades de dar con nuevas pistas y tal vez encontrar la verdad.
Quizás si se muestra un retrato hablado, o si se viraliza la foto de un niño perdido, se podrá llegar a alguien que lo reconozca. ¿Y si escuchando detalles de un crimen sin resolver, una persona descubre que fue víctima del mismo criminal?
Se cuenta que una vez un hombre vio un documental de true crime, y que al hacer cruce de información con su infancia se dio cuenta de que al que buscaban era su padre. Bastó que donara sangre para resolver un crimen que llevaba décadas en una carpeta olvidada acumulando polvo y telarañas.
En las próximas páginas les voy a contar sobre algunos de los casos más terribles que se conocen dentro del género del true crime. Vamos a entrar en cultos, en la mente de psicópatas, en la lógica –o falta de esta–, en amores asesinos y mucho más. Pero, principalmente, vamos a hablar sobre personas que existieron o que existen. Vamos a contar historias reales, no cuentos tenebrosos. No vamos a hablar de monstruos. Pero sí nos enfrentaremos a crímenes que suceden en el mundo real, que les pasan a personas reales y que son cometidos por otros iguales a ellos.
Porque son estas las historias que asustan de verdad.