El mundo de nosotros
Poco tiene que ver la alegría del fútbol con el triunfo. La razón para alegrarse o dedicarle tiempo al fútbol parece simple: soy otra vez un niño, me abandono, descanso en el juego. Soy otro, que no piensa y se hunde en una forma estética, a veces hermosa, acogedora como una tina de agua tibia después de un día terrible. Y a veces, muy pocas veces, esa forma estética, como Alexis Sánchez picando la pelota para que entre dando giros sobre sí misma, lentamente, al arco argentino, ensambla varias dimensiones distintas: reescribe con belleza una historia deportiva de un siglo al mismo tiempo que los jugadores salen a celebrar bajo una frase que recuerda que “un pueblo sin memoria es un pueblo sin futuro”. En aquellos momentos, todos, sin distinción, celebran. El contagio emocional no distingue. La relación con el fútbol no cambia demasiado desde que se es un niño: se juega, se ve y se entiende, fundamentalmente, de una manera similar, y por esto es que es posible tener conversaciones futboleras con niños o niñas de siete años en las que, fundamentalmente, todos sabemos lo mismo.
La relación contradictoria del fútbol con la plata o con la realidad, por supuesto, es más difícil de abordar. En su libro En qué pensamos cuando pensamos en fútbol, el filósofo Simon Critchley pone de relieve “la contradicción más básica y profunda del fútbol: en forma es asociación, socialismo, sociabilidad y acción colectiva, tanto por parte de jugadores como de los hinchas, pero su sustrato material es el dinero, un dinero sucio, a menudo procedente de fuentes altamente cuestionables o infraexaminadas”. La omnipresencia del dinero en el fútbol deviene en un espectáculo insoportable en donde todo está a la venta y que mantiene desde siempre una conexión intrínseca con las formas más retrógradas de violencia y tribalismo. ¿Cómo enfrentar la contradicción entre una crítica visceral a la industria del fútbol y sus manifestaciones más grotescas con la necesidad de evocar la belleza conmovedora del juego?
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Imaginemos que somos un niño o una niña, chilenos imaginarios creciendo en los años noventa y la idea de la plata nos resultaba la primera representación del absurdo en nuestras vidas, porque descubríamos que una compañera o un compañero y sus familias tenían mucho más que nosotros (carnes rojas en el refrigerador; quizá un auto), y advertíamos, poco después, que nosotros también teníamos mucho más que otros. ¿Por qué? Si tu mamá y la mía trabajan lo mismo en la semana, ¿por qué la mía se cansa más que la tuya y le pagan menos? Porque así es el mundo, aprendíamos. Y aprendíamos a besarnos o a ver fútbol en el intertanto, en casas aisladas del frío o frente a nuestra estufa. Eso nos gustaba a todos.
O imaginemos que ese niño o esa niña leen un libro gordo, ambientado en la Alemania de posguerra, en donde el protagonista de la historia, también un niño, acompaña a su abuelo a cobrar la pensión de toda su vida. Al pequeño protagonista lo han vestido de fiesta, camina erguido de la mano de su abuelo, se sabe anónimo y a la vez importante. Pero la totalidad de la pensión se ha convertido en un pago ridículo, miserable, y el joven protagonista de esa historia entiende que el trabajo de toda una vida solo alcanzará para compartir, ese día, un café, un té y un bizcocho que partirán por la mitad. Quizá en ese punto de la historia alemana se comenta alguna obviedad: que el dinero es así, una ilusión, o que simplemente no existe de la forma en que existe, por ejemplo, el cuerpo. Nuestros lectores chilenos imaginarios notan el uso de la palabra bizcocho en la historia, precisamente porque nadie dice tal palabra en el Chile de la vida real aunque les recuerda vagamente un quequito, una palabra que camina al desuso a cambio de muffin. Pero este no es el punto. Las palabras cambian, se las lleva el tiempo, son tan queribles como quienes las nombran. El punto es que al leer el libro gordo nuestros lectores chilenos permanecen en silencio, cada extremo del libro entre las manos, con la boca levemente abierta, no demasiado, piensan que han encontrado una verdad. Así es la plata, se dicen, existe distinta para unos y otros. Así funciona. Pero no hay sonido, escuchan directamente con el cerebro.
O podemos imaginar que estos chilenos ya tienen unos treinta años y un trabajo, y se encuentran, una mañana cualquiera de la larguísima transición chilena hacia la democracia, con una entrevista en el diario al filósofo Humberto Giannini. La entrevista trae una foto en portada, grande: les parece un atípico actor de wéstern, un anciano de sonrisa tímida, un poco guapo, ojos curiosos y cansados. Digamos que para esta chilena o este chileno imaginarios Giannini se había convertido años atrás en una especie de héroe porque, como venían de un liceo técnico, el primer año que pasaron en la universidad fue también la primera vez que tuvieron que leer filosofía, un ramo en el que debían amanecerse para que les entraran los textos, pasar de largo, no dormir hasta entregar la prueba la mañana siguiente, extenuados, con un dolor de cabeza vagamente agradable. Durante aquel curso ese chileno o esa chilena imaginarios, que intentaron crecer en la medida de lo posible, pese a sus circunstancias, sus familias y ellos mismos, algo que ciertamente no carece de valor, leyeron la Breve historia de la filosofía de Giannini y les pareció evidente que el libro había sido construido para tener claridad, para ser entendido. Lo que no es siempre obvio. Un libro que quiere ser entendido es algo que parece obvio, pero no lo es. Este chileno o chilena comparan la Breve historia... con otros textos de filosofía encargados para ese mismo curso, en su mayoría oscuros, cubriendo sus inseguridades con palabras de diez lucas. Por el contrario, el de Giannini parecía escrito con cariño, con cierta compasión o comprensión afectuosa por la ignorancia y las ganas de aprender del lector, que el libro daba por sentado como igual de poderosas.
Ya adultos, entonces, imaginemos que nuestros chilenos imaginarios se reencuentran con Giannini en la entrevista que trae el diario. Digamos que están en un turno de fin de semana en su trabajo. No son felices ahí, por supuesto: el trabajo que hacen no los satisface, es un trabajo un poco estúpido en que hacen cosas estúpidas, lo reconocen, pero ¿qué trabajo no lo es? Digamos que salen temprano de sus casas y vuelven tarde, toman varias micros, están cansados, indescriptiblemente cansados, han perdido contacto con amigos, pero han logrado, finalmente, conseguir un sueldo que consideran justo, un lugar donde arrendar en el que no importa si afuera es invierno o es verano, después de muchos años de lidiar con el crédito universitario. Digamos que Giannini los liga con un pasado más o menos heroico, con una juventud en la que había una promesa que seguir, y la lectura del diario extiende esta sensación, porque se destaca a Giannini como una de las voces más relevantes en la educación chilena, el pensador de lo cotidiano al que le gustaba “andar por la calle, saludarse con la gente, porque todo eso hace un mundo”. Giannini como uno de los primeros propulsores de la educación pública y gratuita: “la gratuidad es un derecho de nacimiento. Nadie nos llamó a existir en la vida, llegamos simplemente todas y todos. Y los pobres y los ricos llegan a la vida igual, pero llegar a la vida significa una obligación de la sociedad”. Giannini como marino mercante y también voluntario del cuerpo de Bomberos, pero por sobre todo alguien no alumbrado, residuo de una época en la que se habla poco de uno mismo, un estudiante invariable, del decreciente gremio de los discretos. En un punto de la entrevista le preguntan si vive bien y él contesta que claro, que le han dado un cargo en la Universidad de Chile y que le alcanza tranquilo, y dice la cifra, y entonces ese chileno o esa chilena de treinta años se da cuenta de que el gran profesor Humberto Giannini, al final de su carrera, gana menos plata de la que ganan ellos.
La entrevista también explica que Giannini ha muerto. Que cuando el entrevistador se ha puesto de pie para retirarse y lo ha vuelto a mirar para despedirse, “los ojos de Humberto Giannini seguían abiertos, pero él ya no miraba por ellos”. Luego vino la ambulancia, la clínica, el cese de las palabras.
“¿Cómo vamos a crear un futuro de capitalistas y obreros, cuando podemos crear una sociedad más abierta, en que todos seamos ciudadanos?”, se pregunta Giannini en un punto de esta entrevista, la última, publicada en The Clinic junto a la crónica de su fallecimiento el 11 de diciembre de 2014. Se esfuerza, durante toda la conversación, en destacar la idea de conversar, en descubrir al otro: “no hemos enfrentado la necesidad de conocernos más, la necesidad de aceptarnos”. Y pensando en esto, inquiere el entrevistador, ¿qué se te ocurre que deberíamos volver a rescatar de la filosofía? ¿De qué pensadores nos vendría bien acordarnos? Esa es la pregunta final. Y esta es la última respuesta de Giannini: “Yo sigo enseñando a Sócrates, padre del diálogo callejero, abierto, pero con un significado profundo... Sigo pensando en él. Y si se puede tener filosofía, mi filosofía de centro es el sentido común. No abandonar nunca el sentido común, la filosofía no podría abandonarlo. Ya que no tenemos universo, porque se fue muy lejos, tenemos mundo, el mundo de nosotros. Eso para mí es muy importante”.
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El nosotros del que habla Giannini, una comunidad que quiere crecer ayudándose, conversando, intentando entender al otro, me vino a la memoria con aquel correo de mi amigo desencantado, que también es profesor. ¿Por qué alguien temería que, de perder en un juego, no nos levantaríamos nunca más? Ciertamente mi amigo no se refería a nosotros dos, sino a un nosotros como parte de otra comunidad devota de un simbolismo observado con sospecha: la de los chilenos y chilenas que se ocupan del fútbol, insertos profundamente en su propio diálogo callejero, en sus ritos, en su belleza y su estupidez, en sus torrentosas incoherencias.
Para Critchley, las contradicciones del fútbol deben permanecer abiertas a modo de una herida que no logra cicatrizar, que vuelve a romperse al inicio de cada partido, cada torneo y temporada. Pero al mismo tiempo plantea que por su naturaleza de ser algo no importante e importante al mismo tiempo (“lo más importante de lo menos importante”, según Arrigo Sacchi), el fútbol ofrece un acceso privilegiado al entendimiento de la experiencia humana. La belleza del fútbol, recuerda Critchley, no trata sobre imponerse al otro, sino fundamentalmente sobre momentos de esplendor, de episodios que no son alcanzados por el lenguaje. De ahí el epígrafe de su libro, que pertenece a Una singular ceguera de los seres humanos, de William James: “Compadezco al niño y a la niña, al hombre y a la mujer que jamás han oído las voces de esa misteriosa vida sensorial, con toda su irracionalidad, si así quiere decirse, pero también con su vigilancia y felicidad suprema”. Felicidad suprema: el esplendor absoluto que arrebata a Bielsa, una belleza que nos pertenece a todos, que no puede ser comprada. “Las fiestas de la vida”, escribe James, “son sus funciones cubiertas con aquella especie de mágico encanto que no puede ser descrito”.